Loe raamatut: «Prácticas semióticas», lehekülg 4

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De las estrategias a las formas de vida

Debemos dar un último paso para llegar a las formas de vida que subsumen las estrategias. Uno de los estudios más célebres de Jean-Marie Floch, el que consagró a los usuarios del metro parisino13, nos permitirá ilustrar no solamente la pertinencia de este último nivel, sino también la del conjunto de la jerarquía de las instancias.

En efecto, el problema tratado por J.-M. Floch en ese estudio es el de las diferentes actitudes típicas que los usuarios del metro adoptan frente a la composición de los itinerarios que se les ofrecen, y en particular frente al conjunto de eso que podríamos llamar las «zonas críticas» y que, por lo mismo, deben ser «negociadas» por esos usuarios (como si dijéramos «sortear una curva») para ajustarlas a su propio recorrido.

Esas zonas críticas son discontinuidades en el espacio (escaleras, andenes, vagones, zonas obstruidas), que podrían caracterizarse como «objetos-lugares», u objetos más específicos (portillos automáticos, perforadores de billetes, etcétera), «objetos-máquinas» en suma, y, en fin, objetos que no son más que soportes de inscripciones de todas suertes (señales, reglamentos, publicidad, etcétera).

Las zonas críticas hacen referencia a los primeros niveles de pertinencia que hemos construido: signos y figuras, textos e imágenes, y, sobre todo, varias categorías de objetos, a su vez jerarquizados: objetoslugares que pueden englobar objetos-máquinas, los cuales a su vez engloban objetos-soportes. A cada una de esas zonas críticas corresponde una «escena predicativa» típica, dotada de procesos específicos (informar, orientar, prescribir, prohibir, seducir, persuadir, etcétera), y cada uno remite a una práctica identificable.

Esas zonas son «críticas» por la simple razón de que oponen escenas prácticas concurrentes a los recorridos de desplazamiento del usuario, es decir, a otra práctica: el problema que hay que resolver depende, primero, de la estrategia, o sea, de la articulación sintagmática (intersección, encadenamiento, paralelismo, concomitancia, desnivel, etcétera), y de la eventual acomodación entre al menos dos escenas prácticas. Hasta entonces, el problema por tratar solo concierne a la capacidad de las estrategias para controlar la compatibilidad y la incompatibilidad entre las semióticas-objetos de los niveles inferiores.

Lo que aparece entonces es que, según que el recorrido del usuario sea continuo o discontinuo, que su paso sea rápido o lento, que ponga o no ponga atención a las zonas críticas, la estrategia adopta formas globalmente distintas. Floch saca de ahí una tipología de usuarios: agrimensores, «pros» [profesionales], despreocupados [flâneurs] y sonámbulos, que cohabitan en los corredores del metro. La agrimensura, la despreocupación, el sonambulismo y el profesionalismo son, pues, formas típicas extraídas de las estrategias de acomodación entre el recorrido propio del usuario y las exigencias, las propuestas y los obstáculos que caracterizan el conjunto de las zonas críticas del itinerario.

Esa tipología reposa de hecho en las interacciones entre dos dimensiones: de un lado, el empeño más o menos intenso del actor en su gestión por observar a la vez el desplazamiento en general, y sobre todo las zonas críticas en particular (lo cual se traduce, en la ocurrencia, por una rapidez de ejecución más o menos grande); y de otro lado, la valoración o la desvaloración de las zonas de intersección y de concurrencia entre esa práctica de desplazamiento y las otras prácticas que va encontrando. Por ejemplo, el «agrimensor» está fuertemente empeñado en su desplazamiento, por eso va rápido, pero al mismo tiempo, respeta todas las zonas críticas, las valoriza con una suspensión del desplazamiento y por la atención que pone en cada una de las prácticas concurrentes; mientras que el «profesional», en el mismo tiempo, desvaloriza esas mismas zonas críticas y se esfuerza incluso en suprimirlas, anticipándose a ellas y programando su mínima inserción en su recorrido.

En tal sentido, la conjugación de esas dos dimensiones, y los diferentes grados de cada una de ellas, define «estilos» de comportamiento estratégico, maneras de administrar a la vez una práctica principal y prácticas concurrentes, un recorrido y sus obstáculos, etcétera.

No tenemos que ver entonces solamente con una estrategia, ni con una clase de estrategias en cuanto tales, sino con una clase de estilos de estrategias, y esa nueva dimensión de las estrategias se abre al nivel de pertinencia superior, el de las «formas de vida». El plano de inmanencia de las estrategias está, por tanto, también constituido por dos faces:

(i) una faz formal vuelta hacia la acogida de los niveles inferiores, y especialmente de la gestión y el control de los procesos de acomodación prácticos; y

(ii) una faz sustancial vuelta hacia el nivel superior, donde será formalizada gracias a la esquematización estilística y a la iconización de los comportamientos en formas de vida.

Esas clases estilísticas, en efecto, están constituidas sobre la base de dos criterios enlazados por una relación semi-simbólica: «estilos» rítmicos, por un lado, que expresan, por otro «actitudes» de valoración o de desvaloración de las escenas-obstáculos. La reunión de esos dos planos: el estilo rítmico (la expresión) y la actitud modal y axiológica (el contenido) dan lugar a una nueva semiótica-objeto, que no se confunde ni con la simple yuxtaposición de todas las estrategias, ni tampoco con su constitución en clases.

Por lo tanto, esos conjuntos así constituidos son generalizables, más allá de las temáticas específicas que caracterizan a la vez las prácticas observadas y el entorno espacio-temporal de las estrategias. Gracias, principalmente a las isotopías que las caracterizan, y que son de tipo modal y pasional (según el querer-hacer, el saber-hacer, el deber-hacer, etcétera), y también por los rasgos rítmicos y estilísticos con los que constituyen el dispositivo de expresión, esos conjuntos estratégicos caracterizan tanto un modo de vida en general como un comportamiento específicamente reservado a los transportes en común: los mismos criterios de identificación, los mismos estilos rítmicos y las mismas actitudes modales y axiológicas funcionarían igualmente bien para otros recorridos y en otros lugares heterogéneos y complejos: la exposición, el hipermercado, la estación del tren, el centro comercial, etcétera, o incluso, por qué no, el libro, el catálogo, el diccionario o el sitio de internet.

En suma, el tipo figurativo del recorrido y la temática que define el lugar están débilmente implicados en la caracterización de los estilos estratégicos de los usuarios, y esa autonomía confirma la hipótesis precedente según la cual nos encontraríamos frente a la prefiguración de otro tipo de semiótica-objeto, y por tanto, ante otro nivel de pertinencia. Y justamente en esa perspectiva los estilos estratégicos son generalizables, y pueden caracterizar a los usuarios de un supermercado como a estilos de navegación virtual sobre el lienzo. De hecho, esos «estilos estratégicos» participan de las formas de vida, que subsumen las estrategias y que extraen las constantes de una identidad y de algunas «valencias» a partir de las cuales los usuarios califican y valoran los lugares, los itinerarios y sus zonas críticas.

Desde el punto de vista del plano de la expresión, una forma de vida es, pues, la «deformación coherente» obtenida por la repetición y por la regularidad del conjunto de las soluciones estratégicas adoptadas para articular las escenas prácticas entre sí. Pero, como por integraciones, el último nivel hereda de todas las formas pertinentes anteriormente esquematizadas, una forma de vida comprenderá también figuras, textos-enunciados, objetos y prácticas específicas. Resumamos el análisis de los usos del metro:

(i) el metro es lugar en el que, con toda evidencia, los «signos» y figuras de toda naturaleza proliferan y solicitan todos los canales sensoriales;

(ii) esos «signos» y figuras son organizados en «textos-enunciados»: reglamentos, afiches, pictogramas, nombres de direcciones y de estaciones, modos de empleo de máquinas, enunciados de advertencias o de informaciones sobre el tráfico, etcétera;

(iii) esos textos están inscritos sobre «objetos», paneles murales, portillos de paso, perforadoras de billetes, pancartas, paredes, pantallas de afichaje electrónico, etcétera;

(iv) esos «objetos» pertenecen a una o a varias «prácticas», compuestas de escenas sucesivas, que determinan justamente las «zonas críticas» que hay que negociar durante el recorrido;

(v) esas «escenas prácticas» deben ser ajustadas, por un lado, unas con otras, y por otro, con el recorrido del desplazamiento del usuario (la práctica principal), según un estilo de negociación que caracteriza la «estrategia» actual y provisional del usuario;

(vi) la «estrategia» del usuario se une a otras estrategias en el seno de una clase más general y más estable en el tiempo, cuyo plano de la expresión (el estilo) remite a contenidos axiológicos específicos, y el todo se presenta y se da a captar como una «forma de vida».

La experiencia subyacente, el sentimiento de una identidad de comportamiento, la percepción de una regularidad en un conjunto de procedimientos de acomodación estratégica, es la experiencia de un ethos; dicha experiencia, al convertirse en un dispositivo de expresión pertinente (un estilo que expresa una actitud) da lugar a una forma de vida, susceptible de integrar la totalidad de los niveles inferiores para producir globalmente una configuración pertinente para el análisis de las culturas14.

Jerarquía de los planos de inmanencia

Habiendo convertido los diferentes niveles pertinentes de la experiencia en otros tantos tipos de semióticas-objetos, la cuestión del principio de inmanencia se plantea de muy distinta manera: cada nivel corresponde a un plano de inmanencia específico, y la jerarquía obtenida es la de los planos de inmanencia:


Las prácticas ocupan, pues, una posición intermedia en esta jerarquía; en ese sentido, pueden, por un lado, acoger como componentes unidades de los niveles inferiores como signos, textos y objetos, y por otro, participar en la composición de los niveles superiores, el de las estrategias y el de las formas de vida.

La presentación casi histórica que nos ha permitido distinguir y definir los diferentes niveles de análisis refleja en cierto modo el recorrido de las preocupaciones sucesivas de dos o tres generaciones de semióticos. Ese recorrido no implica, sin embargo, obligatoriamente, que los niveles de pertinencia anteriores deban ser ni siquiera provisionalmente abandonados: por definición, todos ellos son pertinentes, aunque desigualmente explotados. Como ya lo hemos hecho notar a propósito de las prácticas, la jerarquía que hemos establecido es composicional, y cada nivel es necesario para la formación de los demás.

No obstante, la composición de cada uno de los niveles no se limita a las semióticas-objetos de los niveles inferiores; como ya lo hemos hecho observar a propósito de la constitución de la dimensión plástica de los textos-enunciados, cada nivel absorbe y articula en su propio campo de pertinencia elementos que no estaban considerados como pertinentes en el nivel inferior. Disponemos actualmente de seis niveles: los signos o figuras, los textos-enunciados, los objetos, las escenas prácticas, las estrategias y las formas de vida. En cada nivel, el principio de pertinencia distingue una instancia formal-estructural y una instancia material-sensible; de modo que cada nivel [N+1] integra la instancia material-sensible del nivel [N] a su propio principio de pertinencia15.

El principio de composición obedece, pues, a un principio de constancia: la esquematización, en un nivel dado, de las propiedades materiales y sensibles que estaban asociadas a las semióticas-objetos de los niveles precedentes. Globalmente, se trata de la conversión de una experiencia (y de una fenomenología) en dispositivo de expresión semióticamente pertinente, es decir, que pueda ser asociado a un plano del contenido.

Y la búsqueda del nivel de pertinencia óptimo, para cada proyecto de análisis, hace el reparto entre las instancias formales, aquellas que sean pertinentes para el nivel elegido, y las instancias materiales y sensibles, aquellas que lo sean para el nivel siguiente: se puede considerar entonces que estas instancias materiales, seleccionadas por su correlación con las instancias formales, constituyen la sustancia de la expresión en ese nivel.

Esta presentación por etapas enmascara un hecho a todas luces evidente: desde el primer nivel de experiencia, todas las propiedades materiales y sensibles están ya presentes, todas juntas, en un conglomerado que corresponde a la materia de la expresión.

No es fácil ver cómo cada nivel de pertinencia puede «inventar», para su entorno exclusivo, nuevas propiedades materiales y sensibles: las figuras y los textos, en los niveles inferiores, están ya sumergidos en un universo fenoménico, material y sensible, la mayor parte de cuyas propiedades parece que no tuvieran ninguna relación con ellos. La progresiva elaboración de la experiencia engendra precisamente la serie de los planos sucesivos de inmanencia, y al mismo tiempo, revela los lazos que mantienen o que establecen con los objetos de análisis del nivel inferior: experiencia figurativa, experiencia interpretativa y textual, experiencia práctica, experiencia de las coyunturas y de los ajustes, experiencia de los estilos y de los comportamientos (ethos).

Globalmente, el recorrido de constitución del plano de la expresión presupone, pues, la materia de la expresión de la cual se extrae en cada nivel una forma y una sustancia. Esta presentación permite dar a la serie hjelmsleviana «materia, sustancia y forma» una nueva dimensión operativa16, ya que, dentro de la jerarquía de los planos de inmanencia, se pueden observar y describir las transformaciones que conducen de la primera a la segunda, y de la segunda a la tercera. La perspectiva adoptada ya no es tipológica y paradigmática, y por nuestra parte, consideramos en adelante que la jerarquía de los planos de inmanencia soporta recorridos y transformaciones que enlazan todos los niveles entre sí, y que comporta, y en consecuencia, una dimensión sintagmática, que describiremos como recorrido de integración.

Se podría considerar que ese recorrido en el que se configuran progresivamente niveles de pertinencia, a partir de un horizonte material y sensible, es un recorrido generativo del plano de la expresión. Pero como todo recorrido generativo, este tampoco tiene valor operativo sino a partir del momento en que las operaciones que lo constituyen son explicitadas y definidas. Los diferentes aspectos de esas transformaciones y del recorrido de constitución del plano de la expresión son los que vamos a examinar ahora.

EL RECORRIDO GENERATIVO DEL PLANO DE LA EXPRESIÓN
De los modos de existencia

La primera cuestión que tenemos que abordar es la coexistencia de las diferentes semióticas-objetos y la de su convocación común en la descripción, y no obstante diferenciada en el momento del análisis. En efecto, si cada semiótica-objeto pertenece a un plano de inmanencia y obedece a un principio de pertinencia específico, las pertinencias se excluyen unas a otras, y la coexistencia de las semióticas-objetos, si bien es necesaria para constituir una sintagmática coherente, resulta problemática. Esa dificultad es la que la noción de «contexto» se esfuerza si no en regular, por lo menos en paliar, puesto que, para conducir la descripción, asocia elementos de estatuto dispar, articulándolos en «texto» y «contexto».

Nosotros proponemos abordar esa dificultad por medio de un ejemplo tomado de las investigaciones cognitivas; se trata del caso de la «affordance»*. Hay un momento, en efecto, en que la psicología cognitiva encuentra sus propios límites; aquel, por ejemplo, en el que debe dar cuenta de las relaciones entre los hombres y las máquinas, o de la ergonomía de un objeto, de un utensilio o de un proceso técnico, porque en tales casos tiene que ver con exigencias y con propiedades interactivas, que no residen ni solamente en el espíritu del usuario, ni enteramente en la estructura técnica del objeto.

Y entonces se proclama «ecológica», porque no puede limitarse a la descripción de los procesos mentales de los usuarios y de los intérpretes: la realidad material, o sea, la estructura técnica de los objetos resiste, se impone, propone, sugiere, y no se deja reducir al estatuto transparente de pretexto, de ocasión o de soporte de experiencias puramente cognitivas.

Para resolver ese tipo de dificultades, la psicología cognitiva ha inventado la «affordance», concepto que resume el conjunto de actos que la morfología cualitativa del mundo y de sus objetos permite realizar a quienes los usan: así, una silla nos «sirve» principalmente «para sentarnos». En muchas descripciones, sin embargo, nos olvidamos con frecuencia del dinamismo interactivo de esos actos, y las propiedades morfológicas que los soportan son reducidas a simples funcionalidades del objeto, como en el análisis sémico de la década de 1960 (el sema «para sentarse» de la silla, según B. Pottier).

Pero si uno presta atención al carácter interactivo de la «affordance», advierte que consiste principalmente en conferir a los objetos un funcionamiento «factitivo», y en proyectar sobre las relaciones entre los objetos y sus usuarios secuencias de manipulación. La factitividad de los objetos recubre cierto número de propiedades, actanciales, modales y figurativas, familiares todas ellas al análisis semiótico. Lo que «affordance» designa sin distinguirlo, el concepto de «factitividad», permite declinarlo por lo menos en tres tipos diferentes y complementarios: «hacer-hacer», «hacer-saber», «hacer-creer». Además, la factitividad, lo mismo que todo análisis actancial y modal, se resiste más eficazmente que la «affordance» a la reducción funcional, en la medida en que la interactividad y la manipulación son centrales e irreductibles en el corazón de la definición.

El caso de la «affordance» y de la factitividad toca de hecho eso que distingue una aproximación propiamente semiótica, a saber, que esta última no busca restricciones ni estructuras significantes en el cerebro de los usuarios, ni en las morfologías funcionales de los objetos, sino en una «semiótica-objeto» que comprende propiedades que remiten tanto a unas como a otras, pero después de una serie de conversiones: justamente, las conversiones que conducen de la materia a la forma, pasando por la sustancia.

Con la affordance, en efecto, las restricciones y las propuestas de uso y de interacción con el usuario están inscritas en el mundo y en sus objetos, lo cual no excluye, por supuesto, la necesidad o la utilidad de una competencia del usuario para reconocerlas. El semiótico recuerda entonces que así es como ha tratado siempre los textos y las imágenes: como semióticas-objetos cuyo análisis hacía que emergieran la «morfología» y las capacidades de manipulación del lector, con vistas a producir unas interpretaciones más bien que otras.

Es cierto que, en una perspectiva estrictamente textual, esa manipulación era más bien considerada como una producción de simulacros y no como una verdadera interacción, dentro de una semiótica-objeto, entre actantes y roles modales.

Si nos preguntamos ahora por el modo de existencia de esos dispositivos de manipulación interactiva, tal como aparecen en el objeto factitivo, tenemos que constatar que el «hacer» no se realiza en el objeto; está allí solamente potencializado y parcialmente inscrito. En otros términos, una silla (i) no resume el acto de sentarse, y (ii) no realiza el acto de sentarse. Es necesario, pues, para dar cuenta del conjunto de la estructura factitiva, proponer la existencia de una semiótica-objeto englobante, de nivel superior, y que aquí es una práctica cotidiana, una secuencia gestual: en esa práctica solamente uno se sienta efectiva y completamente. Si nos quedamos con la sola presencia «potencial» de la morfología del objeto, solamente podremos «probar», en la experiencia sensible, la concordancia eventual entre la presión de una fatiga y la oferta ocasional de reposo que buscamos en el entorno inmediato. Pero incluso en ese caso, tenemos que ver con una estructura de experiencia que desborda el estricto marco del objeto y que inaugura una situación práctica.

El caso de la «affordance» permite abordar, a propósito de una relación entre dos niveles potenciales específicos, el de los objetos y el de las prácticas, el estatuto modal relativo de los planos de inmanencia cuando están asociados en una misma dimensión sintagmática. Ese estatuto se lo proporcionan los modos de existencia.

En la dimensión sintagmática, en efecto, la relación jerárquica entre objetos y prácticas se convierte en una diferencia de niveles de existencia: a saber, la presencia del acto y de los actantes usuarios es solamente potencial en el nivel «n», el del objeto tomado como tal, y no puede ser real (y realizadora) más que en el nivel «n+1», el de la práctica que integra el objeto.

Si consideramos ahora eventuales «signos», eventuales elementos textuales fijados sobre el objeto y destinados a condicionar el uso y a guiar al usuario, se considera (cf. supra) que entran en la composición del objeto para cumplir allí un rol, y principalmente un rol en la «factitividad» del objeto. En cuanto elementos de una semiótica-objeto que pertenece a planos de inmanencia inferiores, son actualizados en el objeto. Pero su rol factitivo sigue siendo potencial, y solo será realizado en la práctica.

Puede ser útil acercar este fenómeno a algunas propiedades de la enunciación: la enunciación «enunciada» es actualizada gracias a algunas reglas de inserción sintagmática en el texto-enunciado. La enunciación «presupuesta», la que produce el texto-enunciado y que no puede ser actualizada en él, permanece en el modo potencial; no podrá ser realizada a no ser que el texto integre el nivel superior, el de las prácticas, y podremos hablar entonces, literalmente, de enunciación «puesta en escena» (en escena práctica).

El diferencial de los modos de existencia, que hace posible la coexistencia de semióticas-objetos a pesar de sus pertinencias diferentes, funciona aquí como en toda otra sintagmática. Y lo mismo ocurre en la constitución del plano de la expresión, lo que nos autoriza a organizarlo como un recorrido generativo, que conduce de lo virtualizado a lo realizado.