Loe raamatut: «Prácticas semióticas», lehekülg 5

Font:

Transiciones e interfaces

La constitución de un recorrido generativo tropieza con harta frecuencia con la posibilidad de explicitar las conversiones entre niveles y más aún con la de observar precisamente las operaciones que las realizan. Antes incluso de definir esas conversiones y esas operaciones, es preciso establecer la posibilidad de observar el mecanismo, y particularmente la de describir los fenómenos de transición entre planos de inmanencia.

El caso de los «objetos-soportes» nos ha permitido ya abordar esta cuestión concretamente. Ningún «texto-enunciado» escapa a esa regla, formulada en la antigua teoría de las «funciones» del lenguaje y de la comunicación, como la exigencia de un «canal»: le hace falta un soporte. La lengua de los signos tiene también un soporte, un espaciotiempo centrado en el cuerpo del «signador» (que lo comprende como uno de los soportes de inscripción). La lengua oral tiene igualmente un soporte (un «medium», dicen algunos), un substrato físico susceptible de transmitir vibraciones; por cierto, ese soporte, en la mayor parte de los casos, es intangible y (aparentemente) inmaterial, pero es sin duda ese carácter intangible del soporte, en el caso del lenguaje oral, el que ha permitido, al menos en el imaginario retórico de la lingüística occidental, desmaterializar el estudio del lenguaje y hacer creer que su soporte y las prácticas asociadas a él no tenían ninguna incidencia en la estructura misma de los enunciados producidos.

El «soporte» tiene dos faces, como ya lo hemos mostrado, y eso es justamente lo que constituye una «inferfaz»: (i) una faz «textual», en el sentido en que es un dispositivo sintagmático para la organización de las figuras que componen el texto (es lo que podríamos llamar el «soporte formal»,) y (ii) una faz «práxica», en el sentido en que es un dispositivo material y sensible que puede ser manipulado en el curso de una práctica (por lo que se podría llamar «soporte material»).

La existencia de un soporte (formal y material) es, pues, indispensable para la integración del texto-enunciado en una práctica, ya que es él el que crea interfaz entre los dos. Algunas prácticas (como la producción de los textos electrónicos) disocian las dos faces (el soporte formal «pantalla» es distinto del soporte material «teclado-ordenador»), aunque ambos pertenecen a la misma «máquina». En ese nivel de mediación intervienen los «objetos» en general, pero muy particularmente los «objetos de escritura», que explotan las dos «faces» del soporte.

Hemos insistido ya sobre la coexistencia de las dos faces, la faz formal y la faz sustancial. Nos gustaría precisar ahora el mecanismo de integración que esta doble morfología autoriza.

Un ejemplo permitirá ilustrar concretamente cómo se hace la integración del texto en el objeto y en la práctica, y por qué ese desplazamiento acarreará otro más, hasta la estrategia. El ejemplo es el del correo postal. Un texto (el de la carta) está inscrito en las hojas de papel, que van dentro de un sobre, sobre el cual está inscrita la dirección del destinatario, a veces también la del destinador o remitente, y además figurarán en él algunas figuras y huellas (estampillas, sellos, etcétera) con los cuales el intermediario marca su presencia y su rol en la práctica.

Las mismas indicaciones (el nombre y la dirección del destinatario) pueden hallarse a la vez en la carta y en el sobre. Pero su inscripción en dos partes diferentes del objeto de la escritura les confiere roles actanciales diferentes:

1/ en la carta, el nombre y la dirección del destinatario participan de una escritura de enunciación, una «dirección» que manifiesta la relación enunciativa, eventualmente implícita, del texto de la carta, y que determina su lectura;

2/ en el sobre, el nombre y la dirección del destinatario participan de dos prácticas diferentes:

a) por un lado, constituyen una instrucción para los intermediarios postales a la hora de clasificar, de elegir la dirección, el transporte y la distribución final;

b) por otro lado, permiten seleccionar, entre todos los receptores posibles de la carta, al destinatario legítimo, es decir, aquel que tiene el derecho de abrir el sobre y de leer la carta.

La frontera entre los dos dispositivos de expresión es el estado del sobre: si el sobre está cerrado, solo se activa la primera práctica; si está abierto, la segunda práctica puede tener lugar. Encontramos aquí, asociadas a una morfología particular del objeto de escritura dos tipos de prácticas, una que pertenece al género epistolar, y otra, al género «comunicación y circulación de objetos en sociedad», encajadas una en otra. Cada una corresponde a una parte y a un estado del objeto, así como a inscripciones específicas, que permiten gestionar la confrontación con otras prácticas eventualmente concurrentes, que pertenecen a otros géneros. Si el sobre llega abierto, por ejemplo, la oficina de correos debe fijar otra inscripción para indicar que la «práctica concurrente» formaba parte del proceso de distribución ordinario, y no de una práctica externa ilegítima; o también, si se trata de una oficina comercial, es la formulación del nombre del destinatario la que decide el modo de apertura: si el nombre es un título o una función, el sobre puede ser abierto antes de que llegue a su destinatario; si es un nombre propio, le llegará cerrado.

Si focalizamos únicamente uno de los niveles de pertinencia, solo captaremos una relación de funcionalidad: el objeto estará más o menos adaptado funcionalmente (más o menos ergonómico) a la práctica elegida, y la práctica hará uso del objeto según su propia función. La perspectiva interactiva hace aparecer otra dimensión y otros tipos de operaciones, principalmente la selección entre las prácticas: algunas son solicitadas, propuestas o impuestas; otras son descartadas o inhibidas. Desde el momento en que el objeto opera la selección entre las prácticas, podemos considerar que interviene también en un nivel de pertinencia más elevado, el de las estrategias (las acomodaciones entre prácticas).

La integración de un nivel a otro es, pues, directamente observable, principalmente a través del funcionamiento de las estructuras de interfaz (en el caso del objeto-soporte, el objeto es la interfaz entre el texto y la práctica; es incluso observable en cuanto operación de esquematización, en el sentido en que estamos en capacidad de describir la articulación que se establece entre el «soporte formal» (vuelto hacia el nivel inferior) y el «soporte material» (que mira hacia el nivel superior). En suma, las transiciones por interfaz, entre planos de inmanencia, pueden ser descritas globalmente como la articulación entre la «faz formal» y la «faz sustancial-material». Y como hemos definido ya esa articulación entre las dos faces como el principio mismo de la «manifestación», podemos afirmar ahora que la manifestación semiótica se halla en el corazón del proceso de integración entre planos de inmanencia, aunque no sea el resorte principal, como veremos más adelante.

Las operaciones de integración

El diferencial de los modos existenciales y la descripción de las transiciones observables entre niveles no basta evidentemente para definir las eventuales conversiones, o más generalmente las operaciones que se realizan o pueden realizarse en el recorrido generativo del plano de la expresión. Y el desafío vinculado a esa definición aun esperada es mucho más que técnico.

En efecto, la estructuración del mundo de la expresión semiótica que venimos proponiendo, en seis planos de inmanencia diferentes, se presenta ya, e implícitamente, como un esbozo de la estructura semiótica de las culturas. Entre los «signos» y las «formas de vida», propone tomar a cargo el conjunto de los niveles pertinentes en los que las significaciones culturales pueden expresarse. Las prácticas, que ocupan lo esencial de este libro, son uno de los planos de inmanencia de la semiótica de las culturas.

Para definir su objeto, la semiótica de las culturas puede proceder a la vez en intensión y en extensión. En intensión, se esforzará por dar una definición formal y operativa de lo que es una cultura desde un punto de vista semiótico; y en extensión, deberá precisar los elementos y los niveles pertinentes desde ese mismo punto de vista. Cuando un semiótico como Iuri Lotman describe, a lo largo de su obra, la cultura rusa, no procede de manera distinta: por un lado, comienza por proponer la definición (en intensión) de la cultura, según el modelo de la semioesfera17; por otro lado, no cesa de ir y de venir entre textos (en general, literarios), formas de vida (colectivas e individuales, entresacadas de la historia rusa), entre signos (arquitectónicos o verbales, por ejemplo) y estrategias (políticas o militares). Hay que precisar además que, si la semioesfera, en Lotman, es colocada en un lugar preciso y sistemático, sobre el fondo de una epistemología cibernética, los niveles de pertinencia, en cambio, no son explicitados y no pueden ser encontrados más que a través de la diversidad de los objetos que describe y de los ejemplos que convoca.

Nuestro propósito concierne principalmente al nivel de las prácticas, pero sin perder de vista jamás los otros niveles con los cuales mantiene relaciones, siempre significantes. Globalmente, la jerarquía de los planos de inmanencia solo puede contribuir efectivamente a una semiótica de las culturas si está dotada de un principio de conversión que permita en todo momento precisar a qué título y con qué estatuto cada semiótica-objeto rinde cuentas de un fenómeno cultural.

El concepto de «conversión», en semiótica, ha sido derivado de los trabajos de Hjelmslev, en los cuales designa transformaciones sincrónicas, y fue definido de manera programática por Greimas. Esa definición no se puede adaptar fácilmente al plano de la expresión:

Recordaremos que con el nombre de conversión se designa el conjunto de procedimientos que explican el paso (= la transcripción) de una unidad semiótica, situada en el nivel profundo, a una unidad de la estructura de superficie, siendo esta nueva unidad considerada a la vez como homo-tópica y como hétero-morfa respecto de la antigua, es decir, como encuadrando el mismo contenido tópico y comportando más articulaciones significantes, sintácticas y/o propiamente semánticas18.

Es apenas adaptable, en efecto, en la medida en que la equivalencia (u homotopía) entre niveles concierne al contenido, y no vemos cómo podría transponerse al plano de la expresión esa recurrencia tópica. Es además difícilmente transportable porque no ha sido nunca explicitada adecuadamente. Greimas no ha dado una ilustración explícita de ella más que para dar cuenta de la rearticulación de la masa fórica en modalidades del ser, pero sin que el procedimiento haya sido verdaderamente generalizable19. Y el desarrollo más circunstanciado que se encuentra en la entrada «Conversión» del Diccionario20 es igualmente programático, no más explícito, e insiste sobre todo en sus relaciones con el concepto de «transformación» en gramática generativa.

Es necesario, pues, intentar elaborar un procedimiento que sea a la vez compatible con los dos requisitos de toda conversión (homo-tópico y hétero-morfo) y conforme con las propiedades de un plano de la expresión. Para hacerlo, acudiremos a un concepto definido hace algunos años por Émile Benveniste21, el concepto de integración. Es cierto que Benveniste limita voluntariamente la aplicación de ese principio al dominio de las lenguas (fonemas / morfemas / sintagmas / frases), pero el problema que él trata de resolver es exactamente de la misma naturaleza que el que se plantea aquí, y Benveniste lo aborda desde el punto de vista de las unidades de análisis del plano de la expresión. El problema que Benveniste trataba de resolver era el de los límites de la lingüística: recordamos aún los debates que se suscitaron en Francia por los años sesenta en torno de la frase, último nivel de pertinencia para la lingüística, o primer nivel para disciplinas distintas de la lingüística. Y para resolver ese problema, intenta graduar el campo de pertinencia de la lingüística, gracias al concepto de integración.

Retomemos el ejemplo del correo postal, el cual nos permitirá identificar el problema que vamos a tratar. Recordemos que las mismas indicaciones (el nombre y la dirección del destinatario) pueden hallarse a la vez en la carta y en el sobre, pero que su inscripción en dos partes diferentes del objeto de escritura les confiere roles actanciales diferentes: (i) en la carta, ejerce un rol en una relación de enunciación, y (ii) en el sobre, un rol en las prácticas de comunicación y de circulación de los objetos en sociedad. Nos enfrentaríamos en ese caso precisamente a una equivalencia de expresión (una suerte de homo-topía) sometida a una distinción entre dos morfologías (hétero-morfía). En suma, las mismas expresiones tomadas en dos dispositivos de expresión diferentes y jerarquizados.

Los dos modos de inscripción de los mismos elementos textuales no aparecen en el nivel textual más que en forma de propiedades materiales accesorias, y no encuentran su sentido sino en el nivel superior, el de las prácticas. Esa condición hace directamente eco a la regla definida por Benveniste:

Un signo es materialmente función de sus elementos constitutivos, pero el único medio de definir esos elementos como constitutivos es el de identificarlos en el interior de una unidad determinada donde cumplen una función integrativa. Una unidad será reconocida como distintiva en un nivel dado si puede ser identificada como «parte integrante» de la unidad de nivel superior, de la cual se hace integrante22.

Y prosigue sistematizando la distinción entre «constituyentes» e «integrantes» para terminar con una conclusión mayor, que coincide exactamente con nuestro proyecto:

¿Cuál es finalmente la función asignable a esa distinción entre constituyente e integrante? Es una función de importancia fundamental. Podemos encontrar aquí el principio racional que gobierna, en las unidades de los diferentes niveles, la relación de la FORMA y del SENTIDO (…)23.

La forma de una unidad lingüística se define como su capacidad de disociarse en constituyentes de nivel inferior. El sentido de una unidad lingüística se define como su capacidad de integrar una unidad de nivel superior.

Forma y sentido aparecen así como propiedades conjuntas, dadas necesariamente y simultáneamente, inseparables en el funcionamiento de la lengua. Sus relaciones mutuas se revelan en la estructura de los niveles lingüísticos recorridos por las operaciones ascendentes y descendentes del análisis, y gracias a la naturaleza articulada del lenguaje24.

Los dos movimientos son claramente identificados: un movimiento «descendente», que hace en sentido inverso el camino de la composición y que encuentra en el nivel inferior los constituyentes de la forma del nivel superior; otro movimiento «ascendente», que produce la «integración» de la unidad inferior en el nivel superior. Como la integración en el nivel superior es la condición para que la unidad encuentre su valor distintivo en el nivel inferior, encontramos aquí, con otros términos, el diferencial de los modos de existencia, puesto que el valor distintivo permanece siendo «potencial» hasta que la unidad no sea integrada en el nivel superior: es la operación de integración la que la «realiza».

En suma, las magnitudes semióticas, cualesquiera que sean, aparecerán como «distintivas» en el movimiento descendente, en el sentido en que, en un nivel dado, indican la «forma» proporcionada a las magnitudes distintivas del nivel inferior; inversamente, cualquier magnitud semiótica aparecerá como «significante» en el movimiento ascendente, en el sentido en que, en un nivel dado, proporciona el sentido de las magnitudes integrativas del nivel superior. Por ejemplo: las prácticas epistolares y postales expresan la forma de los dos tipos de direcciones en el nivel inferior de los modos de inscripción, y los dos tipos de direcciones encuentran su sentido al integrarse en el nivel de las prácticas.

El concepto de integración25, tal como fue definido por Benveniste, nos parece el más apropiado para nuestro proyecto, aunque para eso requiere algunas adaptaciones, ya que dicho concepto no ha sido concebido, de hecho, para dar cuenta de «niveles de pertinencia» distintos, sino, al contrario, para incorporar los rangos de un análisis lingüístico continuo. En efecto, entre fonemas, morfemas, sintagmas y frases, la homo-topía está asegurada, dado que la forma distintiva se convierte en «sentido» de un nivel a otro: la diferencia entre dos fonemas no hace sentido más que en la distinción entre dos morfemas; la hétero-morfía lo estaría igualmente, si se admite una diferencia morfológica entre fonemas y morfemas. De hecho, esa diferencia no sería más que una diferencia de manifestación: la diferencia entre fonemas y morfemas sigue siendo inmanente mientras que no esté manifestada en morfemas. Y esa no es una diferencia de forma, pues el mismo análisis formal puede aplicarse a los dos niveles.

Vamos a tratar, pues, de mostrar que, entre dos niveles de pertinencia semióticos diferentes, la integración produce el mismo tipo de efectos, y que no se limitan a la manifestación del sentido de las propiedades distintivas, sino que dependen de dos procesos de análisis distintos y discontinuos.

INTEGRACIÓN Y RESOLUCIÓN DE LAS HETEROGENEIDADES
Contexto, presuposición y otros pretextos

Lo que aparece como «contexto» en un nivel «n» contribuye, en el recorrido de construcción de los planos de inmanencia, a la armadura predicativa, actorial, modal y temática del nivel «n+1». Del mismo modo, lo que aparece como propiedades sensibles y materiales no pertinentes en el nivel «n» forma la dimensión figurativa del nivel «n+1».

En suma, aquello que aparece como no pertinente en el nivel «n», resulta pertinente en el nivel «n+1». Ese es el principio del recorrido que nosotros construimos; sin embargo, quisiéramos discutir ahora algunas concepciones que, a pesar de esforzarse por dar un estatuto a esos elementos «no pertinentes», no funcionan más que como pretextos, o escapatorias. Ya hemos evocado la noción de contexto; he aquí algunas otras, y en especial el concepto de «instancia presupuesta», o el de «experiencia subyacente».

El estatuto de la enunciación y de las instancias enunciantes, rigurosamente discutido por Jean-Claude Coquet26, obedece, por ejemplo, a la distinción entre «instancia enunciada» e «instancia presupuesta»: en el nivel de pertinencia del texto, la enunciación no es pertinente a no ser que se halle representada en dicho texto (enunciación enunciada), mientras que la enunciación «presupuesta» es un puro artefacto sin elementos observables. Pero en el nivel de pertinencia de los objetos-soportes, o sea, de las prácticas que los integran, la enunciación recobra toda su pertinencia: los actores encuentran allí un cuerpo y una identidad; el espacio y el tiempo de la enunciación les proporcionan un anclaje deíctico, y los actos mismos de enunciación pueden inscribirse figurativamente en la forma de expresión que surge de la morfología material de los objetos de inscripción (cf. supra), la carta y su sobre pegado o rasgado.

Hay todo un dominio de análisis que la semiótica apenas ha tomado en consideración: se trata del dominio de las pasiones y de las emociones del destinatario; es cierto que pueden estar inscritas en el texto mismo, gracias a un simulacro propuesto en el enunciado, pero ese caso es particularmente restrictivo, si se considera la amplitud del problema por resolver. En efecto, las pasiones y las emociones del destinatario advienen en una práctica, en una estrategia o en una forma de vida semióticas, en las que el texto es solo uno de los actantes, y que, por sus figuras y por su organización, es susceptible de producir o de inspirar tal o cual pasión, o determinada emoción.

Más técnicamente, por ejemplo, podemos decir que el ritmo y la construcción de una frase son un medio para proporcionar al lector la experiencia de una emoción o de un recorrido somático, sin llegar, no obstante, a afirmar que ese mismo ritmo y esa misma construcción sintáctica «representen» la emoción o el recorrido en cuestión.

Para eso es necesario pasar al nivel de pertinencia de la práctica interpretativa, donde el texto es un vector de manipulación pasional y donde, entre los esquemas motores y emocionales que produce la lectura, se encuentra aquel que es inducido por el ritmo y por la construcción sintáctica en cuestión.

Si nos atenemos a la inmanencia textual, las pasiones y las emociones serán de dos tipos: unas «enunciadas», otras «presupuestas» (implicadas). Estas últimas son inaccesibles al análisis. Solo en el nivel de pertinencia superior, en la inmanencia de la práctica, adquirirán un estatuto de observables, y por tanto, de descriptibles. La relación entre los dispositivos textuales y esas pasiones expresadas en la práctica es una relación de «inducción» que se puede acercar a las problemáticas de la manipulación (del hacer-creer y del hacer-sentir).

Lo mismo sucede con las propiedades sensibles y materiales, aunque con algunas consecuencias complementarias que conviene señalar aquí.

La introducción de lo «sensible» y del «cuerpo» en la problemática semiótica entraña, en efecto, algunas dificultades que no han sido resueltas hasta el presente, y que tienen que ver con el hecho de que ese «sensible» y ese «cuerpo» no están necesariamente representados en el texto o en la imagen para ser «pertinentes», especialmente cuando se trata de articular la enunciación con una experiencia sensible y con una corporeidad profunda.

No basta, por ejemplo, con remitir las nociones que pertenecen a la «foria» y a la «tensividad» a una capa «proto-semiótica» para asegurarles un estatuto claro y operativo. Las valencias perceptivas de la tensividad, entre otras, con frecuencia han sido criticadas por la ausencia de todo anclaje, ausencia que da a su utilización imprudente un carácter particularmente especulativo. La «percepción» semántica y axiológica de la que ellas rinden cuenta, forma parte del entorno sustancial (y no pertinente) de la enunciación textual.

Pero en el nivel superior, el de las prácticas semióticas (las prácticas de «producción de sentido»27, las prácticas interpretativas, especialmente), las valencias de la percepción son las que, en el interior de una práctica, permiten construir, captar o imaginar el universo del texto que usa la práctica. Las valencias encuentran entonces toda su pertinencia: un universo sensible se ofrece a ser aprehendido en el interior de una práctica por las figuras de un texto, y entonces los valores cumplen su rol como «filtro» práxico de la construcción axiológica.

Por tanto, decir que la enunciación de un discurso se funda en una o varias «experiencias», incluso que el objeto de análisis es la experiencia en cuanto tal (la experiencia del sentido) no basta: esas experiencias deben ser a su vez configuradas en prácticas semióticas para convertirse en semióticas-objetos analizables. De hecho, cada nivel de pertinencia está asociado a un tipo de experiencia que puede ser reconfigurado en constituyentes pertinentes de un nivel jerárquicamente superior. La experiencia perceptiva y sensorial desemboca en las «figuras»; la experiencia interpretativa desemboca en los «textos-enunciados»; la experiencia práctica desemboca en las «escenas predicativas»; la experiencia de coyunturas desemboca en las «estrategias», etcétera.

La propuesta que nosotros presentamos cuestiona diversas estrategias teóricas que consisten en atribuir a conceptos o a operaciones, necesarios para la construcción teórica, estatus epistemológicos ambiguos y poco operativos, como «presuposición», «contexto», «proto-semiótica», «experiencia subyacente», etcétera.

Atribuirles tales estatus, en efecto, consiste en reconocer en ellos si no la pertinencia en sentido estricto, al menos la validez descriptiva y explicativa, y, al mismo tiempo, excluirlos del campo del análisis, y rechazar el acceso metódico a ellos.

Nuestra propuesta consiste, por el contrario, en otorgarles un estatuto en un nivel de pertinencia jerárquicamente superior, donde se convierten en constituyentes de una semiótica-objeto, cuyo plano de la expresión adquiere un modo diferente, o al menos se hace multimodal y polisensorial. No obstante, plantea a su vez nuevos problemas, aunque solo sea por el hecho de que no basta con otorgar, por ejemplo, a los elementos «enunciados» y a los elementos «presupuestos» un mismo estatuto en el nivel superior para que su heterogeneidad se resuelva inmediatamente. Ese proceso de resolución de las heterogeneidades es el que vamos a examinar ahora.