Loe raamatut: «Secuestro historias que el país no conoció»

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PRIMERA EDICIÓN: DICIEMBRE DE 2020

© Humberto Velásquez Ardila, 2020

© Gato Azul, 2020

© Cangrejo Editores, 2020

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DIAGRAMACIÓN

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DISEÑO DE PORTADA

Leonardo Aldana

FOTOGRAFÍAS

Fotos de archivo, fallas de origen

ISBN EDICIÓN IMPRESA: 978-958-5532-31-1

ISBN EBOOK: 978-958-5532-32-8

Para preservar el derecho a la intimidad e integridad personal, algunos de los nombres de los protagonistas han sido cambiados.

Las historias narradas están basadas en hechos reales vividos por el autor; sin embargo, algunos eventos han sido matizados para enriquecer su presentación.

Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida en forma alguna o por ningún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros, sin previo permiso escrito del titular de los derechos.

Impreso por Multimpresores S.A.S.

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

PRÓLOGO

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

1. AQUIMINDIA: ALCANZANDO UN SUEÑO

2. SECUESTRO DE UN POLÍTICO

3. PRESENCIA SUBVERSIVA EN UNIVERSIDADES: UNA REALIDAD

4. DE SECUESTRADO A CAPTURADO

5. LLANOGRANDE: ESCENARIO DE UN DELITO ATROZ

6. LAS FARC COMPRANDO SECUESTRADOS

7. EL DESMANTELAMIENTO DE LAS FARC EN CUNDINAMARCA

8. OPERACIÓN TRASLADO: CAPOS A CÓMBITA

9. BLOQUE CAPITAL: PARAMILITARES EN BOGOTÁ

10. SECUESTRO EN LA FRONTERA, MAICAO, AÑO 2003

11. EL ÚLTIMO SECUESTRO PERPETRADO POR ALIAS “MUELAS”

12. OPERACIÓN JAGUAR: EL LARGO VIAJE DE ERICK

13. ASÍ DESENTERRAMOS A ROBERTO

14. ERA LO MÁS PARECIDO A UNA TUMBA

EPÍLOGO

PRÓLOGO

EN LA VIDA SIEMPRE hay tareas que dejamos a un lado, por cumplir con las cosas urgentes del día a día. Sin embargo, todo llega a su debido momento… es así como decidí escribir este libro que durante mucho tiempo anuncié y solo ahora concreté. Pretendo registrar aquí las diferentes vivencias de las que fui testigo, en una de mis etapas como servidor público. Consideré que debía plasmar en un escrito los tiempos aciagos que vivió nuestro país, cuando en todo el territorio nacional ocurrían —en promedio— más de diez secuestros diarios, llegando a liderar el ranking mundial de esta deshonrosa clasificación. Son tiempos que no pueden volver a vivirse. Otro motivo que impulsó mi decisión fue mostrar la otra cara del trabajo que, de manera honesta y denodada, hicimos en el DAS institución que, al momento de su liquidación cumplía cincuenta y ocho años de existencia. Aplica aquí el proverbio africano que algún escritor latinoamericano ya ha citado: «Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador». Nada más cierto que este aforismo. El país solo conoció una versión sobre los hechos que llevaron a la liquidación de la institución, no teníamos el «historiador» que contara nuestra verdad, y espero con este libro comenzar a compartirla. Aspiro a que este sea el primero de varios escritos que contribuyan en algo a conocer la verdad, de forma integral.

Narro aquí algunos de los casos de secuestro, todo sobre hechos reales, en donde se evidencia cómo la sociedad colombiana, en la década de los 90 al 2000, soportó con estoicismo la pérdida de sus derechos y libertades, ante el incremento de esta práctica ilegal de financiación, elegida por los grupos armados como método para conseguir dinero. El libro inicia con la formación que recibíamos como detectives en Aquimindia, la gran escuela que ha quedado hoy en el olvido para luego adentrarnos en las historias, narradas desde el ángulo de quien las vivió buscando la libertad de los secuestrados, con total realismo e intentando transmitir de manera objetiva el lado humano, tanto de los investigadores como de las víctimas de este flagelo, sus familias, los métodos y prácticas investigativas y de inteligencia que se mezclaban para lograr un propósito que, tristemente, no siempre culminó con un final feliz.

Constantemente aparecen en la narración los detectives del DAS y los soldados de Colombia, con quienes formamos un solo equipo, unidos para salvar vidas e intentar que la tenebrosa y mal llamada «industria del secuestro» en el país se redujera hasta controlarla. Mi reconocimiento a la labor de todas aquellas personas a quienes conocíamos como «fuentes humanas»; ellos brindaban su colaboración desde el anonimato, solo identificados con una clave, y bien por patriotismo, conciencia o algún otro tipo de interés, contribuyeron, sin duda alguna, al éxito de las operaciones.

Como anécdota, recuerdo qué, en mi especialización sobre resolución de conflictos armados, la cual adelanté en la Universidad de Los Andes, un eminente profesor defendía la teoría de que algunos grupos subversivos como el ELN no habían escogido el narcotráfico como una de sus principales actividades de financiación, y supuestamente eso fortalecía la orientación ideológica que argumentaban tener. Ante tamaño desatino, le repliqué que nunca podría entender el que considerara como un acto de bondad la desacertada decisión de este grupo armado de escoger el secuestro extorsivo como su principal fuente de recolección de recursos para sostener su lucha, siendo esta práctica la más reprochable de cuantas conductas puedan existir.

Esta no fue una causa perdida, teníamos fe en ella y el esfuerzo no fue en vano. Sin embargo, no podemos olvidar que se pagó un alto precio para lograrlo. Fueron muchos los compañeros que cayeron en esta lucha, y este libro es un homenaje a ellos, a quienes sacrificaron sus familias y sus vidas por buscar la libertad de nuestros ciudadanos. En el sepelio de uno de estos compañeros y amigos pronuncié unas palabras, que concluí con esta frase: «Se es héroe por la forma en que se vive y se sirve, no por la forma en que se muere». Salvar vidas fue nuestra misión y espero haber cumplido con la gran responsabilidad que nos encomendaron.

A los diez compañeros asesinados en Acarí, a “MacGuiver”, John Edward, Pastorcito, Ballesteros, Altamiranda y Orozco, entre otros, quienes ofrendaron su vida por esta causa, siempre los recordaremos, los llevaremos en nuestros corazones.

Similar reconocimiento merecen quienes compartieron conmigo esta lucha y aún siguen aportando al país desde diferentes actividades. Estoy seguro de que cuando tengan la oportunidad de leer estas historias se sentirán identificados, las reconocerán como propias y revivirán esos grandes éxitos que llevamos como medallas en lo profundo de nuestro ser, con «lealtad, valor y honradez», como lo dice el lema de la institución.

EL AUTOR

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

A LO LARGO DE los siglos han existido siempre personas que buscan degradar la dignidad del ser humano, el valor de la vida y de la libertad; sin duda, el secuestro es una de las peores formas de tal degradación. Colombia, infortunadamente, fue uno de los países con mayores índices de este delito.

Es fundamental reconocer que, si bien una pequeña parte de la humanidad persiste en aprovecharse a cualquier precio, sobrepasando los límites de respeto a la vida, también otros, sin importar el estímulo financiero, luchan contra ese flagelo, poniendo en riesgo su propia existencia, la de sus familias y las de sus seres cercanos; con su labor intentan que brille la justicia y el orden, para una convivencia justa y libre. Este trabajo requiere de un compromiso total, de una preparación minuciosa y, en general, de una filigrana al dedal para lograr con éxito este propósito.

Por todo ello, con estas cortas pero sentidas palabras quiero resaltar y agradecer el compromiso de aquellos que luchan día a día para lograr la prevalencia de la dignidad humana, asumiendo todos los riesgos que puedan correr. Precisamente el autor del libro, Humberto Velásquez, es uno de ellos, luchando con profunda convicción por los más altos ideales, y regresando la felicidad y tranquilidad tanto a las víctimas directas de este flagelo, como a las familias que quieren reencontrase con sus seres queridos, sanos y salvos.

CRISTHIAN KRUGER SARMIENTO

CAPÍTULO 1

Aquimindia: Alcanzando un sueño

INGRESÉ AL DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO de Seguridad (DAS) en enero de 1990, luego de cumplir un riguroso proceso de selección, durante el cual se escogía a un grupo reducido de alumnos, entre más de cinco mil aspirantes. Comencé, como todos los detectives, en la célebre Academia de Inteligencia y Seguridad Pública, Aquimindia. Durante nuestro periodo de formación en la academia del DAS nos enseñaron que «Aquimindia», en muisca significa «Agua limpia»; allí fuimos recibidos por quienes serían nuestros comandantes. El director del DAS, en ese entonces, era el general Miguel Maza Márquez, persona muy apreciada en el interior de la institución. Y el director de la academia, un coronel retirado de la Policía Nacional, tenía un esquema de formación basado en la disciplina que imperaba en su antigua institución. El grado que recibíamos al momento de la posesión como funcionarios del DAS era ‘Detective Alumno’ y el curso tenía una duración variable, de acuerdo con las necesidades de seguridad que el país demandara. Toda la semana permanecíamos internos, durmiendo en alojamientos múltiples, y usualmente los sábados y domingos salíamos a visitar a nuestras familias.

La formación básica en Aquimindia incluía materias de derecho, entrenamiento físico, polígono, derechos humanos, ética; procedimientos operativos, protección a dignatarios, extranjería, inteligencia, técnicas de infiltración, caracterización y disfraz, entre otras. El nivel académico era exigente y teníamos docentes de diferentes tendencias, entidades y disciplinas. Había militares y policías en retiro, abogados litigantes, servidores públicos y varios funcionarios del DAS, que nos transmitían sus conocimientos buscando forjar unos buenos detectives que pudieran salir a la calle a aplicar lo aprendido, para erradicar las formas de violencia y de delincuencia que en esos momentos azotaban el país. Las jornadas eran intensas; las complementaban los servicios de guardia que prestábamos en la sede principal del DAS en Paloquemao, muy afectada por la bomba que el narcotráfico había puesto en diciembre de 1989. Resultaba muy necesario cuidar las instalaciones y a los que allí laboraban, por cuanto no habían logrado el objetivo de asesinar al director y, en ese momento, el enemigo tenía mucho poder.

El curso de formación duró nueve meses, y el de otro grupo que se especializó en labores de inteligencia y de extranjería, fue de once. Al término de ellos fuimos distribuidos a todas las ciudades capitales de Colombia y a mí me correspondió Pereira. Para esa época era presidente César Gaviria Trujillo, y la seccional del DAS dedicaba todos sus esfuerzos a cuidar a la familia del presidente del país. Nunca integré de manera directa los esquemas de protección, sin embargo, todos teníamos que aportar inteligencia para garantizar la vida y seguridad de la familia Gaviria. Allí permanecí durante tres años. Siempre me esforcé por ser una persona comprometida con mi trabajo, aunque quizá algo irresponsable en mi vida privada ya que no seguí estudiando y la ciudad se prestaba para ser un poco desordenado. Tomamos bastante, vagamos demasiado, pero… bueno, fueron etapas que se vivieron muy bien y luego se superaron. Digamos que buscábamos otras labores interesantes fuera de cuidar a los Gaviria, pues no había mayor movimiento y las actividades eran rutinarias.

En diciembre de 1993 me encontraba un día tomando tinto en un sitio al que frecuentemente íbamos con los compañeros, cuando empezamos a sentir un gran revuelo. Naturalmente averiguamos qué pasaba y nos informaron que en Medellín había caído muerto uno de los bandidos más grandes de Colombia: Pablo Escobar Gaviria. Lo anecdótico es que muchos jóvenes lloraron su muerte; lamentaban que hubiera caído el capo de capos. Sin embargo, yo sentí alivio de que por fin fuera dado de baja el delincuente que casi acaba con el DAS; nos puso una bomba en 1989 e intentó matar varias veces al director, Miguel Alfredo Maza Márquez y tantas otras cosas que, sin duda, ya han sido contadas en otros escenarios.

Después de tres años largos en Pereira, por azares del destino, no por mi propia decisión, fui designado a los grupos Gaula, llamados por aquella época Unase (los grupos Gaula fueron creados mediante la Ley 282 de 1996 y reemplazaron a los Unase. Su composición interdisciplinaria la integraban unidades militares, Fiscalía y Policía Judicial a cargo del DAS y del CTI. Unase: Unidad Antisecuestro y Antiextorsión). Llegué a Bogotá en diciembre de 1994, al Unase Cundinamarca, que para ese entonces funcionaba en el barrio Santa Bárbara Occidental, en un sector de los más opulentos de la ciudad. Era una casa con jacuzzis, piscinas en mármol, vidrios blindados, varios parqueaderos… Inmueble que había sido decomisado a otro de los grandes narcos colombianos, Gonzalo Rodríguez Gacha.

Cuando me integré al Unase, este estaba conformado por miembros del Ejército Nacional, la Fiscalía General de la Nación, el Cuerpo Técnico de Investigaciones y, por supuesto, por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Cada entidad pagaba los salarios de sus funcionarios y los dotaba de diferentes elementos, como medios de comunicación, armas, uniformes, etc. Sin embargo, el DAS tenía falencias graves en armas, eran bien precarias y casi obsoletas; inicialmente me dieron un revólver Llama calibre 38L, que definitivamente no era el mejor, y menos para estos procedimientos, así que cuando salía junto con el ejército a operaciones antisecuestro siempre me prestaban un fusil Galil 5.56, nada desconocido para mí, ya que presté servicio militar y allí conocí muchas armas.

En ese momento el grupo era comandado por el Mayor Flórez, quien terminó su carrera militar como General de la República, designado por el gobierno del presidente Santos como uno de los representantes del Estado en los diálogos de paz con las Farc, en La Habana. Había una fiscal especializada liderando las investigaciones, caracterizada por su recio carácter, bastante conocedora de la problemática de extorsión y secuestro, en el departamento y de las normas penales que se aplicaban en las investigaciones. Por su parte, el DAS estaba a cargo del señor Martínez, como coordinador, un detective antiguo, de quien recibíamos las órdenes de trabajo y las demás orientaciones propias de las labores misionales y administrativas.

Ingresé a los grupos Unase el 9 de diciembre de 1994, como investigador y detective de la base, cumpliendo diferentes labores antisecuestro, hasta octubre de 2010, cuando salí de allí a ocupar otro cargo. Fueron casi dieciséis años y son mis vivencias de aquel tiempo las que reflejo en los siguientes capítulos.

CAPÍTULO 2

Secuestro de un político

PARA EL AÑO DE 1995, la presencia de las Farc en el departamento de Cundinamarca no tenía aún la dimensión que cobró en los años posteriores. El gobierno de Ernesto Samper no había cumplido un año cuando ya se veía que el periodo presidencial sería complejo. Para el caso que nos ocupa, la región del Tequendama se encontraba gravemente afectada por la presencia del Frente 42 de las Farc, denominado Manuel Cepeda Vargas, bajo el mando de alias “Giovanny”, “el Campesino” y ¨el Negro Antonio”, quienes delinquían y azotaban las poblaciones de municipios como La Mesa, Anapoima, Viotá, San Antonio, Tena, Tibacuy y Mesitas, entre otras. El municipio de Viotá se caracterizaba por tener una línea política del PCC (Partido Comunista Colombiano) muy fuerte. A pesar de existir diferencias entre los habitantes de la región con los cabecillas de las Farc que delinquían en esta zona, era un terreno abonado para que los bandidos mantuvieran allí a los secuestrados y exigieran el pago de extorsiones a los habitantes de la región e incluso de la capital de la República.

Comencemos con la historia de don Julio César, prestante político de la región, secuestrado por el Frente 42 de las Farc, el 7 de julio de 1995, en una finca de su propiedad ubicada en zona rural de Anapoima, cuando junto con su mayordomo recorría sus tierras. Fue abordado por hombres armados que lo obligaron a acompañarlos, y huyeron hacia la zona montañosa aledaña al municipio de Viotá. Aun cuando inicialmente se dijo que había sido plagiado para enviar un mensaje al gobierno nacional, días después comenzaron las llamadas extorsivas a su familia, entre ellas a su hijo, en las que exigían por su libertad la suma de diez millones de dólares.

El secuestro fue ampliamente repudiado por la clase política del país, ya que el señor tenía una amplia trayectoria como miembro del partido liberal, había sido ministro y senador y era líder político de la región del Tequendama. La comunidad organizó marchas pidiendo por su salud y por su libertad.

La competencia investigativa y judicial recaía en el grupo Unase Cundinamarca, integrado por el Ejército Nacional, la Fiscalía General de la Nación y el DAS. Yo apenas llevaba seis meses de experiencia en la actividad cuando mi jefe inmediato me asignó este delicado caso, «adelantar las labores de inteligencia para determinar la ubicación del secuestrado». Era una ‘misión de trabajo’ como se denominaban en nuestra institución. El contacto con la familia lo adelantaba el comandante del grupo y el coordinador de Policía Judicial del DAS. El fiscal y los investigadores nos dedicábamos a obtener la información y a realizar labor de inteligencia sobre el plagio. Siempre en un secuestro se manejan dos frentes de trabajo: un proceso de negociación que permite ganar tiempo y recolectar evidencias que serán utilizadas en procesos de judicialización posteriores, con las que también se busca adelantar procedimientos operacionales de rastreo de comunicaciones y ubicación de lugares desde donde provengan las llamadas extorsivas; el otro frente de trabajo lo conforman las actividades de inteligencia e investigación que permitan dar con la ubicación del secuestrado, su rescate y la captura de los responsables. Las comunicaciones extorsivas se hacían con radios de alta frecuencia HF que tenían que comprarse en los San Andresito de Bogotá y eran utilizados por radioaficionados. A través de un campesino de la región hicieron llegar una hoja escrita a mano con las claves a utilizar y las frecuencias y días en que se haría el programa de negociación. Cada una de las partes adoptaba un nombre ficticio; para este caso inicialmente se utilizaron ‘Pantera’ para el negociador de la familia y ‘Leopardo’ para los secuestradores. Aún no había equipos celulares.

En ese momento, recién llegado al grupo, junto con otro compañero del DAS, nos dedicamos a hacer la inteligencia. El objetivo era determinar el lugar donde tenían al secuestrado, quiénes lo tenían y demás datos que pudieran encaminar de manera efectiva el rescate. En poco tiempo ya sabíamos que estaba en manos del grupo terrorista Frente 42 de las Farc y que debía permanecer cautivo en el sector denominado Peñas Blancas, en la zona rural de Viotá. Era un secuestro complejo y el enemigo era fuerte.

Acudimos a la Dirección General de Inteligencia del DAS, que funcionaba en el emblemático edifico de Paloquemao en Bogotá, sede a la que en las comunicaciones cifradas que utilizábamos como detectives siempre nos referíamos como «La fábrica» o como «23 América». Allí mantenían reclutadas muchas fuentes humanas y había colaboradores en diversos lugares. Así que ante la necesidad de esclarecer este caso se hizo contacto con el grupo de Fuentes Humanas de esa Dirección, a quienes se recomendó buscar informantes que tuvieran acceso a ese blanco y a esa región. En menos de dos días nos llamaron para presentarnos a dos personas del sector y al agente de control. En las reuniones iniciales no mostraban el rostro, siempre se tapaban con pasamontañas. Tenían acceso a la región, conocían muy bien el terreno y les proveían alimentos a los guerrilleros, pero nunca habían visto al secuestrado. Llevaban productos como queso, pan y leche. Sin embargo, no estaban seguros de poder llegar a la ubicación del plagiado.

Las fuentes humanas, que comúnmente se conocían como informantes, eran colaboradores que brindaban información a la institución, relacionada con hechos que afectaban la seguridad ciudadana o la seguridad nacional. Eran manejados siempre por un oficial de inteligencia, o máximo dos. Se reunían en lugares externos, no acudían a oficinas de la entidad y generalmente solo entregaban datos a los agentes de control, ya que les tenían confianza y sabían que con ellos no corrían riesgo de fugas de información. Sobre estos colaboradores civiles que no tenían ninguna relación laboral con el Estado, se adelantaban procesos de selección y se les verificaba su confiabilidad. También tenían una ficha biográfica abierta y contaban con un código alfanumérico que los identificaba. Sus aportes siempre les generaban el pago de dineros que estaban contemplados en el presupuesto de la entidad. Así mismo, cuando se les asignaba una misión, se les daban recursos que les permitieran cubrir los gastos normales de manutención, transporte e incluso actividades de recreación como jugar billar, tomar alguna cerveza o trago, ya que en estos ambientes era donde se obtenía la mayor parte de la información.

Es así como con los bajos recursos que en ese momento contaban los Unase, y luego de que presentáramos a las dos fuentes humanas ante el comandante del grupo, se les dio algún dinero para que se fueran a la región, con unas instrucciones muy precisas. En lo posible debían volver con la ubicación del secuestrado. Tenían que saber cuál era la capacidad de los secuestradores, dónde lo tenían cautivo, cuál era la mejor ruta de acceso, quiénes eran los cabecillas, quién negociaba, averiguar cómo estaba su salud y todos aquellos pormenores que pudieran llegar a afectar una operación de rescate.

De manera paralela se venían trabajando otros casos, y por esto se coordinó otro operativo en un lugar de la región del Sumapaz. Se trataba del caso de un ciudadano transportador que era mantenido en la zona rural del cañón del Sumapaz, entre Pandi e Icononzo. Este operativo se realizó e infortunadamente, por las condiciones del terreno, los secuestradores del Frente 25 de las Farc lograron llevarse al secuestrado. No obstante, un guerrillero cayó muerto en el enfrentamiento, pero no se consiguió el objetivo del rescate. Estando allí, en pleno cañón del Río Sumapaz, me encontraba junto al mayor Flórez, cuando le avisaron que era importante hablar con los informantes del caso de don Julio, porque ya tenían la forma de llegar al sitio donde él se encontraba cautivo y que su situación de salud no era la mejor.

Salimos de este operativo y el comandante del Unase procedió a organizar la entrevista con las fuentes humanas. Participé en ella y quedé con la total convicción de que estaban diciéndonos la verdad. Eran personas maduras y proyectaban seguridad y seriedad en sus respuestas. Nos indicaron que el grupo que custodiaba al secuestrado era de doce guerrilleros, pertenecientes al Frente Manuel Cepeda Vargas de las Farc. La cuadrilla que lo custodiaba estaba bajo el mando de alias “el Campesino”, quien mantenía contacto con los cabecillas del frente, los encargados de la negociación. Tenían muchos víveres en el lugar, lo cual hacía pensar que pensaban demorarse allí. Habían instalado un cambuche con carpas y plásticos en un cafetal junto a una casa de un campesino de la región, y siempre dormían ahí y no en casa. Sobre armas, solamente habían visto que portaban pistolas y subametralladoras pequeñas, tipo Uzi.

Finalmente se dispuso todo para ingresar a la zona en la noche del 5 de agosto de ese año, cuando no había trascurrido ni un mes del secuestro. El planeamiento fue milimétrico, refuerzos con tropas especiales de Ejército, personal del DAS, armas, uniformes, chalecos blindados, raciones de campaña, rutas, etc. Nada podía quedar al azar, cada uno de nosotros sabía qué tenía que hacer y cómo reaccionar ante las diferentes circunstancias que se llegaran a presentar. No había necesidad de mostrar la foto de don Julio César era una persona por todos conocida.

El día indicado para iniciar la marcha se comenzó la movilización en dos camiones tipo NPR, semicarpados. Por el lado llevaban canastas de cerveza, de tal forma que no pudiera verse que iban tropas o personas dentro de ellos. Viajaba un comando élite bastante fuerte del Ejército Nacional, también un grupo de choque del Unase, soldados, y del DAS nos desplazábamos cinco detectives. Salimos del batallón Rincón Quiñones de la Brigada 13 del Ejército Nacional, con sede en Bogotá, tomamos hacia el sur, aproximadamente a las ocho de la noche. Avanzamos en silencio; nos movilizamos de la manera más encubierta posible; salimos por la Autopista Sur con destino a la región indicada, cercana al municipio de Silvania. Hicimos un breve alto en el camino para terminar de diseñar el ingreso y finalmente llegamos a un desvío que se encuentra en la carretera principal, para tomar por la vía que conduce a Tibacuy, pasando Silvania a mano derecha. Entrábamos a una zona con presencia guerrillera donde cualquier cosa podía pasar, una emboscada, o que nos salieran al camino, lo cual no convenía, pues podría frustrar los planes de rescate.

Los camiones iban distanciados; luego de recorrer una hora, en un sector más adelante de Tibacuy, en una trocha destapada, sector denominado Cumaca, procedimos a lanzarnos del vehículo para quedar escondidos en la vegetación mientras llegaba el otro camión. No recuerdo cuántos hombres integraban esta comisión, sin embargo, éramos cerca de cincuenta. Pocos hablaban, la tensión era extrema y la recomendación de permanecer en silencio era permanente. Una vez llegó el segundo grupo, muy bien armado y mimetizado, el mayor y junto con el coordinador, tenían dispuesto quiénes irían en el grupo de choque y quiénes quedarían en la retaguardia o en seguridad en áreas perimetrales. Solamente hasta allí vine a conocer el rostro de los dos guías, ya que en las entrevistas iniciales lo tenían cubierto. Eran campesinos, humildes trabajadores que quizás buscaban contribuir con la seguridad del país, pero también obtener algún tipo de ganancia por la colaboración que estaban prestando.

Yo tenía veintiocho años, los cumplía al día siguiente, 6 de agosto, y esperaba que mi regalo fuera el rescate sano y salvo del secuestrado don Julio César. Esas satisfacciones, esas alegrías siempre las llevaría dentro de mi corazón. Estaba dentro de los más jóvenes, por lo menos del grupo del DAS, y junto con mi compañero Marentes fuimos designados en el grupo de choque. Los demás compañeros que integraban el operativo tomaron posición para cumplir diferentes misiones.

Llegó el momento de comenzar a caminar. Eran más o menos las once de la noche, la visibilidad era muy poca, no se podían utilizar linternas, el terreno era bastante quebrado y en ascenso. Desde el lado de la montaña donde nos encontrábamos había que atravesar toda la cima y posteriormente bajar hasta unos cafetales de la vereda San Gabriel con destino al municipio de Viotá. La marcha, muy fuerte, se hizo silenciosamente. Cada rato nos caíamos, a veces perdíamos contacto visual ya que todos utilizábamos camuflado y ropa oscura; prácticamente íbamos agarrados uno del otro, nunca se hizo una escala larga, no nos detuvimos, siempre íbamos caminando pues aspirábamos a llegar a las cuatro de la mañana al sitio donde mantenían al secuestrado. Durante el recorrido era normal que las personas se afectaran por calambres, náuseas y sofocación, ya que la caminata era extenuante. Coronamos la cima de la montaña de Peñas Blancas a las cinco y media de la madrugada; el día empezaba a clarear y el objetivo inicial no lo habíamos logrado, no logramos llegar a la casa de cautiverio a la hora planeada cuando aún la noche o la penumbra nos permitiera tener un efecto sorpresa.

El comandante de la operación se reunió con los jefes de cada grupo para decidir si continuábamos, esperábamos hasta el anochecer o definitivamente nos devolvíamos para no poner en peligro la vida del secuestrado. Quince minutos después recibimos la orden: íbamos a continuar. Estábamos como a una hora del objetivo y no podíamos perder la oportunidad de quitárselo a los guerrilleros. ¡Era ahora o nunca! Ya había amanecido y comenzamos a descender por cafetales de mediana altura. Treinta minutos después ya se había corrido la voz de que teníamos que cambiar el esquema y solo continuaría el grupo de choque. Quedamos únicamente dos DAS, Marentes y yo, junto a un nutrido grupo de soldados. Proseguimos la marcha. Ya cuando uno lleva más de ocho horas de camino va perdiendo la fe… «Aquí no se hizo nada, ya nos detectaron, lo único que esperamos es que nos embosquen y nos saquen de estas cavilaciones y pensamientos a punta de bala…».

Žanrid ja sildid

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293 lk 22 illustratsiooni
ISBN:
9789585532328
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