Loe raamatut: «En Medellín tocábamos el cielo»

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Osorio Gómez, Jairo

En Medellín tocábamos el cielo/ Jairo Osorio Gómez,. -- Medellín : Ediciones Unaula, 2012

114 p. : il.

ISBN : 978-958-8366-48-7

I. 1. CIUDADES Y PUEBLOS

2. MEDELLÍN (ANTIOQUIA) - HISTORIA

3. IDENTIDAD CULTURAL - ENSAYOS

II. Osorio Gómez, Jairo

EN MEDELLÍN TOCÁBAMOS EL CIELO

Jairo Osorio Gómez


Primera edición: agosto de 2012

© Jairo Osorio Gómez

© Fondo Editorial UNAULA, de la primera edición

ISBN 958-978-8366-48-7

Hechos todos los depósitos legales

Fotografías del autor

CARÁTULA: Vendedora.

Carrera Junín con calles Maracaibo y Caracas, 1977

TAPA: Óscar Jaramillo y Elsa Escobar.

Bar Rigoletto, calle Maracaibo, 1980 c.

Solapa de tapa: Guayacanes de Medellín, 2012

Diseño de carátula: Leonardo Sánchez / Camilo Molina

Diseño y diagramación: Lucía Inés Valencia

Prohibida su reproducción, sin la autorización expresa del autor

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Hay un lugar –en la montaña, cerca del boquerón– desde donde el estrépito de la ciudad se oye con una nitidez alucinada

José Manuel Arango [1995]

CONTENIDO

La ciudad como objeto: la muerte a través de una foto

La ciudad ideal

Medellín: atolondrada

La ciudad secreta

La ciudad real

Notas al pie

AL NACER, A UN HOMBRE NO LE ES DABLE ELEGIR NI FAMILIA NI CIUDAD. La opción llega demasiado tarde, cuando entonces tiene que vivir con las dos para el resto de su vida... “La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo”, sentenció Cavafis.

Las líneas siguientes reúnen una mirada testimonial de la ciudad fragmentada que viví. Hubiera querido ser más benévolo con ella y no es, necesariamente, la ciudad de los demás. Incluso puede ser muy distinta. Sin embargo, para nada la mía desdice de las otras.

Cierta vez me contaron que un empresario chino escuchaba una descripción que sobre Medellín hacía una delegación de rectores locales en un viaje oficial de burócratas a ese imperio. Enfático, para reafirmarse en la imagen que se estaba haciendo a partir de las poquedades de la visita, preguntó: “Entonces, ¿es como un pueblito con hoteles?”.

Así es. El mismo al que llegaron mis padres, conmigo de brazos, cuando la violencia de los años cincuenta los obligó a huir de su montaña. No tuvieron elección, tampoco. A pesar de su acogida venturosa, con bastante frecuencia reniego de ella. Espero que me sea permitido disfrutar el crepúsculo en aquella otra que creen merecer los extraviados. Glorioso Borges que pudo escoger una ciudad para morir.


[...] Sus prendas raídas se secan al sol. Alguien observa, alguien comparte su soledad. Él y el otro se encuentran en silencio. El observador y el anciano se unen por un instante... “Lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez. La fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”. Anciano. Quebrada Zúñiga, 2006

LA CIUDAD COMO OBJETO: LA MUERTE A TRAVÉS DE UNA FOTO *

¿Cómo nos arreglamos para vivir a la vez en la ciudad real y en la ciudad imaginada?

Néstor García Canclini [1997]

CADA DOMINGO SUCEDE LO INVARIABLE: desde el cuarto piso que ocupo en este edificio moderno veo llegar cumplido al anciano que, al despunte del alba, se posesiona del cauce que divide a Medellín de Envigado. La quebrada Zúñiga lo acoge para su rito de limpieza personal: la suya y la de su ropaje.

En este segundo, yo soy sujeto-objeto del tema del filósofo en el libro: Yo soy la soledad de ese viejo, soy el desamparo, el desolado, el sin-destino durante el día. Ahora leo a Barthes como él lee el periódico viejo, sucio, grasiento. Sólo que las noticias que hojea el longevo desconocido no deben ser nuevas para él y el mundo, porque los periódicos lo que tratan a diario son el hambre, la muerte, la corrupción, que nunca dejan de ser mientras subsista el hombre.

A la lectura que hace el viejo, y a la orfandad que sufre sobre el cordón de cemento, sólo las interrumpen el perro curioso de la pareja que hace la liturgia de su trote dominical para enfrentar el desgaste de sus años. Entretanto, sus prendas raídas se secan al sol tibio de las siete de la mañana, sobre el pasto de la canalización. También lo hacen las tiras de su piel ajada. A pocos centímetros del tapete de su ropa, el aviso de los constructores anuncia la felicidad: “Baño turco en el edificio… A 150 millones de pesos, 87 metros cuadrados. Últimos apartamentos”. Tal vez los valgan, en medio de la especulación inmobiliaria que se tomó al Valle de Aburrá, con sus ganancias de usura. La zona es la más exclusiva de Medellín y Envigado juntas. Es el barrio Zúñiga.

La vida “privada” del viejo en la calle es mi vida “pública” en mi apartamento. Desde afuera, todos pueden observar libre y morbosamente nuestro común derrubio (“robar lentamente el río, arroyo, o cualquier humedad la tierra de las riberas o tapias”), durante esta jornada de fiesta de la Patria –ese trozo de papel de bolsa de valores–.

El amanecer se llena con los sonidos de los pájaros que se sobreponen al murmullo del agua en la quebrada. Ustedes no los oyen; tampoco sienten el olor del cauce.

Repito: esta rutina ocurre inalterable cada domingo. Llevo viviendo en este loft hace ya un año largo, y así ha ocurrido cada domingo. El viejo (ídem.): Llega con su atajo de colores desvaídos, desciende al lecho de la Zúñiga, desempaca las prendas, lava, tiende…, espera. Al medio día regresa por donde vino, que no sé a dónde lleva (nunca he bajado a preguntarle), para retornar, matemático, a los siete días exactos. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo él seguirá viniendo y yo permaneciendo?

La quebrada, la calle, el cordón de cemento sobre la vereda es el espejo de los interiores y de la fachada del edificio desde el cual miro, fisgoneo. ¿Observados desde enfrente, no somos acaso los vecinos del edificio Aspen ese viejo abandonado de la fortuna? ¿Qué hacemos de distinto a él, cada día, las personas que aquí creemos vivir, amparados del sereno o de la lluvia?

Tras la reja de fierro que separa la calle de la casa campestre de la esquina, el propietario poda su jardín –acción gozosa para su estrés de ejecutivo– mientras el viejo lo observa delante del portal. Así, “la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”, podría decir yo como el filósofo, mientras hago clic con mi Nikon, disparada desde la altura del cuarto piso en el que pretendo estar resguardado de un albur siniestro.

Roland Barthes hilvana reflexiones que le caen sueltas, en la medida en que repasa sus fotos, las fotos que le producen el punctum (ese más-allá-del-campo-visual), y el studium (la presencia de la emoción que la imagen transmite). Relaciona la foto de su antecesora joven con la muerte. Encerrado en el apartamento de su madre, quizá otro domingo, Barthes constata con la secuencia de fotografías que va desempolvando, la verdad de su rostro, de la vida que vivió a su lado, de la mujer que amó. “El fotógrafo debe luchar tremendamente para que la fotografía no sea la muerte” [Barthes: 47]1. Así es y será. Creo.

¿Sobreviven las reflexiones de Cámara Lúcida ante el avasallamiento de las fotografías digitales? ¿Las fotos producidas en 2005, con las camaritas de juguete que son esos artefactos modernos de ahora, son capaces de generar un ejercicio de reflexión como este de Barthes treinta años atrás?

¿Son ya arqueología los textos del filósofo? ¿Perviven? ¿Pervivirán? ¿Dicen lo mismo ahora? ¿El papel fotográfico antiguo es condición sine qua non se posibilita la meditación profunda del sujeto-objeto de la foto?

El filósofo penetra la Muerte a través de la foto, como los griegos lo hacían andando hacia atrás. Su madre vuelve a ser en la mirada intensa del escritor, con esas imágenes redivivas de la infancia de ella. “La podía reencontrar por fin tal como ella era en sí misma”. [Barthes: 127].

Imagina, lector, al filósofo que cuida a su madre, días previos a la Muerte de ella: El intelectual calienta el agua para el té de su madre, lo sirve en el tazón que le gustaba, “porque podía beber más cómodamente en él”, ve a su madre como a su niña que no tuvo… El filósofo alimentando a la progenitora.

Lo que distingue al verdadero pensador es la capacidad de discernir con claridad poética sobre un objeto cualquiera. Para Barthes, la fotografía es su –otro– acercamiento a la emoción del pensamiento, de la verdad, en este caso, de la traslucida –transmitida– por las imágenes (la de su madre, la de los obreros, la de los chiquillos). También, su capacidad de hacer que otro lo intente.

La pose fundamenta la naturaleza de la fotografía. Esa gota de agua “congelada” en el aire antes de caer al piso sólo existe en la magia de la foto de Edgerton [Barthes: 138], sólo es posible por la existencia de esa conjunción del operator, el agujero de la cámara, las reacciones de los químicos en el cuarto oscuro. Ahora ya sería posible por los medios electrónicos modernos, pero no es la misma lectura que da la imagen viviente de la foto clásica.

La fotografía tiene que ver con la Resurrección: yo vuelvo a traer a mi recuerdo, a mi mente, eso que fue, que ha sido [Barthes: 145]. Yo en el loft, el viejo tendido sobre la acera de cemento. Entrambos, el clic de la Nikon, aunque no sepa lo que la sociedad hará de mi foto en el futuro [Barthes: 47].

Hoy, los celulares-cámaras de fotografía desacralizan el acto mismo de fotografiar, lo banalizan. “Hacer un retrato” es un instante de creación, al que se llega después de tiempos de práctica, de ejercicio profesional. De inspiración. Con el móvil moderno que tiene hasta washer incluida, “hacer un retrato” ahora es como ir al retrete: cosa normal y aconsejable. Función biológica.

“Por los libros suben los porqueros a obispos”, dice el refrán antiguo. Mediante la fotografía el hombre más simple se puede divinizar, eternizar. Y al contrario. Por ella misma, el emperador más encumbrado se humaniza, se idiotiza. Mediante el retrato dos hombres alcanzan a ser iguales a pesar de las distancias. Yo soy el viejo, yo soy la soledad de ese viejo, soy el desamparo, el desolado…, el sin-destino. ¡Qué magia la de la fotografía en manos del filósofo!

Hay fotos que provocan llanto. “El paisaje urbano, sin duda, no está hecho de carne”, dice Susan Sontag2. “Ser espectador de las calamidades […] es una experiencia intrínseca de la modernidad, la ofrenda acumulativa de más de siglo y medio de actividad de esos turistas especializados y profesionales llamados periodistas” [Sontag: 26]. Nuestro rostro y nuestra alma –lozanos o ajados– son la huella de nuestro tiempo. Por eso la foto auténtica no carga truco. La mejor es como somos. No hay duda: El viejo es un espejo, sólo que encarado sobre la fachada del edificio desde la calle de enfrente. Los vecinos somos todos él. Y “puede ocurrir que yo sea mirado sin saberlo”. Entonces, en ese instante habrá vida real: cuando se es mirado, es decir, cuando se es fotografiado, por dolorosa que sea la imagen.

El texto de Barthes es un pretexto para ahondar en el conocimiento del sujeto-objeto. No es, en ningún momento, un estudio sobre la fotografía, aunque lo diga el complemento del título. Es un estudio de sí mismo, como hijo y ser. A partir de la foto de su madre, el filósofo habla de la Muerte, de la finitud. A ella, la madre, nunca la veremos, pero allí está su imagen rescatada, plena, dándole un sentido nuevo al que mira. La existencia eres tú en ese instante. El instante de la lectura.

Barthes murió en un accidente absurdo, en 1980. En el cruce de la rue des École con la rue Saint - Jacques, lo atropelló una furgoneta cuando salía de dictar la cátedra de semiología literaria en el Collège de France3. Es posible que fuera pensando en la imagen de la finitud. El filósofo cavila hasta el momento de su perecimiento. Y después, un poco más.

Inevitable: en la ciudad, todo hombre es sujeto-objeto de ese destino colectivo. Este domingo, el anciano y yo nos miramos desde el mismo punto: aquel en el que la metrópoli nos anuda, nos vuelve uno, por la precariedad de sus domiciliados.


Medellín: Parque de Bolívar, Basílica Metropolitana [detrás, los barrios Prado, Manrique, Campo Valdés], 1980

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