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Tú disparaste primero

Helena Pinén


Primera edición en ebook: septiembre, 2020

Título Original: Tú disparaste primero

© Helena Pinén

© Editorial Romantic Ediciones

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Olalla Pons – Oindiedesign

ISBN: 978-84-17474-81-2

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.


Para todos los que habéis creído en mí.

PRIMERA PARTE

MENTIRAS Y SENSATEZ

1

A veces la vida cambia en cuestión de segundos. Un parpadeo y se pierde un instante. Un parpadeo y todo es diferente. En una milésima de segundo, un pájaro puede emprender su primer vuelo; una bala puede hundirse en la piel; una nube puede alcanzar el sol; un niño puede pronunciar su primera palabra. Solo es necesario un aleteo de pestañas para que un científico pueda encontrar la fórmula que cure una enfermedad; para que la inspiración golpee a un artista; incluso para que un hombre pueda arrodillarse frente la mujer que ama.

Así fue cómo pasó todo: en cuestión de un segundo, un borracho que había decidido conducir bajos los efectos del alcohol… invadió el carril contrario de sopetón y provocó un accidente mortal.

Felicia McBane, Brown desde que se casó, falleció junto a su marido de forma inesperada y cruel, dejando huérfano a su hijo de diez meses.

—Su hermana dejó escrito que, de sucederles algo a ella y al señor Brown, usted tendría la custodia de Brandon.

Patrick McBane estaba parado en el vano de la puerta, apoyado en ella y dándole la espalda al abogado. Aunque le escuchaba, no podía apartar los ojos de su sobrino, que gracias a su temprana edad, reía en brazos de la mejor amiga de Felicia.

Ajeno al sufrimiento que causaba perder un familiar tan cercano súbitamente.

Ajeno a los corazones agrietados que la repentina marcha de Felicia había dejado.

Rose levantó la vista, como si sintiera observada. Aunque sus labios tenían una sonrisa y su voz estaba modulada para entretener al pequeño, sus ojos estaban apagados y enrojecidos, bañados en tristeza y lágrimas contenidas.

Se había ofrecido a quedarse con el niño. Ser, para ser más exactos: su madre. Pero Patrick no estaba dispuesto a dejar que una extraña criase a Brandon, como si Felicia jamás hubiese existido, relegándolo a él a ser un mero espectador más, un tío que aparece de vez en cuando con un regalo.

Así pues, se había negado en rotundo.

El niño era un McBane.

Sangre de su sangre, hijo de la mujer más maravillosa y tierna que él jamás hubiera conocido.

—Pensaba ocuparme de él de todos modos —respondió al fin, con la mandíbula apretada con fuerza. Tenía el cuerpo en tensión por el dolor que lo atravesaba cada vez que respiraba desde que le dijeron que su hermana había muerto. Se sentía extrañamente vivo y vacío.

El jurista carraspeó mientras se arreglaba las gafas sobre el puente de la nariz.

—Me alegra oírlo, señor McBane.

Por supuesto, aquel hombre de nariz aguileña, mejillas hundidas y hombros curvados no se alegraba por el bebé. No querer aceptar aquella cláusula del testamento sería un problema legal muy grande para todos que solo le traería más trabajo.

Pero a él le daba igual la burocracia, los abogados y el papeleo.

A Patrick, en esos instantes, solo le importaba el bienestar de su sobrino.

Media hora después, el abogado se marchó, satisfecho por el trabajo realizado. Era una de esas personas que adoraba más el dinero que la humanidad. Patrick había ansiado perderlo de vista desde que se habían conocido. Gracias a su posición en la compañía que dirigía, sabía reconocer aves de carroña que aprovechaban debilidades ajenas para enriquecer arcas propias. Eran buitres, seres sin corazón con lo que Patrick y su junta preferían no tratar.

Observó los papeles que tenía en la mano antes de enrollarlos y guardarlos de mala manera en el bolsillo trasero de los pantalones.

Ya que su cuñado no tenía familia, nadie más que Felicia, todo lo que había sido del matrimonio, ahora engrosaba la riqueza de los McBane.

Patrick, por su parte, se dedicaría a cuidar de las propiedades para que su sobrino las disfrutase de mayor. No necesitaba el dinero ni las fincas. No necesitaba nada material. Necesitaba a su hermana. Viva, feliz, cuidando de su hijo, como habría hecho si aquel maldito tipejo no hubiera dado un volantazo para estrellarse contra el Land Rover de la pareja.

Se acercó a Brandon. El niño se estaba quedando dormido en los brazos de Rose, a quien su hermana había dejado una pequeña casita en Penzance, junto con una gran colección de libros de misterio.

—¿Vas a quedarte con él, entonces?

—Creí haber sido claro las otras veces. Sí, Brandon se queda conmigo —no quería ser impertinente, pero se sentía exhausto.

Ella vaciló. Sin embargo, esa vez decidió no amedrentarse.

—Patrick, eres un hombre de negocios, un adicto al trabajo —levantó la barbilla con altivez—. Te pasas todo el día en la oficina, a veces tienes que viajar. ¿Te llevarás a Brandon contigo a España, a Portugal? ¿A tus congresos a Nueva York?

—Bajaré el ritmo de trabajo, me llevaré el ordenador y los papeles a casa —se encogió de hombros como si el tema no fuera con él, aunque ambos sabían que estaba más erguido de lo habitual—. Si debo abandonar el país por unos días, Lorraine puede quedarse con Brandon.

Ante la idea, Rose resopló. Que la esposa de su socio se quedase con un bebé de menos de un año, contando que ya tenía trillizos, era un suicidio. Ambos sabían que ese tipo de favor podría pedirse una vez, quizá dos, pero no más.

A su vez, Patrick suspiró para sus adentros. Sí, iba a ser difícil ser padre cuando solía trabajar once horas al día, más unos cuantos viajes al extranjero cada semestre.

—Rose, el niño se queda conmigo —intentó tomarlo en brazos, pero ella retrocedió un paso.

—Intentaste ser el padre de Felicia en su momento y fracasaste, ¿qué te hace pensar que será diferente con Brandon?

Rose enmudeció y se mordió el labio en cuanto se dio cuenta de que había sobrepasado un límite invisible. Le había dado un extraordinario y doloroso golpe bajo, de esos que se dan por encima del cinturón y se queda en las entrañas, retorciéndolas y desangrándolas.

El rostro de Patrick había ensombrecido.

—Rose, dame el niño —cada palabra fue pronunciada con verdadero odio.

Y ella lo entendía. Se lo tenía bien merecido. Había sacado a relucir el horrible pasado de los hermanos McBane.

Por eso agachó la cabeza, se despidió con un susurro de Brandon y se lo entregó con manos temblorosas. Se sintió rechazada, humillada y hueca.

—Eres la madrina de Brandon, por lo puedes venir a visitarlo cuántas veces quieras. Puedes llamarme, cada vez que te apetezca, para saber de él —fue todo cuanto dijo Patrick antes de girar sobre sus talones y cruzar el vestíbulo hasta la puerta principal. La miró por encima del hombro antes de abrirla de par en par. La invitaba sin amabilidad alguna a irse—. Adiós, Rose.

Sabiéndose vencida, la rubia asintió como un autómata, cogió la chaqueta, la bufanda y su bolso.

—Yo…

—Adiós, Rose.

Ella salió con cuerpo tembloroso. Quiso despedirse, pedirle disculpas. Cuando quiso volverse, la puerta se cerró. Cerró los ojos y pateó el suelo, frustrada. No sabía si con Patrick o consigo misma.

Se encaminó hacia la verja y sacó el teléfono móvil, que tenía hábilmente guardado en el bolsillo de la chaqueta. Marcó un número que se sabía de memoria.

Él respondió al primer tono.

—Dime.

—Tiene la custodia. Felicia se la ha dado a Patrick y por más que la haya peleado, no hay quien pueda con su terquedad. No me deja hacerme cargo de Brandon —fue escueta mientras se alejaba por el camino de piedra. Miró un momento hacia atrás—. Maldición. Yo hubiera sido una buena madre. Lo sabes.

—Respira hondo —la voz era melodiosa y la calmó al punto—. Tranquila, ¿de acuerdo? Todo tiene solución.

—¿Y ahora qué?

—Debe haber otro modo de acercarnos al niño.

***

Patrick, ajeno a la llamada de Rose, subió al segundo piso.

Había comprado la antigua mansión de Greenborrough a nombre de su hermana en cuanto le había dicho que iba a casarse. No había sido su regalo de bodas, pero sí un modo de ahorrarle la hipoteca y diversos quebraderos de cabeza. Felicia había amado poder reformar y decorar aquel lugar a su gusto.

Todavía recordaba el brillo en sus ojos cuando le había hecho venir expresamente para decirle que estaba embarazada. Estaba apenas de diez semanas y ya habían preparado la habitación del bebé. Observó el lugar ahora y lo encontró faltó de luz, tal vez el brillo de la estancia y de los muebles había desaparecido.

Durante los preparativos de los funerales, Rose había empaquetado todas las cosas de Brandon para facilitar su transporte, fuera quien fuera la persona encargada de cuidar al bebé. Incluso había desmontado algunos utensilios con mucha maña para guardarlos en cajas.

 

Rose no era mala chica. Adoraba a Felicia como si fuera su propia hermana. Se conocían desde párvulos y eran inseparables, era lógico que quisiera a Brandon como a un sobrino.

Y Patrick sabía que el dolor había hablado por ella en todo momento. Dominándola. Pero, no por eso, sus palabras dolían menos.

Meneó la cabeza, decidido a desterrar sus recuerdos de juventud, y se marchó del dormitorio del pequeño, dejándolo todo tal cual estaba, tomando solo la mochila donde había pañales, cremitas y ropita de recambio.

Patrick no iba a llevarse nada. Su socio, mientras Rose rondaba por aquel cuarto, se había encargado de remodelar su apartamento. Lo había hecho en apenas cuarenta y ocho horas, pagando miles de libras a dos empresas especializadas para que se realizase todo de forma conjunta… y lo había logrado. Con éxito, además. Ahora su enorme ático estaba en condiciones de recibir un bebé.

Se consolaba pensando que en aquel piso de ciento ochenta metros cuadrados estaría libre de recuerdos, pues en Greenborrough era donde había más pedacitos de Felicia. El problema era su cabeza. Allí todo seguía nítido.

—¿Qué tal? —una radiante novia vestida de blanco se plantó ante él. Su rostro era unos pocos años más joven que ahora. Sus ojos parecían galaxias, tenían vida propia y titilaban con luz radiante. Dio una vuelta sobre sí misma para que la viera bien. También para que pudiera recuperarse de la impresión—. ¿Estoy guapa? —y antes de que Patrick pudiera abrir la boca, lo señaló con una mano ya enguantada—. Si dices que no, Patrick, haré que te sirvan la carne poco hecha, y muy fría, en el banquete.

—Tú sí sabes torturarme —se mofó, emocionado de verla de aquel modo.

No le había dejado ver el vestido hasta que fuera a recogerla para llevarla al altar. Ahora entendía por qué. No entendía de moda. No sería capaz de identificar el tipo de tejido, de complementos, por no hablar de los nombres que recibían el escote y la falda. Pero sí comprendía las reticencias de Felicia a mostrárselo antes. Lo hubiera considerado muy descarado, si bien entendía que era culpa suya.

Había visto siempre a su hermanita como una joven a la que proteger y ya no era así. Hacía mucho que se había convertido en una mujer. En una mujer fuerte, inteligente y espabilada, que tenía voz, que rugía más bien. Y aquel vestido solo evidenciaba lo que Patrick no había querido ver.

—Felicia… estás bellísima —la tomó de las manos y se las besó—. Eres bellísima.

Tenía que aceptar que aquellos momentos seguirían allí. No iba a poder borrar todo lo compartido con Felicia, tampoco es que quisiera. Su ansía en esos momentos era que el sufrimiento que iba ligado a ellos se alejase de su ser. Tenía que ser fuerte. No por sí mismo, sino por el niño. Lo observó a través del espejo retrovisor interior. Había colocado atrás la sillita con otro espejo que le permitía verle la carita. Brandon estaba dormido. Velar por sus sueños era ahora su destino y su obligación, no podía flaquear y arrastrarlo con él a la desgracia. Una punzada de dolor en las sienes le hizo dirigir la vista hacia la carretera.

—Contrólate —se susurró.

La jaqueca se incrementó cuando entró en el ático. Fue directo hacia lo que antes había sido su dormitorio. Ahora era la habitación de Brandon. Era la primera vez que entraba allí y le latió el corazón con rapidez al ver el cambio que se apreciaba por todos lados.

Anthony y su esposa Lorraine habían hecho un gran trabajo.

Las paredes, antes blancas, eran ahora de un suave tono morado muy infantil y acogedor. Los muebles eran blancos con matices grises, muy luminosos, nada que ver con los de antes, tan oscuros y acristalados. Supuso que la nueva decoración hubiera gustado a Felicia le habrían gustado.

A McBane le escocieron los párpados por las lágrimas.

El niño, dormido en su cochecito, volvió a removerse. Patrick meneó la cabeza para librarse de la pena y pulsó el interruptor que bajaba las persianas. Mientras las silenciosas láminas bajaban hasta los topes, desató al pequeño y lo llevó a su cuna, ya preparada.

Conectó el comunicador que había cogido de la casa de Felicia y llevó el segundo a su nuevo dormitorio, que antes había sido su despacho. El escucha sería su gran aliado mientras intentaba descansar.

Su despacho se había visto reducido en espacio a un rincón. Ahora, frente a la chimenea había una cama y habían colocado las mesitas de noche y sus antiguos armarios a un lado.

No le parecía real, ni estar allí ni encontrarse viviendo aquella situación. Ni siquiera el ambientador que llenaba la habitación de una fragancia afrutada parecía ser real. Quizá estaba enloqueciendo, por eso tenía la sensación de vivir la vida de otro. Dado su pasado, todo el mundo sabía que Felicia había sido lo único que lo había mantenido cuerdo y vivo.

Ella lo había sido todo para Patrick. El motor de su vida, cada latido de su corazón. Toda decisión tomada desde que su padre los abandonó había sido pensada para que las cosas le fuesen bien a ella, no a él. Había hecho cosas terribles antes de crear un imperio junto a Anthony. No estaba orgulloso de la forma en que había conseguido tener dinero suficiente para invertir en su empresa, pero no había quedado otra. Había querido darle a Felicia la carrera universitaria que quería y merecía, ayudarla a vivir en un barrio donde no hubiera prostitutas baratas y chavales adictos al crack como vecinos.

Deseó emborracharse. Si no fuera por Brandon, bebería hasta perder la perspectiva y saldría a los suburbios al anochecer. Quería golpear duro, fuerte. Y que lo golpeasen hasta romperle cada hueso del cuerpo, hasta que no lo aguantase más y su vida terminase abruptamente.

Pero no podía hacerlo. La luz del escucha que todavía sostenia, parpadeando en medio de la penumbra, le hacía darse cuenta de que había cosas imposibles.

Se quitó la chaqueta, la corbata de un tirón y, notando las piernas pesadas, se desplomó en la cama. Se frotó la cara. Por primera vez, notó la barba bajo los dedos; se había abandonado mucho esos días, casi ni se reconocía en el espejo. Pero tampoco se veía con corazón de plantarse frente a él, afeitarse, peinarse como de costumbre y enfrentarse al Patrick McBane que había sido antes de la muerte de Felicia.

Desvió la mirada hacia la fotografía que había sobre su cómoda, junto a los relojes y sus gemelos. Se levantó y la tomó entre las manos.

Felicia aparecía en ella, capturada y atrapada para siempre en un pedazo de papel que Patrick pensaba conservar toda la vida. Era la foto más reciente que tenían juntos. Peter la había tomado poco tiempo después de haber dado luz a Brandon. Estaba pegada a su costado, riendo mientras se apartaba el pelo de la cara, que el viento mecía con gracia. Ambos guiñaban un ojo porque el sol les molestaba.

Patrick se permitió llorar. No había derramado ni una sola lágrima en aquellos días, ni siquiera cuando le llamaron del hospital para decirle que el coche de Peter se había salido de la carretera. Se sentó en el suelo y se cubrió la cabeza con las manos, sollozando.

Su móvil vibró encima de la mesilla de noche, donde lo había dejado al quitarse la chaqueta. El leve sonido lo hizo despertar del letargo en el que se había sumido. No quiso responder. A pesar de todo, se alzó a trompicones, se secó las lágrimas y cogió el aparato. Se sentía tan perdido y desubicado que no supo cómo contestar. La llamada se repitió a los pocos segundos. Consiguió mover el pulgar sobre la pantalla después de sorber por la nariz.

Carraspeó para eliminar los restos del llanto de su voz cuando la voz femenina lo saludó con mimo al otro lado de la línea.

—Lorraine.

—Cielo —su voz, teñida de preocupación, le provocó una punzada en el pecho—. ¿Cómo estás?

—Supongo que… estoy, que ya es mucho —respondió Patrick, frotándose un ojo hasta notar un tirón en la piel que rodeaba la ceja.

—¿Te has planteado venir a vivir cerca de nosotros? Ya sabes que hay una casita en venta a apenas un par de manzanas. Creo que Kensington es un buen lugar para ti y para Brandon.

—Acabo de cambiar parte de mi apartamento, Lorraine. Y lo he hecho pensando en Brandon.

—Patrick… —la voz de Lorraine sonó cautelosa y él se puso tenso—. Yo podría echarte una mano si te tuviera más cerca. Con Susana —dijo, haciendo referencia a la nanny que la ayudaba con los críos y la casa—, puedo cuidar de otro niño más.

—No voy a cargarte con mi responsabilidad, Lorraine.

—Cielo… —usó la voz que utilizaba con los trillizos cuando hacían algo mal, y Patrick no pudo evitar irritarse—. No sabes nada de criaturas…

Peter le había dicho que ser padre se aprendía con el tiempo. Que, al tener al niño en brazos, todo parecía más claro y sencillo, pero para él aquello era un infierno. No sabía cómo actuar.

Lorraine siguió hablando, ajena a sus pensamientos, que ahora lo tenían inmovilizado por el pánico.

—Y no puedes descuidar la oficina. Lo sabes, ¿verdad?

Antes solo había tenido una obligación: trabajar. Se había quedado con parte de los compromisos de Anthony para que su amigo pudiera estar con Lorraine y los niños en cuanto los trillizos habían nacido. De nuevo deberían repartirse las tareas, para que fueran idóneas para los dos en esta ocasión.

Brandon.

Patrick suspiró y se sentó en la cama, mirando con fijeza la pared que tenía delante. Le contó a Lorraine que tenía varias entrevistas al día siguiente, allí mismo. Necesitaba una niñera que se ocupase de Brandon cuando no estuviera en la guardería, así que había buscado en una agencia alguna au pair que quisiera el trabajo.

—Con todo esto… se me había olvidado hasta ahora —admitió, pasando la mano por el rostro. No le avergonzaba haber olvidado las citas programadas.

—Patrick, no creo que una canguro vaya a arreglar tus problemas —Anthony le arrebató el teléfono a su esposa, fue él quien habló—. Escúchame, necesitas a alguien que te ayude con Brandon. Que te enseñe qué necesita un bebé en cada momento. Y, para eso, una niñera no sirve de nada. Necesitas una persona que cuide del niño y de tu apartamento… y de ti mismo.

Patrick quiso hablar, decirle que podría solo con aquel revés de la vida, pero escuchó una pequeña discusión al otro lado de la línea. No parecía una gran batalla, así que esperó, paciente. Un leve deje de curiosidad le hizo fruncir el ceño: ¿cuál sería el siguiente movimiento del matrimonio?

La voz que llegó, después, fue de nuevo la de Lorraine.

—Cielo, lo que Anthony quiere decir, es que necesitas una... una persona que duerma en tu dormitorio de invitados para ayudarte las veinticuatro horas del día…

—¿Estás hablando de una interna? ¿Estáis locos? —casi fue un rugido.

No pensaba meter a nadie en su casa para que cuidase del pequeño. No se fiaba de Rose, que era profesora, ¿iba a fiarse de una desconocida? Podía apañárselas. Iba a tener problemas para dormir hasta que el crío fuera más mayor, pero aprendería. Solo necesitaba a alguien que le echase una mano mientras estuviera en la oficina.

—No, no estamos locos… Patrick. Hazme caso. Yo con Susana estoy encantada, sino fuera por ella apenas podría dormir dos horas seguidas —con teatralidad, Lorraine suspiró. Patrick puso los ojos en blanco.

No cedió. Quería una niñera que estuviera unas pocas horas allí y luego se marchase a su propia casa. Su postura era inamovible. Y Lorraine tuvo que aceptarlo. Si alguien era terco de ellos tres, sin duda era McBane.

Cambió de idea cuando, una hora después, Brandon se despertó berreando y gruñendo. No era lo mismo cuidar de un niño de dos años que ya pedía las cosas, que uno que únicamente lloraba y movía los brazos para decir que tenía hambre, sed, el pañal sucio o que quería salir de la cuna.

Se volvió loco. Le cambió el pañal, que estaba, sorprendentemente, limpio y seco. Intentó darle un biberón, cuya leche terminó manchando todo el suelo del salón y parte de la mesa auxiliar de diseño. Le puso delante el biberón del agua, si bien Brandon también lo lanzó al suelo. Consiguió entretenerlo poniéndole la televisión.

Su hermana y Peter eran los expertos en descifrar cada gemido y lágrima, no él.

Maldición. Le era difícil admitir que con el paso de las horas, la desesperación era todavía mayor. Incluso se planteó, con los llantos del bebé, llevarlo al hospital por si tenía cólicos o le dolían las encías. Era frustrante no poder cumplir con las expectativas.

 

Recordó lo mal que había ido cuando quiso ser la figura paterna de Felicia. Aunque por aquel entonces ella era adolescente.

Llamó a Lorraine con el rabo entre las piernas.

—¿Patrick?

—Perdona por llamarte. Sé que son las cinco de la mañana pero…

—¿Estás bien? —Lorraine estaba más despejada que antes, quizá alarmada por la desesperación de su voz.

—No sé si seré un buen padre. ¿Conoces a alguien con buenas referencias que pueda empezar hoy mismo? ¿Alguna amiga de Susana?

Si había alguien en todo Londres que conociera a alguien capaz de encargarse de Brandon, era la niñera que vivía con su socio.

—Llama a la agencia a primera hora y cancela todas las entrevistas que hayas concertado —la voz de su amiga estaba entintada con tanta confianza, que Patrick recuperó el ritmo cardíaco—. Sé de alguien de confianza. Mañana a las ocho estará ahí, cielo. Créeme, la vas a adorar. Lía es justo lo que necesitas.

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