Loe raamatut: «Pasaje Begoña»

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PASAJE BEGOÑA


Ismael Lozano Latorre


© Título: Pasaje Begoña

© Ismael Lozano Latorre

ISBN: 978-84-122749-5-0

Depósito Legal: GC-18-2021

Primera edición: mayo 2021

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Marta Mozo Holgado

Ilustración portada e interior: Juan Castaño

Maquetación: David Márquez

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#pasajebegoña #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

A mi abuelo,

que siempre llevaba almendras en los bolsillos

y me enseñó a amar la copla.

Nota del autor:

Aunque la novela está basada en hechos reales, El Rompeolas y todo lo que acontece en él es ficticio.

The Blue Note cerró sus puertas en 1967, pero ha sido incluido en la presente novela como homenaje a Pia Beck, una persona que consideramos que no podía faltar en una novela ambientada en el Pasaje Begoña.

PREFACIO


JORGE M. PÉREZ GARCÍA

Presidente de la Asociación Pasaje Begoña

Agradezco sinceramente a Ismael Lozano su valentía por la publicación de este libro, que es el complemento perfecto de su anterior y magistral obra titulada Vagos y Maleantes. Por cierto, si aún no la han leído, les animo a hacerlo, porque les cautivará y descubrirán una historia apasionante. También le doy las gracias por la oportunidad que me brinda de dirigirme a ustedes e invitarles a sumergirse en estas páginas. Ismael Lozano ha sido capaz de trasladarles lo mejor de sí mismo para hacerles descubrir un lugar maravilloso: el Pasaje Begoña de Torremolinos. Conocerán en este libro cómo se vivía en la década de los sesenta en Torremolinos, hasta entonces un barrio de pescadores que formaba parte de la ciudad de Málaga y por qué el Pasaje Begoña fue un lugar tan especial.

En esos años, Torremolinos se convierte en uno de los principales destinos turísticos de España y del mundo. La afluencia de personas extranjeras, celebridades, intelectuales, miembros de casas reales, bohemios, hippies, artistas, aristócratas, personalidades de la jet set y turistas anónimos, supone el despegue turístico de Torremolinos. Sus visitantes se sienten atraídos no solo por las playas, el clima, el glamur o la diversión, sino también por la atmósfera de diversidad y vanguardia, un ambiente liberal y cosmopolita que lo diferencia de otras zonas de la Costa del Sol, de España y del mundo.

En esa época, en el Pasaje Begoña se instalan los primeros bares de España de ambiente homosexual, junto a otros locales de música, baile y diversión, convirtiéndose, de este modo, en todo un ejemplo de convivencia y respeto a la diversidad. A pesar de la represión que ejerce en España la dictadura de Franco, diversos factores como la entrada de divisas que propicia el turismo y el deseo de proyectar al mundo una imagen de modernidad hacen posible que Torremolinos alcance fama internacional como destino turístico LGTBI durante la década de los sesenta y que el Pasaje Begoña llegue a ser «una auténtica isla de libertad».

Finalizada su construcción a finales de 1962, y con la apertura de los primeros locales de ambiente homosexual de España en el Pasaje Begoña, aquel lugar se convierte pronto en un espacio de convivencia y libertad, único en aquella época de represión franquista. Allí acuden turistas de todo el mundo para disfrutar de las últimas tendencias en música, baile o moda, en un ambiente liberal, desenfadado y de vanguardia. El Pasaje Begoña no era un lugar exclusivo de la comunidad LGTBI, allí cualquier persona podía ser ella misma, sentirse libre, con independencia de su identidad y su orientación afectivo-sexual.

En la zona de Begoña, que se extendía a otras calles aledañas al pasaje, llegaron a existir más de cincuenta locales, algunos muy efímeros. Entre los locales más recordados están el célebre The Blue Note, el Bar Gogó, La Sirena, La Boquilla, la Sala Don Quijote, la Sala Le Fiacre, la discoteca Piper´s, el Bar Eva, La Cueva de Aladino y El Tony´s Bar.

Su gran popularidad atrajo a celebridades de todo el mundo, como John Lennon y el mánager de The Beatles, Brian Epstein; Pia Beck, cantante y pianista de jazz; actrices y vedettes internacionales como Luciana Paluzzi, Coccinelle, Amanda Lear o Grace Jones; el actor Helmut Berger; y muchas celebridades españolas como Sara Montiel, Massiel y José Antonio Nielfa, La Otxoa, prestigioso cantante y transformista.

Testigos de aquella época dorada afirman que no existía en el mundo un lugar tan maravilloso y diverso como el Pasaje Begoña.

Sin embargo, a finales de los sesenta y principios de los setenta, el régimen franquista endureció su política contra la homosexualidad y en esa etapa se llevaron a cabo continuas redadas contra el colectivo LGTBI en todos los puntos de España. La situación se endureció aún más con la entrada en vigor de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que consideraba delito la homosexualidad y la castigaba incluso con pena de prisión. Dicha ley presuponía que las personas LGTBI eran peligrosas por el mero hecho de existir, y lo que era aún peor, era necesario «rehabilitarlas» para reinsertarlas en la sociedad.

En este contexto, el 24 de junio de 1971 tuvo lugar en el Pasaje Begoña y en las calles aledañas una gran redada policial, ordenada por el entonces gobernador civil de Málaga, Víctor Arroyo. No fue una redada más, sino algo desproporcionado y cruel que avergonzó al mundo entero. Se identificó a más de trescientas personas, y ciento catorce de ellas fueron arrestadas por «atentar contra la moral y las buenas costumbres». Algunas de las personas arrestadas aquella noche fueron encarceladas y los extranjeros fueron deportados. A todos se les abrió un expediente policial y se les amenazó con estar «bajo vigilancia de las autoridades».

Muchos de los locales fueron multados y clausurados, y la mayoría quedaron cerrados para siempre. Este brutal acontecimiento tuvo un gran impacto en la prensa internacional, y muchos aseguran que marcó el inicio de un largo período de decadencia para Torremolinos como destino turístico y de libertad.

Pero la historia del Pasaje Begoña y sus protagonistas nos deja un legado de grandes valores para la memoria del colectivo LGTBI. Esto nos permite conectar esas luchas pasadas y comprender mejor quiénes somos hoy; también nos da a conocer lo que otras personas han hecho para conseguir que disfrutemos de mayores cuotas de igualdad en el presente.

En estos años de investigación sobre el pasado del Pasaje Begoña, he tenido oportunidad de acceder a muchos testimonios, artículos de prensa, partes policiales, sentencias judiciales, y sobre todo, he escuchado de primera mano muchas historias de lucha y de superación. Pero les aseguro que lo que más me ha impactado es ese sentimiento tan íntimo de libertad que nos trasladan quienes por primera vez descubrieron el Pasaje Begoña. Era la época en la que ser tú mismo o tú misma era un delito. La familia y las amistades se avergonzaban de ti, la medicina te consideraba una persona enferma, la iglesia decía que eso era pecado, la justicia te consideraba un delincuente y el conjunto de la sociedad te repudiaba por el hecho de ser y amar de forma diferente. Esas personas que descubrían un lugar donde sentirse libres es algo tan profundo y deslumbrante que solo es comparable a quien ha estado privado de libertad toda su vida y por fin la recupera.

El objetivo de la Asociación Pasaje Begoña, que en estos momentos presido, es recuperar la memoria histórica de este emblemático lugar, honrar a las personas valientes que lo frecuentaban y rescatar este capítulo de la historia de España.

Nuestros proyectos están dirigidos precisamente a alcanzar ese objetivo, la investigación de la memoria LGTBI y la promoción cultural e histórica del Pasaje Begoña. Asimismo, pretendemos devolver a este lugar el esplendor que tuvo en la década de los sesenta, no solo desde el punto de vista estético, sino también como ejemplo de convivencia y respeto a la diversidad. Fruto de nuestra labor, tanto el Parlamento de Andalucía como el Congreso de los Diputados han declarado al Pasaje Begoña como lugar de memoria histórica y cuna de los derechos y las libertades LGTBI. El Pasaje Begoña ya es miembro de la Coalición Internacional de Lugares de Conciencia, se ha hermanado con nuestro homólogo Stonewall Inn de Nueva York, se ha presentado en organizaciones sociales de varios países, en varias delegaciones diplomáticas, y también la Lotería Nacional, el cupón de la ONCE y un sello de Correos han conmemorado la importancia histórica del Pasaje Begoña.

Por otro lado, están en marcha todo tipo de actividades divulgativas, una exposición, charlas sobre diversidad por los centros educativos, tours y visitas guiadas diarias por el centro de Torremolinos para conocer mejor el Pasaje Begoña y las grandes lecciones de libertad y respeto a la diversidad que nos deja. Les animo a conocer todos los proyectos y, sobre todo, a cada una de las personas protagonistas y sus testimonios. Son lo más importante de este emblemático lugar.

No quisiera finalizar sin agradecer a todas y cada una de las personas que desinteresadamente aportan diariamente su tiempo e ilusión para hacer realidad este apasionante proyecto de recuperación de la memoria LGTBI. Doy también nuevamente las gracias a Ismael Lozano por escribir y publicar esta maravillosa historia que pudo, sin duda, ser una más de esas miles de historias que aún guarda el Pasaje Begoña.

Jorge M. Pérez García

Presidente de la Asociación Pasaje Begoña

PRÓLOGO

25 de junio de 1971

Amanecía en el barrio del Calvario. El olor a café se mezclaba con el de las tostadas recién hechas: manteca colorá, aceite de oliva y jamón serrano. Agustín Martínez, con un cigarro consumiéndose en su boca, barría la acera en silencio. No cantaba. De sus labios no salía ninguna alegre melodía y tampoco había encendido el transistor que siempre le acompañaba.

Era una mañana triste, sombría, los primeros rayos del sol se colaban por las calles, pero no iluminaban lo suficiente. Hacía frío. La brisa marina era gélida, gris. Todo estaba mustio, lleno de lamentos. Torremolinos despertaba con la noticia de la gran redada que había tenido lugar en el Pasaje Begoña aquella misma noche. Decían que había habido cientos de detenidos. Gritos, llantos e injusticia. El mayor despliegue policial que se había visto en Málaga en mucho tiempo.

Agustín Martínez, compungido, suspiraba; sabía que aquellos desafortunados acontecimientos marcarían un antes y un después en la ciudad. La época de esplendor que había vivido Torremolinos en la última década se oscurecía, terminaba de apagarse aquella imagen de modernidad y vanguardia que siempre la había caracterizado.

Dolor de tripa.

Ganas de vomitar.

El barrendero tenía un mal presentimiento. A veces se le encogía el estómago y predecía que algo horrible iba a suceder. Su esposa le decía que tenía un don, pero para él, presentir las desdichas ajenas, más que una facultad milagrosa, era un hecho que lo atormentaba. ¿Es que no había habido suficiente dolor por una noche?

Una calada al cigarro y sus manos temblorosas sujetando el palo de la escoba.

Lo que fuera que fuese a ocurrir iba a pasar ya, en ese instante.

Los vellos de sus brazos erizándose.

Lo sabía, lo presentía y no podía hacer nada para impedirlo.

Un rayo de sol, reflejado en el cristal de una ventana, cegó momentáneamente sus ojos.

Sucedió todo muy rápido, demasiado para verlo y sobre todo para asimilarlo. Agustín Martínez pensó que había sido una alucinación, pero el sonido que escuchó al instante confirmó sus sospechas. Era real. Abominablemente cierto.

Un cuerpo.

El cuerpo de una chica precipitándose al vacío.

Rosario cayó desde un tercer piso y su cabeza se golpeó contra la acera. Los sesos de la joven se derramaron por el pavimento y su vestido blanco se tiñó de rojo.

El barrendero se estremeció y no le dio tiempo a hacer nada, ni siquiera gritó, se quedó en silencio, sorprendido, escuchando el sonido de su cráneo al fracturarse que sonó como una nuez a la que le pegan un martillazo, pero más fuerte y desagradable.

Dolor de tripa.

Ganas de vomitar.

Lágrimas en los ojos.

Lo que había presenciado era tan horrible que le escocía la retina.

El barrendero, aterrado, corrió hacia la joven pensando ilusamente que todavía estaba a tiempo de hacer algo por ella, pero era tarde, demasiado tarde, la muerte se la había llevado dejando solo un despojo de lo que fue.

Rosario era joven, muy joven, aproximadamente de la edad de su hija. Estaba muerta, sola, y él debía cuidarla.

Sus ojos castaños abiertos miraban al horizonte y su melena morena enmarañada aún conservaba algunas horquillas que colgaban del pelo. Tenía el rímel corrido, por lo que era fácil deducir que antes de morir había estado llorando.

Agustín Martínez, descorazonado, se sentó en el suelo con la chica a los pies. Estaba tan conmocionado que, sin saber por qué, le cogió la mano, intentando acompañarla. Fue al entrelazar sus dedos cuando se percató de que llevaba una alianza puesta. Aquella desconocida, que había caído por la ventana, tenía un marido, y dedujo, sorprendido, que lo que llevaba puesto no era un traje de fiesta, ¡sino un vestido de novia!

—¿Qué te han hecho, princesa? —le susurró con ternura—. ¿Quién muere en su noche de bodas? Debe ser un momento feliz.

Celebración… Fiesta… Diversión…

¿Cayó o la empujaron?

¿Estaría relacionado aquel terrible suceso con lo que había pasado la noche anterior en el Pasaje Begoña?

El sonido del cráneo al fracturarse repitiéndose en su cabeza.

Rosario iba vestida de novia y había perdido los zapatos. No tenía velo.

Había caído del tercer piso.

La ventana estaba abierta y la cortina jugaba con el viento.

Las aspas de un ventilador moviéndose.

Su muerte había sido inminente.

—¡Llamen a la policía! —gritó a los vecinos que comenzaban a aparecer—. ¡Llámenla! —insistió horrorizado.

Sola, triste, desamparada y con el cráneo abierto.

Rosario había muerto. Fallecía una princesa, pero su historia, llena de magia, quedaría para siempre en el recuerdo de los que la conocieron y quedó asociada al Pasaje Begoña.


Uno

ROSARIO Y ANTONIO

24 de febrero de 1970

La primera vez que la vio, Rosario estaba bordando con su madre en el salón de su casa. Era una tarde soleada de primavera y la mujer había recogido su melena morena en un rodete dejando al descubierto la lividez de su nuca.

Hacía calor. Antonio estaba asustado y amplias manchas de sudor empapaban su camisa color crema. Avanzaba por el pasillo con cobardía y timidez, y don Luis lo empujaba con brusquedad temiendo que en cualquiera momento el chico fuera a salir corriendo.

Rosario no era guapa, nunca lo había sido, pero Antonio, en sus pesadillas, se la había imaginado más fea. Tenía los ojos castaños, la nariz respingona y la boca grande, de labios delgados. En sus orejas enormes, desproporcionadas, colgaban dos aretes dorados que brillaban con el sol.

Sus rasgos no eran bellos, pero tampoco desagradables. Antonio, en la calle, jamás se habría fijado en ella. Su figura, embutida en un vestido verde, era más gruesa de la cuenta.

Una fotografía del Caudillo en el recibidor y la bandera de España ondeando al viento. Un crucifijo en la pared.

Miedo.

Antonio estaba aterrado y, aunque intentaba disimularlo, las manos le temblaban más de la cuenta. Se jugaba mucho en aquel encuentro. No podía salir mal. Su vida pendía de un hilo y él estaba haciendo malabarismos.

La boca seca, la garganta también.

En la radio cantaba Marifé de Triana. Antonio reconoció la inconfundible voz de la tonadillera en los versos de Cuchillito de agonía, mientras Rosario, que seguía concentrada la trayectoria de la aguja, la entonaba en voz baja:

Te di mi rosa primera

y tú, ¿qué me diste a mí?

La flor que está en mis ojeras

de hacerme tanto sufrir.

Angustia, tensión, hermetismo.

—Rosario, este es Antonio —anunció don Luis dotando de suntuosidad cada una de sus palabras, y su hija, ruborizada, levantó la cabeza y, sin querer, se clavó la aguja en un dedo.

Se pinchó, se pinchó y parte de la sangre manchó el paño que estaba bordando. Rosario se chupó el dedo avergonzada y su sonrisa lo envolvió todo. Su labio superior se enrolló como una persiana, dejando al descubierto su carnosa encía. Cuando lo hacía, su rostro reflejaba una mezcla de ternura y retraimiento. Era evidente que Rosario no estaba bien. Don Luis le había advertido que su hija padecía de los nervios, pero era evidente que su cabeza no funcionaba correctamente.

—Lenta, es solo eso —le aclararía su madre en su segunda visita—. Nuestra niña es un poco lenta, pero nada más. En una mujer normal, como cualquier otra.

Boba, tonta, aletargada.

La boca seca, el alma también.

Antonio se quedó parado observando a Rosario.

No sabía qué decir, cómo actuar.

La presión de tener a don Luis al lado lo asfixiaba.

Ella lo miraba con ojos curiosos y él se sentía el ser más desgraciado del mundo.

El sol entraba por la ventana y el viento agitaba las cortinas.

Olía a hierbabuena. A hierbabuena e incienso. Como si en la cocina, en vez de estar preparando un cocido, estuvieran agitando un botafumeiro.

Su corazón acelerado. El pecho también.

Aquello era una pesadilla.

Lo que más llamaba la atención de Rosario, al mirarla, era su piel. Piel blanca, transparente, translucida, como el papel de fumar, que le daba un aspecto frágil y enfermizo. Si la examinabas detenidamente, en silencio, podías contar las venas que recorrían su cuerpo e incluso percibir el tibio latido de su corazón.

—Mi hija no tiene secretos —le explicó doña Mercedes una mañana—. Por eso, su piel no esconde nada.

El coronel le clavó los dedos en el hombro al chico para que espabilara y saliera de su letargo.

—Os vamos a dejar solos para que os conozcáis —anunció—. Mercedes… —llamó a su esposa—. ¿Me acompañas al despacho?

La mujer, disgustada, negó con la cabeza. El rodete que llevaba en la cabeza le tiraba más de la cuenta y su sonrisa, de falsa complacencia, se había afilado y le daba aspecto de hiena. No le agradaba la idea de dejar a su pequeña sola en manos de aquel desconocido. ¡No sabía nada de él! Y lo poco que conocía no le había gustado. Sus ojos lo miraban con recelo, con altivez y don Luis tuvo que insistir para que lo escuchara.

—¡Mercedes! —le ordenó su marido—. Te he dicho que te levantes.

Su voz. Su tono. Cuando había alzado el volumen, la seguridad de la mujer se había quebrado por completo. Le tenía miedo. Se notaba, se intuía. Así que, enojada, se levantó de su mecedora y obedeció, escupiendo veneno.

—Vale… ¡Pero estaré cerca de aquí! —les advirtió la mujer—. Rosario, si necesitas cualquier cosa solo tienes que llamarme.

Proteger su fragilidad, su honra, su ternura… Su hija era una flor delicada y el más leve golpe de viento podía tirar todos sus pétalos al suelo.

—Está bien, mamá —le contestó, y Antonio sintió cómo se le oprimía el pecho un poco más.

DOS

ROSARIO Y ANTONIO

Torremolinos – 24 de febrero de 1970

La brisa marina entraba por la ventana y Antonio, angustiado, se acercó a ella porque le faltaba oxígeno. Inspiró profundamente deseando que sus nervios se diluyeran y dejaran de ser ese yugo sofocante que lo atormentaba. La plaza Costa del Sol yacía a sus pies. El sonido de los coches se mezclaba con la risa de los niños. La casa de María Barrabino vigilándolo con su fachada amarillenta y sus tejas descoloridas. Antonio sudaba y su aspecto, más que atractivo, era preocupante.

Rosario, curiosa, lo observaba desde la distancia. El paño que estaba bordando seguía sobre la silla y las gotas de sangre habían provocado un pequeño borrón que más tarde tendría que limpiar con agua oxigenada. Lo miraba como si su padre le hubiera traído una mascota exótica y todavía no supiese qué podía hacer con ella.

Las aspas del ventilador girando y el sonido de la olla exprés llegando hasta allí. Geranios en la ventana: rojos, rosas, blancos y morados.

Silencio. Incomodidad. La bobalicona sonrisa de Rosario pintada en su cara.

¿Qué hablar? ¿Qué decir? ¿Cómo actuar?

El hombre estaba confuso y por eso suspiró aliviado cuando la joven se decidió a romper el hielo.

—Me ha dicho mi padre que quieres ser mi novio.

La mujer lo soltó así, de pronto, con naturalidad, haciendo que el chico, que intentaba calmarse, se atragantara con su propia saliva y tuviera que toser antes de volver a mirarla.

—Yo nunca he tenido novio —prosiguió—. Serías mi primer novio. ¿Tú has tenido novias?

Antonio, desconcertado, miró el crucifijo que coronaba la sala e inspiró profundamente. Se sentía como si estuviera andando a ciegas en un campo de minas. Doña Mercedes lo estaba expiando, se ocultaba tras los visillos del pasillo, pero él la había descubierto. Cada gesto, cada mirada eran importantes. Estaba siendo examinado, analizado, y podía fallar.

—Sí —le respondió con miedo.

Silencio.

Una mosca entrando por la ventana y posando sus peludas patas en el abanico que había sobre la mesa.

Rosario, candorosa, se encogió de hombros y atusó los volantes de su camisa.

—¿Y por qué quieres ser mi novio? —le preguntó confusa—. ¿Estás enamorado de mí?

Antonio, que no sabía cómo comportarse delante de ella, agachó la cabeza azorado y contempló unos segundos la puntera de sus zapatos. Los tenía sucios. Debía de haberles sacado lustre antes de acudir a aquel encuentro. Seguro que doña Mercedes se había fijado en ese detalle y había encontrado nuevos motivos para juzgarlo.

—Te acabo de conocer… —le contestó—. Y uno no puede amar a alguien que no sabe cómo es.

Sinceridad, la sinceridad siempre era la mejor estrategia.

En la radio sonando Cariño trianero entonada por Carmen Sevilla y la camisa de Antonio empapándose en sudor.

Con la pluma de una gallina

y la tinta de un calamar

tú me escribes por las esquinas

que estas sufriendo cada vez más.

Los ojos de Rosario lo miraban, lo estudiaban, pero al encontrarse con los de él huyeron despavoridos. No era capaz de sostenerle la mirada, y se sonrojaba.

Momento tenso, denso, irrespirable.

—¿Te importa que fume? —le preguntó el hombre para romper la presión a la que estaban sometidos y ella se encogió de hombros, ruborizada, dándole a entender que no le molestaba.

Antonio se lio un cigarrillo ante la atenta mirada de la chica, que no le quitaba la vista de encima. Rosario nunca había tenido un hombre tan guapo cerca. Le fascinaba cómo hablaba, cómo gesticulaba y cada uno de sus movimientos. Antonio era un joven muy atractivo y había ido a aquella casa para pedirle salir.

La primera calada al cigarro le supo a gloria.

Tenía que contar hasta diez, relajarse, controlar los nervios.

Doña Mercedes lo acosaba, podía sentir su mirada de hiena enredada en el visillo y clavándose en él.

Ay, mira, mira, mira

lo mucho que te quiero

ay, mira, mira, mira

cariño trianero.

—¿Quieres? —le preguntó Antonio ofreciéndole el cigarrillo y ella frunció el ceño como si hubiera dicho un disparate.

—¡Las mujeres no fuman! —le corrigió escandalizada—. Solo las frescas lo hacen.

El chico, más relajado, sonrió. Le hizo gracia su ocurrencia y la forma de expresarse. Poco a poco Rosario estaba consiguiendo que se sintiera más cómodo y se olvidara de que lo estaban examinando.

—Las mujeres deberían hacer lo que les dé la gana y no preocuparse por lo que digan los demás —la corrigió.

Silencio.

Sus miradas encontrándose por primera vez. Timidez y curiosidad en los ojos de ella; extrañeza y cautela en los de él.

El humo entrando en sus pulmones y las agujas del reloj de pared avanzando lentamente.

—Entonces… —comenzó a interrogarlo la chica de nuevo—, si no estás enamorado de mí… ¿por qué quieres que seamos novios?

Pánico. Pavor.

Los recuerdos de la última semana agolpándose en su mente.

Era una pregunta complicada y no sabía cómo responder. Era la que más miedo le daba. Había pensado mil veces en cómo iba a explicárselo para que ella no se enfadara y rechazara su propuesta.

—¿Por qué quieres que seamos novios? —repitió.

Una nueva calada al cigarro. Inhalar. Exhalar.

El rostro ingenuo de Rosario esperando una respuesta.

Sinceridad, la sinceridad siempre era la mejor estrategia.

—Necesito hacerlo —le confesó.

Rosario, sin comprenderlo, se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. Cuando hacía eso, su rostro aparentaba menos edad, como si debajo de aquellos adornos y complementos de adulta realmente hubiera una niña.

—Le prometí a tu padre que me casaría contigo.

Don Luis, con su uniforme de paño gris, sus botas altas, su pelo negro, su gorra, sus ojos azules, su cinturón de cuero, su bigote robusto y sus condecoraciones… Pensar en él hacía que se le congelara la sangre… Le tenía miedo. ¡Le aterraba! El padre de Rosario representaba la parte más oscura del régimen franquista.

—Me metí en un lío y él me ayudó —le contó—. Se lo debo.

Los favores se pagan… Se pagan…

El rostro de la chica asombrado y contrariado a la vez.

—¡¿Casarnos?! —le preguntó aturdida.

Antonio, sabiendo que debía tranquilizarla y que su vida dependía de ello, se acercó a Rosario y, por primera vez desde que se conocieron, la tocó. Fue solo un instante: sus dedos rozaron los de ella y sintió la calidez de su piel.

—Sí, en dos meses —le explicó—. Siempre que tú estés de acuerdo.

Con la pluma de una gallina

y la tinta de un calamar

tú me escribes por las esquinas

que estas sufriendo cada vez más.

La colilla del cigarro aplastada en el cenicero.

Rosario, alterada, cogió el abanico que había sobre la mesa y empezó a abanicarse con fuerza haciendo que la mosca que estaba posada en él alzara el vuelo y escapara por la ventana.

Salir.

Huir.

A Antonio le habría gustado hacer lo mismo.

Rosario no podía creer lo que estaba oyendo. Aquello iba mucho más allá de lo que le habían contado. Antonio no quería ser su novio… ¡Quería casarse con ella!

Casarse. Casarse. Vestido blanco, iglesia, cura, arroz y ser felices para siempre.

Ella nunca había imaginado que se iba a casar. Las chicas como ella no pasaban por el altar. Nadie las quería. Eran repudiadas, apartadas, escondidas… Y Rosario tenía ante ella a un chico muy guapo que le estaba diciendo que iba a convertirse en su esposo. ¡Era afortunada! No podía ocultar que le hacía ilusión, aunque le daba vergüenza.

Ay, mira, mira, mira

lo mucho que te quiero

ay, mira, mira, mira

cariño trianero.

Los ojos castaños de Rosario esquivando los suyos.

Las cortinas agitándose.

La chica, más calmada, dejó el abanico sobre la mesa.

—Mis padres se están haciendo mayores y están preocupados por mí —le explicó como si debiera justificarlos—. Quieren que me case para que un hombre me cuide cuando ellos no estén. Piensan que yo sola no puedo apañarme.

Su semblante triste, sus ánimos también.

Lo que acababa de contarle la entristecía y su rostro se cubrió de pena y retraimiento.

Doña Mercedes la había sobreprotegido siempre y la hacía sentir más inútil de lo que era.

—¿Y puedes hacerlo? —le preguntó él—. ¿Puedes cuidarte sola?

Rosario, afligida, se encogió de hombros.

—No lo sé —admitió—. Siempre he estado con ellos. No sé si sabría ocuparme de mí misma porque nunca lo he hecho.

El chico, con ternura, cogió su mano y entrelazaron sus dedos. La veía tan vulnerable que necesitaba protegerla. Rosario estaba nerviosa, pero sentía que podía confiar en él. Había algo en los ojos oscuros de Antonio que le transmitía seguridad.

—Yo te cuidaré —le susurró y Rosario, emocionada, sonrió, dejando al descubierto su encía.

—Pero tú no me quieres —le contestó ella con tristeza.

En la radio cantaba Antonio Molina y la mano de la joven soltó la suya, alejándose de él.

La foto del Caudillo mirándolos desde el recibidor. La bandera de España ondeando al viento.

—No todos los matrimonios se quieren —le explicó él, y Rosario se encogió de hombros enternecida, como si realmente no le importara.

Žanrid ja sildid

Vanusepiirang:
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Objętość:
277 lk 12 illustratsiooni
ISBN:
9788412274967
Õiguste omanik:
Bookwire
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Selle raamatuga loetakse