Loe raamatut: «Geografía de pretextos»
A la Dra. Cecilia Eudave
Al Maestro Gabino Cárdenas
El mensaje
Krauze recibió el mensaje. Llevaba tiempo recluido en su casa, tanto, que llegó a pensar que nadie se acordaría ya de él. Quizá alguna invitación para el concierto de fin de año. Tal vez un antiguo conocido o amigo enviaba un saludo. ¿No sería mejor que le hubiesen llamado por teléfono?
—¿Gusta que lo lea ?
—Está bien, te escucho.
Percibió el grave tono mate del sobre al desgarrarse,
enseguida un papel que se desdobla y...
—Nada, señor, nada escrito, sólo un papel en blanco.
—Déjalo sobre la mesita.
La sonoridad de los pasos de Genaro fue alejándose. A solas, inquieto, tomó el papel en sus manos. Repasó el tamaño, la tersura satín de la superficie, la agudeza de los bordes, el grosor, hasta creyó percibir un cierto aroma. Y se dijo que no era equivocación, estaba seguro de eso. Era un mensaje claro y dirigido a él, adicto a resolver enigmas. Lo más probable es que se tratara de una broma, seguramente hecha por alguien que lo conocía, y esa misiva en blanco era una invitación a jugar. ¿Y por qué no? Aceptaría el reto.
De inmediato comenzó a relacionar sus ideas, mientras repasaba de nuevo con sus dedos: un sobre ordinario igual que el papel, adquiridos en cualquier lugar común de la ciudad. Traído a casa por un mensajero de agencia con instrucciones precisas, y sin letras delatoras ni para señalar al destinatario…Todo eso hacía aún más interesante el enigma.
¿Rastrear?
Si no hay palabras, pensó, habrá que interpretar hechos. Recostó su cabeza sobre el alto respaldo del sillón tratando de ponerse cómodo…Es un hecho que las cartas llevan un mensaje. Dio una larga fumada al cigarrillo buscando concentrarse… En la escritura, aún en la de notas musicales, un espacio en blanco es silencio. El silencio, o es un intervalo entre los símbolos que representan sonidos, o bien actúa como una muda máscara que guarda un texto bajo él, como se da en la primera página de un libro. En este caso no podría tratarse de una pausa puesto que no existe un texto. Oculta algo. Abrir el sobre es develar la sorpresa que se incluye en lo cerrado, lo oscuro, lo secreto. Es…Dar a luz algo. Sacar de la ignorancia… Soy el que ignoro… Si la carta me representara a mí, lo más cercano a mí, que está en la oscuridad… Soy yo mismo… que por mi ceguera vivo en penumbra hace mucho tiempo… ¡Eso es! Se me dará la luz…Se me ha de sacar de las tinieblas. Darme la luz… Si mis ojos no tienen curación… El único lugar posible es… entonces, ¿Alguien va a darme la luz del más allá…? Se levantó, dio unos pasos, sirvió hielo y un poco de ginebra. ¿Quizá de un tiro? Cuando un arma se dispara a quemarropa, la luz del fogonazo alcanza a la víctima… Finas gotas de sudor abrillantaron su frente. Se humedecieron sus manos. Una bala… El plomo con que está hecha, podría tener también significado. Este metal representa a Saturno. Quien envió el sobre, me conoce, sabe que eso es obvio para mí, por ser aficionado a la astrología. Saturno es un planeta al que en su aspecto negativo se le adjudican penas y desgracias, y es posible representarlo con una guadaña, otro símbolo de muerte. La mía. Con la mano izquierda buscó el cenicero, y con su diestra oprimió la brasa del cigarrillo contra el cristal, hasta extinguir por completo su fuego. El símbolo de Saturno es una especie de «h» con un travesaño en el rasgo alto y descendente. Lo recuerdo bien. Ese rasgo, semeja una cruz, y las cruces… abundan en los cementerios o en las iglesias. Krauze asoció su reflexión con un evento cercano… ¿Mañana? ¡¿En la capilla del cementerio?! Va a cobrar mi vida durante la misa de aniversario por la muerte de mi esposa… Estoy seguro. Me asesinará de un balazo. Si la luz le falta a mis ojos y alguien me dará la luz, el tiro tendría que ser en la cabeza y a muy corta distancia, es la única manera de impresionar mis retinas casi inútiles. El homicida es alguien cercano a mí, me conoce bien. Enviar un mensaje en blanco es retar mi imaginación y mi astucia e implica que el asesino sabe que mi ceguera no es mental, sino física. Por una parte, espera que descifre el enigma, y por otra, que sufra angustia al saber anticipadamente el final que me espera. Desea mi dolor, entonces, por algo me odia. ¿Quién podría aborrecerme? Quizá se trate de alguien que me envidia por el éxito económico o por el reconocimiento que la gente me brinda. He recibido homenajes, premios… O, se trata de alguno que me acusa de algo, y busca mi castigo ¿O las tres cosas? Pero no. Si descifro el enigma y…quienquiera que lo plantea, sabe que lo haré, significa que no está seguro de querer matarme, más bien desea que lo descubra y lo detenga. Pero ¿cómo detenerlo o acusarlo si no tengo pruebas de lo que intenta llevar a cabo? Si resuelvo el enigma, tendría la posibilidad de vivir, si no, me va a eliminar... Salvarme implica conocer su odio. Y matarlo yo a él anticipándome a su crimen, como única forma de defensa, puesto que no tengo pruebas para acusarlo. Reta mi inteligencia: porque adivinar y matarlo me haría asesino, lo cual empañaría mi buen nombre, y daría gusto a su envidia, aún al costo de su vida. Fallar en descubrirlo sería una especie de suicidio en nombre de mi estupidez… Sé quién es. Respiró profundo… Lo he descifrado… Estas alternativas que plantea, significan que a pesar de ser un suicida o un asesino en potencia, tiene ciertos rasgos de moralidad. Tal vez dude de mi culpa… O… quizá espera de mi conducta una especie de confesión. Para desenmascararlo necesito tener la tranquilidad del inocente. Luego, si descubro su identidad descubro mi inocencia…
Marcó seis números en el teléfono: «Raúl, Raúl, sé que me escuchas, eres la única persona que vive ahí en esa casa… ¿Quién más podría haber levantado el auricular sino tú? Raúl… Tuviste razón. Te hizo la vida imposible. Te perdono. Perdónate tú. Tampoco yo puedo con el remordimiento». Nadie contestó. Colgó el teléfono.
Al día siguiente, en la capilla, cuando todos oran junto con el sacerdote, un hombre saca el arma que lleva en el bolsillo de su abrigo: «Soy culpable» musita, y jala el gatillo dirigido a su propia sien. Esquirlas de hueso y un rocío de sangre sobre los feligreses. Sorpresa de todos. Rita esboza apenas una sonrisa… El cuerpo de Krauze se desploma sin vida entre las bancas…
Como no ser escritor
Salí muy molesto de la librería: los mismos títulos me perseguían continuamente: Cómo escribir, Cómo llegar a ser un buen escritor, Alcanzar la cumbre de la literatura, Cocina de la escritura, y otros por el estilo. No lograba encontrar ninguna obra que hablara de lo que había estado buscando incansablemente: cómo dejar de escribir para siempre. Decidí entonces que yo mismo sería quien creara ese tratado que resolviera este problema y diera solución no sólo a mí, sino a cualquiera que se encontrara con la misma inquietud. Y así comencé mi escrito: narraría cómo se había iniciado en mí la compulsión de escribir. El libro inicia:
«Desde niño, antes de que aprendiera su significado, estaban ellas en mis pesadillas: líneas de colores, retorcidas, que formaban figuras extrañas que yo no lograba comprender. Cuando amanecía, al relatar a mi madre que me había soñado en un lugar desconocido lleno de seres que no podía explicarle, ponía ella un lápiz en mi mano y me pedía que dibujara esas formas. Al hacerlo, observaba las figuras y me miraba sorprendida: ¿Es que sueñas con letras? Yo sólo alzaba los hombros mientras la veía fijamente sin saber responderle. Cuando un día puso ante mis ojos aquel pequeño libro que contenía el abecedario, fue cuando pude reconocer que eran esas las figuras de mis sueños.
Por aquella época, a mis tres años de edad, mi madre se dedicó entusiasta a enseñarme las combinaciones de las letras y a otorgarles un sonido propio a cada una, así como la mezcla de todos ellos. Aprendí que juntos intentaban reproducir las palabras con las que nombrábamos las cosas, y aquellos símbolos tuvieron para mí un significado. Me enteré que las palabras eran voces que en el silencio o en la ausencia de personas y cosas, podían ser registradas en papel y descifradas más tarde, y representaban las cosas ausentes que de esta manera podían ser recordadas. Mi madre y yo jugamos a eso muchas veces. Y con mi padre, cuando íbamos por las calles, mi rutina era leer y leer los numerosísimos anuncios de carteles y vitrinas, rótulos de tiendas, nombres de calles, toda palabra que estaba ante mis ojos. Preguntar y comentar, sentirme orgulloso de mirar al mundo, y leerlo desde los mensajes de los otros.
Un día, un libro llegó a mis manos. Era de la biblioteca familiar. Leyéndolo podía construir en mi imaginación: paisajes, rostros, escenas, y a partir de lo que ya conocía mi mundo se iba combinando y engrandeciéndose una y otra vez. El infinito se abría. Mi adicción por la escritura daba comienzo.
Primero tuve un cuaderno donde registraba las cosas importantes en un lenguaje secreto que nadie más lograba descifrar. Y después, más que describir los eventos de todos los días decidí crear historias. Comencé por inventar estados distintos de las cosas que me molestaban: simplemente cambiar los hechos para no sentirme mal. Vino luego otra etapa en la que intenté guardar momentos de mi existencia. Pero a cada intento de captar todo aquello, más inalcanzable parecía. Descubrí que se ocuparía una cantidad inimaginable de millones de palabras o frases para describir con exactitud hasta una mínima experiencia, y cientos de minutos de registro para captar en palabras las distintas facetas, desde todos los ángulos posibles, de un sólo segundo vivido. Esto me hizo reflexionar en cómo el lenguaje era realmente incapaz de expresar casi nada. Sin embargo, yo intentaba engañarme, fingir que había la posibilidad de decirlo todo y de retener la esencia de las cosas, de la vida, de mí. Pero interiormente estaba muy confundido. Si la palabra era incapaz de contener siquiera un sólo día mío. Le era imposible decirme, descifrarme, mentía no sólo al mundo, también a mí. Esto me llenó de tristeza, pero a la vez, aceptaba el reto de tratar de encontrar la combinatoria ideal de palabras o el lenguaje especial para captar con él, el espíritu de las cosas, de mi vida, de mis ideas. Días y noches viví encerrado en mí, negándome a hablar con nadie e intentando develar el misterio que me diera la clave para que la escritura describiera con exactitud la vida. Demasiado tarde me daría cuenta de que el lenguaje estaba apoderándose de mi espíritu. Escribía todo el tiempo mis pensamientos, pensaba con palabras, pero además olía con ellas, miraba y sentía también con ellas, no hacía más que escribir. Luché entonces por ya no pensar. Y mientras más me hundía en mí, más pensaba, y escribía aunque no hablara con nadie. Un día logré salir de ese trance y quise intentar hacer una vida normal. Encontré entonces una forma de hablar menos y pensar menos, al usar las palabras en forma rutinaria, buenos días, cómo estás, yo bien, y jugué ese juego algún tiempo. Fue cuando el lenguaje me dominó menos y fui menos su esclavo. Al menos por una temporada estuve más tranquilo. Pero al poco tiempo volví a estar inquieto, a sentir cada vez más que el lenguaje era el amo, porque no lograba dejar de pensar que el discurso tan pobre de cada uno y del mundo, era la verdadera herramienta para relacionarnos. Eso me seguía desilusionando, y mientras tanto, mi obsesión crecía. Estaba seguro que de ahí derivaba una gran parte de la infelicidad: Siendo una enorme biblioteca cada ser, eramos inaccesibles unos a otros: el culpable era el lenguaje en su insuficiencia. Con desilusión y sin poder dejar de ser su vasallo, y en la pretensión de perfeccionarlo y dominarlo, enloquecí de nuevo… Se había apoderado de mí otra vez: estuviera donde estuviera, no lograba dejar de escribir, mi mano se movía compulsivamente y creaba historias con las que comencé a llenar cuadernos en mi afán de describir a la perfección la vida. Un día, por cansancio, cerré la puerta y me fui, dejando esas narraciones en mi hogar. Huí aterrorizado cuando al releerlas no lograba identificar que yo era su autor. Las encontraba extrañas, como salidas de otra imaginación. Desconocidas, aunque alcanzara a identificar mi letra.
Más regresé, y con miedo arrojé al fuego los cuadernos, pero cada vez que lo hice, al día siguiente aparecieron intactos de nuevo, con sus frases íntegras. Luego no supe más si en realidad quemaba las libretas o sólo lo había imaginado, tal vez yo mismo compraba nuevas y volvía a escribir en ellas en sueños. Lo grave es que estuve seguro de que esas historias que mi mano captaba, eran partes separadas de mí. Por eso comencé una lucha por tratar de rescatarlas y reintegrarlas a mi espíritu cada vez más débil. Me había ido dividiendo en rodajas que ahora tenían vida independiente. Hombres y mujeres, niños y ancianos desgajados de mi pensamiento poblaban mi hogar, repitiendo los roles en escenas de mi propia inventiva que se sucedían una y otra vez ante mis ojos. Y no sabía como reintegrar esas partes a mi todo.
Seguí escribiendo de día y noche, sin alimentarme, sin dormir. Y a más escribir, menos de mí quedaba para mí. A medida que mi compulsión por hacer historias avanzaba, me iba vaciando mental y espiritualmente. Al espejo, mi rostro, cada vez más inexpresivo entre los de ellos que sí tenían vida. Luego, dejé de experimentar sensaciones, comencé por ver todo en blanco y negro, y después vino la ceguera total. Dejé de oler, de escuchar, de sentir. Un día no pude salir del escenario en el que me hice protagonista.
Ahora, soy el renglón de la frase: Como no ser escritor. El resto de mí, letras dispersas en el contexto de las páginas del grueso volumen que narra mi historia. Mis deseos se han hecho realidad, no escribiré más. Estas son las líneas, que anteceden mi último aliento transformado en letras…»
Tasuta katkend on lõppenud.