Loe raamatut: «Padres e hijos»
Padres e hijos
Padres e hijos (1862) Iván Turgénev
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
edicion@editorialco.com
Edición: Octubre 2021
Imagen de portada: Pixabay
Traducción: Ana Lev
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Índice
1 .
2 I
3 II
4 III
5 IV
6 V
7 VI
8 VII
9 VIII
10 IX
11 X
12 XI
13 XII
14 XIII
15 XIV
16 XV
17 XVI
18 XVII
19 XVIII
20 XIX
21 XX
22 XXI
23 XXII
24 XXIII
25 XXIV
26 XXV
27 XXVI
28 XXVII
29 XXVIII
.
A la memoria de
Visarion Grigorievich Blielinski
I
—¿Y qué, Piotr? ¿No se divisa nada todavía? —preguntaba el 20 de mayo de 1859 un señor de algo más de cuarenta años, saliendo con la cabeza descubierta al zaguán de hostería situada en el camino. Vestía abrigo, cubierto de polvo, y pantalones a cuadros. Preguntaba a un mozo mofletudo, de barbilla incipiente y pequeños ojuelos opacos.
Todo en el criado denotaba un hombre de la nueva generación: pendiente color turquesa en la oreja, cabello de color indefinido y perfumado, camino y respondió:
—Pues no, no se ve nada.
—¿Nada? —respondió por segunda vez el criado.
El señor lanzó un suspiro y se sentó en un pequeño banco (lo presentaremos a nuestro lector mientras permanece sentado, con las piernas encogidas, mirando pensativo a su alrededor).
Se llama Nikolai Petrovich Kirsanov. A unas quince verstas(1) de la hostería posee una buena hacienda, con unas doscientas almas, o de dos mil desiatinas(2) de tierra, como dice desde que deslindó sus tierras de las de los campesinos y organizó una “granja”. Su padre había sido general y combatió en 1812. Hombre rudo, poco ilustrado, aunque bastante bueno, fue haciendo lo que pudo: primeramente tuvo a su mando una brigada, después una división, y vivió de un modo permanente en provincia donde, a merced de su graduación, desempeñó un papel bastante importante.
Nikolai Petrovich nació en el sur de Rusia y al igual que su hermano Pavel, al que nos referiremos más adelante, se educó en casa hasta la edad de catorce años, rodeado de preceptores de poca monta, serviles ayudantes y demás personajes pertenecientes al regimiento y al estado mayor. Su progenitora, de soltera Agathe Koliasina y de generala Agazfokleia Kusminishna Kirsanova, era una mujer mandona, usaba tocadas crinolinas y crujientes vestidos de seda. En la iglesia era la primera en acercarse a la cruz, hablaba en voz alta, permitía que los niños le besaran la mano por la mañana y los bendecía por la noche. En pocas palabras, vivía a su gusto.
Nikolai Petrovich, lejos de distinguirse por su valor, se había ganado el calificativo de cobarde. Sin embargo, como correspondía a un hijo de general, debía incorporarse al ejército, lo mismo que su hermano Pavel. Y justamente el mismo día que llegó la noticia de su nombramiento, se rompió una pierna.
Después de guardar cama durante dos meses se quedó cojo para toda la vida. En cuanto cumplió dieciocho años lo llevó a Petersburgo y lo dejo en la universidad. Por entonces su hermano Pavel alcanzó el grado de oficial en el regimiento de la guardia. Ambos jóvenes se alojaron juntos en un departamento, bajo la lejana custodia de un tío segundo por línea paterna, Ilia Koliasin, alto funcionario. El padre volvió a su división y con su esposa, y sólo de cuando en cuando enviaba a sus hijos grandes cuartillas de papel gris, escritas con negligente letra de escribano, que firmaba con las palabras: “Piotr Kirsanov, general-mayor”, rubricadas con rebuscados trazos.
En el año 1835 Nikolai Petrovich se graduó de licenciado y ese mismo año el general Kirsanov, que fue relevado en el servicio por cometer una falla al pasar revista, tuvo que pedir el retiro e instalarse con la esposa en Petersburgo. Se disponía a alquilar una casa junto al parque Tavricheski y hacerse miembro del aristocrático Club Inglés, cuando falleció repentinamente de un ataque de apoplejía. Agazfokleia Kusminishna lo siguió a la tumba poco después. No podía acostumbrarse a la vida tranquila de la capital y la nostalgia del ambiente militar acabó con ella.
Entre tanto Nikolai, todavía atado a sus padres y con pesar de éstos, se enamoro de la hija del funcionario Prepolovienski, antiguo dueño de su departamento. Era una joven agraciada y hasta instruida, que leía en las revistas sesudos artículos en la sección de ciencias. Tan pronto acabó el luto, Nikolai se casó con ella, dejando el ministerio de rentas, donde su padre lo había colocado por recomendación.
Vivió feliz, primeramente en una dacha, cerca del Instituto Forestal, luego, en la ciudad, en un lindo departamento con pulcras escaleras y frío recibidor, y más tarde en la aldea, lugar en el que se instalaron definitivamente y donde pronto nació su hijo Arkadi. El matrimonio llevaba una vida plácida y tranquila: nunca se separaron, leían juntos, tocaban el piano a cuatro manos, cantaban a dúo. Ella plantaba flores y cuidaba aves del corral. Él salía de caza de cuando en cuando y se ocupaba de la hacienda. En cuanto a Arkadi, se criaba plácidamente y sin ruido. Y así pasaron diez años como un sueño.
En el año 1847 la esposa de Kirsanov falleció y él soporto a duras penas el golpe; encaneció en unas semanas. Y se disponía a salir para el extranjero con el fin de distraerse aunque fuera un poco, cuando llegó el año de 1848(3) y se vio obligado a regresar a la aldea, donde después de un periodo bastante largo de inactividad comenzó a reformar su hacienda. En el año 1855 llevó a su hijo a la universidad y vivió con él tres inviernos en Petersburgo, sin salir apenas de casa y procurando hacer amistad con los jóvenes compañeros de Arkadi. El último invierno no pudo desplazarse y aquí lo tenemos en el mes de mayo de 1859, totalmente encanecido, regordete, algo encorvado y esperando a su hijo que lo mismo que él en otro tiempo, ha recibido el título de licenciado.
El criado, quizá por cortesía o quizá por librarse de la vigilancia del señor, entró en el portal y encendió su pipa. Nikolai Petrovich bajó la cabeza y comenzó a contemplar las viejas escaleras del zaguán. Un hermoso gallo de abigarrado plumaje se paseaba pausadamente por ellas, pisando fuerte con sus patas amarillentas, mientras una gata manchada lo miraba con hostilidad, acurrucada en la barandilla. El sol abrasaba y el fondo del zaguán de la hostería despedía olor a pan de centeno reciente. Nuestro Nikolai Petrovich soñaba despierto. A su mente acudían constantemente las mismas palabras: “Mi hijo... Arkacha... licenciado.” Trataba de pensar en alguna otra cosa, mas de nuevo volvían a su imaginación las mismas ideas. Recordaba a su difunta esposa... “¡No llegó a ver esto!”, musitó abatido... Una paloma azul se posó en el camino y se apresuró a beber en un charquito, cerca del pozo, Nikolai Petrovich se puso a contemplarla, pero en aquel instante su oído percibió el traqueteo de unas ruedas que se aproximaban...
—¡Creo que ya se viene! —exclamó el criado, saliendo del portal.
Nikolai Petrovich se levantó de un salto y fijo la vista en el camino. Apareció un tarantas(4) tirado por una tríada de caballos de relevo. En el coche se divisaba la silueta de un joven con un gorro de estudiante y las fracciones del rostro amado...
—¡Akarcha! ¡Akarcha! —gritó Kirsanov, y echó a correr agitando los brazos.
Unos instantes después sus labios besaban la mejilla lampiña, tostada por el sol y polvorienta, del joven licenciado.
(1) Una vesrtá es una antigua unidad de medida rusa que equivale a 1,066.8 metros. A su vez equivale a 500 sazhen, que miden 2.13 metros cada uno.
(2) Una desiatina, también antigua unidad de medida rusa, equivale a 10,925.4 metros.
(3) En ese año el zar Nicolás prohibió los viajes al extranjero debido al brote de la revolución en Francia.
(4) Carruaje de cuatro ruedas.
II
—Deja que me sacuda primero, papascha —exclamó Arkadi, con sonora voz juvenil, aunque algo ronca por el viaje, respondiendo alegremente a las caricias de su padre—, te voy a llenar de polvo.
—¡No importa, no importa! —repetía sonriendo enternecido Nikolai Petrovich, sacudiendo un par de veces el polvo del cuello del capote de su hijo y de su propio abrigo.
—¡Déjame que te vea, déjame! —añadió apartándose, y enseguida se dirigió con paso apresurado a la hostería, diciendo— ¡Que traigan inmediatamente los caballos!
Nikolai Petrovich parecía mucha más emocionado que su hijo; se mostraba aturdido, intimidado. Arkadi lo contuvo.
—Papasha —dijo—, permíteme que te presente a mi buen amigo Basarov, de quien te he escrito con tanta frecuencia. Es tan amable que ha accedido a ser nuestro huésped.
Nikolai Petrovich se volvió rápidamente y se acerco a un joven de elevada estatura que acababa de apearse del coche y estrechó con fuerza la mano enrojecida, que aquél tardó en tenderle.
—Encantado y agradecido por su buena intención de visitarnos; espero... Por favor, ¿Su nombre y patronímico?
—Evgueni Vasilievich —respondió Basarov con voz perezosa, pero varonil, abriendo el cuello de su larga camisa y mostrando a Nikolai Petrovich su rostro, largo y enjuto, frente alta, nariz achatada en su parte superior y aguda en la punta, grandes ojos verdes y patillas de color de arena. Animado por una plácida sonrisa, aquel rostro expresaba seguridad en sí mismo e inteligencia.
—Espero, amable Evgueni Vasilievich, que no se aburra usted con nosotros —continuó Nikolai Petrovich.
Los labios finos de Basarov se movieron ligeramente, mas no hubo respuesta. El joven se echó atrás la visera descubriendo sus cabellos de un rubio oscuro, largos y espesos, que no lograban ocultar su anchurosa frente.
—Bueno, Arkadi —dijo de nuevo Nikolai Petrovich volviéndose a su hijo—, ¿enganchemos ya los caballos o prefieres descansar?
—Ya descansaremos en casa, papasha, manda que los enganchen.
—¡Enseguida, enseguida! —exclamó el padre—. Vamos, Piotr, ¿no has oído? Ocúpate de ello, rápido.
Piotr, que como aleccionado sirviente, no había tenido la mano del señorito, limitándose a hacerle una reverencia desde lejos, desapareció de nuevo tras el portalón.
—También para tu carruaje hay una tríada de caballo —brindó obsequioso Nikolai Petrovich, mientras Arkadi bebía agua jarrita de hierro que le trajo la dueña de la hostería y Basarov fumaba su pipa—, sólo que mi coche es de dos asientos y no sé si tu amigo...
—Él ira en el tarantas —le interrumpió a media voz Arkadi—. Por favor no seas tan ceremonioso con él, es un chico estupendo, muy sencillo, ya lo verás.
El cochero de Nikolai Petrovich sacó los caballos.
—¡Vamos barbudo, gira! —dijo Basarov al cohcero.
—¿Has oído, Mitiuja, lo que te ha dicho el señor? —observó otro cochero que estaba allí con las manos metidas en las aberturas traseras de su larga zamarra—, te ha llamado barbudo.
Mitiuja se sacudió el gorro y tiró de las riendas del sudoroso corcel.
—¡Rápido! ¡Rápido, muchachos, que habrá para vodka! —exclamó Nikolai Petrovich.
Al cabo de unos minutos los caballos estaban ya enganchados y padre e hijo se acomodaron en el coche.
Piotr se encaramó en el pescante. Basarov subió de un salto al tarantas, reclinó la cabeza en la almohada de cuero y ambos carruajes arrancaron.
III
—Por fin te has licenciado y has vuelto a casa —dijo Nikolai Petrovich tocando cariñosamente a su hijo, ya en el hombro, ya en la rodilla.
—¿Y el tío? ¿está bien? —preguntó Arkadi, quien pese a la sincera alegría, casi infantil que lo embargaba, se apresuró a llevar el tono emocional de la conversación hacia el cauce normal.
—Está bien. Hubiera querido venir conmigo a recibirte, pero finalmente cambió de opinión.
—¿Estuviste mucho tiempo esperándome?
—Unas cinco horas.
—¡Qué bueno eres, papascha!
Arkadi se volvió súbitamente y beso la mejilla de su padre.
Nikolai Petrovich rió.
—Ya verás qué estupendo caballo te he preparado. Y tu habitación ha sido empapelada.
—¿Hay también habitación para Basarov?
—Habrá también una para él.
—Por favor, papascha, sé amable con él. No puedo expresarte hasta qué punto estimo su amistad.
—¿Hace poco que lo conoces?
—Sí, hace poco.
—Por eso no lo vi el año pasado. ¿Cuál es su ocupación? —Estudia ciencias naturales. Pero sabe de todo. El año que viene quiere doctorarse.
—¡Ah! En la facultad de medicina —observó Nikolai Petrovich, y calló. Luego señalando con el dedo, agregó—: Piort, ¿serán campesinos nuestros aquellos que pasan?
Piotr miró en la dirección que le indicaba su señor.
Unos cuantos carros, tirados por caballos sin arreos, rodaban ligeros por el angosto camino. En cada carro iban uno o dos campesinos, con las pellizas desabrochadas.
—Exactamente —respondió Piort. —¿Y dónde irán? ¿A la ciudad?
—Es de suponer que a la ciudad. Irán a la taberna —añadió despectivamente Piotr, y se inclinó ligeramente hacia el cochero, como aludiéndolo. Más éste ni siquiera se inmutó; era un hombre de viejo temple, que no hacía caso de alucinaciones por el estilo.
—Este año me dan mucho que hacer los campesinos —continuó Nikolai Petrovich dirigiéndose a su hijo—. No pagan obrok(5), ¿qué harías?
—Y con tus jornaleros ¿estás contento?
—Sí —musitó entre dientes Nikolai Petrovich—. Lo malo es que les pegan; pero de todos modos no se afanan de verdad. Estropean los arreos. Aunque hay que decir que no han arado mal. Sí se muele, habrá harina. ¿Es que acaso ahora te interesa la hacienda?
—Lástima que aquí no hay sombra —observó Arkadi sin dar respuesta a la última pregunta de su padre.
—He puesto una gran marquesina sobre el balcón, en la parte norte —dijo Nikolai Petrovich—, ahora podremos comer al aire libre.
—Se parece a una dacha... mas no tiene importancia. ¡Lo que vale es el aire de aquí! ¡Qué aroma tan magnífico! De verdad creo que en ningún otro lugar hay un olor como el de estos confines. Y este cielo...
Arkadi se detuvo de pronto, lanzó una mirada hacia atrás, en dirección a Basarov, y se calló.
—Es natural —apuntó Nikolai Petrovich —, Tú has nacido aquí y debe parecerte que todo tiene algo de especial.
—Pero papacha, qué más da el lugar donde nazca el hombre. — Sin embargo...
— No, es absolutamente lo mismo.
Nikolai Petrovich miró de lado a su hijo. El coche había recorrido ya media versta antes que la conversación se reanudase entre ello.
—No recuerdo si te notifiqué el fallecimiento de Egoravna, tu antigua aya(6) —profirió Nikolai Petrovich:
—¿De veras? ¿Pobre vieja! Y Prokofich, ¿vive?
—Si y no ha cambiado nada. Continúa echando barriga. En general, no hallarás grandes cambios en Marino.
—¿Tienes el mismo intendente?
—De intendente sí he cambiado. He decidido no tener más antiguos domésticos, o al menos, no confiarles ningún puesto de responsabilidad. Ahora tengo un intendente de la pequeña burguesía que parece un chico activo. Le he designado doscientos cincuenta rublos anuales.
—Bueno —añadió Nikolai Petrovich pasándose la mano por la frente y las cejas, lo cual ere siempre en él indicio de turbación—. Acabo de decirte —añadió— que no hallarás grandes cambios en Marino... Pero eso no es del todo cierto. Creo mi deber prevenirte que, aunque...
Tartamudeo un instante y finalmente continuó en francés:
—Un moralista riguroso encontraría inoportuna mi sinceridad; en primer lugar, lo que te voy a decir no se puede ocultar, y en segundo, tú sabes que yo siempre he tenido mis principios particulares respecto a las relaciones entre padre e hijo. Naturalmente que tienes derecho a censurarme. A mi edad... Para decirlo de una vez... Se trata de esa muchacha... de aquella chica de quien probablemente has oído hablar...
—¿Fiechnika? —preguntó Arkadi con desenfado.
Nikolai Petrovich se sonrojo.
—Por favor, no la nombres en voz alta. Sí, Fiechnika; ahora vive conmigo. La instalé en casa, había dos habitaciones pequeñas. No obstante, todo eso se puede cambiar.
—¿Cambiar, papacha? ¿Para qué?
—¿Me parece violento, ante tu amigo.
—Por Basarov no te preocupes, él está encima de todo eso. —Lo malo es que el pabellón lateral no vale nada.
—¡Ea, papacha, parece que estuvieras disculpándote. ¿No te da vergüenza?
—Claro que tiene que darme vergüenza —respondió Nikolai Petrovich enrojeciendo cada vez más.
—¡Basta, papacha, basta! Hazme el favor —exclamó Arkadi sonriendo cariñoso —.
“¡Disculparse de eso!”, pensó para sus adentros, mientras se adueñaba de él un sentimiento de indulgente ternura hacia su bondadoso y blando padre, mezclado con una sensación de cierta superioridad oculta.
—¡No hables más de eso, por favor! —repitió una vez más, complaciendo espontáneamente al percatarse de su propia instrucción y sentido de la libertad.
Nikolai Petrovich lo miró y sintió una punzada en el corazón... Mas inmediatamente se repuso.
—Estos ya son nuestros campos —dijo después de un largo silencio.
—Y aquél parece nuestro bosque —contestó Arkadi.
—Si, el nuestro. Pero lo vendí. Este año lo talarán.
—¿Por qué lo vendiste?
—Necesitaba dinero. Además esa tierra pasa a los campesinos. —¿Los que no te pagan el obrok?
—Eso es cosa suya; por lo demás, algún día pagarán.
—¡Lastima de bosque! —señaló Arkadi mirando a su alrededor.
Los parajes que atravesaban no podían denominarse pintorescos. Campos y más campos se extendían hasta la misma línea del horizonte, ya elevándose suavemente, ya descendiendo de nuevo. Aquí y allí se divisaban pequeños arbustos. Serpenteaban los barrancos, recordando al que los contemplaba la imagen de los mismos en los antiguos planos de los tiempos de Ekaterina.
Aparecían también riachuelos con escarpadas orillas y diminutos estanques con un mal dique, y aldeúchas con pequeñas cabañas de madera de oscuros tejados medio desmantelados, con paredes de seco ramaje entretejido, y las bostezantes portezuelas de parajes desiertos, y las iglesias, una veces de ladrillo con el estuco desconchado a trechos, otras de madera con las cruces torcidas y los cementerios ruinosos.
Akadi sentía que el corazón se le oprimía cada vez más. Como si fuera a propósito, los campesinos que encontraban a su paso montaban cansadas cabalgaduras, iban vestidos de harapos, como mendigos. En el borde del camino se alzaban sauces con la corteza desgarrada y las ramas rotas. Vacas flacas de ordinario pelambre pastaban ávidamente la hierba, como si acabasen de liberarse de amenazadoras garras. Y al conjuro del miserable aspecto de aquellos exhaustos animales, en medio de un hermoso día primaveral, se le pareció el níveo espectro del invierno, triste e infinito, con sus borrascas, heladas y nieves...
“No, pensó Arkadi, no es rica esta comarca. No sorprende por el bienestar ni el amor al trabajo. No, no puede quedarse así, son necesarias transformaciones..., pero ¿cómo realizarlas? ¿Cómo proceder...?”
Así reflexionaba Arkadi... y mientras lo hacía, la primavera se iba imponiendo. Todo alrededor reverdecía con destellos dorados; todo palpitaba y brillaba amplía y dulcemente bajo el apacible hálito del viento cálido: los árboles, los arbustos y la hierba. Por doquier cantaban las alondras con largos y sonoros trinos. Las avefrías ora gritaban batiendo las alas sobre los prados, ora revoloteaban en silencio sobre los terrones. Destacando su negro plumaje sobre las verdeantes espigas, iban de un lado para otro los grajos, que desaparecían después de entre los ondulados trigales, asomando de cuando en cuando sus cabecitas. Arkadi miraba extasiado y paulatinamente fueron disipándose sus reflexiones... Se quitó bruscamente el capote y miró a su padre con alegría infantil, abrazándolo de nuevo.
—Ya queda poco —observó Nikolai Petrovich—. En cuanto salvemos ese montículo se verá la casa. Viviremos a placer, Arkadi. Tú me ayudarás en la hacienda, si ello no te aburre. Es necesario que nos unamos estrechamente, que nos conozcamos bien, ¿verdad?
—Claro —respondió Arkadi—, pero ¡qué maravilloso día hace hoy!
—Es por tu llegada, hijo mío. Sí, la primavera brilla en todo su esplendor. Además, estoy de acuerdo con Puchkin, que en Evgueni Oneguin dice:
¡Cómo me entristece tu llegada, Primavera, tiempo de amar! Que...
—¡Arkadi, mándame una cerilla, no tengo con qué encender la pipa! —resonó la voz de Basarov desde el carruaje.
Nikolai Petrovich se calló. Arkadi, que había empezado a escuchar a su padre con cierto asombro, mezclado de compasión, se apresuró a sacar del bolsillo una cerillera de plata, que pasó a Basarov por medio de Piort.
—¿Quieres un cigarro? —gritó de nuevo Basarov.
—Pásame uno —respondió Arkadi.
Piotr volvió al coche y le entregó la caja de cerillas junto con
un gran puro que Arkadi encendió al instante extendiendo en torno suyo un fuerte olor acre a tabaco malo. Nikolai Petrovich, que jamás había fumado, apartó sin querer la nariz, aunque lo hizo de un modo imperceptible, para no ofender a su hijo.
Al cabo de un cuarto de hora ambos carruajes se detuvieron ante el soportal de una casa nueva de madera, pintada de gris, y con tejido de chapa de hierro en color rojo. Aquello era Marino, la Nueva Solvodka, o como lo llamaban los campesinos, el caserío de Bobili.
(5) Tributo en dinero o especie que pagaba el campesino al terrateniente en Rusia durante el feudalismo.
(6) Nana.