Mentes colmena

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El intruso no se inmutó. Al contrario, se miró satisfecho, como reconociéndose, y a los pocos días me invitó a entrar en el estudio.

—Tengo una sorpresa —me dijo con esa mueca rígida en la boca que me daba náuseas.

No tenía ganas de sorpresas.

Entonces la copia levantó la tela que cubría el lienzo en el que había estado trabajando todo el día. Su autorretrato, dijo.

Abandoné el apartamento corriendo excitada, seguida por Matus, en dirección al santuario de árboles milenarios. Quería pasear. Necesitaba respirar aire limpio después de tantos días encerrada en el apartamento. Calmarme, aclarar las ideas. No iba a consentir que ese pedazo de carne sintética se hiciera pasar por el auténtico Cristian, que me robase a Cristian.

Cuando volvimos a la zona, estaba empezando a atardecer y ya estaban retirando los puestos del mercado negro. Entonces Matus empezó a tirar de mí en dirección al centro de renacimiento, como si el perro entendiese mejor que yo el torbellino de ideas dentro de mi cabeza, y ya hubiese tomado por mí la decisión de devolverlo.

Al llegar al centro me ardía la cabeza. Le expliqué la situación al neurólogo, que no pareció extrañarse. Eran comunes esos pequeños desajustes, me explicó.

—Ya sabe que el proceso puede repetirse indefinidamente. Eso sí, será necesario destruir a la copia. Las reglas reproductivas no nos permiten tener dos individuos idénticos.

—No tienen nada de idénticos —aclaré.

—Podemos probar con otra raza, si quiere. Además, últimamente hemos avanzado mucho replicando el olor corporal de los muertos a partir de su ADN.

Y firmé la autorización para destruirle y elegir la siguiente copia de Cristian.

MENTES COLMENA

Son casi las cinco de la tarde cuando llego a la casa. El calor a esas horas es asfixiante, y en lugar de los zombis que huyen de la soledad de sus apartamentos, la gran avenida parece estar llena de ángeles. El portero me pone difícil la entrada y me hace enseñarle mi acreditación.

—No tengo nada contra usted, doctor, pero últimamente están sucediendo cosas bastante raras. Ya sabe lo que le digo. —Se inclina hacia mí hasta que puedo sentir su aliento templado—. Todos esos secuestros de viejos…

Subo las treinta dos plantas hasta el apartamento 321-B donde vive el profesor, y la cuidadora que me abre la puerta me acompaña hasta su habitación. Es bastante rotunda, con aspecto de rusa.

—Puede dejarnos solos —le pido.

No se va.

Empujo una de las butacas Borselius cerca de la silla del viejo y me siento un rato a mirar esa cabeza que parece estar pegada al tronco como el tapón redondo de una botella de perfume, y que me dan ganas de girar, y destapar, para mirar lo que hay dentro.

No he decidido hacerme neurólogo por casualidad.

Mientras le observo, de los dedos huesudos de Liang-Wu se escapan de vez en cuando amagos de pequeños movimientos, como si quisiesen decir algo, recordar algo, tal vez acariciar algo. Por lo demás, durante más de diez minutos no hay más intercambios entre nosotros. Permanezco allí, sentado y quieto, frente al viejo chino durante todo ese tiempo, para dejar que se acostumbre a mi presencia. Le necesito tranquilo.

Su cuidadora rusa, embutida en un mono blanco elástico, da vueltas por la habitación abarrotada de orquídeas. Hay huellas del pasado en las fotografías típicas de las viviendas de este tipo de personajes: el profesor y el secretario de Estado sonrientes bajo un gran paraguas negro, enmarcados en plata delante de la sede de la Organización para la Protección de la Salud Global; Liang-Wu en el discurso en la Asamblea de la Organización Asiática de Bioética.

Pero el viejo que está sentado frente a mí ha perdido el cuello por completo y le cuelgan un par de brazos blandos que parecen incapaces de obedecer ningún impulso eléctrico. Yo adivino sus piernas pequeñas y flacas bajo el pijama de seda negra, y me parece que tiene unos pies desproporcionadamente grandes. Cuesta creer que una buena parte del destino de la humanidad haya estado en manos de ese liliputiense de ojos rasgados y mirada ausente; que él fuese el responsable de la solución definitiva.

—Si le parece, podemos empezar, presidente.

No recibo ninguna respuesta, ni la espero: solo la misma mirada desorientada de todos los enfermos que visito desde que empecé a trabajar con los Alzhéimer a domicilio.

—Si no le importa, prefiero que nos deje solos durante la exploración —le insisto a la rusa por segunda vez.

La cuidadora refunfuña un poco: que el profesor está muy delicado, dice, que se asusta con facilidad y no hay quién le duerma por la noche. Pero finalmente acepta dejarnos a solas después de que le aseguro que lo de dormir y lo de la inquietud va a dejar de ser problema para ella a partir de ahora. Y por fin se marcha, liberando una gran cantidad de aire en la habitación. Esa mujer abulta tres veces el volumen del profesor, pienso que no le debe resultar difícil cogerle en brazos.

—Profesor Liang-Wu…

Ninguna respuesta. No importa. Sigo hablando.

—Soy un gran admirador de su trabajo y la verdad es que es un honor para mí intentar ayudarle. Ahora simplemente voy a realizarle un análisis cerebral. Es algo rutinario, para hacerme una idea más exacta de su daño neurológico, nada más. Eso nos permitirá ajustar el tratamiento para que se encuentre mejor y tal vez podamos conseguir que vuelva a cuidar de sus orquídeas usted mismo, ¿qué le parece?

Mientras preparo el casco que le voy a poner, recuerdo las fotografías y los recortes de prensa que he visto en el dosier. Es una pena que con cada una de estas personas se pierda una parte de nuestro pasado y que toda la valiosa información de la que disponen se apolille en sus memorias secas; por eso tengo que ser eficiente al recuperarlas y terminar el puzle cuanto antes.

El viejo chino se resiste a que se lo ponga, como un pollo al que intentas retorcerle el cuello, pero finalmente consigo meterle dentro de la estructura y abrochar las cinchas laterales al panel de sujeción. Sus ojos, tras la careta de plástico, siguen pegados a los párpados. La boca también asoma, semicubierta por los pelos de su barba fina y larga de algodón blanco, y gime ligeramente.

—Tal vez le interese saber que mi trabajo doctoral versó sobre sus aportaciones a la edición genética de las neuronas estrella del pez narval… Ahora será solo un momento, no se impaciente, profesor.

Por fin consigo que se quede tranquilo, que deje de moverse, listo para empezar el proceso.

La interfaz cerebral emite bastante buena señal para la transferencia. Es un trabajo minucioso: realizarles las pruebas, conectarles al nido de organoides, recoger todos sus impulsos eléctricos y rescatarlos del olvido sumándolos a la gran masa neuronal que contiene el resto de las memorias almacenadas. Tendré que pasar bastante tiempo cerca del viejo en los próximos días.

Al marcharme, le dejo las pastillas a la cuidadora rusa. Ella me responde con una mirada de sospecha, como si supiese lo que verdaderamente he venido a hacer.

II

Para llegar al laboratorio que alberga el megacerebro del proyecto Da Vinci tengo que atravesar gran parte de la ciudad. No tengo hambre. Voy a darme un baño en el área de relajación y luego empezaré a analizar las primeras pruebas. Me gusta prolongar el momento del descubrimiento. Relajarme. Prepararme bien para el buceo a través del organoide cerebral que contiene las muestras de memorias de los enfermos, cuyo análisis determinará si son o no son aptos para las siguientes fases.

El agua está muy caliente, limpia, purificada, y puedo vaciarme del exceso de emoción que me ha producido la exploración. Cada vez me estresa más sumergirme en los secretos de estos viejos. Miedo. Sí, creo que esa es la palabra. Porque yo también podría empezar a olvidar palabras, a bloquear conexiones, a llenarme de priones aberrantes como los que he visto tantas veces, esas falsas proteínas infectadas y vacías que no sirven para nada. ¿Y entonces? ¿Quién terminará el trabajo? ¿Quién navegará todos esos cerebros oxidados y preservará sus historias si mi cerebro también tiene la forma de una esponja? No hay tanta gente preparada para hacerlo.

El baño me sienta bien. Es un espacio agradable con un techo de cristal desde el que puedo ver el cielo. Un momento placentero.

Luego abro la cámara frigorífica en la que se conserva la masa biológica y blanda de tejido neuronal artificial para iniciar la trasmisión de las señales eléctricas del viejo. La conecto con el programa de radiofrecuencia que recibe la señal.

La masa fluorescente está plegada sobre sí misma como una pequeña coliflor. Nunca sabes lo que contendrá ese pedazo de materia gris con una inscripción de impulsos eléctricos. A veces nada. Pero la calidad de esa primera muestra es determinante. Si el deterioro está demasiado avanzado, no hay nada que hacer, nada que recuperar; los fragmentos de memorias deslavazadas son inservibles. A menudo solo encuentro idioteces en esta primera prueba, la dirección de una tintorería o un fragmento indescifrable de colores que es imposible saber a lo que corresponde. Cazar un patrón neurológico completo es difícil, pero a veces sucede. Los rescatadores de memorias somos artistas; una especie de arqueólogos que necesitamos enhebrar con arte retazos informes hasta dotarlos de sentido.

Tengo que concentrarme mucho para elegir el camino y no perderme en el laberinto de conexiones: encontrar el primer punto, la primera neurona clave, y la pantalla se llena de marcadores fluorescentes rosas y verdes.

El panel está lleno de sugerencias: neurona alfaX234 con porcentaje de sinapsis altamente superior a la media, densidad asociada de neurotransmisores excelente, oxitocina al 45 %, posibilidad de fragmento de recuerdo amoroso. Curioseo un poco, lo suficiente para ver un rostro que me resulta familiar. Es el de una mujer joven, creo que es el de la enfermera rusa que he visto esta mañana. Por el volumen de oxitocina es fácil concluir que hubo algo entre ellos. Un tipo raro ese viejo chino. Pero no me entretengo, no es ese el tipo de recuerdo que busco anexionar al gran cerebro de Da Vinci, y continúo explorando.

 

El organoide está hasta arriba de señales, a reventar de información y de rastros de emociones. No se parece a la memoria de otros viejos que he estado investigando antes, pero eso no significa nada. Podría ser mejor persona, o peor que ellos. Sé que la clave está en encontrar el primer punto de anclaje, pero después de quince minutos divagando, aún sigo sin desentrañar el puzle. Exploro, selecciono, descarto, hasta que al cabo de tres horas estoy muy cansado.

Alerta de tiempo. El propio sistema de exploración neuronal ha decidido desconectarme.

Ahora mi cabeza está tan sucia como la de ese viejo chino, y me duele la frente.

*

Ya está entrando luz y el dolor de cabeza sigue ahí, crispándome el cerebro como si tuviera dentro un ejército de abejas hambrientas dándome mordiscos en las neuronas y me pregunto si alguien como yo va a recuperar mis recuerdos cuando todo esté tan sucio en mi cerebro que el agua de la bañera no pueda limpiarlo; tal vez podría mezclar algunos de mis recuerdos con los del viejo chino, crear una pista falsa para el resto de los rescatadores de memorias. ¿Por qué no? Alguien como yo descubriría el enlace dentro de un tiempo y yo entraría en la cadena de preservación y así tal vez alcanzaría la inmortalidad, perduraría. Solo tengo que ponerme el casco, extraer algunos de mis fragmentos y mezclarlos con los del viejo. Encontrar un punto de anclaje, situar la pista en algún lugar de interés.

Nunca se ha probado la fusión, pero estoy seguro de que funcionaría.

II

Al día siguiente la rusa vuelve a recibirme con la misma actitud desconfiada del día anterior. Dice que el profesor ha vuelto a pasarse gritando toda la noche, que no podré estar con él demasiado tiempo.

—Volveré dentro de una hora —amenaza—. Procure darse prisa.

Asiento y empiezo el trabajo. Comprendo que a los viejos les moleste y se retuerzan cuando les aprieto las cinchas. Debe ser molesto, tendré que probarlo yo mismo.

Sé que no procesa nada de lo que le digo, pero le explico al viejo que las pesadillas son un síntoma del deterioro avanzando y volvemos a quedarnos solos, el viejo y yo, rodeados por ese mar de orquídeas blancas que contrastan con el pijama de seda negra del presidente como estrellas en la noche. Todo en ese lugar me parece extraño y sofisticado, de algún modo inaccesible.

—Profesor Wu, hoy probaremos algo diferente.

Es lo mismo que si le hablase a una piedra.

—Yo iré diciendo algunas palabras. Lo único que necesito es que las escuche.

Me mira. Lo hace con una mirada que parece estar diciéndome: «Sé lo que estás haciendo. Estás leyendo todo mi cerebro».

Mientras, arranco el asistente inteligente de extracción y empiezo la provocación de recuerdos. Solo tengo que pronunciar las palabras que me va sugiriendo el algoritmo, y esperar a que los electrodos de alta sensibilidad del casco neurológico registren sus respuestas.

2035. Epidemia. Vacuna. Proteína, y así sucesivamente.

Cada una de las palabras que pronuncio está cuidadosamente elegida por el modelo y tiene la capacidad de activar su sistema límbico, que recuperará el estado de conciencia idéntico al momento que quiero recuperar: la red de conexiones formada por multitud de sinapsis neuronales que me permitirán descubrir la secuencia completa del recuerdo que busco recuperar para el proyecto Da Vinci.

El viejo está tranquilo mientras las palabras van rascando de entre las zonas más profundas de sus lóbulos cerebrales las configuraciones que más tarde volcaré en un pedazo de materia gris artificial para unirlo al del resto de recuerdos de las supermentes. Voy pronunciando las palabras, de una en una, mientras vigilo la señal que recibe el monitor, con la emoción de saber que lo que estoy haciendo es importante.

Tan importante es preservar la ciencia como crearla. Y algún día todos estos recuerdos enlazados serán la materia sobre la que se desarrolle el progreso, y yo habré hecho mi pequeña contribución a la historia.

Durante las sesiones muchos se duermen porque la sobrexcitación a la que les somete el casco transmisor les adormece, pero Liang-Wu se altera tanto que tengo que llamar a la rusa para que me ayude a calmarle. Lo último que he pronunciado ha sido «ensayos clínicos». Pienso que algo oscuro debió ocurrir con las pruebas en humanos para que lo hayan perturbado tanto esas palabras.

Entre la rusa y yo le quitamos las cinchas y ella le abraza y le acurruca como a un bebé, hasta que poco a poco se calma. Y yo no tengo más remedio que dar por terminada la sesión, aunque tengo muchas dudas de haber conseguido recuperar suficiente material como para reconstruir la aportación de Liang-Wu a la erradicación de los virus por la explosión incontrolada de los experimentos de quimeras genéticas. Pero está claro que hoy es imposible avanzar más.

La rusa me ayuda a retirarle el casco y les dejo allí, juntos. Ella como una gran matrona protectora, y al profesor en el regazo de la mujer.

A veces es duro cumplir con la misión que uno tiene encomendada.

Al volver al laboratorio conecto un nuevo organoide al cerebro central de Da Vinci, que ha estado toda la noche analizando el primer fragmento de tejido neuronal. El aprendizaje puede llevar varios días, pero a veces los resultados son sorprendentemente buenos en poco tiempo y este nuevo fragmento parece estar a reventar de señales.

La decodificación llevará varias horas y mientras tanto lo único que puedo hacer es esperar parado frente a la pantalla que vomita las gráficas de las ondas eléctricas. Lo he hecho muchas veces: esperar, estoy bien entrenado para eso. Pero la mayoría de las veces no rescatamos nada, aunque a veces sí, y entonces sabes que es importante; incluso aunque no entiendas las fórmulas precisas, identificas perfectamente cuándo has encontrado algo que merezca la pena preservar. Son estructuras que se reconocen enseguida, a simple vista, cuando visualizas los modelos en que los axones neuronales se enredan unos a otros de manera peculiar. Las dendritas de esas neuronas son mucho más grandes que las otras.

¡Ahí está! Visualizo una nube eléctrica cuyos impulsos teñidos de colores dibujan en el monitor el movimiento de un fractal. Ahora ya casi puedo ver cómo se van enroscando entre sí las neuronas del profesor Wu en el modelo virtual que realiza la simulación del recuerdo. Me recorre la emoción del descubrimiento al desentrañar lo que Liang-Wu estaba sintiendo cuando descubrió el antídoto del virus. Solo cuando lo enlace al resto de fragmentos de Da Vinci podré descansar, puesto que ya habré cumplido mi deuda con la historia.

Cuando despierto me confunden mis propios recuerdos, el recuerdo de esa voz tan lejana que no sé a quién pertenece, que no consigo atrapar. Sé que me queda poco tiempo y que dentro de no mucho, en el mejor de los casos, quizás alguno de mis compañeros rescatadores me apretará el casco de extracción, pero aún no, aún no. Antes tengo que recordar a quién pertenece este fragmento.

BUNGEE JUMP

Dubai, 2079.

La niebla baja de la ciudad fantasma oculta la torre cuya altura desafió al mundo hace un siglo; solo su punta de flecha sobresale junto a unos pocos edificios clavados en una espesa masa de nubes grises. Algunos viejos empujan carros de hierros oxidados que arrancan de los interiores de los hoteles vacíos para venderlos en el mercado negro; han dejado de rezar y de vestir de blanco, porque el esplendor del petróleo se lo ha llevado la arena del desierto, como se lleva a los viajeros que se pierden en él, arrastrando las hileras de luces de los parques temáticos como polvo caliente, secando la gran fuente donde el agua bailaba como las mujeres de un harén, cubriendo de óxido la arboleda de rascacielos de la gran avenida y empujando a los que sobreviven a Neurala, la nueva megaurbe asiática al alcance de los pocos elegidos.

Esa mañana, Ugo pedalea despacio por el palmeral con la indolencia de los que no tienen que hacer nada. Nada. Porque la ciudad es nada.

El viento le alborota la melena rojiza y la lluvia de arena se le incrusta en las manos y en las uñas.

Ya apenas vienen pájaros, piensa, mirando pasar el grupo de flamencos rosas que sobrevuelan el campo de golf abandonado: ni los pájaros quieren vivir aquí.

Al llegar a la torre, deja la bicicleta en el agujero de hormigón blanco donde antes estuvo la gran fuente. Ya no es necesario utilizar el aparcamiento para ir a ninguna parte. Desde que se apagaron los ascensores, la torre está tomada por traficantes que sintetizan cocaína en una de las plantas superiores, y las plantas inferiores las destinan a la reventa del tabaco y pájaros exóticos que llegan en los barcos que vienen desde Occidente y hacen escala en el puerto.

Hay cola para entrar al bar clandestino de la segunda planta.

¿Qué otra cosa hacer en la ciudad donde no hay nada?

¿Dónde ir en la ciudad en la que no se puede hacer nada?

Ugo se sienta en una de las butacas de terciopelo desgastado y se entretiene mirando la decoración del techo en la que aún se ven los tallados originales de pájaros y serpientes.

En la ciudad apenas quedan mujeres después de la tormenta de arena, pero Shyraz se desliza entre las mesas del bar como una princesa persa, con la desgastada abaya negra que conserva un bordado de hilo de plata que le desciende por su cuello de cigüeña y por las mangas infinitas, rodeándole las caderas.

—¿Cuántos años llevas aquí? —pregunta Shyraz al traerle la cerveza caliente.

—Nací aquí.

—Yo llevo esperando dos años para conseguir el visado para Neurala.

—¿Por qué quieres ir a Neurala?

—Todo el mundo quiere ir.

—Sí, pero ¿por qué quieres ir tú?

—Quiero ser una estrella virtual de bungee jump en el nuevo Hou La La Park de Neurala.

—No sé qué tiene de especial tirarse al vacío atado a una cuerda.

—¿Tú no quieres irte?

—Esto no es peor que cualquier otro sitio.

Esa noche hablan sin que él deje de mirarle el lunar que tiene en la mejilla izquierda, grande como un grano de arroz. Ella le habla de la última terraza de la torre, donde se practica el salto, y Ugo se asoma a la ventana para ver a los locos del bungee jump balancearse sujetos por una cuerda mientras ella se desliza entre las mesas con su aire de princesa persa, sirviendo cerveza y ginebra como si distribuyese un elixir sagrado.

II

Por la mañana Ugo se incorpora a su turno en el puerto.

Hay un sol de fuego que abrasa los cuerpos y las noches.

Cerca de las dársenas hay algunos viajeros frente al nuevo canal submarino que une África con Asia. Los que quedan en la ciudad se conforman con sobrevivir mientras esperan huir a las zonas frías; el aire del desierto está demasiado caliente y hacen cualquier cosa para lograrlo: venden sus órganos, sus almas, lo que sea necesario, pero solo los pájaros y unos pocos afortunados pueden alejarse de la ciudad.

Ese día las cámaras del almacén están rotas y no le reconocen, y Ugo utiliza los controles manuales.

El parte de trabajo indica que tiene que revisar los contenedores que van a transportar el cargamento de flamencos rosas hacia las costas de Asia. Los pájaros se han convertido en un objeto de culto por el que los millonarios asiáticos pagan trillones.

Le cuesta concentrarse. La noche con Shyraz no se le va de la cabeza y el sistema se atasca continuamente. Pobres bichos, antes podían decidir ellos mismos cuándo cruzar el océano, pero ahora se han convertido en los fetiches rosados de la codicia de los poderosos. A él le gustaría convertirse en un flamenco rosa y no tener pensamientos, o quizás los flamencos piensan.

Cuando termina, se dirige al comedor: una sala pequeña con tres o cuatro dispensadores de café y un aparato antiguo que se usaba hace cincuenta años para ver películas en dos dimensiones y en el que pasan casi siempre una de un mono gigante.

 

Casi nunca habla con ninguno de los que están allí porque están amargados y borrachos y solo piensan en irse. Pero no es fácil para nadie salir de la ciudad.

Es casi de día cuando sale del puerto y la niebla cubre la mayor parte de la ciudad fantasma.

Pasea un rato por los alrededores y por el camino compra un par de cebollas a un viejo que arrastra un carro. Piensa que Shyraz habrá empezado ya su turno y va hacia la torre.

En la cola del bar clandestino hay más gente que ayer.

Por fin entra. Hay un gordo ocupando el sillón en el que se sentó el día anterior, al que le rebosa la carne por los lados, y al que ha visto algunas veces en la cantina. Consigue una mesa cerca del escenario, donde una mujer vestida como un pájaro realiza una danza ritual moviendo con cansancio sus brazos plagados de plumas pegadas a las mangas de seda desgastada.

—Hola, hombre sin sueños —dice Shyraz cuando aparece—. Hoy tenemos ginebra además de cerveza.

Tiene que comprar una botella entera para que Shyraz pueda sentarse. A Shyraz no le gusta la ginebra, ella prefiere fumar una pipa.

La espera hasta que termina, a ella no le importa que le acompañe a su apartamento y él no tiene prisa por llegar a ninguna parte.

Le gusta el peso de ella en el asiento trasero de su bicicleta, su olor a madera, y la forma en que ella se sujeta a su cintura. Recorren el barrio obrero casi al amanecer, pasan delante de las residencias sociales y las casas de juego por las vías del viejo hyperloop hasta que llegan al barracón donde vive Shyraz, en las afueras de la ciudad, junto a la antigua estación de acceso del tren elevado.

Hay muchas personas viviendo en las viejas cápsulas del tren.

La cápsula en la que vive Shyraz solo tiene una cama construida con el acolchado de los antiguos asientos y algunas alfombras viejas. En las paredes de su habitación hay muchas fotografías de actrices antiguas: primeros planos de mujeres con las cejas depiladas y labios pintaditos hacia arriba como las bocas de un pajarito pequeño; ella admira a todas esas mujeres, le explica.

—¿Te gustan mis amigas? Ellas me lo enseñan todo.

Se sientan en los asientos arrancados al viejo tren elevado, que son cómodos y confortables a pesar del tejido desgarrado.

—Tengo que entrenar mucho para ganar el concurso del nuevo avatar gigante del Hou La La Park. Mis amigas me han enseñado montones de sonrisas, pero me gustaría aprender a arquear las cejas como ella —dice y señala una fotografía en blanco y negro de Greta Garbo, pegada en la pared—. ¿Tú sabes arquear las cejas?

—¿Para qué necesita una estrella como tú arquear las cejas?

—Todas las estrellas de Neurala saben arquear las cejas; además, viene en las bases.

Beben cerveza negra y Shyraz le explica que hace diez años que ella y su novio llegaron a la ciudad, cuando los turistas aún se agolpaban como moscones alrededor de la fuente a los pies de la torre del Burk Kalifa, y los chorros de agua salpicaban el estanque, y lo inundaban de gotas plateadas al ritmo de la música, figuras líquidas que crecían y subían a alturas imposibles: palmeras y pirámides, barcos de agua, para celebrar el Año Nuevo. Cuando las familias y las parejas se disputaban las mesas libres en los restaurantes de lujo de alrededor. Y ese día ellos se sentaron allí, en una de esas mesas, aquella noche cuando estalló la tormenta de arena.

Cuando despertó en el hospital, nadie consiguió explicarle nada. Hacía mucho tiempo que no se producían accidentes, y ahora los servicios de emergencia estaban saturados con tantos desaparecidos y tantos muertos. El médico le dijo que también había muerto el bebé. El bebé. ¿Qué bebé?

Al principio, el jefe de la petrolera donde trabajaban los dos se comunicó con ella. Ella quería seguir en el apartamento, pero no era posible, solo algunas semanas. Después tendría que dejarlo. Todos tendrían que marcharse. ¿Por qué no volver a Europa? Luego, la mujer de uno de sus compañeros le habló de Madame. Madame ayudaba a chicas como ella.

III

Ugo pasa el día preparando el nuevo cargamento de flamencos que saldrá hacia Neurala en dos semanas. Piensa en cómo burlar esos sensores y a los estúpidos robots para que no se den cuenta del peso adicional de Shyraz, pero solo tiene ganas de terminar para volver a la torre.

Esa noche ella quiere que le acompañe a la terraza.

Ugo y Shyraz tienen que subir varios pisos andando y cuando llegan a la terraza un africano con pinta de traficante está organizando los saltos y ayuda a Shyraz a atarse la cuerda al tobillo.

—Vamos, salta tú también, ¿no quieres volar?

—No estoy tan desesperado, princesa; hay maneras mucho mejores de matarse —se queja Ugo.

Ella se ha recogido el pelo en una trenza gruesa que se eleva hacia arriba cuando salta, y después cae, como ella, hasta quedar suspendida de la cuerda como una araña.

Él siente cómo le pesa la garganta mientras contempla al africano que sujeta la cuerda de la que pende Shyraz.

Cuando ella vuelve a pisar la pasarela de la terraza, tiene las mejillas rojas y los ojos verdes encendidos en llamas. Quiere saltar una vez más. Salta. Y Ugo mira la túnica de Shyraz caer hacia abajo, reduciéndose, rebotando como una pelota, de terraza en terraza, hasta que se queda enganchada en una de las plantas inferiores, colgada por la punta de su túnica de seda a la barandilla, como una araña, y de la terraza solo queda colgando un trozo roto de cuerda.

El africano dice que ha tomado demasiado opio, que el opio estaría mal sintetizado...

—Apártate de ella.

La tumban sobre una alfombra polvorienta que alguien ha traído del bar clandestino. Y Ugo memoriza cada detalle del cuerpo de ella mientras espera un tiempo interminable hasta que la ambulancia de los servicios sociales viene a buscarla.

IV

El viaje durará apenas unas horas.

Dentro del contenedor está oscuro y apenas se distingue nada y comparte todo el trayecto acompañado por los sonidos que hacen entre sí los flamencos para comunicarse.

Al cabo de unas horas, por el ajetreo y las voces chillonas que hablan en un idioma extraño, deduce que han llegado a la estación de salida del tren submarino. El trayecto es rápido. Y el procedimiento de desembarco que tantas veces ha estudiado se pone en marcha. Sabe que solo tiene que esperar a que le encuentren y pedir el asilo. Y espera.

El policía que le entrevista escucha su historia sin hacer un solo gesto. Sin una pista.

Después un oficial de inmigración le lleva a la sala donde se realizan las revisiones a los recién llegados que quieren entrar a Neurala. Hay montones de personas allí, de todas las razas, realizando las pruebas físicas: saltar sobre una cama elástica, levantar pesas, correr, respirar y cosas así. Por último, el escáner mental, la prueba que la mayoría de los inmigrantes fallan, porque Neurala solo acepta inmigrantes cuyos cerebros estén completamente sanos.

Una voz de mujer va pronunciando palabras: madre, guerra, agua, y Ugo acierta, sin alterarse, las respuestas que activan la zona correcta de su amígdala.

Cuando termina el procedimiento de admisión, ya solo quedan pocos días para la fecha límite del concurso de estrellas virtuales, pero consigue llegar a tiempo: entrega las fotos de Shyraz y el mechón de pelo, que le cortó mientras esperaba la ambulancia, para el análisis genético, a la señorita de ojos rasgados que realiza la selección de las nuevas estrellas, y días más tarde la imagen virtual de Shyraz se proyecta sobre el Hou La La Park y sobrepasa las pagodas y los templos del parque, como King Kong. Ahora Shyraz es una estrella y los niños se enganchan a sus dedos enormes y saltan desde ellos como monitos enroscados al árbol por la cola.

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