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Capítulo XXVII

Sin otros acontecimientos importantes en la familia de Longbourn, ni más variación que los paseos a Meryton, unas veces con barro y otras con frío, pasaron los meses de enero y febrero. Marzo era el mes en el que Elizabeth iría a Hunsford. Al principio en verdad no pensaba ir. Pero vio que Charlotte lo daba por contado, y poco a poco fue abriéndose paso a la idea hasta decidirse. Con la ausencia, sus deseos de ver a Charlotte se habían acrecentado y la manía que le tenía a Collins había menguado. El proyecto entrañaba cierta novedad, y como con tal madre y tan insoportables hermanas, su casa no le resultaba un lugar muy apetecible, no podía menospreciar ese cambio de aires. El viaje le proporcionaba, además, el placer de ir a dar un abrazo a Jane; de tal manera que cuando se acercó la fecha, hubiese sentido tener que demorarla.

Pero todo fue a pedir de boca y el viaje tuvo lugar según las previsiones de Charlotte. Elizabeth acompañaría a sir William y a su segunda hija. Y para delicia, decidieron pasar una noche en Londres; el plan quedó tan perfecto que ya no se podía pedir más.

Lo único que le pondría triste a Elizabeth era separarse de su padre, porque sabía que la iba a echar de menos, y cuando llegó el momento de la marcha lo lamentó tanto que le encargó a su hija que le escribiese e incluso prometió contestar a su carta.

La despedida entre Wickham y Elizabeth fue muy amable, todavía más por parte de Wickham. Aunque en estos momentos estaba ocupado en otras cosas, no podía olvidar que ella fue la primera que excitó y mereció su atención, la primera en escucharle y compadecerle y la primera en agradarle. Y en su manera de decirle adiós, deseándole que lo pasara bien, recordándole lo que le parecía lady Catherine de Bourgh y repitiéndole que sus opiniones sobre la misma y sobre todos los demás serían siempre las mismas, hubo tal solicitud y tal interés, que Elizabeth se sintió llena del más puro afecto hacia él y partió convencida de que siempre consideraría a Wickham, soltero o casado, como un espejo de simpatía y sencillez.

Sus compañeros de viaje del día siguiente no eran los más señalados para que Elizabeth se acordase de Wickham con menos gusto. Sir William y su hija María, una muchacha alegre pero de cabeza tan llena de pájaros como la de su padre, no dijeron nada que valiese la pena escuchar; de manera que oírles a ellos era para Elizabeth lo mismo que oír el chirriar del carruaje. A Elizabeth le divertían los despropósitos, pero hacía ya demasiado tiempo que conocía a sir William y no podía decirle nada nuevo acerca de las maravillas de su presentación en la corte y de su título de “Sir”, y sus amabilidades eran tan pasadas como sus noticias.

El viaje era solo de veinticuatro millas y lo emprendieron tan de mañana que a mediodía estaban ya en la calle Gracechurch. Cuando se dirigían a la casa de los Gardiner, Jane estaba en la ventana del salón contemplando su llegada; cuando entraron en el vestíbulo, ya estaba allí para darles la bienvenida. Elizabeth la examinó con angustia y se alegró de encontrarla tan sana y encantadora como siempre. En las escaleras había un tropel de niñas y niños demasiado impacientes por ver a su prima como para esperarla en el salón, pero su timidez no les dejaba acabar de bajar e ir a su encuentro, pues hacía más de un año que no la veían. Todo era contento y deferencias. El día transcurrió felizmente; por la tarde pasearon por las calles y recorrieron las tiendas, y por la noche asistieron a una obra de teatro.

Elizabeth consiguió entonces sentarse al lado de su tía. El primer tema de conversación fue Jane; después de escuchar las respuestas a las pormenorizadas preguntas que le hizo sobre su hermana, Elizabeth se quedó más apenada que sorprendida al saber que Jane, aunque se esforzaba siempre por mantener alto el ánimo, pasaba por momentos de gran depresión. Sin embargo, era razonable esperar que no durasen mucho tiempo. La señora Gardiner también le contó detalles de la visita de la señorita Bingley a Gracechurch, y le repitió algunas conversaciones que había tenido después con Jane que demostraban que esta última había dado por finalizada su amistad.

La señora Gardiner consoló a su sobrina por la traición de Wickham y la felicitó por lo bien que lo había digerido.

—Pero dime, querida Elizabeth —añadió—, ¿qué clase de joven es la señorita King? Sentiría mucho tener que opinar que nuestro amigo es un cazador de dotes.

—A ver, querida tía, ¿cuál es la diferencia que hay en cuestiones casamenteras, entre los móviles egoístas y los sensatos? ¿Dónde acaba la discreción y empieza la avaricia? Las pasadas Navidades temías que se casara conmigo porque habría sido alocada, y ahora porque él va en busca de una joven con solo diez mil libras de renta, das por sentado que es un cazador de dotes.

—Dime nada más qué clase de persona es la señorita King, y podré establecer mi juicio.

—Al parecer es una buena chica. No he oído decir nada negativo de ella.

—Pero él no le dedicó la menor atención hasta que la muerte de su abuelo la hizo dueña de esa fortuna...

—Claro, ¿por qué había de hacerlo? Si no podía permitirse conquistarme a mí porque yo no tenía dinero, ¿qué motivos había de tener para hacerle la corte a una muchacha que nada le importaba y que tenía tan pocos recursos como yo?

—Pero resulta indecoroso que le dirija sus atenciones tan poco tiempo después de ese fallecimiento.

—Un hombre que está en mala situación, no tiene tiempo, como otros, para observar esas elegantes menudencias. Además, si ella no se lo echa en cara, ¿por qué hemos de echárselo nosotros?

—El que a ella no le importe no salva a Wickham. Solo demuestra que esa señorita carece de sentido o de sensibilidad.

—Bueno —exclamó Elizabeth—, como tú gustes. Pongamos que él es un cazador de dotes y ella una mema.

—No, Elizabeth, eso es lo que no quiero. Ya sabes que me entristecería pensar mal de un joven que vivió tanto tiempo en Derbyshire.

—¡Ah!, pues si es por esto, yo tengo muy mala opinión de los jóvenes que viven en Derbyshire, cuyos íntimos amigos, que viven en Hertfordshire, no son mucho más perfectos. Estoy harta de todos ellos. Gracias a Dios, mañana voy a un sitio en donde encontraré a un hombre que no tiene ninguna cualidad positiva, que no tiene ni modales ni aptitudes para hacerse simpático. Al fin y al cabo, los hombres estúpidos son los únicos que vale la pena conocer.

—¡Cuidado, Lizzy! Esas palabras suenan demasiado a desengaño.

Antes de separarse por haber terminado la obra, Elizabeth tuvo la inesperada dicha de que sus tíos la invitasen a acompañarlos en un viaje que pensaban realizar en el verano.

—Todavía no sabemos hasta dónde llegaremos —dijo la señora Gardiner—, pero quizá lo hagamos hasta los Lagos.20

Ningún otro proyecto podía serle a Elizabeth tan apetecible. Aceptó la invitación al momento, grandemente agradecida.

—Querida, queridísima tía —exclamó con entusiasmo—, ¡qué delicia!, ¡qué felicidad! Me haces revivir, esto me renueva las fuerzas. ¡Adiós al desengaño y al rencor! ¿Qué son los hombres al lado de las rocas y de las montañas? ¡Oh, qué horas de evasión pasaremos! Y al volver no seremos como esos viajeros que no son capaces de ofrecer una idea precisa de nada. Nosotros sabremos adónde hemos ido, y recordaremos lo que hayamos visto. Los lagos, los ríos y las montañas no estarán confundidos en nuestra memoria, ni cuando queramos describir un paisaje determinado nos pondremos a discutir sobre su situación exacta. ¡Que nuestros primeros entusiasmos no sean como los de la mayoría de los viajeros!

Se refiere al «Distrito de los Lagos», situado en los condados del noroeste de Inglaterra Cumberland, Westmorland y Lancashire. Se asocian con los «Poetas de los Lagos», los lakistas que se fueron a vivir allí a comienzos del siglo XIX, como Wordsworth y otros.

Capítulo XXVIII

A la mañana siguiente todo era nuevo e interesante para Elizabeth. Estaba dispuesta a pasarlo bien y muy animada, pues había encontrado a su hermana con muy buena salud y todos los temores que esta le inspiraba se habían esfumado. Además, la perspectiva de un viaje por el Norte era para ella una constante fuente de felicidad.

Cuando dejaron el camino real para entrar en el sendero de Hunsford, los ojos de todos buscaban la casa del párroco y a cada revuelta creían que iban a divisarla. A un lado del sendero corría la empalizada de la finca de Rosings. Elizabeth sonrió al acordarse de todo lo que había oído contar de sus habitantes.

Por fin divisaron la casa parroquial. El jardín que se extendía hasta el camino, la casa que se erigía en medio, la verde empalizada y el seto de laurel señalaron que ya habían llegado. Collins y Charlotte aparecieron en la puerta, y el carruaje se detuvo ante una pequeña entrada que conducía a la casa a través de un caminito de gravilla, entre saludos y sonrisas generales. En un instante se bajaron todos del landó, congratulándose mutuamente al verse. La señora Collins dio la bienvenida a su amiga con el más sincero placer, y Elizabeth, al ser recibida con tanto afecto, estaba cada vez más contenta de haber venido. Observó al instante que las maneras de su primo no habían variado con el matrimonio; su rígida cortesía era exactamente igual que la de antes, y la tuvo varios minutos en el umbral para efectuar preguntas sobre toda la familia. Sin más dilación que las observaciones de Collins a sus huéspedes sobre la pulcritud de la entrada, entraron en la casa. Una vez en el recibidor, Collins con pomposa formalidad, les dio por segunda vez la bienvenida a su humilde casa, repitiéndoles punto por punto el ofrecimiento que su mujer les había realizado de servirles un refresco.

 

Elizabeth estaba preparada para verlo ahora en su mundo, y no pudo menos que pensar que al mostrarles las buenas proporciones de la estancia, su aspecto y su mobiliario, Collins se dirigía sobre todo a ella, como si deseara hacerle sentir lo que había perdido al rechazarle. Pero aunque todo parecía reluciente y confortable, Elizabeth no pudo gratificarle con ninguna señal de contrición, sino que más bien se asombraba de que su amiga pudiese tener un aspecto tan satisfecho con semejante compañero. Cuando Collins decía algo que forzosamente tenía que avergonzar a su mujer, lo que ocurría a menudo, Elizabeth volvía involuntariamente los ojos hacia Charlotte. Una vez o dos pudo descubrir que a esta se le subían ligeramente los colores; pero, por lo general, Charlotte hacía como que no le oía. Después de estar sentados durante un rato, lo bastante para admirar todos y cada uno de los muebles, desde el aparador a la rejilla de la chimenea, y para contar el viaje y todo lo que había pasado en Londres, el señor Collins les invitó a dar un paseo por el jardín, que era grande y bien diseñado y de cuyo cuidado se encargaba él personalmente. Trabajar en el jardín era uno de sus más respetados placeres; Elizabeth admiró la seriedad con la que Charlotte se refería a lo saludable que era para Collins y confesó que ella misma lo animaba a hacerlo siempre que le fuera posible. Guiándoles a través de todas las sendas y recovecos y sin dejarles casi tiempo de expresar las alabanzas que les exigía, les fue señalando todas las vistas con un pormenor que estaba muy lejos de su belleza. Enumeraba los campos que se divisaban en todas direcciones y decía cuántos árboles había en cada uno. Pero de todas las vistas de las que su jardín, o la campiña, o todo el reino podía enardecerse, no había otra que pudiese compararse a la de Rosings, que se percibía a través de un claro de los árboles que limitaban la finca en la parte opuesta a la fachada de su casa. La mansión era bonita, moderna y estaba muy bien emplazada, en una elevación del terreno.

Desde el jardín, Collins hubiese querido llevarles a recorrer sus dos praderas, pero las señoras no iban calzadas a propósito para andar por la hierba todavía helada y no pudo ser. Sir William fue el único que le acompañó. Charlotte volvió a la casa con su hermana y Elizabeth, muy contenta probablemente por poder mostrársela sin la ayuda de su marido. Era pequeña pero bien distribuida, todo estaba arreglado con orden y limpieza, mérito que Elizabeth atribuyó a Charlotte. Cuando se podía olvidar a Collins, se respiraba un aire más atrayente en la casa; y por la evidente satisfacción de su amiga, Elizabeth pensó que debería olvidarlo con más frecuencia.

Ya le habían dicho que lady Catherine estaba todavía en el campo. Se volvió a hablar de ella mientras cenaban, y Collins, sumándose a la conversación, dijo:

—Sí, Elizabeth; tendrá usted el honor de ver a lady Catherine de Bourgh el próximo domingo en la iglesia, y no necesito decirle cómo se va a prendar de ella. Es toda amabilidad y cortesía, y no dudo que la honrará dirigiéndole la palabra en cuanto termine el oficio religioso. Casi no dudo tampoco de que usted y mi cuñada María serán incluidas en todas las invitaciones con que nos honre durante la estancia de ustedes aquí. Su actitud para con mi querida Charlotte es afabilísima. Comemos en Rosings dos veces a la semana y nunca permite que regresemos a pie. Siempre pide su carruaje para que nos lleve, mejor dicho, uno de sus carruajes, porque tiene varios.

—Lady Catherine es ciertamente una señora muy respetable y afectuosa —añadió Charlotte—, y una vecina muy cortés.

—Muy cierto, querida; es exactamente lo que yo creo: es una mujer a la que nunca se puede considerar con bastante amabilidad.

Durante la velada se habló casi sin descanso de Hertfordshire y se repitió lo que ya se había dicho por escrito. Al retirarse, Elizabeth, en la soledad de su aposento, meditó sobre el bienestar de Charlotte y sobre su habilidad y discreción en sacar partido y sobrellevar a su esposo, reconociendo que lo soportaba muy bien. Pensó también en cómo transcurriría su visita, a qué se dedicarían, en las fastidiosas interrupciones de Collins y en lo que se iba a divertir tratando con la familia de Rosings. Su viva imaginación lo diseñó todo muy pronto.

Al día siguiente, a eso de las doce, estaba en su cuarto preparándose para salir a dar un paseo, cuando oyó abajo un repentino ruido que pareció que sembraba el desorden en toda la casa. Escuchó un momento y advirtió que alguien subía la escalera velozmente y la llamaba a voces. Abrió la puerta y en el corredor se encontró con María nerviosísima y sin aliento, que exclamó:

—¡Oh, Elizabeth querida! ¡Ven pronto, baja al comedor y verás! No puedo decirte lo que es. ¡Corre, baja enseguida!

Inútilmente preguntó Elizabeth lo que ocurría. María no quiso decirle más, ambas se llegaron al comedor, cuyas ventanas se abrían al camino, para ver el prodigio. Este consistía sencillamente en dos señoras que estaban paradas en la puerta del jardín en un faetón bajo.

—¿Y eso es todo? —exclamó Elizabeth—. ¡Pensaba por lo menos que los cerdos hubiesen invadido el jardín, y no veo más que a lady Catherine y a su hija!

—¡Oh, querida! —repuso María extrañadísima por el error—. No es lady Catherine. La mayor es la señora Jenkinson, que vive con ellas. La otra es la señorita de Bourgh. Mírala bien. Es una criaturita. ¡Quién habría creído que era tan pequeña y tan delgada!

—Es una indelicadeza tener a Charlotte en la puerta con el viento que hace. ¿Por qué no entra esa señorita?

—Charlotte dice que casi nunca lo hace. Sería la mayor de las deferencias que la señorita de Bourgh entrase en la casa.

—Me gusta su aspecto —dijo Elizabeth, pensando en otras cosas—. Parece enferma y con mal talante. Sí, es la mujer adecuada para él, le va mucho.

Collins y su esposa conversaban con las dos señoras en la verja del jardín, y Elizabeth se divertía de lo lindo viendo a sir William en la puerta de entrada, sumido en el éxtasis de la grandeza que tenía ante sí y haciendo una reverencia cada vez que la señorita de Bourgh dirigía la mirada hacia donde él estaba.

Agotada la conversación, las señoras continuaron su camino, y los demás entraron de nuevo en la casa. Collins, en cuanto vio a las dos muchachas, las felicitó por la suerte que habían tenido. Dicha suerte, según aclaró Charlotte, era que estaban todos invitados a cenar en Rosings al día siguiente.

Capítulo XXIX

La satisfacción de Collins por esta invitación era total. No había cosa que le hiciese más ilusión que poder mostrar la grandeza de su patrona a sus admirados convidados y hacerles ver la deferencia con la que esta dama les trataba a él y a su mujer; y el que se le diese oportunidad para ello tan pronto era un ejemplo de la benevolencia de lady Catherine que no sabría cómo devolvérsela.

—Confieso —dijo— que no me habría asombrado que Su Señoría nos invitase el domingo a tomar el té y a pasar la tarde en Rosings. Más bien me lo esperaba, porque conozco su cortesía. Pero, ¿quién habría podido pensar una atención como esta? ¿Quién podría haber imaginado que recibiríamos una invitación para cenar; invitación, además, extensiva a todos los de la casa, tan poquísimo tiempo después de que llegasen ustedes?

—A mí no me asombra —manifestó sir William—, porque mi situación en la vida me ha permitido conocer el auténtico modo de ser de los grandes. En la corte esos ejemplos de educación tan noble son muy normales.

En todo el día y en la mañana siguiente casi no se habló de otra cosa que de la visita a Rosings. Collins les fue instruyendo minuciosamente de lo que iban a tener ante sus ojos, para que la vista de aquellas estancias, de tantos criados y de tan espléndida comida, no les dejase boquiabiertos.

Cuando las señoras fueron a vestirse, le dijo a Elizabeth:

—No se preocupe por su atavío, querida prima. Lady Catherine está lejos de exigir de nosotros la elegancia en el vestir que a ella y a su hija obligan. Solo desearía aconsejarle que se ponga el mejor traje que tenga; no hay ocasión para más. Lady Catherine no pensará mal de usted por el hecho de que vaya vestida con sencillez. Le gusta que se le reserve la distinción debida a su rango.

Mientras se vestían, Collins fue dos o tres veces a llamar a las distintas puertas, para recomendarles que se dieran prisa, pues a lady Catherine no le gustaba tener que esperar para comer. Tan formidables informes sobre Su Señoría y su manera de vivir habían acobardado a María Lucas, poco acostumbrada a la vida social, que esperaba su entrada en Rosings con la misma reticencia que su padre había experimentado al ser presentado en St. James.

Como hacía buen tiempo, el paseo de media milla a través de la finca de Rosings fue espléndido. Todas las fincas tienen su belleza y sus vistas, y Elizabeth estaba encantada con todo lo que iba contemplando, aunque no demostraba el entusiasmo que Collins aguardaba, y escuchó con nulo interés la enumeración que él le hizo de las ventanas de la fachada, y la relación de lo que las vidrieras le habían costado a sir Lewis de Bourgh.

Mientras subían la escalera que llevaba al vestíbulo, la excitación de María se acrecentó y ni el mismo sir William las tenía todas consigo. En cambio, a Elizabeth no le fallaba su coraje. No había oído decir nada de lady Catherine que le hiciese creer que poseía ningún talento inusual ni virtudes milagrosas, y sabía que la mera majestuosidad del dinero y de la alcurnia no le haría perder la tranquilidad.

Desde el vestíbulo de entrada, cuyas armoniosas proporciones y delicado adorno ponderó Collins con entusiasmo, los criados les condujeron, a través de una antecámara, a la estancia donde se encontraban lady Catherine, su hija y la señora Jenkinson. Su Señoría se levantó con gran amabilidad para recibirlos. Y como la señora Collins había acordado con su marido que sería ella la que haría las presentaciones, estas tuvieron lugar con normalidad, sin las excusas ni las manifestaciones de gratitud que él habría juzgado necesarias.

A pesar de haber estado en St. James, sir William se quedó tan anonadado ante la grandeza que le rodeaba, que casi no tuvo ánimos para hacer una profunda reverencia, y se sentó sin articular una palabra. Su hija, asustada y como trastornada, se sentó también en el borde de una silla, sin saber para dónde mirar. Elizabeth estaba como siempre, y pudo observar con tranquilidad a las tres damas que tenía enfrente. Lady Catherine era una mujer muy alta y corpulenta, de rasgos muy pronunciados que debieron de haber sido atractivos en su juventud. Tenía aires de grandeza y su manera de recibirles no era la más adecuada para hacer olvidar a sus invitados su inferior rango. Cuando estaba callada no tenía nada de espantoso; pero cuando hablaba lo hacía en un tono tan autoritario que su importancia resultaba apabullante. Elizabeth se acordó de Wickham, y sus observaciones durante la velada le hicieron comprobar que lady Catherine era punto por punto tal como él la había descrito.

Después de pasar revista a la madre, en cuyo rostro y conducta encontró enseguida cierta semejanza con Darcy, volvió los ojos hacia la hija, y casi se asombró tanto como María al verla tan delgada y tan minúscula. Tanto su figura como su cara no tenían nada que ver con su madre. La señorita de Bourgh era cerúlea y enfermiza; sus facciones, aunque no feas, eran minúsculas; hablaba poco y solo cuchicheaba con la señora Jenkinson, en cuyo aspecto no había nada sobresaliente y que no hizo más que escuchar lo que la niña le comentaba y colocar una pantalla en la dirección conveniente para protegerle los ojos del sol.

Después de estar sentados unos minutos, los llevaron a una de las ventanas para que contemplasen el panorama; el señor Collins los acompañó para indicarles bien su belleza, y lady Catherine les informó con cortesía de que en verano la vista era mucho más hermosa.

La cena fue magnífica y salieron a relucir en ella todos los criados y la vajilla de plata que Collins les había anunciado; y tal como les había pronosticado, tomó asiento en la cabecera de la mesa por deseo de Su Señoría, con lo cual parecía que para él la vida ya no tenía nada más importante que ofrecerle. Trinchaba, comía y lo alababa todo con deleite y prontitud. Cada plato era alabado primero por él y después por sir William, que se hallaba ya lo suficientemente recobrado como para hacerse eco de todo lo que decía su yerno, de tal modo, que Elizabeth no comprendía cómo lady Catherine podía soportarlos. Pero lady Catherine parecía halagada con tan exagerada admiración, y sonreía afable sobre todo cuando algún plato resultaba una novedad para ellos. Los demás casi no articulaban palabras. Elizabeth estaba dispuesta a hablar en cuanto le concedieran la oportunidad; pero estaba sentada entre Charlotte y la señorita de Bourgh, y la primera se dedicaba a escuchar a lady Catherine, mientras que la segunda no abrió la boca en toda la comida. La principal ocupación de la señorita Jenkinson era estar atenta a lo poco que comía la señorita de Bourgh, rogándole con insistencia que tomase algún otro plato, temiendo todo el tiempo que estuviese indispuesta. María creyó mejor no hablar y los caballeros no hacían más que comer y ensalzar.

 

Cuando las señoras regresaron al salón, no tuvieron otra cosa que hacer que oír hablar a lady Catherine, cosa que hizo sin parar hasta que sirvieron el café, exponiendo su opinión sobre los más variados asuntos de un modo tan imperativo que demostraba que no estaba acostumbrada a que le llevasen la contraria. Interrogó a Charlotte minuciosamente y con toda familiaridad sobre sus quehaceres domésticos, dándole multitud de consejos; le dijo que todo debía estar muy bien organizado en una familia tan reducida como la suya, y la aconsejó hasta en el cuidado de las vacas y las gallinas. Elizabeth comprobó que no había nada que estuviese bajo la atención de esta gran dama que no le ofreciera la oportunidad de dictar órdenes a los demás. En los intervalos de su discurso a la señora Collins, dirigió varias preguntas a María y a Elizabeth, pero sobre todo a la última, de cuya familia no conocía nada en absoluto, y que, según le dijo a la señora Collins, le parecía una muchacha muy gentil y hermosa. Le preguntó, en distintas ocasiones, cuántas hermanas tenía, si eran mayores o menores que ella, si había alguna que estuviera para casarse, si eran guapas, dónde habían sido educadas, qué clase de carruaje tenía su padre y cuál había sido el apellido de soltera de su madre. Elizabeth notó la impertinencia de sus preguntas, pero respondió a todas ellas con cortesía. Lady Catherine observó después:

—Tengo entendido que la propiedad de su padre debe heredarla el señor Collins. Lo celebro por usted —dijo volviéndose hacia Charlotte—; pero no veo motivo para legar las posesiones fuera de la línea femenina. En la familia de sir Lewis de Bourgh no se hizo así. ¿Sabe tocar y cantar, señorita Bennet?

—Un poco.

—¡Ah!, entonces tendremos el gusto de escucharla en algún momento. Nuestro piano es magnífico, probablemente mejor que el de... Un día lo probará usted. Y sus hermanas, ¿tocan y cantan también?

—Una de ellas sí.

—¿Y por qué no todas? Todas debieron aprender. Las señoritas Webb tocan todas y sus padres no son tan ricos como los suyos. ¿Dibuja usted?

—No, en absoluto.

—¿Cómo? ¿Ninguna de ustedes?

—Ninguna.

—Es muy raro. Supongo que no habrán tenido ocasión. Su madre debió haberlas llevado a la ciudad todas las primaveras para poder tener buenos maestros.

—Mi madre no se habría opuesto, pero mi padre odia Londres.

—¿Y su institutriz sigue todavía con ustedes?

—Jamás hemos tenido institutriz.

—¡Que no han tenido jamás institutriz! ¿Cómo es posible? ¡Cinco hijas educadas en casa sin institutriz! Nunca vi nada igual. Su madre debe haber sido una auténtica esclava de su educación.

Elizabeth casi no pudo reprimir una sonrisa al asegurarle que no había sido así.

—Entonces, ¿quién las educó? ¿Quién las cuidó? Sin institutriz deben de haber estado desatendidas.

—En comparación con algunas familias, no digo que no; pero a las que queríamos aprender, jamás nos faltaron los medios. Siempre fuimos impulsadas a la lectura, y teníamos todos los maestros que fueran necesarios. Verdad es que las que preferían estar ociosas, podían hacerlo.

—¡Sí, no lo dudo!, y eso es lo que una institutriz puede evitar, y si yo hubiese conocido a su madre, habría insistido con todas mis fuerzas para que tomase una. Siempre sostengo que en materia de educación no se consigue nada sin una instrucción sólida y ordenada, y solo una institutriz la puede dar. ¡Hay que ver la cantidad de familias a quienes he orientado en este sentido! Me encanta ver a las chicas bien situadas. Cuatro sobrinas de la señora Jenkinson se colocaron muy bien gracias a mí, y el otro día mismo recomendé a otra joven de quien me hablaron por casualidad, y la familia está contentísima con ella. Señora Collins, ¿le dije a usted que ayer estuvo aquí lady Metcalfe para agradecérmelo? Asegura que la señorita Pope es una joya. “Lady Catherine —me dijo—, me ha dado usted una joya”. ¿Ha sido ya presentada en sociedad alguna de sus hermanas menores, señorita Bennet?

—Sí, señora, todas.

—¡Todas! ¡Cómo! ¿Las cinco a la vez? ¡Qué raro! Y usted es solo la segunda. ¡Las menores presentadas en sociedad antes de casarse las mayores! Sus hermanas deben de ser muy jóvenes...

—Sí; la menor no tiene todavía dieciséis años. Quizás es demasiado joven para haber sido presentada en sociedad. Pero lo cierto, señora, es que opino que sería muy injusto que las hermanas menores no pudieran disfrutar de la sociedad y de sus atractivos, por las circunstancias de que las mayores no tuviesen medios o ganas de casarse pronto. La última de las hijas posee tanto derecho a los placeres de la juventud como la primera. Retrasarlos por ese motivo creo que no sería lo más justo para fomentar el cariño fraternal y la delicadeza de espíritu.

—¡Caramba! —dijo Su Señoría—. Para ser usted tan joven da sus opiniones de modo muy seguro. Dígame, ¿qué edad tiene?

—Con tres hermanas detrás ya crecidas —contestó Elizabeth con una sonrisa—, Su Señoría no puede esperar que se lo confiese.

Lady Catherine se quedó pasmadísima de no haber recibido una respuesta directa; y Elizabeth sospechaba que había sido ella la primera persona que se había atrevido a burlarse de tan insoportable impertinencia.

—No puede usted tener más de veinte, estoy segura; así que no necesita esconder su edad.

—Todavía no he cumplido los veintiuno.

Cuando los caballeros entraron y acabaron de tomar el té, se montaron las mesitas de juego. Lady Catherine, sir William y los esposos Collins se sentaron a jugar una partida de cuatrillo, y como la señorita de Bourgh prefirió jugar al casino, Elizabeth y María tuvieron el honor de ayudar a la señora Jenkinson a completar su mesa, que fue aburrida en grado sumo. Casi no se dijo una sílaba que no se refiriese al juego, salvo cuando la señora Jenkinson expresaba sus temores de que la señorita de Bourgh tuviese demasiado calor o demasiado frío, demasiada luz o demasiado poca. La otra mesa era mucho más movida. Lady Catherine casi no paraba de hablar poniendo de relieve las equivocaciones de sus compañeros de juego o relatando alguna anécdota de sí misma. Collins no hacía más que afirmar todo lo que decía Su Señoría, dándole las gracias cada vez que ganaba y disculpándose cuando creía que su ganancia era exagerada. Sir William no hablaba mucho. Se dedicaba a recopilar en su memoria todas aquellas anécdotas y tantos nombres ilustres.

Cuando lady Catherine y su hija se cansaron de jugar, se recogieron las mesas y le ofrecieron el coche a la señora Collins, que lo aceptó muy agradecida, e inmediatamente dieron órdenes para traerlo. La reunión se congregó entonces junto al fuego para escuchar a lady Catherine pronosticar qué tiempo iba a hacer al día siguiente. En estas les avisaron de que el coche aguardaba en la puerta, y con muchas reverencias por parte de sir William y muchos discursos de agradecimiento por parte de Collins, se despidieron. En cuanto dejaron atrás el zaguán, Collins invitó a Elizabeth a que expresara su opinión sobre lo que había visto en Rosings, a lo que accedió, solo por Charlotte, exagerándolo más de lo que sentía. Pero por más que se esforzó su elogio no fue suficiente para Collins, que no tardó en verse impelido a encargarse él mismo de ensalzar a Su Señoría.

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