Loe raamatut: «Pablo VI», lehekülg 3
Pero aquí el contexto circunstancial es otro. También la fuente y su oportunidad. Fuente: una entrevista que para mejor contextualizar la nada fácil relación de un determinado período casi final del gobierno franquista con la Iglesia que semilanguidecía en España le hicieron tres bien cualificados representantes de una Iglesia ya sobreviviente: un profesor de la UPSA (Universidad Pontificia de Salamanca), Julio Manzanares; un brillante y muy preciso comunicador, Joaquín L. Ortega; y un historiador eclesiástico y buen teólogo, Juan María Laboa.
Con permiso de nuestros amigos Laboa y Ortega y también Manzanares, dando por implícitas las preguntas en las respuestas del entrevistado Tarancón, citamos las respuestas que nos parecen más interesantes para los lectores, dando la preferencia a quien, en este supuesto, le corresponde: el ya Beato Pablo VI:
Ya había saludado a Montini cuando estaba en la Secretaría de Estado siendo yo obispo de Solsona[8]. Pero apenas había sido un simple saludo. Mi relación un poco íntima, en asunto importante, se produjo cuando ya estaba de arzobispo en Toledo[9].
Como arzobispo de Toledo tuve las primeras conversaciones. Entonces me di cuenta de que Pablo VI iba adquiriendo una cierta confianza en mi persona. Es lo que después me demostró cuando me llevó a Madrid. Me lo dijo, pero eso se notaba. Yo lo noté no sólo por la actitud del papa sino también por los que estaban a su lado, sobre todo en Villot y Benelli. Me di cuenta de que al llevarme de Toledo a Madrid era para que, como presidente de la Conferencia Episcopal, yo asistiese al cambio.
(...) Cuando el nuncio Luigi Dadaglio me dice que tengo que ir a Madrid, me doy cuenta de que se busca un lugar para D. Marcelo González Martín, que está en una situación muy incómoda en Barcelona, y como no se atreven a mandarlo a Madrid, buscan sacarme de Toledo. A mí no me hace gracia y lo digo con sinceridad. Viendo que la cosa venía de Roma y no de Dadaglio, fui a Roma y hablé personalmente con el papa. Era el año 1971. Entonces ya tenía yo cierta confianza con Pablo VI, con el que ya había estado dos o tres veces. Le dije que estaba dispuesto a ir adonde me mandaran, por más que a los sesenta y tantos años ir a una diócesis como Madrid, de tantos millones de habitantes, tener que empezar, me parecía que no era lógico. Pablo VI me dijo: «Es cosa mía. Yo estoy convencido de que usted, en los momentos que se le están echando encima, puede hacer una buena labor...».
En un punto clave como este del diálogo, que el ya retirado Cardenal-Arzobispo Vicente Enrique y Tarancón alimentaba con evidente generosidad, del trío de entrevistadores le llegó una pregunta no menos comprometida que las anteriores: «¿Tuvo usted ayuda tanto a la hora de hacer el discernimiento como, aún más, a la hora de aplicarlo?». La respuesta de Tarancón fue de nuevo clara y decidida:
Tuve ayuda personal de Pablo VI para discernir y para aplicar el discernimiento. Cuando se me presentaban problemas de cierta entidad, yo pedía audiencia y se me concedía en seguida. Hablaba personalmente con el papa, que ya estaba enterado de las cosas, aunque a veces un poco a medias porque normalmente la información que tienen en Roma es sesgada, a medias. Yo tenía entonces ocasión de hablar con el papa, de pedirle orientación, sintiéndome obligado a tomar una decisión. Pablo VI me respondió en más de una ocasión: «¡Usted, adelante: aquí estoy yo!». Era, con toda evidencia, la fuerza moral que me daba el papa. En los momentos difíciles, yo no daba un paso sin que el papa dijera que sí. Siempre he tenido su ayuda. Pero antes hablábamos: estábamos tres cuartos de hora, una hora, hora y media, él tomando notas para después hacer el resumen. Y al final siempre él: «Tiene usted razón», o «No tiene usted razón en esto. Conviene hacerlo así... ¡Adelante!».
Páginas más adelante se aludirá, por razones de objetividad, a unas muy válidas jornadas de estudio sobre Pablo VI y España celebradas en Madrid los días 20-21 de mayo de 1994. En tales jornadas, organizadas por el Istituto Paolo VI con sede en Brescia en colaboración con la Universidad Pontificia de Salamanca, estaba prevista como destacada la presencia y aportación testimonial del entonces ya arzobispo emérito de la Archidiócesis de Madrid y ex presidente de la Conferencia de los obispos españoles. Al parecer fueron razones de salud las que le impidieron participar. Por suerte lo suplió, con justificada adecuación, la entrevista que le hicieron tres muy competentes profesionales eclesiásticos de la comunicación a los que se aludió unas páginas más atrás. Los cuales, además de los temas ya citados, plantearon al Cardenal Tarancón, alcanzado en su circunstancial retiro de Villarreal de los Infantes (Castellón), otros interrogantes. Por ejemplo uno centrado en su semblanza, pidiéndole un breve retrato «humano, sacerdotal y pontifical» en el contexto de su actuación con España:
Ante todo, creo que Pablo VI no parecía lo que era. Parecía triste y no lo era. Lo que pasa es que tenía pudor de manifestar su afectividad y optimismo, y parecía pesimista. Para mí está claro: era un agua soterrada. Era muy afectuoso y optimista: no pesimista. Tenía pudor. Como intelectual puro que ha de ver los defectos y tiene que ser crítico. (...) Pablo VI era un hombre de Cristo y de la Iglesia hasta los tuétanos. De todos los papas que he conocido, sin querer hacer comparaciones entre unos y otros, diría que al que he sentido más identificado con la Iglesia, con la mayor responsabilidad de lo que es y significa la Iglesia y el papa en la Iglesia, era Pablo VI. Creo, además, que Pablo VI fue un hombre que pecó de ser excesivamente comprensivo con los demás en el sentido de que en él existía un gran respeto hacia las personas, un respeto a mi juicio casi exagerado. (...) Pablo VI fue un papa convencido hasta los tuétanos de lo que es el papa y de la responsabilidad que tiene, y quiere cumplirla al cien por cien. Se daba cuenta también de que tenía sus fragilidades y pequeñeces, de que no podía llegar a todo, y eso le hacía sufrir mucho. Por lo que más sufría Pablo VI era porque algunas veces no veía claro lo que había que hacer en un momento determinado de la Iglesia. Esa era mi impresión. Era impresionante su modo de hablar de las cosas de la Iglesia, de las cosas de Cristo. A nadie he visto y oído hablar de las cosas de la Iglesia con tanta unción, convicción y plenitud como a Pablo VI. (...) Yo recuerdo perfectamente algo que no se me olvidará nunca: cuando visito a Pablo VI al día siguiente del Ministro de Asuntos exteriores López Bravo, que había ido a echar una filípica al papa. Pablo VI no podía con ello: no tuvo más remedio que desahogarse y contarme lo que había pasado, llegando a decirme: «Tres veces le señalé la puerta para que se marchara...».
A manera de breve introducción Pablo VI y el Papa Francisco (¡con, al fondo, San Juan XXIII!)
Empezando por el Papa Francisco
Pensándolo bien, debemos al Papa Francisco un buen número de hermosas sorpresas. Sí, unas sorpresas que han sido, y siguen siendo, felices y santas.
La primera, en orden cronológico, haber obsequiado al mundo entero con una inolvidable sonrisa en su autopresentación, desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, la tarde-noche de su elección: 13 de marzo de 2013.
Uno ya no recuerda, otros probablemente sí, quién o quiénes, entre los cardenales sobrevivientes tras la inesperada e inicialmente incomprendida dimisión de Benedicto XVI, eran considerados los candidatos más destacados para la sucesión-elección.
Desde luego, sin memoria excesivamente retrospectiva puesto que no se trata de algo que se remonte al siglo pasado, y ni siquiera, en este momento, a la década pasada, no parece –¡a uno, al menos!– que entre los principales candidatos figurase el tal Jorge Mario Bergoglio, procedente –lo reconoció él mismo– casi del «fin del mundo».
Sólo venía de una Compañía de Jesús –¡había sido un excepcional jesuita!– que no ha solido... «producir Papas». Encima, y para mayor sorpresa, estaba «estrenando» un nombre que, en veinte siglos de historia, no lo había llevado ningún sucesor de Pedro, entre otras razones porque parecía más que exclusivo del muy conocido, admirado y no menos venerado Poverello de Asís.
Pero suele ocurrir que cosas que parecen extrañas tengan la virtualidad de trocarse, sorpresivamente, en las más naturales del mundo.
¿Quién, por ejemplo, se extraña de que al tímido Papa Ratzinger, al que parece ser –dícese, y sobre todo se dijo– le estaban haciendo la vida imposible algunos –¡arriesgado concretar nombres, fuera acaso de los que entran en una casi anónima lista de unos pocos entre sus colaboradores curiales!–, le haya sucedido un tan nada tímido como evangélicamente ejemplar y sincero ex Jorge Mario Bergoglio, en seguida transformado en Papa Francisco?
La feliz e inolvidable novedad de que, aunque no tan... del fin del mundo para los tiempos que nos están tocando vivir como se le escapó en su breve autopresentación, arrancase de inmediato con una conducta papal que le ganó –¡y le sigue ganando!– a casi todo el mundo: a los fieles cristiano-católicos por supuesto, pero también a gentes simple y humanamente razonables, de cerca y de lejos, sin ser católico-cristianas sino de otras religiones, y hasta de ninguna...[10].
Gentes de Europa, sí, pero no menos, igualmente, de América, de la del Norte y de la del Sur –¡Jorge Mario Bergoglio era/es argentino bonaerense!–, de África y de Asia. Incluso de Oceanía.
¡Un Papa, Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, debe ser y sentirse universal! ¡Y vaya si lo es y se siente el Papa Francisco!
Todo lo más podrían haberse mostrado sorprendidos, de entrada, los italianos. A fin de cuentas, de Italia llevaban viniendo, desde siglos, no sólo la mayoría, sino la casi totalidad de los Papas.
No se excluía la probabilidad de que siguiesen viniendo otros, por más que los dos de inmediata precedencia, apellidados Wojtyla (Karol) uno, y otro –ya se ha dicho– Ratzinger (Joseph), empezando por sus apellidos civiles y también por sus culturales backgrounds, de italianos no tenían nada. Vamos que, como dirían nuestros vecinos de ahí al lado, ¡rien de rien!
Jorge Mario Bergoglio, un Papa sencillo, educado, culto...
¡Las felicísimas novedades que, desde el primer instante de su elección, no ha dejado de traer consigo el 266º sucesor de Pedro!
Pero en relación con tal recién elegido no italiano autodenominado Papa Francisco, la cosa encontró una fácil justificante verosimilitud tan ancestral que ni siquiera hubiera hecho falta que lo fuese tanto.
Se esparció en seguida el dato definitivo de que, aunque él hubiese nacido en Argentina, sus abuelos y padres –¡ratificado con apellidos, por la rama paterna de Bergoglio, y por la materna de Sívori!– procedían del Piamonte italiano, una región próxima a Francia, de la parte de allá de los Alpes, con Turín como capital, donde tiene su enclave la principal marca italiana de automóviles Fiat y un equipo de fútbol con la historia de la Juventus.
Se sabría muy luego que el nuevo Papa había sido, más por supuesto en su juventud que –aunque también, pero algo menos, ahora que joven es... ¡muy de espíritu!– aficionado al fútbol, con larga preferencia por un club denominado San Lorenzo de Almagro. (¡Por supuesto: sin que el fútbol fuese para él –y que menos aún sea–, como para tantos, una droga!).
Decíase, un par de párrafos más atrás, de las felices novedades que trajo consigo el Sucesor Número 266 de San Pedro.
Una de ellas, que puede considerarse la primera porque por alguna es obligado empezar, fue/sigue siendo su muy natural y feliz manera de ser.
Una manera al parecer –lo aseguran quienes lo conocen desde antes de hacerse, pero también siéndolo– jesuita: Francisco ex Bergoglio, un estudiante, sacerdote, obispo y Papa, e incluso antes (¡y después!) de serlo, hombre natural, sencillo, espontáneo, educado, cultivado: no sólo en temas eclesiásticos sino también y sobre todo en los humano-civiles...
Es un riesgo intentar una amalgama-fusión de tres tales Papas: constituyen un privilegio, una verdadera gracia cada uno individualmente y los tres juntos. A cuál mejor, bajo aspectos particulares. ¡Qué sorpresa, qué naturalidad inmensa, la del más reciente, el Papa Francisco!
¡La sencillez inmensa, encantadora con que afrontó la excepcional entrevista que le hizo el periodista portugués Henrique Cymerman! ¡Qué gran entrevistador! ¡Qué excepcional entrevistado! ¡Qué bien lograron acomodarse, con espontánea naturalidad, uno a otro!
¡La respuesta que Francisco dio a la pregunta de Cymerman sobre cómo le gustaría ser recordado! La inteligente –¡sublime!– sencillez de su contestación: ¡Era un buen tipo! Hizo lo que pudo. No fue tan malo...
Una respuesta inteligente, sencilla, inolvidable...
Más comunicativo que simplemente políglota
Conoce, por haberlo recorrido, mucho mundo. Y habla un cierto número de lenguas, en las que se expresa con una excepcional capacidad de comunicación.
Verdad es que, en tema de lenguas, es posible que haya quienes hablan, o han hablado, tantas e incluso alguna más que él.
Un predecesor del Papa Francisco Bergoglio, Juan Pablo II, dio la impresión de haber terminado hablando un mayor número de ellas, además de su difícil polaco nativo.
Pero, ¡vamos!, un español, italiano y francés, que son de raíz latina, en los que se desenvuelve muy bien el Papa Francisco, no los hablan, como él, muchas personas cultas, aunque es posible que sí lo hagan algunas.
Incluso puede haber, que seguramente sí, quienes a tales tres pueden sumar el portugués de la vecina Lusitania y del inmenso Brasil.
Pero se asegura que el Papa Francisco ex Bergoglio –¡con tal apellido que prolonga su ascendencia italiana!– también habla alemán e inglés. Claro: y latín y griego, clericalmente casi obligatorias.
Por otra parte no hay quien ignore –¡si... sí, allá a quien le ocurra!– que la comunicabilidad humano-intelectual no depende tanto ni sólo del número de lenguas que uno sabe y es capaz de manejar con soltura como de otras cualidades más psico-sociales.
Cabe admitir que la capacidad comunicativa del Papa Francisco no es única, pero tampoco es corriente.
Ni siquiera lo ha sido en todos los Papas de los siglos recientes, y mucho menos, parece ser, en los de siglos anteriores.
Fue excepcionalmente comunicativo San Juan XXIII, de simple sacerdote, de obispo, de visitador apostólico en Bulgaria y Turquía, de nuncio de la Santa Sede en Francia, y de arzobispo-patriarca de Venecia, antes que como sumo pontífice de la Iglesia universal.
Fue también comunicativo, con una capacidad de diálogo que se considera excepcional, con una muy extensa y profunda cultura humana y teológica, su sucesor Pablo VI, largamente colaborador fiel de dos grandes Papas, Píos XI y XII.
Juan Bautista Montini, un colaborador de Papas tan activo, discreto, eficaz y silencioso del que se dice –no sin riguroso fundamento– que expresiones tan válidamente duraderas e inolvidables como una pronunciada por Pío XII y atribuida a tal mismo Papa, ante la entonces tremenda amenaza de la Segunda Guerra Mundial, fuera suya: es decir, de Juan Bautista Montini, cuando aún no era, ni se esperaba –¡aún menos él mismo!– que llegara a ser... ¡Papa Pablo VI!
Alguien con acceso a los archivos más secretos del Vaticano descubrió haber sido literalmente redactada, palabra por palabra, por el que fuera simple sustituto y prosecretario de Estado de Pío XII, Juan Bautista Montini, el que un día sería nombrado sucesor de San Ambrosio como Arzobispo de Milán.
Fue Pío XII quien la pronunció y al que se atribuyó como propia. Tal expresión, que produjo un gran impacto y que se sigue repitiendo como disuasoria de toda iniciativa bélica, fue la siguiente: ¡Todo puede perderse con la guerra! ¡Nada se pierde con la paz! Parecida a la que pronunciaría, siendo Pablo VI, en su discurso a la ONU: ¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más los unos contra los otros!
Nunca el que sería sucesor del inolvidable, por él inmensamente apreciado –¡y a la recíproca!– Juan XXIII, reclamó el reconocimiento de autoría de tal expresión ni del bien inmenso que sembró, desde la sombra y la humildad, a lo largo de su vida: como eficaz pero muy discreto funcionario vaticano primero, como Arzobispo de la Archidiócesis más extensa y acaso difícil de la Iglesia, Milán, después, y como Sumo Pontífice humilde, generoso, sacrificado, activo luego.
No sólo en ello radica su santidad, de la que es una mínima expresión. De la santidad de Juan Bautista Montini quedan, en la sombra de sus silencios y gestos, muchas pruebas que no podían no aflorar, siendo y haciendo muy verdad aquello de que no puede ocultarse una ciudad puesta sobre una montaña (Mt 5,14).
Cabe estar agradecidos al buen Papa Francisco y a muchos otros testigos muy creíbles de que la santidad de Juan Bautista Montini/Pablo VI, por tantos y tantos reconocida, haya por fin (¡pero a tiempo!) encontrado –sigue y seguirá encontrando– feliz reconocimiento y proclamación.
Milán, la gran Archidiócesis Ambrosiana
A la hora de destacar la importancia de la Archidiócesis que ocupó Juan Bautista Montini desde su nombramiento como Arzobispo por Pío XII el 3 de noviembre de 1954 hasta su elección como sucesor de Juan XXIII el 21 de junio de 1963, cabe señalar, entre otras razones de trascendente valor, el número destacado de santos que contribuyeron a situarla a la cabeza de las diócesis de la Iglesia.
Se trata de santos de la importancia y renombre de San Ambrosio (339-397)[11], tan vinculado a la capital lombarda que su nombre ha quedado emparejado como casi sustitutivo del gentilicio más corriente. En efecto se la identifica tanto o más que como milanesa o lombarda, como Archidiócesis ambrosiana.
Otro nombre de un santo estrechamente vinculado a tal Archidiócesis es el del gran teólogo y difusor de la doctrina emanada por el Concilio de Trento: San Carlos Borromeo (1565-1584).
Más recientes todavía, pero anteriores al nombramiento de Juan Bautista Montini como Arzobispo de Milán, lo fueron Carlo Andrea Ferrari (1850-1921) e Ildefonso Schuster (1929-1954), uno y otro aún no declarados santos, pero ambos camino de serlo, ya proclamados beatos por Juan Pablo II, el primero en 1987 y el segundo en 1996.
¿Osará pensar alguien –interrogante de intención simplemente retórica– que verse proclamado sucesor de tales protagonistas destacados de la hagiografía cristiana le produjese el menor orgullo al nuevo Arzobispo J. B. Montini?
Claro que no. Lo que más bien le produjo fue una inmensa confusión. Juan Bautista Montini era profunda y sinceramente humilde, y por supuesto que nada ambicioso. Aparte de que hubo, al parecer, circunstancias ligeramente oscuras en su trueque de destino, si algo le abrumaba era la percepción de la inmensa responsabilidad que implicaba tal aparente promoción. ¡Y, no menos todavía, la sincera humildad de suceder a santos tan... santos!
Una diócesis pequeña, de menor volumen demográfico y complejidad socio-administrativa, quizá le hubiera asustado menos. Pero el Milán de entonces –y de más tarde– se le tuvo que presentar como una tarea abrumadora.
Milán, capital industrial de la Lombardía y de Italia, uno de los centros más grandes y densos de Europa, considerada entonces y aún hoy como emporio de la industria y desarrollo económicos, con una periferia sembrada de fábricas y densa de poblaciones, hubiera asustado a cualquier pastor. No podía asustar menos a un Juan Bautista Montini que, al recibir la ordenación sacerdotal tras una reducida permanencia en el Seminario por sus escasas condiciones de salud, no hubiera aspirado a más que una humilde parroquia. Justamente por su escasa salud, no había podido desempeñar ninguna tarea pastoral directa, de coadjutor ni de párroco.
Por lo demás, él, que había empezado su largo aprendizaje y ejercicio como colaborador vaticano durante el pontificado del Papa lombardo Pío XI, que –ya se ha dicho– por un breve espacio de tiempo había sido Arzobispo de Milán cuando aún se llamaba y era simple Achille Ratti, no es improbable que no recordase el confidencial desahogo que a veces se dejaba escapar como Pío XI. Un Papa ex Ratti que decía tener la sensación y recuerdo de que la responsabilidad milanesa le había pesado bastante más que el pontificado romano.
No constan desahogos de Montini cuando tuvo que abandonar la Secretaría de Estado después de un largo período a dedicación casi plena –todo el espacio que iba desde el día siguiente a su ordenación sacerdotal en mayo de 1920 hasta noviembre de 1954– y se vio nombrado Arzobispo de Milán.
De lo que sí hay constancia, registrada por la pluma de Loris Francesco Capovilla, secretario y ejecutor testamentario de Juan XXIII al tiempo que buen conocedor y también muy cordial amigo de Pablo VI, es de la reacción íntima del que tampoco era aún, pero que sería, Papa Juan XXIII. Narra el casi-centenario Capovilla nombrado cardenal por el Papa Francisco nada más ser elegido que el que sería Juan XXIII pero era ya de atrás amigo entrañable –y a la recíproca– de Juan Bautista Montini, el día 3 de noviembre de 1954 en que se difundió la noticia de que Montini había sido nombrado Arzobispo de Milán, Angelo Roncalli experimentó una doble sensación. Por una parte, sensación de alegría, porque su amigo «entraba en la sucesión no sólo de Ildefonso Schuster sino también de San Ambrosio, de San Carlos Borromeo y del entonces ya venerable cardenal Carlo Andrea Ferrari». Pero por otra parte sentía disgusto al «ver que un hombre de su valor tenía que alejarse de Roma y del servicio inmediato del Papa».
La sorprendente noticia del traslado de Montini a Milán la había sabido Roncalli con motivo de una reunión de los altos mandos de la Conferencia Episcopal italiana. Al día siguiente, pasando por Roma de regreso a Venecia, Roncalli quiso visitar a su buen amigo Montini en su residencia vaticana, cuando este ya estaba a punto de tener que abandonarla.
Capovilla, que asistió al encuentro y despedida entre ambos en el domicilio vaticano, asegura que se sintió «impresionado por la hierática figura que observó en el neo-metropolitano lombardo, y que en su vivienda percibió aire de despedida, con una suave veta de tristeza».
Roncalli-Montini, amigos aquí en la tierra y más amigos en el Cielo
A este punto el lector no dejará de estar de acuerdo en que se siga citando el discurso de Loris F. Capovilla en tal contexto. Se nos brinda ocasión de leer lo siguiente: «En distintas conversaciones con personalidades de la Curia romana y civiles, Angelo Giuseppe Roncalli exteriorizó el contraste de sus sentimientos. Entre otras cosas hubo una observación suya que aún no he olvidado: “¿Dónde encontrarán ahora a alguien tan capaz de redactar una carta o un documento oficial como sabía hacerlo Monseñor Giovanni Battista Montini?”».
Hay un libro con la correspondencia entre ambos, Roncalli y Montini, a escasa distancia cronológica uno de otro como obispos, arzobispos y papas, una correspondencia a veces casi oficial pero nunca fría y siempre expresiva y teñida de sinceros respeto, corrección y amistad personales, que confirma la impresión del Papa ya canonizado y del Sucesor próximo ya a serlo, que tan bien se llevaron en este mundo y que cabe suponer se llevarán aún mejor en las alturas celestiales.
Abusando –obligada cortesía, querido lector– del privilegio de una larga y generosa –¡por su parte!– amistad con el finalmente Cardenal del Papa Francisco Loris Francesco Capovilla, no nos frenamos en alargar la cita. Añade un Loris F. Capovilla, depositario de excepcionales confidencias que empalman con lo anterior: «Nueve años más tarde Pablo VI, pocos instantes después de su elección papal, me mandó a saludar por medio de Monseñor Angelo Dell’Acqua, invitándome a un coloquio inmediato. Por la tarde del 21 de junio de 1963, subiendo hasta la tercera logia del Palacio Apostólico, entraba yo de nuevo en aquel apartamento que me resultaba familiar. El Papa recién elegido me estaba esperando en la habitación del Angelus. Aceptó el gesto reverencial, que me salió espontáneo tras haberlo visto cumplir muchas veces por el Cardenal Roncalli con Pío XII. Voy a descartar la referencia detallada del coloquio que conservo bajo secreto en mi interior, limitándome a referir una sola frase por parte de Pablo VI: “Tengo prisa de comunicarle que si he aceptado el peso del papado ha sido por estar convencido de que es obligado llevar a término la obra emprendida por el Papa Juan XXIII”.
Ni siquiera me pareció obligado agradecerle la confidencia que acababa de hacerme. Le besé la mano y salí de aquella habitación con una especie de ensueño».
Testimonio de Loris F. Capovilla sobre el Papa Pablo VI
Se nos ha escapado, sin que de ello nos arrepintamos, destacar la vinculación afectiva, auténtica amistad, del que terminó siendo Cardenal centenario del Papa Francisco tras haber sido alter ego, en un servicio afectivo y fiel de Juan XXIII, Loris Francesco Capovilla. Fue también, Loris Capovilla, admirador e hijo fiel también de Pablo VI.
Nos profesamos amigos –el mérito es suyo, mucho más que nuestro– y confidentes del ex don Loris F. Capovilla (don, tratamiento italiano de los simples sacerdotes), que luego sería Eccellenza (como obispo nombrado por Pablo VI) y por fin Eminenza (como cardenal, nombrado por el Papa Francisco).
Nuestra amistad y trato frecuente con él se remonta –y desde entonces siguió siendo cada vez más frecuente y casi familiar– a cuando era simple sacerdote, y era ya secretario de San Juan XXIII, aún no proclamado santo, pero... que lo era ya real y auténtico. Nos acostumbramos al cordial y sentido don, y en él hemos continuado: un don lleno de respeto y casi familiar por nuestra parte, que él no nos ha consentido cambiar, porque para él, para un don Loris Francesco Capovilla que sabe ser y ha sido siempre muy formal pero no menos auténtico, lo importante es la confianza y el respeto, que sabe expresar con sinceridad diríase que «esencialmente roncalliana».
Un día, sin tardar, nos confesó que, por supuesto sin menoscabo ni disminución del afecto y estima que siempre tuvo y jamás dejaría de tener a Papa Giovanni, había tenido y sentido en Pablo VI un auténtico padre.
Sobre Juan XXIII fue sacando a la luz diarios –¡el Diario del Alma!–, cartas (a sus familiares, a cardenales, obispos, simples sacerdotes: a Montini-Pablo VI, a Ildefonso Schuster, a Dell’Acqua, a Giuseppe De Luca, a Adriano Bernareggi, etc).
Todo lo hemos leído con auténtica devoción. Pero hemos descubierto también confesiones suyas, que fueron y son escritas, sumadas a las verbales sobre Pablo VI que nos ha expresado. Llenas de afecto, expresadas en un italiano –que nos resulta familiar– que don Loris, que fue periodista director de un semanario denominado La Voce di San Marco antes de ser nombrado secretario del Arzobispo-Patriarca de Venecia, después Papa Juan XXIII, dominó siempre con soltura.
Cuando falleció Pablo VI a las 21.40 horas del 6 de agosto de 1978, que era día de la Transfiguración, Loris Capovilla era ya Arzobispo de Loreto, tras haberlo sido de Chieti, nombrado y consagrado por el mismo Pablo VI.
Siendo Arzobispo de Loreto, en el primer domingo tras la muerte –¡a los dos días!– de Pablo VI, Capovilla le dedicó una evocación en misa solemne. No cabría entero, aunque valdría la pena, pero sí en mínima alusión. Así recuérdase que empezó: «Nada más que el pasado sábado, un comunicado de la sala de prensa del Vaticano daba a conocer que al día siguiente Pablo VI no iba a rezar el acostumbrado Angelus dominical junto con los vecinos de Castelgandolfo y con los peregrinos. A las 24 horas otro comunicado notificaba el agravamiento de la salud del Sumo Pontífice a causa de una crisis cardíaca y un edema pulmonar que habían sobrevenido. Una hora más tarde, a las 21.40, a la conclusión de la fiesta de la Transfiguración, Pablo VI concluía, en Castelgandolfo, su itinerario terrenal, con total lucidez, a la edad de 80 años y diez meses, entregando su persona a Dios y su obra a la historia eclesiástica y profana (...)». Intentar trazar un perfil de Juan Bautista Montini, durante 15 años sucesor del Apóstol Pedro con el nombre de Pablo VI, sería una empresa temeraria e intempestiva por atrevida y temeraria que se presenta. Entre tanto no nos sentimos capaces de imaginar a nuestro Padre tendido en el lecho de muerte, con sus miembros fríos, con los ojos cerrados. Más bien nos parece ver su figura hierática erguida y echada hacia delante, con la mirada móvil y escrutadora, con una voz no muy aguda pero profunda y vibrante, con el paso ágil del caminante que mira hacia lo alto y lejos, con los brazos alargados para acoger, la sonrisa a veces apagada por la nostalgia de la comunión cristiana más ejemplar y plena, tratando de guiarnos a un compromiso más decidido, en absoluto inconstante ni sentimental. De él ha dicho el filósofo francés Jean Guitton: «Sus ojos grisazules emitían, de vez en cuando, miradas que parecían relámpagos. Os atravesaban, penetrando en vuestra intimidad, casi atemorizándoos. Su frente era abundante, limpia. Aquel hombre de Dios que escribiría un día que la vocación es “tormento íntimo”, daba la impresión de una victoria a costa de sí mismo, de una tensión superada de continuo. Lo que más impresionaba en el rostro, además de esa mirada de fuego, eran los labios sutiles, finos, los labios que tenían una movilidad dulce y que escogían con cuidado y lentitud, con preocupaciones de elegancia, como si las gustase antes de pronunciarlas, las palabras de nuestra lengua. Pienso en aquel texto suyo escasamente conocido que tuvo que escribir un día sobre el hombre ideal a tenor de sus ideas. Un hombre del que se dijo: “Sus palabras tienen la frescura sorprendente de las cosas vivas, todavía no exploradas por completo ni comprendidas”».