Pasaje Begoña

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NUEVE

ROSARIO Y ANTONIO

19 de marzo de 1970

-¿Te da miedo mi padre?

Rosario estaba sentada en una butaca de mimbre en el patio y jugaba con su abanico. El sol la iluminaba y su piel translucida resplandecía. Antonio la contemplaba nervioso mientras le daba la última calada al cigarro y lo tiraba por el sumidero.

—Un poco —confesó.

Mil macetas con geranios colgaban de la pared. Antonio las observaba mientras sus hojas eran acariciadas por el viento.

—Es normal… —lo justificó la chica—. A mamá y a mí también nos asusta.

Un monstruo. Un ogro.

Don Luis acababa de atravesar el pasillo. Su uniforme gris, su cara de pocos amigos y el revólver en la cintura. Al verlos en el patio, se había parado unos segundos para analizar lo que estaban haciendo y había levantado el brazo a modo de saludo. Antonio le había respondido, pero al hacerlo no había podido evitar que le temblara la mano y un escalofrío había recorrido su espina dorsal. Siempre le ocurría: cuando el coronel Gutiérrez hacía acto de presencia en la casa, las paredes se oscurecían y se sentía terriblemente vulnerable. Le tenía miedo, pavor; aquel hombre lo había doblegado y podía hacer con él lo que quisiera.

—Papá y mamá gritan mucho —prosiguió contándole Rosario—. Discuten por la casa, la comida, por mí… Y se escuchan golpes.

Golpes.

Golpes.

Sus ojos castaños, su piel transparente. A veces, Rosario parecía una niña asustada que había sufrido mucho. Su retina se teñía de tristeza y resbalaba por su piel. Ni siquiera su sonrisa era capaz de vencer la amargura. ¿Cuánto había padecido esa chica? ¿Cuántas monstruosidades le habría tocado ver?

—Mamá dice que es culpa suya. ¡Que es muy torpe! A veces se choca con las puertas, otra se escurre cuando está fregando el suelo… Siempre está llena de moratones… Un día, incluso, terminó en el hospital.

Silencio.

«A mamá y a mí también nos asusta».

La mano de Antonio cogiendo la de ella y acariciándola con sus dedos.

Ni siquiera su ingenuidad era capaz de creerse esas mentiras.

Rosario se mordió el labio inferior y una pequeña lágrima descendió por su mejilla.

—Le dijo al médico que se había caído por las escaleras, pero yo sé que no es verdad… Mi habitación está al lado. Si se hubiera caído, yo la habría oído.

Golpes.

Gritos.

Insultos.

Rosario tapándose la cabeza en la cama con la almohada para no escuchar.

Al chico no le sorprendía lo que ella le estaba contando. Más de una vez se había fijado en cómo cambiaba el rictus de Mercedes cuando su marido estaba cerca. Lo quería, lo respetaba, pero también le tenía miedo.

Los rayos del sol jugando con los azulejos. Los geranios observándolos mientras el abanico se caía al suelo. Antonio, enternecido, se acercó a ella. Había algo en Rosario que le atraía y repelía a la vez, le daba lástima y sentía la necesidad de protegerla.

—Tranquila —le susurró Antonio mientras sus brazos la rodeaban y ella, conmovida, comenzaba a llorar.

Pucheros. Mocos. Gimoteos.

Sus lágrimas caían y él las recogía con sus dedos para que no le mojaran el vestido.

Antonio la abrazó y ella se escondió en su pecho.

—Cuando estemos casados, ¿tú me vas a pegar? —le preguntó Rosario de pronto.

Antonio, sorprendido, se separó de ella y negó con la cabeza.

—¿Pero qué estupidez es esa? —le respondió contrariado—. ¡Claro que no te voy a pegar!

La joven, confundida, se encogió de hombros. Había estado pensando mucho en ello. Incluso había tenido pesadillas alguna noche soñando con sus palizas.

—Los hombres pegan a sus mujeres —insistió Rosario como si aquello fuera una verdad universal.

Antonio, dándose cuenta de que la joven no tenía más experiencia en la vida que la de su casa, se estremeció. No podía creer que pensara que la violencia de genero formaba parte del amor y del matrimonio. Rosario imaginaba que al casarse con él aceptaba su cariño, pero también sus golpes.

—No, te equivocas —la corrigió—. Los maridos que pegan a sus esposas no se pueden considerar hombres.

DIEZ

ROSARIO Y ANTONIO

21 de marzo de 1970

El momento álgido en los cuentos de hadas es cuando el príncipe azul une sus labios con los de la princesa y le da un beso de amor verdadero. Es un acontecimiento intenso, mágico, especial, los pájaros cantan al unísono, se escuchan violines y se rompen los hechizos y encantamientos. La princesa Caracol lo sabía y lo buscaba con esmero, porque pensaba que, cuando eso sucediera, dejaría de ser lenta y por una vez se sentiría una chica normal.

—Dame un beso.

Rosario cerró los ojos y puso morritos ilusionada, esperando que Antonio juntara su boca con la suya, pero no lo hizo. En vez de eso, se quedó mirando cómo la joven se esforzaba por acercarse e incluso sacaba la lengua, mientras él, cortésmente, se alejaba e intentaba minimizar los daños.

—¿Por qué no me has besado? —le preguntó Rosario molesta.

Antonio, avergonzado, se encogió de hombros y agachó la cabeza.

—¡Somos novios! —continuó la chica enfadada—. Se supone que los novios se tienen que besar.

El hombre, comprensivo, se acercó a ella y le regaló una caricia.

—Rosario, ya te he explicado que nosotros no somos novios de verdad —le contestó, y ella frunció el ceño disgustada.

Antonio se quedó en silencio observándola. Cuando se comportaba así, caprichosa y obstinada, veía a Rosario mucho más retraída de lo que era. A la chica le costaba entender las cosas; aunque se las repitiera mil veces se las preguntaba una y otra vez y, cuando no estaba de acuerdo con algo, se ponía tozuda, torcía el morro y se comportaba como una niña.

El segundero del reloj de pared avanzando lentamente.

—¡Pero nos vamos a casar! —insistió con los ojos vidriosos.

El olor del cocido que estaba preparando Mercedes llegando desde la cocina, en la mesa de la salita dos tazas humeantes de café y unas magdalenas. Rosario enfadada. Sus brazos cruzados bajo su pecho y su labio inferior caído, como si no pudiera soportar su peso.

—Ya te expliqué por qué lo hacemos y me dijiste que lo entendías.

Silencio. Indignación.

Una densa lágrima escurriéndose de sus ojos y deslizándose por su mejilla.

Antonio se lo había explicado mil veces, pero ella hacía caso omiso a sus palabras. El joven no había querido besarla y Rosario se sentía rechazada. No había pájaros cantando, violines tocando y los hechizos no se habían roto. Rosario se sentía desgraciada, la pena y la congoja anudaron su pecho.

—Tú no me quieres porque soy retrasada —terminó sollozando.

A Antonio, su teoría le partió el alma. Escucharla hablar así era muy doloroso. No le gustaba ver a Rosario llorar. No quería que lo pasara mal, ¡y mucho menos por su culpa!

—Eso no es verdad —le contestó con cariño—. No llores, por favor —insistió.

Rosario, abatida, lo miró con ojos frágiles y apoyó la cabeza en su pecho. Estando así con él se sentía mucho mejor. Su novio la acariciaba y ella deseaba morir, porque la vida era muy injusta y no iba a cambiar nunca.

—¿Por qué soy diferente a las demás? —le preguntó derrotada—. ¿Por qué no soy una chica normal de la que tú puedas enamorarte?

Sus mejillas enrojecidas y su nariz con una hilera de mocos colgando. Antonio le prestó su pañuelo de tela y ella se sonó. Sus labios delgados. Sus orejas enormes. El chico la abrazó y sintió que su obligación era protegerla.

El café enfriándose en la mesa.

—No hay nada malo en ser distinto —le susurró al oído mientras ella esbozaba una pequeña sonrisa—. Ser normal es aburrido, y tú eres especial.

Rosario se limpió las lágrimas con el pañuelo y lo miró fijamente tratando de comprenderlo.

—El problema no eres tú, soy yo —continuó Antonio, y ella arrugó la nariz sin entender nada.

—¿Tú? —le preguntó.

Antonio, quitándole un mechón de pelo que se había adherido a su cara por las lágrimas, asintió.

—Sí —le respondió—. Pero no te preocupes, porque me esforzaré para que no lo notes.

Los dos se quedaron en silencio un rato abrazados. Piel con piel. Rostro con rostro. Antonio enternecido y Rosario emocionada.

Mercedes los espiaba desde el pasillo y observó preocupada cómo su hija inspiraba el olor de su pecho.

Los geranios de la ventana temblando.

—A mí nunca me han besado —susurró Rosario como si aquella confesión fuera una deshonra.

Antonio, conmovido, le acarició la frente y le regaló una sonrisa.

—El primer beso es especial —le contestó—. Debería dártelo alguien que te ame de verdad.

Rosario se quedó en silencio unos segundos y repitió una frase que más de mil veces había leído en sus cuentos.

—Un beso de amor verdadero —susurró, y Antonio asintió con cariño.

ONCE

LA BRUJA

21 de marzo de 1970

Las brujas son seres oscuros que se esconden en los cuentos. Son mujeres malignas, enigmáticas, que dominan la magia negra y la usan para atormentar a los demás. Rosario las odiaba, le aterraban. Cuando en alguno de sus libros aparecía una hechicera dibujada, cerraba rápido los ojos y pasaba la página.

Arpías, pécoras, pérfidas, malvadas…

Las brujas se paseaban por las historias maldiciendo a los que estaban a su alrededor, eran capaces de dormir a los habitantes de un palacio, arrancarle la voz a una sirena y convertir en príncipe a una bestia.

—Tengo miedo… —le confesó una noche a su madre.

 

Doña Mercedes, arisca, torció el gesto desaprobando sus sentimientos y la acarició con su huesuda mano.

—No seas estúpida —le riñó—. Algún día entenderás que los monstruos de los cuentos son inofensivos; a los que debes temer es a los de la realidad, que asustan mucho más.

Aquella tarde, al salir de la casa, doña Mercedes lo estaba esperando en el recibidor. La mujer lo miraba fijamente y por la actitud agria de su rictus parecía que lo que iba a decirle no era nada agradable.

Antonio, temeroso, tragó saliva antes de hablar y mantuvo las distancias.

—Buenas noches, doña Mercedes —la saludó.

La señora, que no estaba dispuesta a dejarlo marchar, le lanzó una mirada desafiante y se interpuso en su camino.

—Espera un momento, Antonio, por favor —le pidió usando un tono, que más que de sugerencia, era de orden—. Me gustaría hablar contigo.

El chico se metió las manos en los bolsillos con nerviosismo. No le gustaba aquella mujer. Le asustaba. Doña Mercedes era capaz de hacerlo sentir insignificante, y sus ojos altivos veían más de la cuenta.

—Claro, doña Mercedes —balbuceó—. Lo que usted guste.

Los dos se quedaron en silencio, observándose, analizándose, mantuvieron un pulso con las miradas en el que Antonio fue el perdedor. El hombre agachó la cabeza derrotado e instintivamente se miró la puntera de los zapatos, que volvían a estar sucios. Ella, satisfecha con su victoria, sonrió.

Doña Mercedes, aunque no tenía más de cincuenta años, estaba avejentada. Las canas se habían apoderado de su melena, y su rostro marchito reflejaba mil derrotas. Su sonrisa, más que relajarle las facciones, la cubría de dureza. No era una sonrisa natural, sino forzada; hacía años que su rictus había perdido la dulzura.

—Rosario está muy contenta —comenzó a argumentar la mujer como si ese hecho, en vez de ser algo positivo, fuese un problema—. Desde que te conoció cuenta los minutos que faltan hasta tu próxima visita.

Antonio, conmovido, asintió mientras se metía la camisa por dentro del pantalón para estar más presentable.

—Lo sé —contestó.

Doña Mercedes, con su pérfida mirada, lo miró de arriba abajo como si lo que viera no le gustara y no fuese digno de estar en la puerta de su casa.

—El trato era que te casaras con ella —le advirtió—. No era necesario que se enamorara, y Rosario se ha enamorado de ti.

Enamorada, enamorada… Una palabra tan bonita que saliendo de su boca parecía un arma arrojadiza.

Rosario lo quería, era evidente; él se había dado cuenta, aunque había preferido ignorarlo. La chica le había hecho un dibujo de un corazón con sus dos nombres dentro y se lo había regalado. Antonio se había emocionado, pero había bromeado con ella para quitarle importancia.

Doña Mercedes se aproximó a él y su huesuda mano le sujetó el brazo y le clavó las uñas. Las hundió, las enterró y las movió violentamente para provocarle un arañazo.

La arpía atacaba. Le inyectaba su veneno.

—Si le haces daño, te mato —le advirtió con su lengua cenagosa—. Si le rompes el corazón a mi niña, será la último que hagas —prosiguió sin que su garra lo soltara—. Acabaré contigo y desearás no habernos conocido nunca.

La maldición. La maldición de la bruja retumbando en el alféizar de la casa.

Antonio, asustado, no dijo nada. Se quedó esperando a que doña Mercedes lo soltara y se alejara de él, pero ella, no se separaba. Permaneció así unos segundos, alargando conscientemente el momento, porque disfrutaba inspirando el olor del miedo. El joven se estremeció.

La puerta de la calle abierta, y un grupo de chicos jugando pasó corriendo delante de ellos. La plaza Costa del Sol ante sus ojos, con sus ruidos, sus aromas e historias imborrables.

—No se preocupe —balbuceó mientras intentaba librarse de su garra—. Yo la cuidaré.

La señora, con el rostro mustio y cargado de tristeza, negó con la cabeza.

—Lo dudo mucho —le respondió—. Los hombres solo sabéis hacer daño a las mujeres, siempre nos destruís.

DOCE

DOÑA MERCEDES

10 de enero de 1949

Mercedes sufrió cuatro abortos antes de dar a luz a Rosario y en cada uno de ellos la curandera le había dicho que iba a tener un varón.

Su marido siempre se ilusionaba, se pasaba horas enteras hablando de los partidos de futbol que jugaría con el niño y de cuando fueran a cazar juntos.

—Le enseñaré a utilizar mi fusil —solía contarle con orgullo a su esposa y ella, emocionada, no paraba de sonreír.

El matrimonio tenía la habitación del bebé montada, con la cuna, los muñecos y el cambiador, pero Mercedes nunca conseguía llevar los embarazos a término. La cunita se quedaba vacía y ella la llenaba de lágrimas.

La mujer se sentía frustrada. ¿Para qué servía una esposa que no era capaz de darle un hijo a su marido? Las sábanas se manchaban de sangre y con cada gota que soltaba se le agrietaba el corazón.

—No te preocupes, cariño —le decía su esposo—. Pronto lo conseguirás.

Pero, aunque don Luis la animaba, cada vez estaba más defraudado. Mercedes sabía que el coronel frecuentaba prostíbulos y se estaba acostando con otras. Era cuestión de tiempo que alguna de esas golfas se quedara preñada y le arrebatara a su hombre para siempre.

—Una mujer que no pare es como un bebedero sin agua —solía repetirse sin poder parar de llorar.

En junio de 1948, Mercedes se quedó preñada por última vez. En esta ocasión, su barriga era más pequeña, y la santera le anunció que se trataba de una niña. La mujer le ocultó la predicción al coronel, porque su marido llevaba muchos años esperando un varón que perpetuara su linaje y no quería volver a decepcionarlo.

—No cuajará —repetía—. No cuajará y no le daré el disgusto.

Celosa y temerosa, Mercedes llegó a desear perder el feto para engendrar un varón para él. ¡Don Luis no quería una niña! Pero Rosario era fuerte, se había agarrado a sus entrañas y no parecía dispuesta a desprenderse.

El cuarto del bebé pintado de celeste mientras la niña crecía en su interior.

El parto fue complicado. La matrona acudió a la casa y madre e hija estuvieron a punto de perder la vida. A la pequeña se le lio el cordón umbilical en el cuello. Nació morada, sin vida y tardó varios minutos en ponerse a llorar.

—Es una niña —anunció la partera, y al coronel se le congeló la sonrisa.

Mercedes no podía describir lo que sintió cuando le pusieron por primera vez al bebé entre los brazos. Tener a aquella pequeña criatura sobre su pecho fue lo más emotivo que había sentido jamás. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le tembló el corazón. Se quedó diez minutos en silencio contemplando sus manitas y los deditos de los pies. ¡Era tan bonita que no podía dejar de llorar!

Su marido, en cambio, mostró total indiferencia. Ni siquiera se acercó a tocarla. La miró desde lejos y bufó.

Las malas noticias llegaron pronto. La matrona, con cara preocupada, se acercó a ellos con parsimonia y les anunció que quería hablarles de algo. La parturienta, angustiada, supo enseguida que algo no había salido bien.

—Su bebé ha sufrido mucho en el parto —les dijo la mujer, intentando ser lo más delicada posible—. Ha pasado mucho tiempo sin respirar y, por la falta de oxígeno, posiblemente le queden secuelas.

—¿Secuelas? —le preguntó su madre aterrorizada.

La matrona asintió apenada.

—Es posible que tenga daños cerebrales —les anunció, y a Mercedes se le paró el corazón.

Aquella misma noche, cuando Mercedes dormía bajo los efectos de los sedantes, don Luis se acercó con sigilo a la cuna con un cojín en la mano. Los inocentes ojos del bebé se abrieron. No lloraba, no gemía. Rosario estaba tranquila, con sus piececitos enredados en la sábana.

La luz de la luna entraba por la ventana y la estrellas, temerosas, sintieron un escalofrío.

—Es lo mejor para todos, lo mejor —pronunció don Luis, y metió sus manos en la cuna con decisión.

El coronel Gutiérrez todavía no había tocado a su hija. La primera vez que la tocó fue cuando le puso el cojín en la cara e intentó asfixiarla. Después del parto se había ido de la habitación y estuvo bebiendo en la taberna hasta que se le doblaron las piernas. Al regresar a su casa, le había ordenado a su esposa que le sirviera la cena, aunque estaba convaleciente. Cenó, bebió, eructó y se metió en la cama, sin acercarse siquiera a la cuna.

El cojín en su cara. Solo tenía que apretar un poco más y el bebé dejaría de respirar.

La niña era subnormal. Una vergüenza para la familia y para su país. Aquello no podía estar sucediendo.

—Es lo mejor para todos, lo mejor.

Sus piernitas agitándose. Rosario luchando por vivir mientras su padre sentía cómo se le escapaba el alma.

—Es lo mejor para todos, lo mejor.

—¡¿Qué estás haciendo?!

La voz de su mujer a su espalda. Alarmada, colérica. Había tenido un mal presentimiento y se había levantado de un salto de la cama y, al hacerlo, los puntos de sutura que le habían cogido en la vagina se habían abierto. El camisón empezó a empaparse de sangre.

—¡¿Qué estás haciendo?! —insistió.

La mano de don Luis apretando el cojín, la niña conteniendo su último aliento.

—¡Aléjate de mi hija! —chilló.

Doña Mercedes empujó a su marido colérica y la bebé, enloquecida, comenzó a llorar con una fuerza atronadora.

—¿Es que no lo entiendes? ¡Es lo mejor para ella y para nosotros! —le gritó su esposo furioso—. ¿De verdad quieres cargar con una subnormal el resto de tu vida?

La luna tapándose los oídos para no escucharlos y el mar estrellándose con furia en la orilla.

—Miles de bebés mueren repentinamente en su cuna —prosiguió argumentando el coronel con su lengua sibilina—. Diremos que nos despertamos y que estaba muerta. ¡No va a enterarse nadie!

Doña Mercedes, temblando, avanzó hacia la cuna y cogió al bebé entre sus brazos. Rosario estaba morada y no dejaba de llorar. Gritaba. Chillaba. ¡Su padre había intentado matarla!

La mujer, con el rosario colgando del cuello, apretó a la niña contra su pecho y comenzó a caminar por la habitación sin poder parar. Gotas de sangre se escurrían por sus piernas y manchaban el suelo.

¿Matarla? ¡No podía creer lo que estaba escuchando! ¿Cómo iban a matarla? ¿De verdad su marido se lo estaba proponiendo?

—Eres un monstruo… —masculló con rabia.

Su marido, contrariado, la miró como si hubiera perdido la cabeza.

—¿Y qué quieres hacer entonces? —le chilló ofendido—. ¿Criarla? ¿Educarla?... ¿Y quién cuidará de ella cuando nosotros no estemos? ¡Dime! ¿Quién?

Su esposa lloraba, su esposa sufría.

Rosario en sus brazos berreaba asustada con el crucifijo de su madre clavado en la frente.

—Mi niña, mi niña… —repetía enfebrecida—. Yo te cuidaré… No dejaré que nada malo te pase.

Don Luis, irritado, escupió al suelo y miró con odio a su mujer.

—¡Eres patética! —le gritó antes de salir de la habitación dando un portazo—. ¡No vales para nada! Solo sabes parir monstruos y niños muertos.