La isla enamorada

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La isla enamorada
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Delfín de Color

ISBN edición impresa: 978-956-12-2617-3.

ISBN edición digital: 978-956-12-3503-8.

3ª edición: marzo de 2017.

Obras Escogidas

ISBN: 978-956-12-2618-0.

4ª edición: marzo de 2017.

Gerente Editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.

Editora: Camila Domínguez Ureta.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

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ÍNDICE

LA ISLA ENAMORADA

LA ISLA DE LA SUERTE

LA ISLA DE LA PAZ


LA ISLA ENAMORADA

I

La isla más linda del Mar de las Maravillas estaba situada al noroeste de la Isla de Pascua. Se llamaba Vana y se merecía ese nombre porque era absolutamente vanidosa. Pero no todo era por su culpa: el mar la adoraba y hacía cosas increíbles para hacerla feliz. Conseguía, por ejemplo, aquietar sus olas y despejar el cielo en medio de las tempestades más violentas si a Vana se le antojaba en ese momento mirarse en el agua, como en un espejo. Desviaba por ella sus grandes corrientes desde los cuatro rincones del mundo y le traía preciosos corales, algas y anémonas para adornar sus roqueríos, si Vana se lo pedía; y con sus grandes vientos le traía aves, mariposas y semillas de flores de colores nunca vistos, de aromas embriagadores y formas deslumbrantes. ¿Dónde cantaban los únicos ruiseñores del Mar de las Maravillas? En un bosquecito de encinas en Vana. ¿Dónde había perlas como para hacerle un collar de tres vueltas a la Luna? En los fondos arenosos de las playas de Vana. ¿Dónde se daban los higos, los plátanos y los melocotones más lindos y deliciosos? En las colinas de Vana.

Durante miles y millones de años, Vana vivió tan feliz consigo misma, que no se dio cuenta de que vivía sola. Por su parte, el mar se las arregló para que ningún velero, ni barco, ni lancha llegara hasta ella. Cuando algún audaz navegante se acercaba a sus aguas, invariablemente se encontraba con vientos huracanados y violentas tempestades. Así, ningún ser humano había llegado a pisar la nacarada playa de Vana.

Pero un buen día Vana despertó, echó una mirada al espejo de agua que la rodeaba y no sintió su acostumbrado escalofrío de placer. El mar comprendió enseguida que algo grave pasaba y se aquietó al máximo para que ninguna arruga desluciera la imagen de su regalona. Pero ella, en vez de sonreír, como siempre lo hacía cuando se contemplaba, dio un largo suspiro.

Por primera vez en su milenaria vida de vanidosa, Vana se sentía sola.

¡Qué no hizo el mar para alegrarla! Le llevó peces, aves y moluscos nunca vistos; montó a su alrededor un circo de remolinos verdes y auroras boreales púrpuras; sopló sobre ella aromas tan exquisitos y raros, que ni el viento los había olido. Pero Vana no reaccionaba. Al contrario, cada día se ponía más mustia: sus follajes se secaban, los pájaros enmudecían, sus fuentes se ponían turbias, sus frutos no maduraban. Y ni en sus grutas ni en sus playas se oían las risitas de placer que la islita lanzaba cuando no sabía que estaba sola.

Sola, sola, sola se sentía Vana. Y en vez de contemplarse en el espejo del mar, ahora se lo pasaba escrutando el horizonte vacío, esperando no se sabía qué de la lejanía.

Y así pasaron los días y los meses. Y cuando el decaimiento de Vana llegó al punto de que ya no abría los ojos, el mar comprendió que su preciosa islita estaba a punto de convertirse en un peñón tétrico. Y entonces, con dolor de su corazón, aceptó lo que había sabido desde el primer día: Vana había cumplido diecisiete millones de años y le había llegado la edad de enamorarse.

Entonces, lanzando cuatro escupos de espuma, el mar partió hacia los cuatro puntos cardinales a buscar un hombre para ella.

II

Alamiro era un joven rubio, rechoncho y relativamente rico. Adoraba a un dios: el mar, y a muchas diosas: las playas. Y por eso pasaba gran parte de su vida haciendo surf, buceo y navegando en yate. Frecuentaba las playas famosas del Océano Pacífico y en todas encontraba amigos, gente como él, dedicados a jugar en el mar el año entero.

El año en que se puso de moda la playa de Anakena, en Isla de Pascua, Alamiro y sus amigos fueron de los primeros en llegar a la isla en el Cochayuyo, su yate de un palo. No conocía Pascua. Creía que iba a encontrar playas doradas y bosques de palmeras, y fue grande su decepción cuando se encontró con una tierra árida y unos moais de cara desdeñosa que le pusieron los nervios de punta. Por lo tanto, a los pocos días de haber llegado se puso a buscar a un tripulante para seguir a Tahiti. Pero los amigos que habían llegado con él, no querían moverse.

–¿Para qué irse de esta isla mágica? –le decían–. ¿No sabes acaso que en unos días más llegará Jessica Cormac, en El Monasterio?

Jessica era una muchacha muy adinerada, que se lo pasaba viajando de isla en isla, en su enorme yate El Monasterio. Era, además, bellísima. Alamiro decidió postergar su viaje y para pasar el tiempo se dedicó a bucear. La flora y la fauna de la isla le parecían vistosas, pero nada del otro mundo: el agua no era tan transparente como en el Mar de Coral o en Samoa, y sí más fría.

Una tarde, cuando estaba a doce metros de profundidad, un enorme moai de ojos blancos pasó casi rozando su hombro y en ese instante se sintió empujado hacia el fondo del mar, como si por encima de él hubiera pasado una locomotora. Aterrorizado, subió dificultosamente a la superficie y juró no bucear más en esas aguas de mal agüero. Esa noche, la imagen del moai blanco estuvo cien veces a punto de aplastarlo en sus sueños. Cuando despertó, al otro día, su cabeza ardía de fiebre. Salió a cubierta para despejarse y creyó ver moais de ojos blancos en los cerros, en la playa y en el fondo del mar, bajo el casco del Cochayuyo.

–De esta isla maldita tengo que salir hoy mismo –masculló, restregándose los ojos.

En eso escuchó una bocina de barco, se dio media vuelta y vio que entraba a la rada de Anakena el yate más grande del hemisferio occidental: Jessica Cormac había llegado a Pascua.

Esa misma noche, el afiebrado Alamiro bebía un vaso de jugo de arándanos frescos con hielo de un iceberg de un millón de años en el gran salón de popa del Monasterio. Al son de una música tropical tocada por siete músicos japoneses, Jessica Cormac bailaba como una diosa y era la reina de la fiesta.

Repentinamente la muchacha se detuvo frente a Alamiro y ante el asombro y la envidia de todos los jóvenes, lo invitó a bailar con ella. Pero el joven no dio señas de haber notado la mano que le tendía la reina. Alamiro en ese momento temblaba sin poder contenerse y tenía los ojos fijos en el mar. Allí, en medio de la oscuridad de la noche pero iluminado por los juegos de luces del yate, vio que un enorme moai blanco caía del cielo a toda velocidad.


–¡No me aplastarás! –gritó el joven, como enloquecido. Y dejando su vaso de jugo de arándanos en manos de Jessica, cruzó la terraza corriendo, llegó hasta la borda y ante la muchedumbre atónita se lanzó al mar.

Nadó como si lo persiguiera un tiburón; trepó al Cochayuyo, alzó una vela, levó el ancla y se internó en el océano. Navegó toda la noche hacia el oeste. Al amanecer no se veían en el horizonte ni las nubes de Pascua, pero el terrible moai de ojos blancos aún lo perseguía. Preso del terror, Alamiro corrió a su litera y se amarró a ella convencido de que se iba a morir.

No supo cuándo comenzó la tormenta.

Un día y una noche después despertó despejado y sintiéndose bien. Pero enseguida notó que algo andaba mal. El piso no estaba horizontal y el barco no se meneaba. Arrastrándose por el suelo inclinado que no le permitía estar de pie, llegó a cubierta, se deslizó fuera y cayó en un suelo de arena nacarada.

 

Vana sintió caer el cuerpo de un hombre en su seno y se enamoró para siempre.

III

El yate estaba varado en la playa más linda que Alamiro había visto en su vida. Y por ninguna parte se veía ni la sombra de un moai.

Como todo náufrago, pese a la belleza del paisaje, su primera idea fue volver cuanto antes a su mundo. Examinó cuidadosamente el casco de su yate y comprobó con estupor que estaba intacto. ¡Era como un milagro! Una ola poderosa y benigna había tomado al Cochayuyo en mar abierto, lo había hecho pasar entre arrecifes y corales y lo había depositado sin un rasguño en esa playa.

Silbando de contento, encendió su equipo de música, se puso un jockey rojo, unos anteojos oscuros y con una pala corta que nunca había usado se puso a abrir una zanja en la arena entre el yate y el agua. Calculó que el trabajo le tomaría un par de horas, pero cuando ya se ponía el sol tuvo que reconocer que ni en una semana zafaría el yate. Tiró lejos la pala y muerto de cansancio trepó como pudo a su camarote y se puso a dormir.

Alamiro no había notado nada extraño en la isla durante el día, pero el mar sí. Los suspiros de su regalona perdidamente enamorada del recién llegado lo habían hecho sufrir horrores y poco a poco se fue ennegreciendo de celos. Estaba arrepentido de haber traído a ese hombre a la isla y decidió reparar su error.

Así, se hinchó en la oscuridad, agolpándose en la ensenada de Vana. Sus aguas subieron, cubrieron los roqueríos y avanzaron sobre la arena hasta rodear el Cochayuyo. Silenciosamente el yate fue enderezándose. Y cuando estuvo a flote, el mar fue retirándose y se lo llevó con él.

Alamiro dormía, Vana no. Cuando la islita vio que el yate se iba comprendió las intenciones del océano y lanzó un grito tan desgarrador, que el mar tuvo que desistir. Y avergonzado e iracundo, giró sus corrientes en medio de la noche y con una tremenda ola lanzó al Cochayuyo con furia contra los arrecifes de Vana. El yate se estrelló y el casco se partió de proa a popa.

El muchacho despertó sumergido y sintió que se ahogaba. Manoteó desesperado golpeando tablas y cosas hasta que pudo sacar la cabeza del agua y respirar. No sabía dónde estaba. Las olas rugían a su alrededor lanzando espumarajos fríos. Giró de un lado a otro escrutando las tinieblas con desesperación. Tragó agua, respiró agua y cuando supo que esta vez iba a morir, vio aparecer una tenue franja de luz a ras del mar. Era la arena nacarada de la playa, que Vana hacía brillar en la noche por amor a él.

IV

Alamiro volvió en sí, levantó la cabeza, vio su cuerpo lleno de rasmilladuras, miró la playa sembrada de restos de yate, se recostó de nuevo y cerró los ojos.

Tres horas después, el joven comía el plátano más grande, más dulce y perfumado que había probado en su vida. Cinco horas después encontró una laguna de aguas transparentes en la que se zambulló y flotó de espaldas, sintiendo que su vapuleado cuerpo se aliviaba increíblemente. Como en un sueño contempló los follajes cargados de flores blancas, rojas y azules que sombreaban la laguna y escuchó un canto de pájaros que no parecía de este mundo. Doce horas después entró en una cueva cuyas paredes chorreaban miel y llegó a una gruta donde encontró un mullido lecho de hojas secas y plumas, en el que se tendió a dormir.

Tres días después de haber naufragado en Vana terminó el reconocimiento de la pequeña isla. Y sentado en la playa nacarada de donde los restos de su embarcación habían desaparecido, como si el mar se hubiera encargado especialmente de ellos, se sintió feliz.


“¿Cómo puedo sentirme tan bien aquí solo, lejos de mis amigos, de las comodidades de los hoteles y del bullicio de las ciudades?”, se preguntó, mientras contemplaba las olas esmeralda que orlaban con una espuma más resplandeciente que la nieve el arco blanco de la playa. “No hay resort en el mundo que se compare a este paraíso”.

Y mientras dejaba caer por entre sus dedos un puñado de arena tibia y sedosa, siguió elucubrando. “¿Cómo es posible que lleve tres días en esta isla desierta sin echar de menos las fiestas, los licores, el surf y hasta mi adorado yate? ¿Me estaré poniendo viejo?”.

Entonces llegó a la conclusión de que esa isla tenía algo extraño. Algo que no lo dejaba sentirse solo, que lo acompañaba mañana, tarde y noche, que estaba con él en la playa, en los bosques, en la laguna donde dormía y en la colina donde subía a mirar el horizonte.

Y en ese mismo instante, llevado por un impulso gritó:

–¡Islita maravillosa: yo te bautizo hoy con el nombre de “Preciosa”!

Instantáneamente, un coro de pájaros se puso a cantar con increíble dulzura; otros, de coloridos plumajes, se pusieron a volar de rama en rama; blancos floripondios se abrieron mareándolo con sus perfumes; desde un árbol cayeron a sus pies papayas doradas e higos violetas; un enjambre de abejas voló alrededor de su cabeza como un turbante de oro y dos grandes mariposas de color amatista se posaron temblorosas sobre sus hombros desnudos.

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