Loe raamatut: «Cuentos de Arena», lehekülg 2

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¡Réferi vendido!

La lucha libre era la pasión de Pepe, pero su temperamento lo hizo réferi porque no le gustaba pegar. La recomendación había surgido unos meses atrás cuando su entrenador advirtió el umbral de resistencia al dolor extremadamente bajo y el sentido agudo de la justicia que conformaban la personalidad del que fuera en su tiempo El Mixteco. Acto seguido, Pepe optó por colgar su máscara y revestir la camisa rayada blanquinegra. Faltaba por consiguiente, además de conseguir el respeto del público, ganarse la consideración de los luchadores desarrollando un estilo peculiar para referear. Pepe había aprendido a mediar la cantidad de poder concentrado en sus manos: tres palmadas aplicadas en la lona enjuiciaban al bien contra el mal que debatían en el ring, bajo la mirada del respetable jurado quien rendía su veredicto a gritos. Sin embargo, eso no era todo. En la lucha libre si el réferi no vio el faul, entonces no existió.

Aquella noche de máscara contra cabellera, concertada desde meses atrás, el ambiente en la arena olía a guerra declarada contra el odiado rudo. El réferi sentía el sudor recorrer su nuca y escurrir desde sus palmas húmedas. Estaba consciente del peso del compromiso que yacía en sus hombros de representante de la ley luchística. Retumbaron como la sentencia final en la lona los tres golpes reglamentarios. Pepe no había visto la falta. Alzó la mano del vencedor mientras que el técnico, furioso, lo levantaba para entregarlo como carnada viva al público, que ya había invadido el cuadrilátero. Cuando la decisión no es del agrado de la afición, ésta es capaz de enfurecer y de enloquecer con tal de defender al luchador merecedor de la victoria. Pepe se debatió hasta lograr saltar a la tercera cuerda y brincar acertadamente hasta la pasarela. Sacudido por tantos golpes inmerecidos, se refugió en los vestidores. A través de la puerta, llegaban todavía los gritos desesperados del enemigo aficionado como flechas envenenadas. Adentro del vestidor sitiado, las propuestas se enunciaban en plena confusión. ¿Cómo salir de la arena sin que Pepe resulte herido en un probable ataque? El Guardián encontró la solución. “¿Y si le presto mi máscara?” Rudos y técnicos, ya reconciliados, asintieron sobre la estrategia de retirada a adoptar. Pepe cambió su camisa de rayas por una playera promocional del Guardián que por suerte hacía juego con su máscara. La manija de la puerta despertó un miedo sudoroso en la mano de Pepe justo antes de abrirse ante la multitud desconcertada que dejaba el paso a los luchadores. “¡Guardián, un autógrafo!” “Pídanlos al Vengador por favor, hoy tengo prisa”. Los luchadores se dirigieron en fila india hacía la salida de la arena, observando un paso cada vez más acelerado. Un aficionado ingresó finalmente al vestidor. Tomó la camisa abandonada por el réferi despechado en el perchero. “¡Se escapó el réferi vendido!”, gritó desesperadamente el hombre frente al público burlado. Como referí, aquella noche ocurrió la primera derrota de Pepe. Declararse a favor de uno de los bandos, aunque sea involuntariamente, conlleva consecuencias que la afición difícilmente perdona. El título carente de honorabilidad iba a acompañar a Pepe lucha tras lucha hasta que la gente se cansara o se interesara por un caso más sonado.

Pura calma

Después de cada enfrentamiento, Régulo, el Ciclón Blanco, inicia la tregua. Al emprender el camino por la pasarela que lo lleva a los camerinos, empieza la cuenta regresiva, es decir la mutación del personaje luchístico en la persona civil. Pero su recuperación nunca se completa del todo, pues la piel conserva una herida sin sanar o hay un músculo resentido. El dolor es parte del combate, aparece cuando menos se lo espera, recordándole que su cuerpo requiere más atención que la carrocería de los coches que colecciona.

Marcial, vigilante, es el testigo privilegiado de la vida de los luchadores, quien recoge no sólo muchas historias inexplicables sino también contadas confidencias de sus mujeres. Mónica siempre acompaña a Régulo a la arena. Llegan por lo menos una hora y media antes para que el luchador se pueda preparar físicamente. Mientras él se concentra respirando hondamente y realiza los últimos ejercicios de estiramiento, su esposa instala el puesto de máscaras y de playeras para la venta nocturna.

El último pensamiento del gladiador antes de afrontar a sus adversarios está dedicado a su familia y su público. Por ellos, él se encuentra ahora en el ring. Al franquear las cuerdas, Mónica sabe que Régulo desaparece temporalmente de su universo, sustituido por Ciclón Blanco hasta terminar la sesión de autógrafos y de fotos con los aficionados.

Pero a veces, Régulo no logra deshacerse de la adrenalina y de la concentración almacenada en el cuerpo durante la lucha. Sigue tenso, distante, como si fuera otro hombre, una persona ajena a cualquier vida humana. Alguien que no logra reposar porque en su mente, permanecen los gritos de los aficionados que lo apoyan y lo alientan a mostrar un desempeño óptimo. El espíritu guerrero de Ciclón Blanco habita todavía el cuerpo de Régulo cuando Mónica desarma el puesto de artículos promocionales. Saliendo de la arena, Mónica descubre en los ojos de su esposo si ya operó el desprendimiento de su personaje y se separó del ánimo despiadado del rudo.

Esta noche, observó que el personaje no se había apartado de su dueño. Por lo tanto, quien se estaba subiendo al automóvil no era Régulo, sino su avatar luchístico. La inquietud la invadió, acompañada con cierto recelo. El luchador no se quitó la máscara hasta encontrarse adentro de la sala de su casa. Régulo volteó entonces a ver a su esposa con una conocida sonrisa traviesa. “¿No te diste cuenta verdad?” y prosiguió, satisfecho del efecto ocasionado en Mónica desbancada de su calma legendaria. “Un coche nos siguió hasta el último semáforo. De seguro, un aficionado más vivo que otros que me quería sorprender sin máscara”.

En ocasiones, los luchadores tienen que cuidar a capa y espada su identidad más afuera que adentro de la arena. Esta noche, Régulo se sintió cansado. Guardó sus botas y su máscara en el closet y se sentó con un largo suspiro. A partir de ahora comenzaba la lucha más difícil de todas: ser un hombre común y corriente con sus responsabilidades y retos más que ordinarios… hasta el siguiente combate.

Vigilante anónimo

¿Quién conoce al vigilante de la arena? Aquel anónimo nocturno que toma su turno cuando el público se retira y se va cuando la luz del día llega. El vigilante tiene la arena bajo su control durante ocho horas. Nadie puede penetrar en su recinto, ni siquiera un gato vagabundo en busca de comida abandonada debajo de una butaca por el distinguido público. Marcial está acostumbrado a su trabajo solitario. Al paso de los años, ha perdido la capacidad de conversar y de comunicar sus emociones, puesto que nadie lo toma en cuenta. Cultiva su anonimato como los luchadores su fama: con ahínco.

Carla y Emilio aprendieron a gritar en la arena desde que se retiraron el chupón de la boca. Ahora, sus gustos de adolescentes se concentran más en las máscaras y en las playeras de sus héroes del ring que en las palomitas de maíz e incluso en la ropa de marca. Les encanta el misterio que rodea la arena, los sustos que atemorizan a los gladiadores invencibles.

Sobre el anuncio de la tercera caída, Carla murmura al oído de Emilio: “Ahora sí nos quedamos después de la función”. Se colocan su respectiva máscara del Rostro Azul antes de desparecer debajo de su silla entre los vasos desechables y las bolsas de dulces y comida.

Marcial apaga las luces del ring, escuchando su propio suspiro con gusto y alivio, lo que marca el inicio de su labor de vigilancia.

Angustiados y felices por los ruidos indescifrables que empiezan a escuchar, Carla y Emilio salen de su guarida y caminan de la mano entre las gradas. “Emilio, ¿escuchas lo mismo que yo?”, balbucea Carla. Emilio, paralizado, no contesta. Los pasos se acercan más y más. Carla prefiere afrontar su miedo y voltea. Percibe una forma negra encaminada hacía ellos. La fuerza de su grito estremece a Emilio y ambos corren con la fuerza de sus doce años, aventando sus máscaras. Pero les faltó pericia para escapar de las sombras de la arena. Dos manos vigorosas se plantaron en sus hombros. “¿Qué hacen aquí niños? ¿Dónde están sus padres?” En vez de espantarlos, la voz humana les confirió más valor para preguntar: “¿Es usted el fantasma de la arena?”, pregunta Emilio excitado de hablar por primera vez con un ser sobrenatural. “¿Fue luchador cuando vivía?”. “No soy luchador, pero a ver si sus padres no les dan una buena regañiza regresando a casa”, contesta Marcial.

Cuerda rota

Cuando los fenómenos rebasan las explicaciones científicas, se califican de alucinaciones, chismes o cuentos dirigidos a algunas personas realmente muy crédulas.

El cuerpo humano es un jardín cuyas partes se tienen que regar con un bombeo incesante de mangueras internas que lo unen. Cuando una de ellas se rompe y deja de cumplir su función de alimentar con oxígeno una parte afectada, la consciencia abandona su envoltura terrestre y se dirige hacia un estado transitorio de observación.

¿Quién mejor que un luchador para relatar los golpes recibidos, los desmayos consecuentes y las ausencias involuntarias del ring? En ocasiones, parece que el cuerpo del luchador es el de un héroe de carne y huesos: se auto compone para seguir el combate pese al dolor. Antes de cada lucha Black Bull, rudo por convicción, se creía tan invencible como las cuerdas del ring amarradas a los postes metálicos del cuadrilátero. El mano a mano contra Fulgor Dorado era el encuentro previo a la disputa del título de campeón y para ello, Black Bull había duplicado su entrenamiento y triplicado sus ganas de vencer. El rudo se quería llevar la cabellera del técnico, tal el indio Sioux merecedor de su premio cabalgando y gritando de felicidad.

Black Bull trató de amortiguar la fuerza del lance de Fulgor Dorado, usando su cuerpo como amortiguador, pero al ceder la cuerda intermedia del ring, se deslizó hasta impactarse aturdido en el piso de madera.

Ahí se rompió la frágil línea del espacio temporal. La vista nublada del luchador se abrió y su cuerpo emprendió un viaje con rumbo desconocido. El luchador se elevó y atravesó un túnel oscuro. ¿Cuánto tiempo se quedó flotando en otra dimensión, atrapado en un presente eterno? Recuperó el conocimiento sin los recuerdos. Los ojos abiertos mirando el techo, Black Bull estaba sentado en la banca del vestidor. ¡Báñate, vamos a perder el camión de regreso!, le dijo su pareja luchística. “A ver si con el agua fría, se me quita la vergüenza de haber sido descalificado”, le contestó Black Bull. “Estuviste a punto de serlo, pero te levantaste justo a tiempo después del golpe. ¡Qué señora llave le aplicaste a Fulgor Dorado en la tercera caída!”, exclamó Black Bull.

Afirma la ciencia que sólo se debe asumir aquello que se pueda demostrar. Por si acaso, después de cada caída, Black Bull se pincha ligeramente la piel de la mano para saber de qué lado de la frontera del temporal se encuentra.

Una lucha de película

Si Blue Giant no hubiera perdido su máscara aquella noche, el equipo de producción lo hubiera escogido entonces para convertirse en el héroe de la pantalla grande por décadas. ¿Pero en verdad, éste hubiera podido ser el desenlace final del combate de máscara contra máscara contra su archirrival Silver? “El que conserve puesta la máscara terminada la lucha será el héroe de mis próximas películas”, gritó Bartolo el productor sentado en primera fila de las butacas unos segundos antes de que retumbara hasta el techo ya de por sí estropeado de la arena el silbato estridente. El aviso surtió efecto. Los dos contrincantes retiraron sus capas y las lanzaron cerca del público que se levantó con la esperanza de quedarse con una prenda de sus estrellas. Detrás de las máscaras, dos gladiadores se retaban en la cúspide de su rivalidad, gestada desde su primer mano a mano meses atrás, jugándose sus respectivos destinos cinematográficos.

El público ansiaba descubrir el rostro del perdedor o, por qué no admitirlo, el nombre verdadero del técnico adulado. Pero la tercera caída revirtió todas las apuestas, cuando, a pesar de su elasticidad espectacular, Blue Giant no logró aplicar una de las llaves de su creación. Silver logró liberarse del último movimiento que estaba a punto de inmovilizarlo y rindió a su contrincante con la llave que llevaba su propia firma: la Silveriana. Sobre los tres golpes en la lona, Bartolo tachó sin pestañear, de un trazo de pluma, el nombre de Blue Giant en el contrato de exclusividad para filmar una serie de películas sobre el deporte del pancracio. Se acercó al triunfante de la noche para conseguir su firma al calce del documento. Mientras tanto, las aficionadas descubrían los rasgos del ídolo caído con un suspiro de satisfacción, aunque hubieran preferido conocer los del enmascarado cuya identidad permanecía intocada. Los hombres por su parte festejaban con grandes ovaciones el nombre de Silver.

De haber conseguido la tapa de su adversario en aquella fecha, la fama del legendario Blue Giant como actor hubiera alcanzado entonces la del gladiador afamado y todo el cine de luchadores hubiera llevado el sello de una sombra azul en vez del color plateado del equipo mítico de su rival. Cuando caen las máscaras es para siempre, al menos que el luchador espere un tiempo razonable antes de crear un nuevo personaje para ofrecer a la aguerrida afición. A partir de entonces, el personaje de Silver empezó a invadir las salas oscuras mientras que la carrera de Blue Giant despuntaba sobre las cuerdas del ring con sus míticas llaves aéreas.

Secretos de la arena

Las mujeres luchan por la vida, pero algunas contadas se atreven a hacerlo también en el ring. Dicen los aficionados que las gladiadoras dan el mejor espectáculo de la cartelera luchística. La Dama Blanca sabe por qué y por quiénes arriesga su vida varias veces a la semana. Tiene que dar la mejor lucha con sonrisas y besos lanzados al público aunque al bajar del ring abrace a sus dos hijos todavía asustados por los lances y llaves ejecutados por su madre. “No pasa nada, aquí sigo y aquí seguiré”, les contesta sin vacilar e invariablemente la Dama Blanca.

El entrenamiento previo al campeonato es un día sagrado para los luchadores. Para aquella ocasión de gala, la Dama Blanca había decidido alargar su rutina.

Corriendo entre las gradas, sintió que no se encontraba sola en la arena sino que una presencia la acompañaba, siguiendo sus pasos cada vez más acelerados. La Dama Blanca volteó con preocupación. La silueta mal esbozada que acababa de ver se iba tal vez a pegar a su cuerpo como una segunda piel de luchador. Pensó que podía tratarse de una broma de sus hijos que la estaban esperando en el vestidor e intentó sorprenderlos para regañarlos. Bajó de las gradas conservando el mismo ritmo de su correr y se asomó al vestidor. Su ropa se encontraba colgada tal como la había dejado y el lugar seguía luciendo tan solitario como su vida sentimental. ¿Quién sería el valiente que se atrevería a subirse al ring de la vida con ella? Armándose de valor y recogiendo sus fuerzas, subió nuevamente a las gradas. La Dama Blanca tenía que ser la mejor en el ring al día siguiente. Al terminar la primera vuelta, oyó además de su trote regular y su respiración, unos suspiros de rebote. Sus pasos se escuchaban dos veces debido al eco que golpeaba las paredes de la arena como si algún luchador le estuviera haciendo segunda.

En los días muy cotidianos de la Dama Blanca, no cabe el miedo. El valor que le confiere su soledad de mujer y las pláticas con sus hijos llenan cada momento libre entre dos luchas. Pero en este preciso momento, los pretextos y las hipótesis múltiples ya no eran suficientes para evacuar el sentimiento de temor que estaba a punto de paralizarla. Antes de que sucediera, recogió a sus retoños y huyó de la arena procurando callar lo sucedido.

Existe la creencia indestructible entre luchadores que los murmullos de voces mezcladas o suspiros que invaden la arena, aparecen fugitivamente como remembranzas de las grandes figuras de la lucha libre mexicana. Sus luchas, penas, heridas y alegrías quedaron impresas como huellas de esfuerzos intensos en las paredes de la arena que a veces salen para contar una hazaña de antaño o alentar a su manera muy particular las futuras estrellas del pancracio.

Biografía de una máscara

La máscara es la tapa más segura para cubrir los rasgos verdaderos del luchador. Amolda a la perfección el rostro original creando así la segunda identidad de su dueño. Pero la faz enmascarada del luchador, aquella que fascina al público en el ring, es tan insegura como su propiedad misma. Los objetos no son pertenencias propias sino prestadas y cuando quieren irse, encuentran el medio más insólito para lograr su propósito. Al igual que las personas, su destino es imprevisible.

Elías salió del taller del mascarero de la ciudad con el nuevo diseño para su personaje: Máscara de Jade. No pudo resistir a la tentación de probarse la máscara antes de llegar a su casa. A partir de ese momento, una serie de acontecimientos misteriosos que congelarían la sangre de por sí fría de cualquier valiente luchador empezaron a desencadenarse. Elías estaba fascinado por su nueva apariencia. La privacidad que le confería el porte de una faz artificial era total. Ni siquiera se la quitaba para bañarse. La máscara se volvió su segunda piel. Las dos facetas identidarias que conforman el gladiador se adhirieron. Elías era Máscara Jade de día y de noche, viviendo al máximo los poderes de seducción de su personaje. Sin embargo, en la plenitud de su invencibilidad empezó su proceso de quebrantamiento con un grito de Bertha, su mujer, al borde de la estallido. “¡Quítate la máscara por lo menos para dormir, apenas si me acuerdo de tu cara!” Bertha obtuvo una respuesta favorable aunque insuficiente, a su gusto. Primero, escondió la máscara, provocando así la anulación de una función. Más adelante, decidió lavarla sin que Elías se enterara. Observó que la tela había encogido ligeramente pero se quedó callada. La noche siguiente, Máscara de Jade no entendió por qué tenía tanta dificultad para colocársela pero insistió. A fuerza de estirones consiguió finalmente ajustársela como guante. Durante el combate, las costuras cedieron una tras otra. El réferi descalificó al rudo bajo la sospecha de que había intentado arrancarle la máscara. Aquella noche, Máscara de Jade fue el primero en salir de la arena, con su máscara en la mano, avergonzado por la pérdida de su incógnito. Advirtió la presencia de un niño frente al cartel de la arena. “¿No pudiste entrar mi hijo?”, preguntó. “No señor”, contestó el niño decepcionado. “Sabes, no te perdiste de nada, en cambio ganaste una máscara”, prosiguió entregándole su rostro de guerra descosido, antes de desaparecer furtivamente. “¡Máscara de Jade!”, exclamó el niño con una alegría que hubiera conmovido al luchador. El niño no pudo resistir a la tentación de probársela antes de llegar a su casa empoderado.

Los objetos cuentan con una vida propia. Pasan de dueño en dueño al cumplir sus propósitos. Nunca se conoce con exactitud su fecha de creación y mucho menos el final de su destino. A cada llegada en manos de un nuevo propietario, corresponde una nueva historia por contar.

Muerte de una estrella

Ramiro terminaba su cigarro mirando el cielo que a esta hora de la noche se parecía más bien a una ciudad celeste iluminada por los astros. ¿Cómo nacerá una estrella?, se preguntaba. A su izquierda observó la caída inusual de una estrella fugaz que entró en el mundo de los meteoros. Un escalofrío inexplicable recorrió su espalda y todavía permanecía cuando tomó asiento en su butaca de la arena. El presagio no podía ser cierto. ¿Acaso existen avisos de los sucesos?

El Guardián y Viento Solar se encontraban desafiantes en el ring. El rudo estaba determinado a acabar con su rival, tal y como lo había anunciado por el micrófono ante la afición la semana anterior. Viento Solar aspiraba al cinturón de campeonato de peso medio y nadie iba a contrarrestar su ambición; mucho menos su oponente. El Guardián era el técnico consentido del público en general e ídolo de las adolescentes en especial. Sin demorar, el rudo lo derribó por sorpresa con una patada en el pecho. Un grupo de aficionadas ostentando la playera del Guardián se levantaron con la indignación reflejada en sus rostros. Pese a un dolor intenso, El Guardián ganó la segunda caída. Un lance fallido lo mandó a la tarima en la que se pegó en la nuca justo al iniciar la tercera caída. El público exclamó un “ohhh” de sorpresa inquieta. Pero El Guardián no se iba a rendir nunca. Se levantó, apoyando sus manos en el ring y encontró valor para retar a Viento Solar antes de caer inconsciente sobre el tensor. La exclamación del público se tornó en gritos de espanto en torno a su gladiador favorito que yacía en el piso de cemento.

El doctor estaba en estado de choque y le dijo a Ramiro que su mejor amigo de veinticuatro años se había ido. Contrariamente a lo que afirmaba Ramiro, los ojos abiertos del Guardián no indicaban una señal de vida. Ramiro se enfureció y volcó su desesperación en contra del médico de la arena. Como si el mismo acto lo fuera a librar del sentimiento de impotencia tan grande que lo invadía, Ramiro agarró al médico y por poco lo sepulta en la pared de la enfermería.

En el espacio infinito de las posibilidades, una de las milésimas oportunidades para un luchador de volverse ídolo del pancracio acababa de desaparecer en el último suspiro estelar de Alberto alias El Guardián. Aunque muy breve, su ciclo de vida se había completado. El Guardián, promesa luchística, estrella a futuro de la lucha libre, leyenda interrumpida había fallecido de golpe. Ramiro se quedó toda la noche llorando bajo las estrellas. Recordó sin embargo, a manera de consuelo, que todos somos herencia de alguna estrella albergada en el universo y formuló el deseo de honrar la memoria de Alberto volviéndose luchador.

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