Pasaje Begoña

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TRECE

ROSARIO Y ANTONIO

26 de abril de 1970

La boda fue sencilla. Una ceremonia íntima, en la parroquia de San Miguel Arcángel, oficiada por un párroco de confianza y pocos invitados. Los padres de la novia exigieron discreción y que solo asistieran las personas imprescindibles.

—¡Es mi boda! Y a mí me gustaría que viniera todo el mundo —había protestado Rosario.

Antonio la miró con ternura.

—¿Y por qué no se lo dices a tus padres? —le preguntó.

La chica se mordió el labio inferior con tristeza antes de contestar.

—Se avergüenzan de mí —le confesó con pena—. Mis padres prefieren que nadie me vea. Me esconden. Siempre ha sido así.

Su mano regordeta buscando la suya y Antonio cogiéndosela con cariño.

—No te preocupes —le dijo con ternura—. Cuando seas mi mujer yo no te esconderé—. Y ella no pudo evitar inundar su cara con una sonrisa.

La iglesia estaba al principio de la calle San Miguel, bajo la torre Pimentel y el comienzo de la Cuesta del Tajo. Era pequeña y humilde, tenía solo una nave rectangular y estaba plagada de tallas e imágenes. Se construyó en 1896 sobre una antigua ermita. Era de estilo neoclásico y doña Mercedes había encargado que la decoraran para la ocasión con claveles rojos, la flor favorita de su hija.

—Todavía estás a tiempo de escaparte —le susurró Diego en voz baja, en la puerta de la parroquia.

Antonio, embutido en un traje azul marino, sonrió con la sonrisa más triste que su amigo le había visto nunca.

—Si quieres irte corriendo yo te seguiré y te cubriré la retaguardia —insistió con sinceridad.

—No puedo —le contestó—. Se lo debo a mis padres y también a Rosario. No se merecen que haga algo así.

Diego, que seguía sin creerse lo que estaba sucediendo, lo miró con afecto y crispación, esperando que su amigo entrara en razón.

—¿Y qué pasa contigo? —le preguntó—. Te has pasado la vida cuidando a los demás: primero a mí, luego a Pablo, después a Rosario y a tus padres. ¿Y quién cuida de ti? ¿Es que no tienes derecho a ser feliz?

Antonio, con la mirada fija en la puntera de los zapatos, suspiró.

—Yo la he cagado y he perdido mi oportunidad —le contestó con franqueza—. Deja por lo menos que intente que las personas que me importan sean felices.

El coche de don Luis aparcó en la calle de los Santos Arcángeles y de él descendió Rosario, seguida de sus padres. La torre de Pimentel los miraba con expectación y Antonio, angustiado, tragó saliva intentado no atragantarse.

Hacía calor y el novio se empapaba de sudor debajo de la chaqueta.

Rosario estaba guapa, simple pero elegante. Llevaba un vestido blanco ancho en la cintura y un velo largo que le llegaba hasta los pies. Su rostro limpio (una base de maquillaje le habría venido bien para ocultar su acostumbrada palidez, pero no la había usado). Lo único que iluminaba su mirada era su sonrisa, una sonrisa extraña, picassiana, con el labio superior enrollado mostrando su carnosa encía.

En su mano derecha un broche dorado con forma de mariposa y un par de esmeraldas engarzadas. Era de su abuela, la única que nunca la había llamado retrasada y que la trataba como a una niña normal. Su madre le regaló esa joya al cumplir los dieciocho años y la guardaba como un tesoro. Cuando tenía que hacer algo importante, Rosario siempre lo llevaba apretado con fuerza y así era como si su abuela la estuviera guiando de la mano y protegiéndola.

Estaba feliz, contenta, aquel era su sueño y nada ni nadie podría arrebatarle ese instante de felicidad. Daba igual que aquella boda fuera una farsa y que él no estuviera enamorado. ¡Ella lo quería! Antonio era su príncipe azul y la princesa Caracol, por fin iba a pasar por el altar.

La novia comenzó a avanzar por la calle, dando traspiés y su madre, preocupada, la sujetó e impidió que se cayera un par de veces. El broche dorado apretado entre sus dedos.

—¡Te dije que no te pusieras tacones! —le riñó doña Mercedes—. No sabes andar con ellos. ¡Te vas a partir un pie!

Su hija, cojeando, frunció el ceño y se negó cabeza.

—¡Es mi boda! —le contestó obstinada—. Y las novias llevan zapatos de princesa.

—¡Vivan los novios! —gritó un testigo improvisado, y todos los presentes se giraron para pedirle que se callara.

Don Patricio y Encarna esperaban en la puerta de la iglesia. Antonio estaba junto a ellos, rígido, ansioso, preocupado. Al llegar a su altura, don Luis los saludó solemnemente alzando el brazo y ellos le respondieron. No hubo abrazos, risas ni halagos. Todos los presentes eran conscientes de lo que sucedía: aquella boda solamente era una pantomima, no había motivos para estar contentos, aunque la novia no dejaba de sonreír.

Rosario se emocionó al entrar en la parroquia y se le saltaron las lágrimas. Su novio la esperaba en el altar mayor y todo era tan perfecto que le temblaban las piernas. Había claveles, muchos claveles rojos. Antonio le acarició la mejilla y le prestó su pañuelo para que se sonara los mocos.

—Estás muy guapa —la piropeó, y ella se sonrojó.

—Estamos aquí reunidos para unir en santo sacramento a Antonio López Barrera y Rosario Gutiérrez Ramos —comenzó a decir el cura con majestuosidad, y la novia, conmovida, casi se cayó de los tacones.

CATORCE

ANTONIO

20 de febrero de 1970

Antonio caminaba cabizbajo mientras las farolas vomitaban su luz amarillenta en las aceras. Estaba borracho y sus piernas avanzaban sin rumbo fijo. Pasó por la plaza de la Gamba Alegre, el tablao El Jaleo y, más tarde, por la puerta de la marisquería La Chacha. Descendió por la calle San Miguel, se quedó en silencio observando la torre Pimentel y no pudo evitar gritar y darle un puntapié a una piedra. ¡Estaba cabreado! ¡Furioso! Pablo había vuelto a humillarlo y había decidido alejarse de él. Aquella discusión parecía la definitiva, Antonio le había dicho que no quería volver a verlo y Pablo, altanero, se había encogido de hombros, como si no le importara, y lo había dejado con la palabra en la boca.

«Es lo mejor, es lo mejor…», se repetía a sí mismo mientras avanzaba por las calles, pero algo le decía que era un error. Si era lo mejor, ¿por qué le dolía tanto?

Diego le había pedido que se quedara en el Pasaje Begoña y se tomara una copa con él, pero Antonio había preferido estar solo. Quería que el aire le aclarara las ideas, aunque no lo había logrado: ahora se sentía triste y miserable.

Las escaleras que llevaban a la playa de El Bajondillo a su derecha. No sabía cómo había llegado hasta allí. ¿O quizá su subconsciente había guiado sus pasos?

Antonio se apoyó sobre la pared decidiendo si bajar o no.

No era la primera vez que acudía a aquella zona. Estaba cerca de casa. Solía haber hombres de todas las edades, malagueños, pero también turistas. Sexo esporádico con desconocidos con la complicidad de la noche. La última vez había mantenido relaciones sexuales con un americano que se parecía a Robert Redford.

Necesitaba el roce de otra piel que le subiera la autoestima.

Excitante, morboso y peligroso.

Una manera desesperada de arreglar una velada que estaba siendo un desastre.

Antonio cruzó la puerta nervioso y comenzó a bajar escalones. Le atraía aquel juego, no podía negarlo; el ardor y el miedo se mezclaban con los jadeos y el murmullo del mar. El camposanto a sus pies. Su miembro erecto presionó la cremallera del pantalón cuando percibió las primeras sombras.

—Ssshh, ssshh —lo llamó alguien desde una esquina, pero él no respondió, porque todo el mundo sabía que al inicio estaban las peores presas.

Su corazón acelerado.

¿Qué hacía allí? ¿Por qué había ido? Se refugiaba en el sexo cuando lo que buscaba era amor. Sabía que cuando eyaculara se iba a sentir peor. Vacío. Hueco.

Venus, de Shocking Blue, en su cabeza.

En la playa, cuerpos desnudos haciendo el amor entre las barcas.

Tres escalones, cinco, diez… La oscuridad se acentuaba y las sensaciones se volvían más intensas. Olía a sexo, a sexo y a mar.

¿Por qué no se marchaba? Todavía estaba a tiempo.

Las llamas de los cigarros iluminando a los desconocidos, que, guarecidos en sus escondites, esperaban un encuentro fortuito. Faros incandescentes que con cada calada incitaban a pecar.

Nervioso.

Antonio estaba nervioso.

—Ven aquí guapo —le pidió alguien, y una mano seductora intentó cogerlo por la cintura, pero él escapó.

Quince, veinte, treinta escalones…

El mar al fondo. La luna reflejándose en su superficie y las estrellas, coquetas, utilizándolo de espejo para pintarse los labios.

A la izquierda una sombra. Un alemán de unos cuarenta años de pelo castaño, con bigote frondoso y la piel quemada por el sol. Olía a aceite de coco y llevaba una camisa celeste que dejaba al descubierto su pecho peludo. Pantalones negros, ajustados, con la bragueta abierta y el miembro asomando.

Ardor.

Deseo.

Sus ojos se encontraron y el desconocido le pidió con un gesto que se acercara.

Ganas de tocarlo, de besarlo, de devorarlo.

El pulso acelerado.

Ya no había marcha atrás.

Antonio avanzó lentamente hacia él, sus brazos lo agarraron mientras su lengua vigorosa invadía con fuerza su boca.

Un beso largo, intenso, pasional.

Sus sexos duros, pegados, mientras sus manos recorrían sus cuerpos. Un gemido, dos, tres… Los dedos del alemán perdiéndose entre sus nalgas y haciéndolo estremecer. Estaba tan excitado, que cuando el extranjero se bajó el pantalón, se puso de rodillas para practicarle sexo oral sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor.

 

Tres parejas de los grises. Dos en la parte alta y otra en la baja. La policía cercó la escalinata e irrumpió en ella golpeando a sus presas. Era una redada. No solía haber muchas, pero cada vez se producían con mayor asiduidad. El régimen franquista no quería que el ambiente depravado del Pasaje Begoña se extendiera por el resto del pueblo. Había que frenarlo, contenerlo, demostrar quién mandaba allí.

—¡Maricones de mierda! —chillaban mientras levantaban sus armas.

Las porras golpeaban a los chicos que daban rienda suelta a la pasión. El frenesí se mezclaba con los gritos, llantos y alaridos. Algunos saltaron la valla y huyeron por el camposanto. A otros, en cambio, los sorprendieron y terminaron durmiendo en la Prisión Provincial de Málaga.

Antonio no los vio llegar. Todo sucedió tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar. Cuando los grises lo golpearon, el joven estaba poniéndose de pie y subiéndose los pantalones. Tenía tierra en las rodillas.

—Vaya, vaya —exclamó alguien a su espalda—. ¿Pero a quién tenemos aquí?

El chico no reconoció su voz, pero sintió un escalofrío. Al mirarlo tampoco recordó quién era, pero le temblaron las piernas. Uniforme gris, gorra y un arma en la mano. Sus ojos lo miraban retadores como si tuviera algo personal contra él.

—Volvemos a encontrarnos, maricón —le escupió con rabia—. Y seguro que ahora eres más simpático.

El tacto metálico del revólver en su sien. Le puso la pistola en la cabeza y presionó con fuerza.

Terror. Estremecimiento.

Vio su vida pasar ante sus ojos.

Pensó que aquel desaprensivo iba a apretar el gatillo.

—¿No te acuerdas de mí? —le preguntó furioso.

El alemán, aterrado, se puso a gimotear cuando los grises lo rodearon e instintivamente abrió su cartera y comenzó a repartir billetes.

El policía apretaba con rabia el cañón de su revólver en su sien, haciéndole daño.

Imágenes difusas pasando a gran velocidad por su cabeza. Antonio había visto a ese hombre otra vez, pero no sabía dónde. ¡No iba de uniforme! De eso estaba seguro. Sus ojos, su odio, sus muecas… no le eran del todo desconocidos.

El dedo en el gatillo. El pulso le temblaba y Antonio tenía ganas de llorar, pero logró contenerse. Debía mantenerse serio, tranquilo, era lo mejor para no alterarlo, para intentar salvar la situación.

—¿No vas a decir nada? —insistió furioso.

El restaurante. Había sido allí. Hacia dos o tres semanas. Aquel hombre había estado en la mesa ocho sentado con su mujer y su familia. Habían pedido una paella, cuatro espetos, gambas a la plancha y cinco botellas de vino. La cuenta fue suculenta.

—¿Es que no le vas a hacer a un descuento a un miembro del Cuerpo de la Policía? —le preguntó el hombre brabucón cuando recibió la factura—. Yo soy un patriota que lucha por España cada día.

El camarero, educadamente, siguiendo las instrucciones que su padre le había dado, negó con la cabeza.

—Lo siento señor, todos los clientes que se sientan en nuestras mesas son iguales para nosotros —le contestó—. Aunque le agradecemos su labor, no podemos hacer precios especiales a nadie.

La mujer del policía, incómoda, le hizo una señal a su marido para que pagara, pero él resopló. Y su suegra, al verlo humillado, puso cara de satisfacción.

—¡Está bien! —respondió el hombre visiblemente ofendido—. ¡Pero no somos iguales! ¡No lo olvides! Que sea la última vez que comparas a un patriota con uno de estos maricones que visitan nuestra tierra. ¡Respeto y agradecimiento! Eso es lo que nos merecemos. Si no fuera por nosotros que sacrificamos nuestros intereses particulares por el bien común, velando por la gracia de España, ninguno de vosotros tendría un trozo de pan que llevarse a la boca.

Tensión.

Escalofrío.

El dedo en el gatillo y uno de sus compañeros pidiéndole al policía que le pusiera las esposas al chico y lo dejara en paz.

—¡No! —protestó—. Este maricón me debe una disculpa.

El revólver en la sien.

Los ojos del agente mirándolo con odio mientras Antonio comenzaba a llorar y las lágrimas descendían por sus mejillas.

Había intentado controlarse, pero no podía más.

Aquello era su fin. Lo veía. Lo sentía.

¡Podía matarlo allí mismo! Disparar y dejar su cuerpo tirado en la cuneta. Nadie diría nada. Sus compañeros confirmarían que el detenido se había enfrentado a ellos o que era un enemigo de la patria.

—Lo siento. ¡Lo siento! —balbuceó desesperado—. Siento como lo traté en el restaurante. ¡Usted tenía razón!

Una sonrisa cínica de satisfacción en su cara.

El policía le quitó la pistola de la sien, pero en vez de liberarlo, se la metió en la boca.

No había acabado de torturarlo, de atormentarlo. No se sentía satisfecho.

El cañón del arma entre sus dientes.

Orín caliente descendiendo por sus piernas y empapando sus zapatos.

El alemán, horrorizado, les entregó todo su dinero y salió corriendo.

La luz de la luna iluminando la escena.

—Sería muy fácil acabar contigo —le susurró al oído—. Escoria como tú ensucia el nombre de España. Le haría un favor a la patria y al Caudillo si te disparara ahora mismo.

Su corazón desbocado.

Miedo. Pavor.

Sabor metálico en la boca. A muerte. A pólvora.

Su existencia terminaba.

Moriría solo y con los pantalones meados.

¡Le quedaban tantas cosas por hacer! ¡Por sentir! Aquello era cruel e injusto.

—Por favor —rogó.

Un hombre algo mayor que él se acercó a su atacante y le pidió que desistiera.

—¡Déjalo, Miguel! —le pidió—. Su familia tiene pasta. Este maricón vale más vivo que muerto.

Pasta.

Más vivo que muerto.

Temblor en las piernas.

Escalofrío.

¿Iba a soltarlo?

El sabor amargo de la pistola en su boca.

¿A cuántos inocentes habría matado con esa arma?

Sangre en los dientes.

—¡Está bien! —masculló, pero antes de bajar su pistola, no pudo controlarse y le golpeó con ella en la cabeza.

QUINCE

DON LUIS

26 de abril de 1970

La boda se celebró a puerta cerrada en el restaurante de don Patricio. Había marisco, pescado fresco y una tarta nupcial, pero Rosario estaba decepcionada porque no había baile. Todos los invitados estaban serios, pero ella, radiante, no paraba de reír y chillar.

—¡Compórtate! —le riñó doña Mercedes—. Que tu suegra va a pensar que eres más lela de lo que eres.

Antonio no se separó de Rosario en toda la comida. Le cogía la mano debajo de la mesa y le hacía señas para que se tranquilizara, pero la novia parecía un caballo desbocado que acabaran de soltar en un prado. ¡Era su día! ¡Su sueño! ¡Ella era la protagonista! Lo mejor de aquella boda era ver su cara de felicidad.

—No me besaste —le reprochó la chica al salir de la iglesia.

El novio, que intentaba no asfixiarse dentro del traje azul marino que le había comprado su madre, negó con la cabeza. Cuando el párroco les había dado permiso para hacerlo, sus labios se habían juntado durante varios segundos.

—Eso no fue un beso de verdad —insistió Rosario—. Mi prima Conchita me dijo que los besos de verdad son con lengua. ¡Lo tuyo fue solo un pico!

Antonio, abrumado, se sonrojó.

—Tienes razón, Rosario —le contestó—. Pero ya te dije una vez que tu primer beso tiene que ser con alguien especial, no puede ser por compromiso.

La chica frunció el ceño apenada y el viento jugó con su velo.

—Para mí eres especial —le confesó con tristeza—. A mí me valdría.

Después del postre, don Patricio sacó el whisky y los licores más caros que guardaba tras la barra del bar. Quería agasajar a don Luis y agradecerle todo lo que había hecho por ellos. No todos los días tenían a un coronel de la falange en casa y aquel hombre, a pesar de su bravuconería, les había salvado la vida, aunque se encargara de recordárselo constantemente.

—No me gusta —le había susurrado Encarna a su marido—. ¿De verdad piensas que podemos fiarnos de él?

Don Patricio, asustado, le dio un puntapié bajo la mesa para que se callara.

—Cuando conoces al diablo es mejor meterlo en tu familia que enfrentarte a él —le contestó su esposo—. ¿O acaso preferirías que nuestro Antonio estuviera en la cárcel?

Diego bebía. Desde que llegó al convite se había puesto en un lugar alejado de la mesa y las copas de vino se sucedían una tras otra. Después continuó con el whisky y el ron. Estaba muy borracho, tanto que no sentía su paladar. Observaba a Rosario en la distancia. No podía creerse que su amigo se hubiera casado con esa subnormal; se notaba a la legua que la mujer no estaba bien. Cuando sonreía ponía cara de boba. ¡Aquello era una ofensa! ¡Una broma de mal gusto!

Cuando Antonio se levantó para ir al baño, Diego, sacando fuerzas de donde no las tenía, abandonó su silla y se aproximó a Rosario, tambaleándose.

—Te llevas al amor de mi vida —le confesó al oído con tristeza—. Espero que te esfuerces para hacerlo feliz.

Rosario, sin comprender lo que estaba diciendo, se encogió de hombros y sonrió.

—Gracias, Diego —le contestó con inocencia.

El joven resopló desconcertado. Todo el alcohol que había bebido se le subió a la cabeza y estuvo a punto de vomitar en los zapatos de la novia, pero se contuvo.

A las seis de la tarde, la mayoría de los invitados ya se habían ido a sus casas, y don Luis, omnipresente, sacó una caja de puros y le ofreció uno a su yerno.

—Sal a fumar conmigo —le ordenó.

El joven asintió con la cabeza preocupado y obedeció mientras buscaba a Rosario con la mirada. Necesitaba la ayuda de su mujer para librarse de él, pero ella no los vio porque estaba entretenida haciendo un dibujo en el mantel con el merengue de la tarta.

A Antonio no le gustaba su suegro. Le aterraba. No podía olvidar cómo se habían conocido y lo que había sufrido aquella noche. Cuando lo miraba, su cuerpo se estremecía. El coronel era el Mal, el Mal con mayúsculas, el Mal absoluto. Era un ser oscuro, siniestro y arrogante. Sus ojos azules estaban cubiertos de escarcha y no le temblaba el dedo cuando tenía que apretar el gatillo.

Don Luis era responsable de muchas torturas y fusilamientos. Miles eran las historias que circulaban sobre él y ninguna era buena. Decían que cuando luchó en la guerra había matado a más de mil rojos y que a uno de ellos le arrancó nuez de un bocado.

Temblor. Escalofrío.

Era domingo y la calle estaba atestada de gente: bañistas que volvían de la playa y extranjeros que buscaban un sitio para cenar. Antonio tuvo que informar a los curiosos de que el restaurante estaba cerrado mientras su suegro se encendía el habano.

Una calada al puro larga, profunda. El mostacho de su suegro relajado y las mejillas sonrojadas por el whisky de reserva que don Patricio le había dado.

Tensión. Silencio.

Su suegro quería decirle algo y Antonio sabía que no le iba a gustar. Estaba adoptando esa pose de superioridad que siempre usaba con él. Lo aborrecía, lo detestaba. A don Luis no le gustaba Antonio, pero era un mal menor que había tenido que asumir para ocultar la deshonra de tener una hija tonta.

El ladrido de un perro llegando hasta sus oídos, aunque ninguno de los dos alcanzó a verlo.

—Mercedes y yo lo hemos estado hablando— comenzó a argumentar el coronel mientras expulsaba el humo por la boca—. Y a los dos nos encantaría tener un nieto. ¿Crees que sabrás hacerlo?

Broma, burla, humillación.

Antonio tenía un trato con el coronel: se casaría con Rosario, la cuidaría, la mimaría y se iría a vivir con ella. ¡Pero nadie había hablado de un niño! ¿Un nieto? ¿De verdad le estaba ordenando que se acostara con su hija?

—Don Luis… —balbuceó nervioso—. En su momento… cuando hablamos… usted no dijo nada de niños.

El coronel, que no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria, torció el gesto cabreado y lo miró como si fuese una alimaña.

—¿Sabes lo que les hacen a los que son como tú en la cárcel? —le preguntó con voz seria, dura—. Los carceleros los prostituyen, los venden al resto de presos por unas pesetas para que hagan con ellos lo que quieran. ¡Les rompen el culo! ¡Una y otra vez! Y cuando están desangrándose, medio muertos, los siguen violando.

 

Un escalofrío recorriendo su cuerpo.

Un ogro, un ogro asesino, un ogro malvado.

La mano del coronel ceñida a su hombro como si fuese una garra. Apretando fuerte. Muy fuerte. Haciéndole daño.

Temblor en las piernas.

—La mayoría no lo soporta —prosiguió—. Muchos se suicidan y otros, simplemente, mueren mientras se los follan porque al preso que ha pagado por violarlo se le va la mano. Por eso los maricones duráis poco en la cárcel. Si te meten entre rejas no saldrás con vida de allí.

Las risas de los invitados llegando desde el interior del restaurante mientras Antonio se estremecía.

—¡Yo te he librado de eso! —continuó enfadado mientras su saliva caía en la cara de su yerno—. Te he ayudado porque tu familia, que siempre ha colaborado con el Régimen, no se merecía algo así y, en vez de agradecérmelo… ¡¿me replicas?! —prosiguió con inclemencia—. Eres escoria. ¡Basura! ¡Y no tienes derecho a decir ni exigir nada! ¡Eres un maricón! ¡Un desviado! ¡Y podría acabar contigo ahora mismo! ¡Eres una deshonra para tus padres y para este país! Gente como tú no se merece vivir.

Antonio se acababa de casar con su hija. Unas horas antes había dicho «Sí, quiero» en el altar delante del párroco de la parroquia de San Miguel Arcángel. Se habían convertido en familia. El santo sacramento había creado un vínculo que no podría romper nadie. El joven pensaba que lo protegería. Que a partir de ese momento, don Luis lo trataría de forma diferente y velaría para que nada le pasara, ¡Pero se equivocaba! Aquel monstruo lo tenía entre sus garras e hiciera lo que hiciese, siempre le iba a exigir más.

—Mercedes y yo queremos un nieto. ¡Y no hay más que hablar! —le advirtió—. Esta noche te follarás a mi hija y te asegurarás de que se quede preñada.

Su dedo señalándolo y los ojos de Antonio cubriéndose de lágrimas.

— La gente habla y muchos saben lo que pasó en las escaleras del cementerio —le avisó—. ¿Quieres que te detengan de nuevo por eso? Hasta que no seas padre, tu hombría seguirá en entredicho. ¿Comprendes? Es la única forma que tienes para acallar los rumores.

Una lágrima. Una lágrima escapándose de sus ojos y llenándolo de vergüenza.

—Los maricones solo sabéis llorar —escupió el coronel, y antes de darle tiempo a contestar, se dio la vuelta y lo dejó solo en la puerta.

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