Pasaje Begoña

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TRES

LA PRINCESA CARACOL

27 de agosto de 1958

Rosario aprendió a leer más tarde que el resto de niñas de su clase. Cuando sus compañeras deletreaban con soltura frases largas y complicadas, ella apenas lograba hilvanar un par de sílabas y balbuceaba sin parar. Todas se metían con ella: la llamaban subnormal, tonta, retrasada, y Rosario se metía en el baño y lloraba sin cesar.

—¡Que nadie vea tus lágrimas! —le había advertido su madre—. Nunca hay que mostrar la debilidad.

Pero Rosario, lejos de desanimarse, no cesó en su empeño. Ella era terca, obstinada y se había empecinado en que las letras que bailaban a su alrededor se juntaran y formaran palabras. Por eso leía, insistía y no dejaba de probar, y al final de clase, cuando sus compañeras se marchaban, ella se encerraba en la biblioteca y repasaba sin parar.

—La eme con la a, ma, la pe, con la a, pa… Mapa.

De aquellas tardes de lágrimas, esfuerzo y frustración, nació el amor de Rosario por los cuentos de princesas. Se pasaba horas enteras con sus páginas entre las manos, acariciando los dibujos e intentando descifrar los párrafos. Le fascinaba la vida en palacio, los vestidos pomposos y las aventuras que vivían. La mayoría de las princesas eran secuestradas, envenenadas o castigadas, pero eran salvadas por un príncipe. El príncipe azul siempre acudía montado en su caballo blanco y les daba un beso de amor verdadero.

—¿Por qué no hay princesas como yo en los cuentos? —le preguntó a su madre una tarde, mientras bordaba.

Doña Mercedes, que no sabía a qué se refería, pasó de nuevo la aguja a través de la tela, intentando no perder el punto.

—¿Cómo tú? —le preguntó.

—Sí —contestó la niña angustiada—. Existen princesas blancas, negras, indias, también las hay encantadas o que tienen zapatos de cristal, algunas viven con enanos, otros con osos, ¡y otras incluso tienen cola de pescado y se hacen llamar sirenas! Todas son distintas… pero ninguna se parece a mí.

Doña Mercedes, que por fin comprendía lo que sugería su hija, suspiró y dejó lo que estaba haciendo para sujetarle tiernamente las manos.

—¿Por qué no hay princesas retrasadas? —preguntó por fin.

El sol entraba por la ventana y el viento jugaba con las cortinas.

Doña Mercedes, con el rosario en el cuello, se santiguó entristecida antes de contestar.

—Porque a nadie le gusta la gente como tú —le contestó con franqueza—. Los retrasados no sois protagonistas de cuentos, porque si lo fuerais, nadie querría leerlos.

La niña, apenada, agachó la cabeza. Empezaba a darse cuenta de lo cruel que era el mundo con los que eran diferentes y no iban al ritmo de los demás.

—Entonces… —balbuceó agobiada— ¿a mí ningún príncipe vendrá a rescatarme?

La señora, conmovida, le apretó las manos con fuerza, intentando tranquilizarla.

—¡Tú no necesitarás ningún príncipe que te salve! —le avisó—. Porque para cuidarte y salvarte está tu madre.

La niña, emocionada, sonrió enrollando el labio superior y mostrando su carnosa encía.

—Está bien… —le contestó tozuda— pero algún día yo escribiré un cuento sobre una princesa como yo y buscaré a niños para que se lo lean.

Doña Mercedes le acarició la cabeza con ternura.

—¿Y cómo se llamará la princesa? —le preguntó curiosa—. ¿Rosario?

La pequeña, divertida, negó con la cabeza.

—No —le respondió con inocencia—. Se llamará la princesa Caracol, porque será un poco lenta.

CUATRO

DON PATRICIO

5 de marzo de 1970

En marzo de 1970, el grupo holandés Shocking Blue ostentaba el número uno en la lista de los cuarenta principales y Venus sonaba en los guateques de todo Torremolinos. La temporada baja finalizaba, los turistas comenzaban a abarrotar las calles y los restaurantes sacaban sus mejoras galas.

Torremolinos, aunque pertenecía a la ciudad de Málaga, siempre tuvo una idiosincrasia propia. El sol, la playa y la fiesta convertían a esta pedanía en uno de los destinos preferidos para los extranjeros. El clima era suave, los días soleados y sus playas, ideales para darte un baño.

—Una paella para cuatro, dos jarras de sangría y unas olivas, por favor —le pidió el alemán de la mesa ocho.

Antonio, con su mejor sonrisa, apuntó la comanda en la libreta mientras ocultaba su tristeza.

—¡Mueve el culo, joder! —le chilló su padre—. ¡He visto caracoles más rápidos que tú! ¿Te has fijado en los clientes de la mesa once? ¡Llevan esperando casi quince minutos la comanda!

El sol brillando, los bañistas regresando de la playa de La Carihuela y dejándose seducir por el aroma de los espetos.

— Algún día, todo esto será tuyo. ¡Y tienes que aprender la profesión! —continuó don Patricio—. Para manejar un barco, primero debes ser marinero. ¿Es que no lo entiendes?

Siempre el mismo sermón, la misma cantinela repetida una y otra vez hasta la saciedad. Antonio, cansado, cerró los ojos unos segundos para evadirse y viajar con su imaginación a cualquier otro lugar.

—Está cascarrabias hoy tu padre, ¿no? —le preguntó Diego cuando pasó por su lado, y el chico, encogiéndose de hombros, asintió con la cabeza.

Don Patricio llevaba insoportable dos semanas. La relación entre padre e hijo nunca había sido muy buena, pero los últimos acontecimientos habían terminado por dinamitarla. Su padre lo miraba con asco y decepción, y Antonio, en vez de intentar arreglarlo, había decidido resignarse y esperar a que todo pasara.

—Debes tener paciencia —le pidió su madre con los ojos brillantes de llorar a escondidas—. Se le pasará. ¡Ya sabes cómo es! Primero entra en cólera y luego, poco a poco, lo va digiriendo.

Encarna tenía razón, siempre ocurría así, pero esta vez era diferente, no se trataba de otra de sus habituales peleas. En esta ocasión habían llegado más lejos y algo se había roto entre los dos, era evidente, tanto que don Patricio era incapaz de mirarlo a los ojos.

—No me quiere, nunca me ha querido —repetía el joven, y la mujer lo abrazaba intentando darle consuelo.

—¡No digas eso! Tu padre te quiere, pero es que tú se lo estás poniendo muy difícil.

Difícil, difícil… Bonita forma de resumirlo.

Su padre había ido a recogerlo a la Prisión Provincial de Málaga hacía dos semanas. Para sacarlo de la cárcel había tenido que pagar una suntuosa multa y aguantar el menosprecio de los guardias. Le había costado una fortuna y habían dañado su honor. Don Patricio había tenido que morderse la lengua y tragarse su orgullo, porque sabía que tenían razón: su hijo era un enfermo, un depravado y la vergüenza de la familia.

En el camino de regreso a casa, don Patricio no le había dirigido la palabra en el coche. Hicieron el trayecto en silencio, con las ventanillas abiertas y el viento golpeando sus caras. El joven lloraba desconsolado y su padre, en vez de consolarlo, miraba fijamente la carretera, como si no hubiera nadie allí.

Aparcaron junto al restaurante. Las mesas de la terraza estaban llenas y los clientes, ajenos al drama que vivían los propietarios, brindaban alegremente con sus jarras de sangría.

Antonio estaba roto, derrotado, había pasado dieciocho horas en la cárcel y no había comido ni descansado. Le habían pegado, insultado, humillado y asustado. Tenía el cuerpo dolorido y no dejaba de temblar. El cuerpo cuajado de lágrimas. Necesitaba comer algo, meterse en la cama y llorar.

—Entra y ponte el uniforme —le ordenó su padre, hablando por primera vez desde que salieron de la Prisión Provincial de Málaga.

Su hijo, estupefacto, lo miró con sorpresa e indignación.

—¡Te he dicho que te bajes del coche y te pongas el uniforme! —insistió fuera de sí—. Va siendo hora de que actúes como un hombre y dejes de avergonzar a esta familia.

Antonio, hundido, agachó la cabeza y se limpió las lágrimas con la manga de la camisa.

—Papá… —susurró, esperando una mínima muestra de cariño, pero don Patricio, que hasta ese momento no lo había mirado, clavó en él sus ojos oscuros sin ocultar ni un ápice de su aversión.

—¡Tú ya no tienes padre! —le dijo—. Y espero que cumplas lo que has prometido para no hacer sufrir más a tu madre.

CINCO

EL PRÍNCIPE AZUL

24 de febrero de 1970

La princesa Caracol vivía en un palacio de marfil y sus padres la guardaban entre algodones, la protegían del mundo exterior porque no querían que nadie le hiciera daño ni se metiera con ella.

Rosario era especial y los aldeanos podían ser muy crueles, no todo el mundo tenía la paciencia suficiente para asumir que alguien como ella existiera y pudiera hacer las mismas cosas que los demás, aunque tardando más tiempo.

—¡Miradla! —le chillaban los niños cuando iba al colegio—. ¡Es boba, subnormal, retrasada! ¡Seguro que todavía se mea encima!

Pero lo que los reyes no sabían, es que, al aislarla, la hacían sentir muy desgraciada. Al protegerla para que no la hirieran, ellos le causaban el mayor tormento. Rosario se sentía sola. Lloraba por las noches añorando otras niñas con las que jugar y, con los años y la adolescencia, ansiaba un chico con el que vivir una de esas historias de amor que aparecían en los cuentos.

—Nadie se va a enamorar de mí si no me dejáis salir de casa —le había reprochado a su madre una tarde muy enfadada.

—No estás encerrada… —le aclaró doña Mercedes—. Puedes ir a misa y a casa de tu prima siempre que quieras.

—¡Pero no me dejáis ir a guateques! ¡Ni a ningún sitio donde haya gente de mi edad! —insistió ofendida—. ¡Así no voy a conocer a ningún chico!

Su madre, disgustada por esa salida de tono, fue incapaz de contenerse.

 

—Aunque salieras… ¡nadie se enamoraría de ti! —le explicó consternada—. A los hombres no les gustan las mujeres como tú. Quedándote aquí te estamos ahorrando vergüenza y sufrimiento.

Soledad.

Tristeza.

Apatía.

La princesa Caracol lloraba en su cama de coral hasta que un día maravilloso, a finales de febrero, un príncipe llegó a palacio para rescatarla y llamó a la puerta.

—Rosario, este es Antonio —le anunció su padre mientras ella bordaba.

La chica se estremeció y, al levantar la vista, tuvo claro que Antonio era su príncipe azul y era, incluso, para su sorpresa, mucho más guapo de lo que ella jamás se había imaginado. Sus plegarias por fin habían dado resultado. La princesa Caracol se puso tan nerviosa que, sin querer, se clavó la aguja en el dedo.

SEIS

ROSARIO Y ANTONIO

8 de marzo de 1970

-¿Te gusta el salmorejo?

La princesa Caracol se había puesto sus mejores galas para recibir al príncipe azul aquella tarde: llevaba un vestido violeta, un delantal de lunares y se había perfumado para la ocasión. Estaba feliz, contenta. La timidez que mostraba los primeros días había sido sustituida por la confianza. Antonio, poco a poco, había conseguido ganársela y esa última semana, sus visitas, más que un compromiso para ella, eran motivo de celebración.

—Sí, claro —le contestó.

Rosario, coqueta, empezó a reír como si Antonio hubiera dicho algo divertido.

—Yo sé hacer salmorejo —le contó con orgullo—. Si quieres, preparo uno para los dos.

Antonio siguió a la chica hacia la cocina, mientras Mercedes, bordando en la mecedora, no les quitaba los ojos de encima.

—Hacer salmorejo es muy fácil —le explicó Rosario, como si él no hubiera elaborado esa receta más de mil veces en el restaurante de sus padres—. Hacen falta tomates, aceite, un trozo de pan, un diente de ajo y sal. Lo más importante es que los tomates estén maduros.

Sonreía y su sonrisa le iluminaba la cara.

—Primero debemos lavar los tomates y cortarlos en trozos. Los echamos en un cuenco y añadimos el diente de ajo, el aceite de oliva y la sal. Lo trituramos todo con la batidora hasta que nos quede una salsa líquida.

Sus manos cogiendo el cuchillo y cortando pequeños dados mientras Antonio, sin hablar, no le quitaba la vista de encima. En la despensa, dos patas de jamón colgaban del techo, y en la encimera, una botella de vino se burlaba de él. El joven sacó el papel de fumar y empezó a liarse un cigarrillo. La batidora, estridente, haciendo ruido mientras los ojos de Rosario lo buscaban, perdiéndose en un suspiro.

—Ahora hay que pasar la salsa de tomate por un colador y quitar los trozos de piel y las pepitas —prosiguió la chica como si estuviera en un programa de cocina—. Yo le doy con una cuchara para que vaya más rápido e intentar que se quede en el colador la mínima sustancia posible.

Una calada al cigarro. Inhalar. Exhalar.

Aquella chica gordita, con cara de alelada, iba a convertirse en su esposa. ¡No había marcha atrás! Doña Mercedes le había contado esa tarde que el cura ya le había dado fecha: el domingo veintiséis de abril, a las doce de la mañana, en la parroquia de San Miguel Arcángel.

—Y, por último, cortamos el pan en trozos, lo añadimos a la salsa de tomate y volvemos a batir.

¿Hacía lo correcto? Aquello era injusto para él. ¡Pero también para ella! Antonio no estaba enamorado de Rosario, ni siquiera le tenía cariño. Cuando la miraba, su corazón se llenaba de pena y frustración.

—¡Ya está! —gritó la chica feliz, con salpicaduras de tomate en la cara y en el pelo—. Ahora lo metemos en la nevera y en un par de horas, cuando esté frío, nos lo podemos tomar.

Antonio, que deseaba marcharse lo antes posible porque aquellas visitas le suponían un tormento, frunció el ceño disgustado.

—No creo que pueda quedarme tanto tiempo —mintió—. Tengo que regresar al restaurante.

Rosario, que tenía buena memoria, negó con la cabeza.

—Pero hoy era tu día libre, ¿no? —le preguntó ofuscada.

Mirada al suelo.

La joven lo había descubierto y ahora se sentía mal y no sabía cómo salvar la situación.

—Sí, pero tenemos limpieza general —insistió en el engaño.

Tristeza. Decepción. El príncipe azul huía en su caballo blanco en vez de quedarse en palacio.

—Está bien —contestó ella—. Pensaba que hoy podríamos pasar más tiempo juntos. Siempre vas con prisas.

Reproche.

Aquello era un reproche merecido a su actitud, a su comportamiento.

Antonio, acorralado, le dio la última calada al cigarro y lo apagó en un cenicero.

—Trabajo mucho, ya lo sabes.

Frustración.

Cabreo.

Las cosas no debían suceder así. Cuando el príncipe azul conocía a la princesa, se enamoraban, se casaban y comían perdices para siempre.

—¡Pero somos novios! —exclamó Rosario alzando la voz—. Se supone que debemos hacer cosas juntos. ¡Y casi nunca te veo!

Pucheros. Los ojos de la chica se tornaron vidriosos y torció el morro, como si estuviera a punto de ponerse a llorar.

—Vengo todos los días, Rosario… No deberías quejarte. ¿Qué más quieres que haga?

Una lágrima escapándose de sus ojos y escurriéndose por su mejilla.

La situación empezaba a ponerse tensa. Rosario estaba llorando y en breves segundos aparecería su madre, con el rodete tirante y su mirada de hiena.

—¡Vale! ¡Vale! —repitió Antonio alarmado—. Me quedo.

Los tacones de doña Mercedes sonando por el pasillo y Rosario dando saltitos de felicidad.

—¿Va todo bien? —preguntó la mujer acusadora.

Su hija, contenta, asintió, mostrando una gran sonrisa.

—¡Sí! ¡Muy bien! —gritó ilusionada—. Mi novio se queda a cenar.

La princesa Caracol y el príncipe azul.

Una cena en palacio.

«Mi novio, mi novio…», repitió Antonio angustiado mientras Rosario, ilusionada, daba palmas con las manos. Había algo en el modo en que lo había pronunciado que hizo que se le pusieran los vellos de punta. ¿Serían los barrotes de ese matrimonio más duros que los de su celda?

SIETE

EL OGRO

3 de noviembre de 1958

Rosario y su madre rezaban juntas todas las noches, daba igual que lloviera, tronara o relampagueara, la niña, pequeña, se ponía de rodillas junto a la cama y Mercedes la vigilaba para que no se saltara ni una coma en sus plegarias.

—Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tómalo, tuyo es… mío no.

Rosario unía las palmas de sus manos regordetas bajo la nariz y le rogaba al Ángel de la guarda, dulce compañía, que no la dejara sola ni de noche ni de día.

La niña le tenía miedo a la muerte. A la muerte y al infierno. El sacerdote de la parroquia, donde acudían religiosamente cada domingo, les había advertido de que si se portaban mal acabarían devorados por las llamas y eso a ella le aterraba.

—Mamá… —le dijo una noche con lágrimas en los ojos—. Yo no quiero quemarme.

Doña Mercedes, que no sabía a qué se estaba refiriendo, se encogió de hombros y le pidió que se explicara.

—No quiero ir al infierno —insistió—. ¿Qué hay que hacer para ir al cielo?

Su madre, que llevaba puesto un camisón de algodón que le llegaba hasta los pies, se levantó de la silla y se acercó a ella, que seguía rezando de rodillas junto a la cama.

—Debes ser una buena hija y cuando crezcas, una buena esposa.

Rosario, perdida, se limpió los mocos con la manga de la camisa y siguió interrogándola con la mirada. La princesa Caracol era así, siempre lo cuestionaba todo, siempre tenía otra pregunta.

—Una buena hija debe hacer caso siempre a sus padres —le aclaró doña Mercedes—. Debe aprender a coser, limpiar, bordar y cocinar porque algún día te casarás y deberás cuidar a tu marido. Las mujeres deben ser modestas, recatadas, virtuosas, reservadas y fieles. ¡Nunca deben llevarle la contraria a sus esposos!

La pequeña, disgustada, se levantó del suelo y la miró con el labio inferior mordido.

—¡Yo no quiero casarme! —exclamó enfadada—. Yo quiero quedarme en casa contigo y con papá.

Doña Mercedes, enternecida, le acarició la carita. Tenía las mejillas encharcadas y su nariz no dejaba de moquear.

—La misión que nos ha encomendado Dios a las mujeres es convertirnos en madres y esposas —le explicó—. Tú eres muy pequeña todavía, pero algún día conocerás a un chico, te enamorarás y lo verás todo diferente. La maternidad es nuestro fin natural, el camino que debemos seguir las mujeres para acumular méritos ante los ojos del Creador.

Rosario, compungida, apoyó la cabeza en el pecho de su madre y dejó que la peinara utilizando sus dedos.

—¿Y papá? —le preguntó consternada—. Papá no reza ni limpia ni cocina… ¿Papa irá al infierno?

Sus pies descalzos en el suelo. Frío en el cuerpo, en la piel.

—No, cariño, los hombres no necesitan hacer esas cosas —le aclaró doña Mercedes—. Para eso nos tienen a nosotras.

La pequeña sonrió aliviada.

El crucifijo en la pared, el rosario en la mano, los ojos de doña Mercedes llenándose de frustración.

Miedo a la muerte.

Miedo a la vida.

«¿Y papá? ¿Irá al infierno?».

Doña Mercedes se quedó en silencio unos minutos desenredando el pelo de su hija mientras pensaba, apenada, que le había mentido. ¡Don Luis iría al infierno! Durante años había hecho méritos para ganarse esa condena. Si realmente Dios era justo y piadoso, el coronel Gutiérrez acabaría sus días ardiendo en las ascuas del averno en una larga agonía.

«Arde, arde», pensó, y no pudo evitar que en su boca se esbozara una sonrisa.

OCHO

DIEGO

13 de marzo de 1970

Los héroes de los cuentos siempre tienen un escudero, un ayudante fiel que los acompaña y los ayuda en sus aventuras. En el caso del príncipe azul, su camarada se llamaba Diego y era un amigo de la infancia con el que hacía un tándem perfecto de complicidad y locura. Siempre habían estado muy unidos, desde niños, pero por desgracia, en las últimas semanas habían empezado a distanciarse.

Diego era pequeño, endeble y desgarbado, tenía los ojos verdes y la frente muy ancha. Por las mañanas, cuando se despertaba, siempre tenía los párpados hinchados y cuajados de legañas y le costaba trabajo salir a la calle y enfrentarse a la realidad.

Antonio era su mejor amigo y lo protegía desde la infancia. En el colegio había un par de abusones que le pegaban a diario y él lo defendió. Esperó el momento en que los matones lo acorralaban en el patio y llegó sigilosamente por detrás y le rompió a uno de ellos un ladrillo en la cabeza. Su proeza le costó una falta grave y una semana de expulsión, pero a partir de ese momento nadie volvió a agredir a Diego por miedo a que su amigo «el loco» les partiera el cráneo.

Antonio y Diego se hicieron inseparables. Compartían sueños, miedos y bocadillos. Sus compañeros del colegio los insultaban, pero a ellos les daba igual porque vivían en una burbuja de indiferencia que ambos construían cada día.

Cuando terminaron el colegio, sus caminos se separaron: Antonio comenzó a trabajar en el restaurante de su padre y a Diego lo contrataron como peón en la construcción. El chico duró en la obra dos semanas. Sus manos finas y delicadas no soportaban esas labores y sus compañeros lo trataban como si fuese un apestado.

—Papá, por favor —suplicó Antonio—, contrata a mi amigo. Te prometo que no te arrepentirás. Yo le enseñaré todo lo que tiene que hacer y será nuestro mejor camarero.

Don Patricio, desconfiado, inspeccionó al joven que estaba en la puerta de su casa, con su cuerpo enclenque y esos ojos pequeños, más juntos de la cuenta.

—No sé, no sé —masculló.

Antonio, desesperado, junto las manos a modo de plegaria y su amigo se sonrojó.

—Por favor, papá —insistió—. Te prometo que, si lo contratas, nunca más llegaré tarde al restaurante.

Diego comenzó a trabajar en el restaurante esa misma semana. Al principio era torpe y metía mucho la pata, pero Antonio se esforzó en enseñarle y aprendió las tareas. En un par de semanas, entre los dos ya eran capaces de hacerse cargo de toda la terraza: para Antonio el rango de la derecha y para Diego el de la izquierda. Los clientes alababan su amabilidad y cuando los amigos se cruzaban por el pasillo, por muy ocupados que estuvieran, siempre sacaban un segundo para jugar o gastarse alguna broma.

 

—¡Espabilad, muchachos! —solía gritarles don Patricio—. ¡Que parece que estáis en la edad del pavo!

Gritos, chillidos y reprimendas. Diego aprendió pronto que la relación de Antonio con su padre era cualquier cosa menos cordial. Su amigo se esforzaba por contentarlo, pero siempre terminaba defraudándolo.

—Tranquilo —lo consolaba Diego—. Ya verás como pronto todo mejora.

Pero por desgracia, la situación, en vez de prosperar, terminó rompiéndose. A partir de la detención de Antonio, su situación en el restaurante se volvió insostenible: silencios, malos modos, reproches… Los cuchillos volaban y la estaca que don Patricio había clavado en el pecho de su hijo cada vez era más profunda.

Diego ya no sabía cómo calmarlos. Antonio estaba mal, había dejado de bromear y sus ojos castaños siempre parecían preocupados. Desde que lo detuvieron ya no le contaba sus cosas. No jugaban, no reían, no se abrazaban, no salían de fiesta… Se estaba alejando de él y Diego, preocupado, quería aprovechar esa noche, la última hora del turno, que estaban solos, para hablar con él.

Era una velada clara, fresca, serena. Diego estaba terminando de limpiar las mesas de la terraza cuando Antonio salió con una bayeta en la mano para ayudarlo. Los últimos clientes se habían marchado hacía media hora y los dos amigos, agotados, iban a cerrar el local.

—¿Has terminado con la cocina? —le preguntó Diego, y él, cansado, asintió con la cabeza.

Silencio.

La bayeta frotando con fuerza la mesa mientras los ojos verdes de Diego lo buscaban sin encontrarlo.

—Hace tiempo que no te dejas ver por el Pasaje Begoña —insistió el chico—. ¿Por qué no vienes hoy conmigo?

Antonio, hermético, negó con la cabeza.

—Es viernes —insistió Diego—. Todo el mundo estará allí. ¿Qué te pasa? ¿Es que no quieres ver a Pablo?

Pablo… Antonio llevaba semanas intentando no pensar en él. Lo había apartado de su mente, ¡de sus sentimientos! No quería recordarlo.

—No —le respondió con apatía—. Prefiero quedarme en casa.

Diego continuó limpiando las mesas sin quitarle la vista de encima. Antonio estaba serio, distante, pero al nombrarle a Pablo, algo se había roto dentro de él.

—¿Es verdad lo que cuentan? —le preguntó por fin.

Antonio, que estaba recogiendo las sillas, se encogió de hombros sin saber a qué se refería.

—Dicen que estás rondando a la hija del coronel Gutiérrez —le soltó.

Antonio, avergonzado, dejó lo que estaba haciendo y lo miró desconcertado. Se suponía que su relación con Rosario era secreta, nadie debía conocerla hasta que la hicieran oficial, pero al parecer, en Torremolinos era complicado ser discreto.

—¿Y quién dice eso? —le preguntó ofendido.

Un grupo de turistas pasaba por la calle alzando la voz más de la cuenta, y entre ellos destacaba una chica alta, rubia, muy guapa, que parecía que había bebido más de lo debido.

—Todo Málaga —le aclaró Diego—. Cuentan que vas todas las tardes, y que por eso ya no te dejas ver por el Pasaje Begoña.

Silencio.

Los ojos de Antonio mirando al suelo, huyendo de los suyos, como si temiera que pudiera leerle la mente.

—¿Es cierto? —insistió su amigo sin llegar a creérselo.

Antonio se encogió de hombros y asintió con la cabeza.

Diego se indignó.

—¿De verdad? —le preguntó con asombro—. ¡¿Te vas a casar con una mongólica?!

Antonio, ofendido, lo corrigió.

—Rosario no es mongólica.

Diego lo miró como si no lo conociera. Estaba junto a él, pero Antonio parecía otra persona.

—Dicen que no está bien —insistió.

El camarero, compungido, se acercó a su amigo y, por primera vez desde que había comenzado la conversación, sus miradas se encontraron y conectaron como hacía semanas que no hacían.

—Tiene un retraso —le informó Antonio—. Pero es leve.

Sus ojos hablando sin palabras. A veces no es necesario hablar. Los silencios pueden estar cargados de significado. Diego comprendió por su mirada que era un tema que prefería no tratar. Si Antonio le contaba qué estaba sucediendo, su amigo podía acabar también en el calabozo. Debía cuidarlo. Protegerlo. Mantenerlo al margen como había estado haciendo hasta ahora.

—¿Un retraso leve? —bromeó Diego para quitarle importancia—. Muy leve no debe de ser cuando no se ha dado cuenta de que su novio es maricón.

Maricón.

Sarasa.

Desviado.

El grupo de turistas que pasó por su lado torció la calle, pero la chica rubia, mareada, se puso a vomitar en la esquina.

Maricón.

Sarasa.

Desviado.

Había sido una broma, solo eso.

El comentario de Diego había sido un chiste para quitarle tensión a la situación, pero a ninguno de los dos le había hecho gracia.