El diente de ballena

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El diente de ballena
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El diente de ballena










El diente de ballena

 (1900) Jack London



Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Abril 2021



Imagen de portada: Rawpixel

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.




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En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa-misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir “Gran Tierra”, y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.



El Lotu, o la devoción y la fe, progresaba muy poco, y algunas veces los al parecer conversos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes, como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido a cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno llamado Ra Undreundre. Vivía en Takiraki y registraba cuidadosamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos treinta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor, si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho. Los pobres misioneros, atacados por la fiebre, trabajaban arduamente esperando que el fuego de Pentecostés iluminara las almas de los salvajes. Pero los caníbales de Fidji se resistían a dejarse civilizar mientras tuvieran provisiones abundantes de carne humana.



Por aquella época fue cuando John Starhurst proclamó su intención de enseñar la Biblia de costa a costa y su propósito de penetrar en las montañas del interior, al norte de Rewa River. Sus palabras fueron recibidas con consternación.



Los maestros indígenas lloraban silenciosamente. Sus compañeros misioneros trataron en vano de disuadirle. El r

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