Tan buena Elenita Poniatowska

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Tan buena Elenita Poniatowska: noticias de autores y libros / Jairo Osorio

Medellín: Ediciones UNAULA, 2017

325 p.

ISBN: 978-958-8869-82-7

I. 1. ESCRITORES LATINOAMERICANOS

2. RESEÑA DE LIBROS

3. NOVELA LATINOAMERICANA

4. LITERATURA LATINOAMERICANA - HISTORIA Y CRÍTICA

5. ARTE DE ESCRIBIR

II. 1. Osorio Gómez, Jairo

Tan buena Elenita Poniatowska

Noticias de autores y libros

Jairo Osorio

ISBN: 978-958-8869-82-7, de la edición colombiana

ISBN: ___________ , de la edición mexicana*

* La edición mexicana, que se publicaría simultánea con la versión colombiana, quedó bajos los escombros y el caos de la Colonia Roma, durante el terremoto del martes 19 de septiembre. La vocación latinoamericana de la UNAULA realiza la presente como homenaje a las víctimas de aquel pueblo y, en especial, a las intenciones de la Editorial Parmenia, Universidad La Salle, CD México.

© Jairo Osorio

© Ediciones UNAULA, de la presente edición

Primera edición: noviembre de 2017

Fotografías de carátula e interior:

Jairo Osorio. Elena Poniatowska, 1988 y 1991

Diagramación e impresión: Editorial Artes y Letras S.A.S.

Hechos todos los depósitos legales

Universidad Autónoma Latinoamericana UNAULA

Cra. 55 No. 49-51 PBX: [57+4] 511 2199

www.unaula.edu.co

Diseño epub: Hipertexto–Netizen Digital Solutions

Yo pertenezco, irrevocablemente, a una tardía forma de la Antigüedad

Cees Nooteboom

Cada libro es una apuesta contra el olvido, una postura contra el silencio que solo puede ganarse cuando el libro vuelve a abrirse

George Steiner

Tan buena Elenita Poniatowska son noticias de libros y de autores. En su mayoría, es una selección de apostillas publicadas en prensa escrita entre los años mil novecientos noventa y nueve y dos mil diez.

Sin mayores pretensiones, el propósito que me animaba entonces, al escribirlas, era la promoción del alfabetismo de la comunidad de cristianos viejos en la que trabajaba de editor, y publicista, de un sinvergüenza pueblerino que sangraba a las autoridades con su proyecto engañoso, pero que retribuía con cierta generosidad mis buenos tercios. El alcance del objetivo lo ignoro todavía.

Para la antología he agregado tres crónicas y un artículo que tienen que ver con el mismo oficio de escribir, y que a mi parecer ejemplifican toda la pasión que figura recitar libros. Es, en cierto modo, mi homenaje a esos cuatro amigos de todos los leedores. La primera se realizó para el suplemento Semanal, del periódico El Mundo (Medellín), con ocasión de la entrega del libro Nada, Nadie, de Elena Poniatowska, en la librería Gandhi, de Ciudad México; el artículo hizo parte de una polémica durante el año en que García Márquez anunció públicamente su adhesión a una candidatura conservadora en Colombia; la tercera es el introito para el libro Borges: memoria de un gesto [2004]; la cuarta crónica fue un encargo de la revista Agenda Cultural Alma Máter, de la Universidad de Antioquia, en el año dos mil dieciséis.

El ministerio de la lectura ha estado ligado siempre al asombro y la curiosidad. Y otro tanto a las andadas de la soledumbre. Creo que, sin su compañía diaria, no hubiera soportado este holocausto perpetuo que es la vida. Sin las delectaciones del escrutinio y la ilustración el mundo hubiera sido, para mí, sombrío, excesivo y fastidioso. Siquiera hubo noticias de libros, y un lugar para la crónica.


Fotografía Jairo Osorio. Elena Poniatowska, Bogotá, 1991

Tan buena Elenita Poniatowska 1

El mismo jueves llegué a la Cruz Roja a ayudar en lo que podía. Me tocó un señor tremendamente lastimado, me acerqué a él y mal podía ver con un ojo; tendría sesenta y cinco años y le tomé la mano. Me insistió: –Acérquese a mí porque voy a morir en un rato y quiero morir viendo una mujer bonita.

(Una señora bien de San Ángel, en Nada, Nadie)

Uno escribe con pasión, que es como decir con amor u odio; quizá por eso sea tan difícil volverse un escribano a sueldo.

En la librería Gandhi no cupieron. Eso dicen. Yo quiero pensar que es otra manera de seguir rememorando las oscuras noches de septiembre de hace exactamente tres años: en la esquina del Parque que da sobre la Avenida Miguel Ángel de Quevedo, una multitud escucha grave –a veces sonriente– las otras voces que hablan de Las voces del temblor: Nada, Nadie. En medio, Ella. Diminuta y hermosa como no me la soñaba. Elegante. Delicada. Tierna al celebrar un feliz apunte de cualquiera de los oradores de la tarde. Por encima de todo, honrada. Honrada y pudorosa.

La multitud está sentada sobre el césped. Obreros, estudiantes, profesionistas. Ella y sus amigos –en realidad, lo son todos los que la acompañan en el acto– ocupan de manera incómoda una mesa trasteada con apuros y que, puesta entre la frondosidad del jardín público, coloca el aspecto mágico de esta ciudad tibia que es México por la época, pero también la informalidad que caracteriza a los que ahora se congregan. A un lado, los cláxones de los buses suenan parecidos a los llantos y a los gritos y a la impotencia que todos los asistentes rememoran.

En la presentación de su libro no hay intelectuales. No por lo menos de la estirpe que tenemos nosotros. Los universitarios que leen la presentación a instancias de Ella, que son los que más se pudieran acercar a ese estigma, y el Carlos Monsiváis que también lee, lúcido como siempre, aquí pasan a ser los hombres de corazón solidario que despuntó aquel diecinueve de septiembre de mil novecientos ochenta y cinco, a las siete y diecinueve de la mañana. Un jueves, exactamente.

Las demás voces que se alzan en la entrega del libro Nada, Nadie salieron del anonimato de las factorías clandestinas que las explotaban y que se desplomaron igual que un castillo de naipes con cientos de obreros adentro: Evangelina Corona, Victoria Munive, Alicia Trueba, costureras y amas de casa que hablan tan inteligentes como si fueran escritoras profesionales de todos los días. Sobrevivientes del terremoto que acusan desde entonces el olor inconfundible de la muerte, “un olor a cuerpo sin alma”, y que en el solo San Antonio Abad cobró seiscientas compañeras, setecientos talleres de confección de ropa destruidos y cuarenta mil mujeres sin empleo, “víctimas del fenomenal engaño llamado ciudad de México”. “–Yo hacía ojales, yo armaba las prendas, yo era plisadora, yo soy overolista…”

“Superbarrios” Gómez, el líder popular de las Asambleas de Barrios y vendedor de fayuca en Tepito –una especie de Guayaquil más tenebroso que el nuestro en su peor tiempo–, improvisa. “Llegué tarde por estar de cardenista…” La gente aplaude. El mitin tempranero del Zócalo para desagraviar del robo de las elecciones presidenciales a Cuauhtémoc Cárdenas, el hijo del Tata Lázaro, aquí continúa en el estruendo de los aplausos. Sus palabras empiezan precisas, porque en realidad México entero es cardenista. Cardenista y Guadalupano. “Superbarrios” representa eso. Vestido a lo Supermán, un tanto ridículo con su barriga pronunciada, dice las mejores cosas de la noche: el libro no es un testimonio del pasado, es la advertencia del futuro porque las causas que lo originaron están presentes en el país corrupto que se perpetúa en el poder. Ella apenas sonríe, satisfecha.

A su lado, la hija de Elenita es ya el retrato exacto de la madre. Cualquiera diría que son hermanas; de lo jóvenes y bellas que aparecen, y a pesar de los cincuenta y cinco de Ella. La escucha con el mismo respecto que prodigó a los oradores anteriores. Es la carne de su carne y siente. “En realidad yo no empecé haciendo las crónicas, yo empecé como todos: ayudando. Te vacunabas y te ibas a las brigadas. Así empecé a ir a los albergues, a revisar la vigencia de las medicinas, a transitar por las calles y tomar nota de las necesidades de la gente, a hervir peroles y peroles de agua, a cocinar cazuelas y cazuelas de arroz. Recuerdo muy bien que me habló Carlos Monsiváis y me dijo que qué diablos estaba haciendo yo en vez de escribir, pero en ese momento lo que menos quería hacer era escribir. Pensaba que no servía para nada, que lo que había que hacer era ayudar con las manos, ir a los lugares, juntar ropa”.

La gente, su gente, permanece absorta. Ni los cláxones se atreven a interrumpir. “Cuando empecé a escribir es porque la gente necesitaba contar sus cosas, decirlas, y yo escribirlas. Empecé entonces a publicar en La Jornada una crónica diaria. Fueron como días de guerra. Tres meses de escribir una crónica diaria. Para realizar ese tipo de cosas tienes que estar como anestesiada. Pensar únicamente en que tienes que ser eficaz. Y no sólo para escribirlas, sino para lograr otras cosas que venían al lado de las crónicas: que una casa para doña Chelo Romo, que les pusieran unos lavaderos en la vecindad, que se necesitaba una escuela temporal. Había miles de cosas que se derivaban de las crónicas y que también había que hacer”.

 

Su vestido liviano parece encenderse con las luces de la televisión. Sus palabras levantan entusiasmo, el mismo que producen sus libros. Querido Diego, te abraza Quiela. Hasta no verte Jesús mío. La noche de Tlatelolco (esa otra desgarradura del México moderno). De noche vienes. Fuerte es el silencio

Por el libro de ahora no cobra. Las regalías de Nada, Nadie están destinadas para ayudar a los damnificados, principalmente a las costureras del Sindicato 19 de Septiembre, a quienes tiene a su lado en cabeza de la dirigente Evangelina Corona. A los damnificados de siempre, repite, porque México está lleno de damnificados de siempre. Por las crónicas publicadas en el periódico La Jornada tampoco cobró. “Se me enchina el cuero de sólo pensarlo. La idea de cobrar por un artículo sobre el sufrimiento de la gente me parece una aberración”. Además, este es un libro colectivo, añade. Está hecho con el dolor y el trabajo de todos.

Oyéndola se me ocurre que el nuevo volumen no es más que la continuidad de ese eterno diálogo con la muerte que mantiene y celebra el mexicano. “Me pregunto cómo le hizo mi madre después de la muerte de Jan, a los veintiún años; qué hizo cada mañana al levantarse, cómo logró comenzar el día, poner un pie delante del otro. Recuerdo, sí, que cierta vez me dijo que la habían ayudado mucho los paisajes, ver esa gran extensión de tierra yerma al borde de la carretera, el cielo encima también extendiéndose, a veces los árboles, los pinos que van subiendo alto y conforman pirámides verdes que apuntan hacia arriba. También me dijo –en alguna tarde– que sentía que Jan, su único hijo varón, estaba feliz donde estuviera, y que en espíritu la acompañaba, lo sentía a su lado, presente en las ondas del aire, en su propia respiración. Está en mí”, termina rememorándola.

La señora dolida por la matanza en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco mil novecientos sesenta y ocho, vuelve a erguirse con toda su entereza. En verdad, nunca la ha dejado. Es su mayor virtud. Por eso es Ella. En Nada, Nadie las páginas trasudan el Estado que se corrompe: los edificios se doblan porque las normas de calidad y seguridad son burladas; las decenas de colombianos torturados y muertos en las celdas de la Procuraduría los quieren aparecer víctimas del terremoto; el penalista Saúl Abarca, desaparecido desde el doce de septiembre, amanece muerto dentro del baúl de un auto estacionado en la misma Procuraduría y que el sismo no dejó sacar a tiempo; los auxilios para las víctimas se quedan en las manos de los políticos; los gendarmes saquean las ruinas. La Paloma Cordero de De la Madrid, diciéndole a Nancy Reagan: “Pásele, pásele, usted perdonará”. La carroña en la putrefacción de la tragedia esperada. Idénticos todos. Los corruptos, digo. El mar de escombros los pone a flote.

Son las nueve de la noche. Los transeúntes que vienen del trabajo, que salen del Metro, no llegan a casa. Su voz dulce los retiene en la esquina de la Avenida. Escuchan que es la historia colectiva de un pueblo que se creía solo, hasta cuando les sucedió esto. Entonces, descubren esa vocación de solidaridad que es la que, inconscientemente, los ha sostenido en la larga pesadilla de los avasallamientos, iniciada por Hernán Cortés, y a la que ni Iturbide, ni los franceses, ni Maximiliano, ni los gringos –tan azarosos esos vecinos–, ni el propio PRI han sido ajenos.

Los retiene, a esos transeúntes, como la memoria de su hermano Jan, muerto en el año de Tlatelolco. Los obreros ya no se van, o se van, pero quedan en su corazón como el de Ella en el espíritu de todos. El Jardín del Caracol –así se llamará aquel lugar hasta que el nombre vuelva a mí–, y que el príncipe Eduardo García Aguilar me recorriera días antes, seguía con los brazos abiertos recibiendo a los hombres en la noche fresca de septiembre, a tres años de aquella hecatombe. “La vida se vengaba así de la muerte”.

Este espacio, igual al espacio de la crónica –para recordar otras de sus palabras– es cada vez mayor. Es como una plaza grande, como el Zócalo, diría Ella, en donde ya cabemos todos. Luego, las voces festivas, tremulantes, se desperdigan por la Miguel Ángel de Quevedo llevando su voz, la de Ella, que son las voces del temblor. Evangelina Corona apenas repite. Tan buena Elenita Poniatowska. Es un amor Elenita Poniatowska.

(A todos nuestros muertos, pero también a todos nuestros vivos. Coyoacán, septiembre de mil novecientos ochenta y ocho).

García Márquez cortesano 2

Con sus actitudes frente a los gobiernos de turno, Gabriel García Márquez se parece cada vez más a Mario Vargas Llosa, con quien acabó peleando a las trompadas por esas cosas veniales a las que empuja una fama mal administrada.

Una disputa de dos viejos amigos –Ernesto Samper y el escritor, muy santafereño el uno y bastante provinciano el otro– la trasladó García Márquez a lo político y le hizo creer a Colombia que era una posición crítica frente a lo nacional.

La decadencia de García Márquez empezó en la política, y ojalá no se traslade a su literatura, porque nos tocaría seguir leyendo a Germán Arciniegas hasta que cumpla cien años (lo cual hacemos con mayor deleite por el rigor intelectual de sus obras, por su profunda claridad del mundo contemporáneo, y por la verticalidad constante de su vida).

Moral e intelectualmente es mucho más importante la adhesión del maestro Germán Arciniegas –conciencia lúcida de las Américas– a la candidatura de Horacio Serpa Uribe, que el pronunciamiento retórico del Nobel de Aracataca sobre la educación en un hipotético gobierno pastranista.

Gabo es un hombre que no necesita del poder, pero le encanta estar con el poder; retratarse con el poder. Eso, solamente, ya lo descalifica como ser humano. Susang Sontang –la maravillosa escritora e intelectual norteamericana– lo advirtió a los lectores hace años, con su certidumbre premonitoria de mujer: García Márquez se pierde en la seducción que ejerce el Poder sobre sus actos. Tan amigo de Felipe González cuando gobernó, como de Aznar cuando lo reemplazó –a pesar de lo visceral y políticamente opuestos–. Pero así es García Márquez.

Exaltado con el Premio Nobel por su fidelismo y su izquierdismo –dijo cierta crítica internacional en su momento–, derrocha ahora esos réditos sobre los gobelinos palaciegos de la derecha y en los pasadizos oscuros de los regímenes más retardatarios del Continente. Fidel Castro no debe estar jubiloso.

“Núñez buscó el Poder como venganza. Holguín, como un lujo. Caro, como un orgullo. San Clemente, como un honor”, dijo José María Vargas Vila. Cabe agregar hoy, en ese listado lapidario de posesos, que García Márquez lo busca para su autocomplacencia.

El escritor no puede sacrificarse en aras de la vanidad. García, con ese apego político y oportunista, salva su ambición de hombre, pero no la dignidad del creador. El acto de adherir a un candidato que ni siquiera lo ha leído, y ubicado en el otro extremo del espectro ideológico del novelista, sólo habla de su pasión desenfrenada por el trono.

No toda gran obra se identifica con el hombre que la escribe. “En el alma de todo mercenario duerme un traidor”, acusó “El Divino” Vargas Vila. Esa es la gran debilidad y peligro de quien persigue siempre a los soberanos y poderosos. La flaqueza es típica del artista, que necesita nutrirse; el intelectual tiene más arrojo, más reticencia a la hora del requiebro con un amo. Y García Márquez es un reportero, no un pensador3. La diferencia es abismal: el periodista no tiene Partido, tiene pauta.

García Márquez es un adulador, es un quitamotas de todas las potestades y eso lo desvirtúa como individuo. Lo arroba el poder. Camina detrás de los presidentes para oler el incienso de los privilegios, para encerarse con su tufo. Si quisiera a Colombia le hubiera prestado mejores favores. Por lo menos, la mitad de todos los que ha recibido de la Patria.

En suma, escribe como un hombre, pero actúa como un cortesano.

Fastidiando a Borges 4

1

En el libro Fervor de Buenos Aires, Borges apunta en el prólogo a la edición de mil novecientos sesenta y nueve, algo que parece común a los muchachos de todas las épocas: la timidez, y el temor “de una íntima pobreza”, que trataban, tanto en esos días como en mil novecientos veintitrés –cuando escribió el libro–, de “escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas”. En aquel tiempo, dice Borges, “buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”.

Los jóvenes de mil novecientos setenta y ocho no sólo éramos tímidos. También padecíamos de la íntima pobreza de no saber nada; incluso, entiendo que la disimulamos con escandalosas naderías y mucho de barriadas y sano noctambulismo, como lo permitía el Medellín de entonces. En esos tiempos creo que únicamente nos faltó la desdicha.

Cuando el escritor arribó a la ciudad, a finales de noviembre de aquel año, un puñado de amigos que conformaban ya un clan borgiano, tenía al autor por otro de los grandes de la literatura universal. Yo apenas lo había leído en tres o cuatro de sus libros, y en algunos artículos de prensa, suficientes para empezar a referenciar su nombre en el pedestal de los preferidos. La rigurosidad y el arrojo de los adjetivos de su prosa le ganaban mi admiración juvenil, sin comprender por esos días el prodigio estético al que nos arrimábamos. El atrevimiento, a veces el descaro, obró por nosotros.

El anciano ilustre atravesando las calles de la todavía provinciana Medellín, luego caminando por las rúas empedradas y polvorosas de Cartagena de Indias, soportando tangos mal cantados a media noche y la zalamería de una treintena de curiosos que creyeron demostrarle así la piedad con la que acogían sus textos, el agobio del Poeta por el alboroto del parrandón nocturno, organizado a propósito de su visita y que le obligó a decir lastimeramente, al oído del anfitrión antioqueño: “pero, alcaide, ¿qué hice yo para merecerme esto?” (Doy fe de la expresión en su boca), fueron instantes que viví a su lado, durante los tres días que estuvo en Colombia, más por curiosidad de adolescentes que por la convicción de su gloria inmortal.

A los veinte años no se puede ser inteligente. A lo sumo, temerario. Encontrarse con Borges a esa edad fue un desperdicio. “Un hombre trabajado por el tiempo”, y que ni siquiera esperaba la muerte. En la mocedad es posible ejercer la fuerza o el desenfreno, pero nunca el talento. En esa oportunidad, ¿qué podía uno preguntar al anciano ilustre, sí ya lo había respondido todo? Otros dos interlocutores más, ¿qué examinarían de él, que no lo hubiera dicho en su largo camino por el mundo?

Durante el momento de privilegio hubo instantes en que quisimos apostarle a la familiaridad y a la cercanía. Entonces, le averiguamos por Silvina Bullrich y Bioy y la Ocampo, y el mismo Sabato, como si fueran viejos conocidos del grupo singular. Sonaron falsos los intentos. En los otros minutos, terminamos de majaderos, reiterándonos una y otra vez, con los mismos disparates que distinguen a los periodistas de todos los días y todos los temas.

El enamorado espera que le dejen disfrutar su intimidad. Borges llevó a María a Cartagena de Indias para que ella conociera la ciudad que a él siempre le encantó: sus murallas, sobre todo. Nosotros acabamos por fastidiarlos a la hora del almuerzo –sobre la terraza del hotel, de cara a la playa–, en la quietud de la siesta, durante la noche...

Menos mal, María Kodama –nunca supimos si para tranquilidad nuestra, o por cortesía de extranjera y mujer–, nos alentaba diciéndonos que jamás lo había visto tan afable y tierno con sus interlocutores, como en esta ocasión con nosotros. La juventud, aparte de ardor, inspira condescendencia.

El esteta lúcido, que a donde quiera que fuera provocaba con su palabra inaudita, aquí también siguió asombrando con su desparpajo. A las seis de la tarde del diecinueve de noviembre, hora convenida para la entrevista principal, tocamos a la puerta de su habitación. Séptimo piso, hotel Capilla del Mar. Varios golpes sin respuesta nos hicieron temer que el hombre había escapado. Pero no. Sólo estaba dormido y solitario, en el laberinto de la siesta. María descansaba en una habitación contigua pero aislada. Insistimos para evitar una vergüenza. Al rato, escuchamos cómo Borges se deslizaba lento pegado a la pared, arrastrándose en calcetines. El pasillo exterior estaba envuelto en silencio. Sus manos acariciando el muro de la habitación se sentían lastimosas. Nosotros enmudecíamos del desconcierto. Otro instante más, y ya era el pomo de la puerta el que Borges buscaba a tientas. La impotencia de los tres –Borges adentro tratando de encontrar el cerrojo que lo entregara a nuestro capricho, nosotros afuera esperando el milagro del cerrojo abierto para someternos a su genio– volvió el momento eterno. Ese atributo de Dios, también lo fue de nosotros esa tarde.

 

Los segundos en los que Borges trató de agarrar el pomo de la puerta, bastaron para el remordimiento insospechado por nuestra crueldad, que me atormentó por años: un anciano ciego y somnoliento que intenta abrir la habitación a dos desconocidos llegados de Medellín, para responder a un interrogatorio de policía inexperta.

Cuando por fin el Poeta encontró la chapa y estuvo frente a frente, erguido pero sin vernos, sólo atinamos a decirle: Tranquilo, Borges, por aquí... “No, respondió él, sí los que deben estar tranquilos son ustedes”. Entonces se volteó y empezó a regresar de la misma manera: pegado a la pared, buscando el cuarto de dormir. “Por aquí debe estar la luz”, anotó. Nosotros, detrás de él, sin saber cómo actuar, pensamos que la charla iba a realizarse allí. Tampoco. Atravesó el pasillo únicamente para apagar la bombilla de la habitación, que permanecía encendida, como si esa luz le molestara a sus ojos de conejo, de lo frescos y hermosos que los tenía a esa hora. Juro que nunca más he vuelto a encontrarme con unos ojos más vivaces que los suyos esa noche. Tenía unos globos encendidos y sanos de recién nacido, verdad que de conejo alegre. Parecía imposible que no cumplieran la función para lo que estaban hechos.

“Ahora sí, por aquí”, dijo Borges al apagar la luz, y siguió hacia la sala, adornada de fotografías con paisajes marinos. La costumbre de apagar las bombillas, nos explicó luego, le quedó desde Ginebra, durante la Primera Guerra Mundial, cuando tenían que economizar energía para afrontar los gobiernos la contienda a la que estaban sometidos.

Sentado en el centro, sobre el sofá principal, sentíamos que algo incomodaba a Borges. Cuando María llegó minutos más tarde, asustada, preguntándonos quién abrió la puerta, entendimos la molestia casi extravagante del escritor. La falta de la corbata y del saco de paño lo hacían sentir ‘desnudo’, dijo. “Es que sigo siendo un caballero inglés del siglo diecinueve”, nos explicó, para disculparse de recibirnos en camisa. Al arrimarle María una corbata azul con rayas amarillas, él mismo se la vistió, con la habilidad de un gentleman consumado. Entonces sí volvió él a sentirse completo, con el linaje de los Suárez y los Acevedo de España, y los Borges de Portugal. Para las fotografías hizo traer su bastón infaltable de caoba.

Al alimón preguntaron esos dos jóvenes irrespetuosos. Creo que Borges respondió por consideración; es el precio que se paga por la celebridad. Ya lo había dicho en algún lado: “mi fama basta para condenar a esta época”. Llegar hasta él en ese hotel de playa fue obra de una colecta pública de amigos, eufóricos en medio de los tragos la noche del dieciocho –la misma de la fiesta en la que “aturdieron y atormentaron” a Borges con tangos y milongas en la Casa Gardeliana–. Qué preguntarle, lo dejaron a nuestro talante de mozos. Y al destino, que después nos ha gobernado con harta generosidad.

El silencio del piso, el día sosegado también, dieron un aire mágico a las dos horas de la conversación: su voz, apenas audible en algunos tramos, se escuchó con la reverencia que obliga el superior al dictar un precepto a los súbditos. Hasta María atendió reverente.

A las ocho de la noche dejamos a Borges en la recepción del hotel, a donde lo aguardaba el historiador [Eduardo] Lemaitre, para saludarlo en nombre de la ciudad blasonada. Agitados, entonces nos dimos a recorrer las calles de “La Heroica” para apaciguar los ánimos enloquecidos que nos dejó el encuentro con el anciano insigne.

Las preguntas y sus respuestas no son memorables. Lo es quizás el gesto –el de perseguir a Borges por medio país rural–, insólito si se admite la época y lo que éramos nosotros: dos púberes criados en los azares de la calle Pichincha y sus cruceros de Tenerife, Facio Lince y Salamina –en el caso mío–, y Carlos Bueno en las mangas de La Floresta, un barrio de camajanes y gente bullanguera.

De las fotografías tampoco nada interesante se guardó (aunque hay quienes las tienen de icónicas y las rememoran cada día). En suma, sólo recuerdos, memoria de instantes felices: El hombre más festejado de la Tierra, viajando solo por los humedales del trópico, apretujado entre María y yo, en el asiento trasero del taxi; también, y de igual manera, en la primera fila de sillas del avión, mirándolo “entre formas luminosas y vagas que no son aún la tiniebla”; Borges tomado de mi brazo izquierdo, recorriendo anónimo el malecón de Bocagrande (“bueno, anónimo no, ya que ustedes han venido desde Medellín a Cartagena de Indias para conversar conmigo y yo no he hecho nada para que ocurra eso”); o cruzando la pista en construcción del aeropuerto de Crespo, apoyado otra vez en mi brazo, mientras una brisa coqueta le revuelve su pelo blanco de seda –a María, Borges la sujeta por el lado derecho de ella–; su cabeza gris, dulce y agradable, entre mis manos, protegiéndolo de algún golpe fortuito, al abordar el taxi que nos llevó del hotel al terminal aéreo; Borges de regreso a la montaña, con el alcaide anfitrión al pie de las escalerillas y otra vez la misma treintena de curiosos; Borges enfrentado al auditorio repleto de la Biblioteca Pública Piloto... En fin, Borges.

Tal vez lo que nunca entendieron los incrédulos de la Academia Sueca fue su humor. “Los que deben estar tranquilos son ustedes, muchachos”. Pues, no. Nunca más volvimos a estarlo. La sensación de habernos acercado a un dios tutelar –a Shakespeare, a Cervantes, a Swedenborg..., a Borges–, y no haberlo aprovechado para nuestra conversión definitiva, atormenta como la imagen de la mujer joven que se escapó “hace ya tantos años”. (“Mientras dura el remordimiento dura la culpa”, escribió él en su Leyenda de Caín y Abel).

Cuando murió, un periódico local me solicitó un texto con las impresiones del encuentro; no fui capaz de hacerlo. Seguía sin entender lo ocurrido.

Ahora Borges disculpará esta usurpación que hacemos de su memoria. Él también las cometió con Lugones y Kipling y Emerson. Quedamos en paz.

2

En esa época, ni ahora, se nos ocurre dedicar estas páginas a alguien. Habrá que apropiarse de las líneas de Borges, en Historia de la noche, para destinarlas a la propia María: “Por la que usted será; por la que acaso no entenderé. Por todas estas cosas dispares, que son tal vez, como presentía Spinoza, meras figuraciones y facetas de una sola cosa infinita, le dedico a usted este libro, María Kodama”.

Ella después reconocería tanta consagración –ya entrada el alma del Poeta en el Gran Mar–, a propósito de una muestra de dibujos inspirados en las obras que Borges le dedicó: “No lo olvidé nunca; esto signó de algún modo mi vida y se proyectó en lo que sería nuestra relación. Nuestra decantada relación, que fue pasando, a través del tiempo, por distintas facetas hasta culminar en el amor que nos habitaba mucho antes de que usted me lo dijera, mucho antes de que yo tuviera conciencia de mis sentimientos.

“Ese amor que, revelado, fue pasión insaciable para colmar el sentimiento vago, indescifrable, que experimenté por usted siendo niña, cuando alguien me tradujo un poema dedicado a una mujer a la que amó años antes de que yo naciera. A esa mujer a la que le decía

I can give you my loneliness, my darkness,

The hunger of my heart;

I am trying to bribe you uncertainty,

With danger, whit defeat.

“Ese amor del que fue dejando trazas a lo largo de sus libros, sin decírmelo, hasta que me lo reveló en Islandia. Ese amor protegido, como en la Völsunga Saga, por un mágico círculo de fuego, cuyo resplandor nos ocultaba de las miradas indiscretas... Aunque parezca una paradoja, la muerte y la vida no son signos opuestos, sino que son un solo fluir, y el vínculo entre el ser que parte y el que se queda es el amor.