Loe raamatut: «El sol que nunca vimos»
Restrepo Cuartas, Jaime
El sol que nunca vimos/ Jaime Restrepo Cuartas. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2018
296 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)
ISBN 978-958-720-530-5
1. Novela colombiana.I. Tít. II. Serie
C863 cd 23 ed.
R436
Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas
El sol que nunca vimos
Primera edición: agosto de 2018
© Jaime Restrepo Cuartas
© Editorial EAFIT
Carrera 49 No.7 Sur - 50
Tel. 261 95 23, Medellín
Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-530-5
Edición: Claudia Ivonne Giraldo G. y Juan Felipe Restrepo David
Corrección: Juana Manuela Montoya y Carmiña Cadavid
Diseño: Alina Giraldo Yepes
Diagramación: Editorial Artes y Letras S.A.S.
Imágenes de carátula y guardas: Bienaventurados los ojos iluminados
Isabel Guerra: Madrid, 1947. Desde los 23 años ingresó en el convento cisterciense del Monasterio de Santa Lucía de Zaragoza. Ha sido nombrada miembro de dos Reales Academias de Bellas Artes: Académica de Honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Luis y Académica Correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo. Comenzó a pintar a los 12 años
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial
Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018
Editado en Medellín, Colombia
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Novela producto del testimonio de un guerrillero, Jónatan, quien logró escapar de la organización armada y cuya entrevista obtuve en el año 2013. Los nombres usados y las apreciaciones sobre ellos son ficticios y los hechos ocurrieron en los lugares descritos.
1.
Sulay lava la ropa en el río y piensa en dejarse llevar por la corriente. Sería como esa hoja de bijao que baja, oronda, balanceándose encima de las aguas. La ve deslizarse, rotar sobre sí misma como mostrando su haz y su envés, subir y bajar con el oleaje, pasar por su lado y luego perderse en los remolinos de las orillas. Le da tristeza verla sucumbir en esos agujeros que se lo van tragando todo; es como si fuera una nefasta premonición. De hecho, la hoja no vuelve a aparecer, se ha perdido en la profundidad de las aguas. Mira varias veces, cada vez más abajo y no la reconoce entre las ramas y los troncos que bajan con la creciente. Les tiene miedo a las aguas, aunque el nombre de su madre, Uma, en el lenguaje indio, es precisamente el símbolo de las aguas mansas. Sin embargo eso a su madre para nada le sirve; también le huye a la corriente. Prefiere quedarse en casa y no ir al pueblo a comprar sal o aceite, esas cosas que siempre venden los colonos desde que son dueños de los negocios del caserío.
Sulay tiene la esperanza de que las corrientes la lleven hacia ese lugar en donde existe la felicidad. Si sus hermanos, Koya y Necul, desean huir del lugar, de esta vida, ¿por qué no ella? Ellos le dijeron, en secreto, que pensaban irse de la casa esa noche con las guerrillas de Jerónimo; no querían más hambre, ni humillaciones; con las armas iban a tener el poder y el poder les daría la fortuna y la fortuna les traería la felicidad. ¿Quién no busca la felicidad? Una palabra que han oído mencionar desde siempre, cuyo significado desconocen o para ellos no significa lo mismo.
—¡Sulay! –grita su madre desde el bohío. Ella se hace la desentendida o no escucha; quizás el ruido impetuoso de las aguas explica su momentánea sordera. Mas a veces piensa que es mejor no escuchar.
La joven mujer no se irá con ellos aunque un guerrillero se lo propuso. Él la abordó cuando los compañeros atravesaban la vega por el sendero y se metían a la choza que apenas se insinuaba en medio de la arboleda. El techo de palma se veía desde el otro lado del río y al acercarse apareció la playa y los guerrilleros vieron a la joven lavando ropa en la orilla. En el bohío, los hombres esperarán al padre de la muchacha, Tayel, que se fue desde el amanecer aguas arriba, en su canoa, a pescar en los afluentes. En ellos suben los peces a desovar y él aprovecha para agarrarlos cuando están de regreso. Los muchachos le pedirán una contribución para la revolución; todos deben poner su cuota. Y el indio está advertido por Jerónimo, el mandamás de aquella Columna.
Uno de los hombres, Jónatan, se quedó cuidando la lancha y mira a Sulay todo el tiempo, alternativamente a ella y a los compañeros que se alejan. Antes de acercarse a la mujer, espera que ellos se pierdan de su vista. No quiere que se den cuenta de sus intenciones. Demora en llegar cerca de la muchacha y cuando lo hace, no sabe cómo dirigirle la palabra. Está cerca y tendrá el tiempo suficiente para hablarle. Esta sería la primera vez que sale de conquista. Es hora de pensar en tener su propia mujer y ella le gusta. No la va a encontrar entre sus compañeras de la guerrilla, de ellas dispone es Jerónimo y él tiene primero en cuenta a los que le son afectos. De nada le han valido las protestas por los celos y los deseos de tener mujer y de paso lo que se ha ganado es la enemistad de Jerónimo, lo que no parece conveniente en épocas en las que las contradicciones se agudizan y en la tropa se cocinan sentimientos peligrosos.
—Buenos días –le dice con algo de inseguridad en la voz y al caminar chapotea con sus botas en el pantano de las orillas mientras asegura la lancha. Para hacerlo, el recién llegado entierra la proa en el lodo de la orilla, hasta que, encallada, se sostiene sola. Sin embargo la ve temblar por el golpeteo de las aguas.
La india no pronuncia palabra, simplemente baja los ojos y sus manos se aferran al pantalón que aprisiona entre los dedos. Parece concentrada en la tarea de lavar la ropa arrumada en la ribera, muy cerca de su cuerpo, la que suena con estrépito al ser golpeada contra la piedra. Una mezcla de mugre y espuma brota por los bordes y se disuelve en el río. La golpea una y otra vez, le echa ceniza, la estriega y la zambulle en las aguas. El tiempo se queda dormido mientras los hilos de las prendas se deshacen con los golpes. Empieza a preocuparse porque la tela ha sufrido demasiado. “Todo se acaba”, piensa rememorando historias. Mira como sin querer al hombre que se le acerca; quiere y no quiere su cercanía; lo ve fuerte y le gusta su sonrisa. Sulay tiene un sudor frío que le recorre el dorso de los brazos, el cuello, la espalda, y hay unas cosquillas imprecisas en medio del estómago. Cuando ella levanta los ojos se encuentra con los de él; ve sus destellos y se queda mirándolos.
—Usted es muy bonita –le dice Jónatan y se refriega las manos húmedas en el pantalón camuflado, salpicado con las gotas de los oleajes, los que siguen pegando contra las orillas y suenan en el casco de la lancha. Ella apenas si lo mira de reojo.
Sulay alborota el aire con su juventud, con su piel cobriza, con su lozanía. Parece una pintura dibujada contra el bosque, las piernas metidas en el río, el cuerpo inclinado, el pelo azabache largo y sedoso casi besando las aguas, los ojos ávidos, claros como el verde de los pastos; los oídos abiertos a cualquier murmullo. Él la mira en el recuadro del paisaje y la graba en su memoria. Y harta falta le hará recordarla en el insomnio de las noches frías y en el silencio de las horas de vigilia. Desde la primera vez que la vio comenzó a fraguar la forma de acercarse a ella y soñó muchas veces con la conquista y con llevársela a la selva para buscar compañía. “Será mi mujer”, piensa y eso le da valor a la hora de pronunciar alguna palabra, de esas que parecen fáciles en la soledad de su hamaca y se vuelven un taco en la garganta en el momento de pronunciarlas.
—Venga conmigo, estamos luchando por los pobres y podemos hacerlo mejor juntos. –Es la misma frase trillada usada por sus compañeros con los hermanos de la muchacha y que ellos sí saben decir con firmeza; para ellos las cosas no son del corazón sino del poder, y no ha aprendido otras mejores.
Sulay no sabe por qué le dice que podrá hacerlo mejor con ella, si ni siquiera sabe de armas, ni tiene la fuerza ni el arrojo de sus hermanos. Si apenas ha salido al caserío, aferradas las manos al borde de la panga; si acaso conoce a otros hombres es porque los ha visto de lejos y su madre le habla de ellos cuando le trata con hierbas y pócimas los dolores del mes. “Ellos luchan por nosotros; podemos ayudarles”, han dicho varias veces sus hermanos cuando están comiendo fariña y casabe, en familia, todos metiendo la mano en la olla. Pero el padre, el viejo Tayel, al escuchar el asunto, se enoja con los hijos y los reprende y les va tomando encono a los hombres del monte que incitan a sus muchachos a la guerra. “No es nuestra lucha, es la de ellos, nadie hace nada por uno. Cada cual tiene que ganarse el sustento”, repite enfrascado en un vano intento de racionalidad. Guarda para lo último la orden impartida con severidad. Y Uma, al presentir la ausencia, llora en silencio; siempre llora y no dice nada, se acostumbró a quejarse para adentro.
—Quiero que lo piense, no me tiene que contestar ya, luego vuelvo por usted. –Ahora Sulay sí lo mira como escudriñando en sus ojos y casi sin querer se le escapa una sonrisa.
Basta esa sonrisa, piensa la india, basta su mirada, piensa Jónatan. Por eso, después de encontrarse en los ojos se alimentan de cercanía y se contentan con tocar las mismas aguas con los dedos ansiosos y contemplan cómo se escurren otra vez hacia el río, gota a gota, y aceptan el mismo aire que los envuelve con cada respiración y el olor a sudor de sus cuerpos y el viento que baja del bosque y los atrapa con su aire fresco. Ella apenas si recuerda que está lavando ropa y el tiempo ha dejado de correr; él quisiera decirle muchas cosas, mas las palabras le fracasan en el intento. No basta haberlo meditado cientos de veces, no es suficiente repetirlo en la memoria; la realidad es que las oportunidades, pocas, se esfuman en el silencio que ellos mismos escogen sin querer.
Tayel no llegó temprano. Quizá se entretuvo con una buena pesca. “Eso sucede a veces –dice Uma–, cuando es pródiga se le olvidan las horas y llega de noche, o quizás se encontró con un jabalí y está intentando cazarlo –a veces pasa–”. Por eso, a falta del padre, los guerrilleros conversan con los hijos hombres, Koya y Necul. Se trata de concretar cuándo se unirán al grupo y ellos se comprometen. Habrían preferido, los hijos, que el viejo supiera de una vez las condiciones del asunto; no querían hacerle daño, ni que fuera a buscarlos o que pusiera denuncios o hiciera alharaca. La cuota es uno de los hijos o la hija, eso les dijo Jerónimo, pero los dos quieren irse y son muchachos decididos. Los guerrilleros, cansados de esperar y temerosos de que los coja la noche, regresan a la orilla del río, sonrientes, con la convicción de llevar buenas nuevas. “Misión cumplida”, dicen a lo largo del camino.
—Vamos –hablan duro–, no podemos esperar al viejo. Ya tenemos lo que queremos. La mujer de él que le dé la razón o los muchachos, están crecidos.
Regresan por el mismo sendero y alcanzan a ver a Jónatan cerca de la india. Murmuran; nadie dejaría pasar la oportunidad de hacer comentarios en voz baja y luego prodigar chanzas y después lograr que el campamento se entere del asunto que presuponen una verdad de a puño. Llegan en el momento en que él trata de decirle algo más. “Está muy polla”, dice uno; “mejor”, contesta otro. “Una mujer así no sabe a nada y más las indias, son demasiado quisquillosas”, dice el que manda la patrulla. La lancha se ha enterrado en el barro y deben empujarla con fuerza. Es una voladora, con un motor de cuarenta caballos y cupo para diez personas. La demora ha hecho que el casco de la embarcación se aprisione entre el barro. En ella solo van ocho y todos deberían empujar para salir del atasco. Se esfuerzan, aunque basta que dos o tres empujen; es liviana, de fibra traída de lejos, quizá de las bocas del Orinoco.
—Adiós –le dice Jónatan a la muchacha y ella vuelve a sonreír. Los otros se burlan. Los hacen sonrojar, tanto a él como a ella. Él no dice nada, solo niega con gestos. Está pensativo y así lo sienten los demás.
Se alejan con rapidez; la lancha deja una estela que se va disolviendo en olas a la vista de Sulay. Los círculos se replican y le llegan al cuerpo, le suben por las rodillas, le sacuden la piel, le salpican el faldón y poco a poco se van aquietando bajo su mirada. Claro, ellos se despiden, alzan los brazos, sonríen, dicen adiós; y ella no tiene ojos sino para él y ya no la está mirando. Tiene miedo de que lo descubran y se lo digan a Jerónimo. Es capaz de mandar por ella y tomarla a la fuerza, como tantas otras veces. La atención de Jónatan se concentra en el motor, en los raudos, en la hélice, en evitar los golpes de los troncos, en contrarrestar la corriente. A lo lejos la lancha se va achicando hasta volverse apenas un punto en el horizonte y pronto cualquier vestigio desaparece en las curvas del río. Aún permanece el ruido del motor que se va apagando y se convierte para ella en un recuerdo.
—¡Sulay! –vuelve a gritar su madre. Ella está de regreso y su voz suena cerca.
—Ya voy –responde en voz baja, sin interés por contestar.
La madre está llorando. Los sollozos no la dejan hablar. Koya y Necul están en las hamacas. Se bambolean lentamente. No le hablan, no le dan más explicaciones. “La vieja no entiende”, comentan entre ellos. No se irán sin decirle al padre lo que piensan hacer, al fin es el padre y le guardan respeto. Sulay llega del río con la ropa húmeda y sin decir palabra la extiende al viento en el patio de atrás, cerca del bohío, allí donde una manguera baja el agua más limpia. Observa la ropa deshilachada y trata de ocultar el lado más malo, ha exagerado los golpes. No habla y se le acerca a la madre y la acaricia. Ella la mira con los ojos encharcados y Sulay, al presentir el suceso, quisiera ser su cómplice, mas también tiene ganas de irse. Mejor no decir nada, huir sin hablar; dejar que simplemente un día no la vuelva a ver. Se acabó, es todo. En el fondo lo sabe, no será capaz de dejarla sola, por lo menos por ahora.
Sulay sale de nuevo al río, quiere saber si regresarán. Quizás se les olvidó algo o decidan volver para esperar al padre o quieran llevarse a los hermanos de una vez por todas. Claro, no lo harán y ella quisiera que volvieran. “Mejor un solo dolor”, piensa. “Se irá con sus hermanos”, divaga. ¿Y si no la reciben?, ¿si la hacen volver sola? Mejor esperar, él dijo que volvería, ¿quién?; no sabe su nombre pero lo reconocerá cuando lo vea. “Es bonito”, piensa, le gusta. Lo imagina de nuevo ahí, con su pantalón camuflado, con su gorra de soldado y su voz temblorosa. Sulay se vuelve a meter al río, toca las aguas, le parece verlo con sus botas en el pantano, el fusil al hombro, la correa llena de balas. “Venga conmigo”, parece volverlo a escuchar, ve de nuevo su sonrisa. Piensa en sus ojos. “Sí, sí, me iré”, le grita. El eco de las palabras se devuelve con la corriente.
2.
Jerónimo tiene nombre de santo, mas de santo no tiene un pelo y menos de ser escritor y traductor de la Biblia, como aquel padre de la iglesia latina. Tampoco de ser un penitente dedicado a la juventud y al cuidado de los pobres, como san Jerónimo Emiliano; aunque eso es historia antigua y no viene al caso, aunque quizás lo delate su actuar como jefe militar y en eso los genes no olvidan. Tampoco parece gozar de ancestros indígenas ni poseer lo que ellos tienen por costumbres; ni siquiera carga una paruma, por no decir ni una pluma, aunque algunos combatientes que lo acompañan en sus calendas selváticas hablan de un guerrero apache llamado Jerónimo, dedicado a labores parecidas en ese cuento de hacer la guerra de guerrillas, estrategia que no es tan reciente como algunos consideran al ensalzar al Che Guevara; pero de indio ni pizca, más bien exhibe ciertas facciones de mulato, si se trata de acercarnos a la realidad de nuestras mezclas latinas: la nariz un poco amplia y la piel demasiado gruesa.
Él alega –lo leyó en algún lado– que su nombre se relaciona con una persona de principios y un alto sentido de la justicia, y se sonríe de su propio apunte levantando el dedo índice como si eso lo colmara de autoridad. Ni de lo uno ni de lo otro, aunque pensándolo bien, tal vez de lo primero sí, al fin es jefe y para serlo se necesita creer en algo, tener don de mando y poseer cierto temple en el carácter. Vaya si se gasta autosuficiencia, avalada por libros de dudosa procedencia o por versiones que circulan de boca en boca y que a veces lo convierten en héroe. Y eso lo dice como si fuera un dogma, algo categórico e indubitable, y termina tomando decisiones sobre cualquier clase de problemas existentes, así sean cuestiones banales o de poca monta, incluidas las personales, las que tienen que ver con gustos que forman parte de la llamada individualidad. En ese sentido, unas veces las decisiones son unas y otras las contrarias, en ello no hay reparos morales que lo incomoden.
Cuando llega a algún sitio desconocido, primero inspecciona el lugar con su mirada de avechucho, siempre acompañado por su amante, una joven mujer que últimamente ha merecido sus afectos, y por sus dos guardaespaldas, hombres de confianza que nunca le faltan, porque en estas lides de la guerra vale cuidarse hasta de los mejores amigos; compinches son para ser más precisos. Olfatea los espacios, no vaya a ser que los olores lo fatiguen en las noches, y los escudriña palmo a palmo; camina enterrando sus botas en cada ángulo y luego hace lo mismo descalzo, como si quisiera entrar en armonía con el barro y la humedad del piso, cosa admirable en medio de sus flaquezas, lo que le da un tinte mundano; mira hacia arriba buscando una gota de luz en medio de la arboleda, lo que no le gusta ya que no quiere que lo miren desde arriba, luego recorre con sus ojos a lado y lado del paisaje, escarba detrás de los árboles; remueve troncos haciendo huir lagartijas y arañas ponzoñosas, hace probar de su compañera el agua del caño, no vaya a ser que a él le sobrevenga alguna enfermedad, bien sabe que a ella la puede cuidar o enviar a cualquier hospital, lo que no es fácil tratándose de él; ubica los resquicios donde calienta el sol y percibe las corrientes de aire, y finalmente reúne a sus súbditos de alto rango, para explicarles cómo se hará la distribución de las áreas ocupadas, según rango y responsabilidad. A fin de cuentas son muchas personas presentes, contando hombres y mujeres, guerrilleros y secuestrados. Entre todos unos sesenta, así que nada es fácil en semejante labor.
En su recorrido va con Alma Nubia, la chica aquella que lo acompaña, de apenas dieciocho años, quien está en la guerrilla desde los once y por eso experiencia es lo que le sobra. Allí aprendió a hablar de corrido, tuvo su primera menstruación y consiguió su primer hombre. “Yo no conozco mucho la historia de la muchacha –les dice Jónatan a sus amigos Morris y Elián cuando los observan desde lejos con mirada cómplice–, es reservada y como yo le caigo mal al jefe, ella se porta como enemiga”.
Los amantes están sentados en el piso con el morral a un lado y el fusil entre las piernas. Parecen descansar; conversan. “Dicen en los corrillos –anota Morris hablando por entre los dientes– que la han obligado a abortar varias veces y en las últimas oportunidades la han sacado a San José para evitarle complicaciones. Hace algunos meses ocurrió un grave trastorno con otra niña guerrillera, de nombre Astrid”. Y no quieren repetir esa historia que los puso al borde de ser descubiertos, y afectó en este caso uno de los anillos de seguridad del alto mando. Los tres amigos se miran en estado de interrogación y no pueden hablar más, ven que se acercan Garrapacho y La Sombra, los guardaespaldas de Jerónimo. A Alma Nubia el poder otorgado por ser la mujer del comandante se le ha subido a la cabeza. “Nos mira como si fuéramos gusanos a punto de ser aplastados”. Da órdenes como si tuviera un rango mayor que cualquiera de nosotros, solo porque se acuesta con el jefe –dicen casi en secreto–. “Pero buena sí está, para qué decir mentiras”.
“Yo una vez llegué a ser hombre de confianza de Jerónimo –cuenta Jónatan–. Sin embargo, en una oportunidad, hace meses, le quité el lazo del cuello a uno de los retenidos bajo mi cuidado, ese que era subintendente de la policía; la maldita soga y las caídas del uno y del otro, que jalaban y arrastraban al pobre, le habían hecho una herida en el cuello y a través de ella se le veía la carne. Son secuestrados, y la orden es que les digamos retenidos si son civiles y prisioneros de guerra si son soldados o policías. Y yo, de imbécil, pensando en una infección, sentí algo en mi corazón, me compadecí y lo dejé libre, sin amarras, caminando a mi lado, tambaleándose, porque estaba desalentado y a punto de desfallecer; además, sin correr riesgo, lo tenía vigilado. Al llegar al sitio de descanso, el jefe se percató del asunto y me recriminó con gritos y amenazas. Yo traté de explicarle la situación y él no atendió razones, hablaba más duro que yo y ni me miraba. Eso me hizo protestar de manera airada”.
—Uno aquí no tiene derecho a nada –le dijo Jónatan. Jerónimo lo miró desde su poder y se le acercó amenazante. Si no le hubiera dado un poco de temor en el último instante, le habría pegado una cachetada.
—El único derecho –le replicó el jefe– es obedecer, así que queda relevado de responsabilidades con los retenidos y los prisioneros. Y esta noche hace dos turnos de vigilancia. –Dio media vuelta y se alejó del lugar refunfuñando y repitiendo órdenes a sus subalternos.
Dicen los que lo vieron pasar que Jerónimo salió echando chispas y les dio instrucciones a los comandantes de hacerles la vida imposible a esos tres mal nacidos (se refería a Jónatan y a sus amigos Morris y Elián), para que aprendieran de una vez por todas a comportarse como revolucionarios. Que esas mañas de niños ricos, igualados, burgueses de mente aunque hubieran nacido pobres, se tenían que acabar de una vez. “Ese es el problema del campesinado”, repetía –recordando alguna lección, histérico, echando babaza–, “son pequeño burgueses e ignorantes. Pónganlos a comer mierda”. Garrapacho asentía, a despecho de su corazón humillado por el propio Jerónimo. Resulta que Alma Nubia había dormido con él hasta hacía unos pocos meses y por no se sabe qué razones se la quitaron de una vez, sin darle explicaciones. Al fin se resignó. Viéndolo bien tampoco le importaba mucho, eran cosas de conveniencia; además, de tiempo atrás se venía dando cuenta de que ninguna de las mujeres, por lo menos las conocidas, le interesaban tanto. No le advirtieron la noticia acerca de que el jefe le hubiera echado el ojo a la muchacha, lo cogió por sorpresa y ella, “la gran puta”, decía, consintió sus afectos sin espabilar.
Jónatan, respondón al fin y al cabo y sin medir consecuencias, no entendía por qué habían quedado castigados Elián y Morris, sus amigos, si ellos no habían hecho nada, ni siquiera estaban con él cuando ocurrió el incidente. Lo que no conocía Jónatan era que los jefes sabían de la solidaridad entre ellos y presagiaban una amistad por encima de la obediencia. Cosa reprochable en la milicia, inaceptable y por tanto peligrosa para el funcionamiento en medio de la guerra; por lo que era necesario relegar a un plano secundario esos vicios burgueses como la amistad, la simpatía y el amor, en aras del supremo deber de la revolución. “Como lo había profetizado el camarada Stalin”. Y lo decía como si lo hubiera leído.
—Yo hago lo que sea, pero, ¿por qué ellos? –le replicó Jónatan.
—Son órdenes, hermano, mejor bájele al tono. –Garrapacho buscaba ser condescendiente y lo tomaba por el hombro.
—Ellos no hicieron nada. ¿Por qué no entienden la situación? Eran cinco tipos amarrados del cuello y uno de ellos estaba enfermo. No dejaba caminar a los demás. Es injusto.
—Las órdenes no son justas o injustas; no se discuten. Además, ¿de cuál justicia hablamos?, ¿de la justicia burguesa? Son enemigos de clase y así será siempre.
Si algo tenía Garrapacho era ser buen guerrillero. Forjado a punta de sacrificios. Uno de los más preparados; un hombre de oportunidades. Había estado en dos congresos del movimiento bolivariano, uno en Caracas y otro en Quito, y en una capacitación para cuadros con posibilidad de mando; algo reservado a quienes tienen poder. En una ocasión lo llevaron a Bogotá. Allí departieron con conferencistas internacionales, uno de México, joven y ardoroso, vinculado con los zapatistas, y otro del País Vasco, miembro de la ETA, experto en explosivos y minas quiebrapatas. “De eso ni hablar –les recuerda–, son secretos de la revolución”. Y eso sin contar que estuvo en la frontera con el Ecuador en una reunión con miembros del Secretariado, discutiendo de logística. En el sur, Garrapacho cruza la frontera con tranquilidad. Tiene tres pasaportes en regla y nacionalidad ecuatoriana. El hombre se da sus lujos, refinados, se diría.
—Desde ese día y punto –explica Jónatan–, a mí no se me tiene en cuenta para cosas de importancia y las tareas que me ponen son las más rutinarias; las que se le asignan a un principiante: recoger leña, cocinar, hacer turnos de vigilancia, traer agua, cavar trincheras o chontos o huecos para las basuras.
—Además, ahora les está dando por hacer túneles, “así se defienden los camaradas en Afganistán” –alega Garrapacho con la mano en la cintura.
—Cargar leña y remesas, para eso sí soy bueno. Yo quisiera tener las verdaderas responsabilidades de una guerra irregular. –Había oído el calificativo de irregular que se les da a ciertas guerras, aunque no sabía de qué se trataba–. Decidir por ejemplo sobre los desplazamientos por sitios desconocidos en momentos de urgencia en los que es necesario hacer uso del ingenio y llevarlos a lugares en donde se pueden armar campamentos seguros y confortables. En mis correrías veo sitios mucho mejores que los que han sido escogidos por los jefes; puedo tener a mi cuidado a los retenidos políticos: congresistas, alcaldes o militares con rango; planear asaltos a poblaciones con puesto de policía y Banco Agrario; batallar con el enemigo a puro plomo; tumbar helicópteros; hacer labores de inteligencia; infiltrarme en los organismos del Estado, cuestiones delegadas a tipos como Garrapacho.
“Muchas de esas comisiones han hecho famosos a guerrilleros hoy célebres y se las he oído contar a los compañeros cuando se reúnen para comer o se entretienen hablando en las caminadas; aventuras tesas de las cuales se sienten orgullosos y por las que les dan reconocimientos públicos en las reuniones del alto mando o que aparecen en periódicos de otros países, escritos por organizaciones amigas, como esas de Europa que les envían dólares por vender camisetas con propaganda de las FARC.
“Aquí todo es al revés. Vea si no el caso de Honorio Fuentes, un niño guerrillero, amigo y confidente de Garrapacho, que murió cuando le estalló una mina que él estaba poniendo. El muy bruto la ensayó con él mismo a ver si le había quedado bien puesta y acá lo volvieron héroe. Yo digo que ser héroe no es exponerse, ni estar alardeando sobre acciones militares que nadie puede corroborar. Él siempre decía que había matado a tales y cuales soldados y hablaba del sitio exacto en el que les había pegado el tiro. Y era dizque valiente, dormía en el suelo y salía a cazar culebras que después se comía con los más osados. Así las cosas, los jefes le hicieron un homenaje, según ellos, merecido.
“El muchacho salió con fotografía en la página de Internet de nuestro ejército revolucionario, la que se publicó en conmemoración del asalto de hace unos años en donde murieron como treinta y cinco soldados. Ahí decía que había sido un joven ejemplo para las nuevas generaciones y que el tipo trabajaba hombro a hombro con los mejores contingentes de la revolución. Lo que no dijeron es que a ese pobre muchacho lo enterramos por ahí en cualquier hueco en medio de la selva y solo porque le gritamos vivas y disparamos unos cuantos tiros al aire, poquitos pues estábamos pobres de munición, dizque quedó grabado para siempre en el corazón del pueblo. Yo no lo veo como un ejemplo, era un bocón, quien murió por darse ínfulas.
“A mí me tocó poner muchas minas y para esa época ni caí en cuenta de los daños que hacían, por ejemplo ver que no siempre producían la muerte sino mutilaciones, lo cual es peor, al quedar uno desfigurado y baldado de por vida. De hecho ese fue el primer oficio que nos pusieron a Elián, a Morris y a mí cuando nos alistamos. Bueno, no sé si es correcto decir que nos alistamos, la cuestión no radicó en nuestra voluntad. Hasta lloramos el día en que ellos les dijeron a nuestros padres que debíamos pagarle un servicio militar a la revolución. Llegaron de madrugada, se instalaron al frente de la choza en un patio de flores que cultivaba mi mamá, inspeccionaron todo para ver si había armas, escopetas o trabucos; pidieron café y huevos si había y mi mamá les cocinó todo lo que encontró. Jerónimo habló con mi papá. Salieron al patio y se acomodaron bajo la sombra de un cedro frondoso en la mitad del camino y después de hacer un pacto regresaron sonrientes.
“Mi mamá no sabía nada y no se imaginó que el acuerdo era yo, porque era el mayor y tenía doce años. ‘Es buena edad para comenzar’, le dijo Jerónimo como si fuera un profesor de matemáticas. Eso no me dolió; me dolió la sonrisa de mi papá. Ese día lo vi cambiar de opinión como si nada. ¿No dizque con esa gente era mejor no meterse? Yo desde eso le cogí una especie de bronca, aunque puede ser otra cosa. Él le decía a mi mamá que no llorara, ‘allá en el monte los volvían hombres de verdad’, le dijo. Y sí, puede ser verdad, pero a mí me preocupaba mi mamá y me sigue preocupando, no volví a verla más y no sé si está viva o si se murió de tristeza. Aún sueño con ella y a veces me duermo pensando en su cara, en sus modales y en las canciones que nos cantaba. La veo lavando ropa, cargando agua, encendiendo el fogón, rezándole a la Virgen y haciendo cosas ricas en la cocina, siempre con una sonrisa que me sosiega en las noches. Esas tortas de maíz, esos cocidos de fríjol y el casabe y la mandioca.