GuíaBurros: Alma de coach

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ALMA DE COACH

Sobre el autor

Javier Coterillo. Es empresario, con veinte años de experiencia en la dirección y gestión de equipos, en la creación de marcas, la motivación y la venta cruzada, principalmente en el sector farmacéutico, hoy es CEO del Grupo Farmaquivir.

Coach certificado por el Instituto Europeo de Coaching, especializado en la aplicación de las soft skills y la inteligencia emocional en la gestión empresarial, es conferenciante y asesor de compañías que buscan en sus proyectos el impulso económico y personal.

Su presencia es constante en los medios de comunicación, colaborando regularmente en la Cadena COPE, Capital Radio, Libertad FM o El Mundo Financiero. Como experto en liderazgo transformacional, vuelca su consultoría sobre el crecimiento de las empresas y las instituciones a las que está vinculado.

Es un apasionado del arte, la naturaleza y el deporte, especialmente el boxeo. Su filosofía de vida es “avanti siempre”.

Agradecimientos

Llevar a término un libro significa siempre, más allá del mayor o menor trabajo intelectual, desvelos y sacrificios, también la ocasión de colaborar y cooperar con quienes te pueden ayudar, te pueden aportar… con quienes puedes compartir el camino y vivirlo.

En particular, quiero dedicar estas páginas a todas aquellas personas que tienen un potencial ilimitado y aún no son conscientes de ello, a los valientes que se atreven a emprender y crear (y sobre todo creer), a toda esa gente que lo ha pasado mal y dispone de la capacidad de ser resiliente y no rendirse, a los que piensan limitantemente que no pueden salir del bucle donde se encuentran y espero que puedan cambiar su rol de observador al leer esta reflexión, esta episódica sesión de coaching que quiero compartir con ellos.

Por supuesto, agradezco de corazón a mi familia, a mis padres y mi hermano, que me han dado siempre su amor incondicional, natural y sincero. Ahí han estado también, durante todo este proceso creativo, siendo testigos y partícipes, mis amigos verdaderos, cuya presencia me llena de energía siempre y me anima para seguir adelante con la batalla. Y, por descontado, no puedo dejar de acordarme de las personas que hacen con esa escucha diferencial que pueda canalizar toda mi fuerza y potencial en el día a día.

Estoy seguro de que este es el primero de muchos que vendrán y que tampoco serán posibles sin todos vosotros, los que estáis al otro lado y, sin ser conscientes, también en este, el del autor.

Javier Coterillo

Prólogo

No dejes que termine el día sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños.

Walt Whitman

Cuando recibí una llamada telefónica en la que se me pedía que escribiese el prólogo de Alma de Coach, pensé: “otra vez, me han vuelto a colocar un libro y no me va a quedar más remedio que leerlo para escribir algo sensato”.

Y así hice, lo leí una vez. Lo cierto es que el tema me interesa porque profesionalmente toco algunos de los aspectos que se tratan en este trabajo.

Me gustó lo que encontré y lo leí una segunda vez, en esta ocasión con bolígrafo rojo en la mano para ir subrayando, porque yo soy de los que piensan que hay que aprender de todo el mundo, y si no subrayas o apuntas las cosas se te olvidan, al menos a mí. Y siempre hay que tomar notas de quienes saben más que tú, como es el caso que nos ocupa.

Así que bolígrafo en mano empecé a subrayar aspectos de la obra que me servirán no solo para mejorar como profesional y como persona sino, también, para utilizarlos en mis formaciones.

Sí, querido Javier, te voy a copiar inmisericordemente algunos de los temas que comentas, aunque, por supuesto, siempre diré la fuente original de ese conocimiento.

Uno de los aspectos que más me han llamado la atención es cómo Javier Coterillo trata el tema del liderazgo y la diferencia entre jefe y líder. No lo hace como habitualmente nos encontramos en infinidad de escritos, con el ejemplo grueso de lo que es un jefe y lo que es un líder, sino profundizando en el alma humana para ver la diferencia entre ambos, algo muy de agradecer.

También habla de emprendedores, un tema del que me precio conocer algo. En los últimos años he hablado con más de diez mil emprendedores y empresarios, a veces varias horas y otras veces apenas unos segundos. A todos ellos les he visto similar ilusión por hacer crecer su negocio, y la mayoría de ellos, siguiendo una línea moral que se refleja perfectamente en Alma de Coach, preocupándose más por el desarrollo de su negocio y la creación de empleo que por el dinero que les va a aportar ese negocio. Pero sin olvidar que el dinero es parte esencial de todo el proceso, que no somos hermanitas de la caridad.

La mayoría de ellos intentan mejorar y trabajan con intensidad su lado humano, sin olvidar la parte de tiburón de los negocios, por supuesto. Esa mezcla es difícil de conseguir pero la podemos traducir en un concepto tan sencillo como ser buen profesional pero, sobre todo, buena persona.

Una de las sentencias que refleja ese trabajo de Javier Coterillo es que “no lidera quien quiere sino quien sabe”, lo que nos lleva a decir sin género de dudas que “tú no eres quien decides si eres líder, tú no te haces líder, son los otros los que te hacen líder por tu comportamiento y forma de ser y actuar”.

Y eso se logra saliendo de la zona de confort, asumiendo retos y tomando decisiones en ocasiones difíciles de entender, huyendo, como dice Javier, de lo políticamente correcto. Porque lo políticamente correcto es muy útil para quedar bien con los demás y no complicarnos la vida, pero no para asumir riesgos y tomar decisiones que puede que no sean entendidas por la mayoría.

Javier habla de emprendedores en varias partes del libro. Todos sabemos que un emprendedor es alguien que pone toda la carne en el asador, que no se conforma con medias tintas. Sin olvidar que cuando un emprendedor emprende, también lo hace toda su familia y que el emprendedor emprende las 24 horas del día.

Creo que Alma de Coach nos aporta muchas lecciones y conocimientos. Y me quedo con uno: “hay que equivocarse pronto y barato”.

Espero que la lectura de esta obra te resulte útil y, si me lo permites, te recomendaría que cojas un bolígrafo y subrayes. Verás cómo merece la pena.

Mi conclusión es que en vez de pensar que me habían colado un balón por la escuadra, lo cierto es que la editorial me ha hecho un favor al pedirme prologar Alma de Coach. He aprendido y recordado cosas que tenía olvidadas y que me van a ser muy útiles en mi día a día, tanto en lo profesional como lo personal.

Disfruta de la lectura.

Juanma Romero

Director y presentador del programa Emprende de TVE. Formador en habilidades blandas, conferenciante, moderador, presentador de eventos, escritor, networker y mentor.

Si puedes soñarlo, puedes lograrlo

Se ha puesto de moda en los últimos tiempos, por los gurús del coaching, apelar a la necesidad e incluso las bondades que tiene para cualquier persona emprendedora salir de su zona de confort. Resulta casi chocante el planteamiento en unos momentos en los que, bajo el paraguas del Estado del bienestar, en las sociedades occidentales, en los sistemas abiertos, precisamente lo que se está poniendo en solfa son la precariedad y las desigualdades, y la dificultad, en general de las clases medias, para seguir disfrutando de las comodidades del día a día, como lo han hecho en las últimas décadas.

Sin embargo, y sin el menor ánimo de sumarme a la corriente, creo que los riesgos son necesarios cuando se pretende sobresalir, triunfar, cruzar barreras, desbordar límites. Evidentemente no me circunscribo al campo de la empresa, sino igualmente al de la cultura o el deporte o hasta la filantropía. Unos riesgos moderados, claro está; pero pienso de veras que el ser humano es mucho más lo que gana que lo que puede perder cuando pone a prueba el alcance de sus propios horizontes. Puede sentir vértigo, incertidumbre, incluso miedo. Pero, a mi modo de ver, ahí están los cimientos y la base del progreso social y hasta la salsa de la vida.

Vivimos horas en las que no resulta fácil poner toda la carne en el asador en el desempeño rutinario, porque a veces se genera la impresión, a nivel colectivo, de que faltan oportunidades. En una sociedad que les ha dado a sus hijos formación, especialización, dentro y fuera de España, parece que cuando se llega al final del camino por parte de nuestros jóvenes, hay más muros que puertas abiertas. ¿Es en realidad así? ¿Cómo superamos este escenario? ¿Con qué estímulos? ¿Dónde cargamos las pilas y cómo las utilizamos?

Hay cuestiones que históricamente no cambian. Las personas de éxito trabajan sin mirar el reloj para alcanzar sus metas. Con un sentido, con un plan, desde luego. No solo la mediocridad, la pereza y la atonía emocional conjugan muy mal con el triunfo, el personal y el profesional. ¿Hay golpes de suerte? ¡Claro! Son contados, y sin duda, la suerte hay que trabajarla. Como decía el viejo genio literario, “cuando llegue la inspiración, que me pille delante del escritorio”. ¡Y es verdad!

Todos necesitamos de esa fuente de energía interna, la sintamos como la sintamos, que opera como combustible del motor que nos hace salir a jugar el partido cada mañana. ¿Dónde queda esa lucha desde el amanecer si no hay la tenacidad y la persistencia, la motivación y hasta la ilusión? No se trata de darle a nuestra existencia un sentido que podría parecer épico, pero sí, inconfundiblemente, de encontrar una razón de ser, un acicate a todo cuanto nos enfrentamos.

 

Somos algo muy importante respecto de los senderos que recorremos: sus principales, sus únicos arquitectos. Hay condiciones y circunstancias que nos pueden poner trabas, que nos pueden hacer circular más lentos, nadie lo niega; pero lo importante es trascender esos obstáculos, sean grandes o pequeños, y naturalmente, los primeros, los pequeños. ¿Quién no tiene una visión de lo que anhela que sea de su futuro? ¿Quién no visualiza una y otra vez, sea con la cadencia que sea, sus propósitos? Aún más, ¿quién no encuentra un gran punto fijo, prevaleciendo sobre los demás, que le da sentido a su hoja de ruta y la ilumina?

Sin deslizarnos por las rampas de la metafísica, algo hay a mi modo de ver muy claro. En la carrera de fondo y en las rutinas que sobrellevamos, hay quienes esperan a que les llegue su ocasión mientras otros las crean y alimentan. A sabiendas de los errores que puedan cometer, de las imperfecciones de sus zancadas. ¡Esa es la diferencia! ¡Eso marca las distancias! ¿Acaso el tiempo no se pone de nuestro lado en nuestro aspiracional proceso de perfeccionamiento, sean o no nuestras apuestas a lo grande?

No me considero un obseso del racionalismo, pero sin embargo nadie me tendrá que convencer de que el éxito es cualquier cosa menos un resultado del azar. Al contrario: es, como regla, el producto de muchas acciones con un sentido, y excepcionalmente de alguna aislada y singularmente magistral y definitiva. También, no lo neguemos.

La excelencia rima invariablemente con la laboriosidad, con la intensidad y el esfuerzo sostenido. En más de una ocasión hemos escuchado a nuestros mayores aquello de que “en la vida a nadie le regalan nada” o “en la vida no hay nada regalado”. ¿Acaso no es verdad? ¿Acaso sin interiorizar lo que se desprende de esos consejos podríamos empeñarnos con tesón en pulirnos, en dar más y mejorar aquello a lo que entregamos nuestro reloj vital? ¿Acaso podríamos hacer realidad lo que soñamos, incluso a veces siguiendo los pasos que otros empezaron a andar yendo muy lejos?

Qué duda cabe que cada uno de nosotros tiene su propia definición del triunfo y, por consiguiente, de las metas que debe alcanzar para conquistarlo. Pero una cosa es inamovible: no llegaremos al final de la pista si no mantenemos el foco que, en última instancia, nos ayudará a dar los pasos correctos en el momento preciso, sin desvíos ni atajos, y nos facilitará otra de las virtudes que, a mi juicio, es imprescindible si aspiramos a ser ambiciosos y crecer, no solo en el mundo de la empresa: la constancia; insistir en la vía que consideramos correcta, no descartando el cambio de la misma si en un hito concreto entendemos que estamos errando.

Cuando uno se detiene un instante, hace autocrítica y examina en qué acertó y en qué menos, hay un elemento, seguramente distinto a los demás, que tiene un carácter luminoso: se llama pasión. Sin ella, ¿alguien piensa que merece la pena, nuestro tiempo, nuestra dedicación, y nuestras energías?

Cada ser humano es único, sí. Pero nos igualamos en que todos buscamos la felicidad, y en que esa felicidad y autorrealización depende de nosotros mismos, de nuestra actitud y estado de ánimo. No se trata de aferrarse al idealismo porque sí, pero no hay nada más importante para mí que ser feliz en el trabajo y con el trabajo. El viejo filósofo chino Confucio ya lo vio hace tantos siglos: “Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”.

No pienso que sea necesario llegar al extremo de algunas compañías suecas o británicas, que han puesto en marcha departamentos de bienestar para la mejora física y psíquica de empleados y directivos, ofreciendo incluso a nivel interno terapias antiestrés y otras. Sin embargo, en la liga de las emociones, España sigue sin salir del furgón de cola.

Mantener a raya a profesionales tóxicos y hacer equipo con los que verdaderamente aportan es una buena base para empezar. Potenciar la comunicación es, a mi juicio, otro aspecto fundamental para, como se dice en términos coloquiales y hasta vulgares, “comerte el día”. Porque comunicar, si se aplica como estrategia vinculada inherentemente a cualquier proceso, significa crear entornos fluidos, donde prevalecen las ópticas constructivas y los enfoques para la resolución eficaz y ágil de conflictos. ¿No es esta una magnífica piedra de toque para conseguir la satisfacción y la motivación de cuantos actores intervienen en la empresa, para canalizar la explosión del talento en los distintos niveles de la organización?¿No es esta la manera de abrir la esclusa a la creatividad y a la propia promoción interna? Cuando se trabaja adecuadamente en este campo, se elimina la negatividad en la que caen muchas personas y de la que resulta a veces complicado salir. ¿Hay algo peor que el desánimo y la queja constante?

Precisamente hace ya casi tres décadas, el crítico de arte Robert Hugues convirtió su ensayo La cultura de la queja, al que yo particularmente vuelvo una y otra vez, en una denuncia magníficamente argumentada sobre los efectos paralizantes que en la sociedad produce, ora la corrección política y el victimismo que en tantas ocasiones se proclama de manera tan injustificada. La vida es demasiado corta como para renunciar a vivirla plenamente. ¡Miremos siempre al frente!

Llenemos la mochila de libros, no de piedras

No cabe duda de que cuanto más aciertas en la vida, en términos personales y profesionales, más oportunidades tienes de seguir acertando. Se ha dicho tradicionalmente, y es verdad, que dinero llama a dinero, que un éxito es el mejor padre de otros por venir, es la vitamina que nos permite prosperar y avanzar, robustecernos a todos los niveles.

Es lo que yo denomino “la espiral virtuosa”, que siempre hay que buscar espantando a “la espiral viciosa”, porque es la llave para la generación de abundancia. Y hay de nuevo aquí, en esta mecánica, una cuestión estrictamente psicológica y emocional. Cuantos mayores son nuestros logros, más accesibles vemos los siguientes a conquistar. Es una cuestión igualmente de motivación, de confianza, de autoestima, de seguridad en nuestros conocimientos, en nuestros recursos, en nuestra red de contactos y, desde luego, en nuestra propia experiencia; esta debería ser siempre una mochila llena de libros y no de piedras.

En mi opinión, no hay mayor ventaja que entender el éxito como un proceso en el que nos superamos a nosotros mismos, en el que crecemos individual e interiormente. Incluso en una sociedad libre, en una economía de mercado, en un mundo tremendamente competitivo, mi concepto de éxito no pasa por derrotar a otros, o por situar mi hombro por encima del de los demás. Entiendo las conquistas en el mundo de la empresa como un proceso que ensancha mi propia entereza mental, mi fuerza de voluntad para seguir dando pasos, o zancadas, y para sobreponerme, cuando llegan, a situaciones adversas de cambio y dificultad.

Cuando mediado el siglo pasado, John Von Neumann y Oskar Morgenstern diseñaron su Teoría de Juegos Matemáticos, introdujeron el concepto de suma cero, que consiguió explicar de forma simple y directa aquellas interacciones en las que el beneficio o ganancias de una de las partes es igual a la pérdida que sufre la parte contraria, lo que por lógica hace que la suma del beneficio y la pérdida producidas sea igual a cero.

Nadie puede dudar de que estamos rodeados de interacciones, en nuestra vida, en las que esta teoría se impone como modelo explicativo. Pensemos en el mundo del deporte: lo que un equipo o jugador gana es porque el rival lo pierde, y es una regla que se cumple inexorablemente, independientemente de la disciplina o el tipo de competición, de que el deporte sea individual, colectivo, o mixto.

No solo eso. Manteniéndonos en el mundo del deporte, que yo personalmente manejo con frecuencia no solo para hacer la exégesis de situaciones empresariales sino para defender determinadas posiciones incluso en negociaciones de alto nivel, se desarrolla con frecuencia la idea de que en la vida solo vale ser el primero; ni siquiera vale la pena llegar al podio porque, como se sostiene vulgarmente, nadie se acuerda de quién se colgó la plata y quién el bronce, como nadie se acuerda de quién fue, por ejemplo, el tercero en un Mundial de fútbol. A lo sumo, se recuerda al finalista que cayó derrotado y, por lo general, de manera penosa, por alguno de sus errores a pesar de los innumerables aciertos que le llevaron al último partido en busca de la gloria.

Hay una teoría, seguramente menos celebrada, pero que ayuda mucho en nuestro camino si se la tiene presente. Para mí tiene un cierto poder de seducción. Es la que llevó a los biólogos Maynard Smith y Eörs Szathmáry a demostrar que las principales evoluciones que se han registrado a lo largo de la historia de la vida no han estado marcadas por juegos de suma cero sino por juegos de suma positiva.

Creo precisamente que nos ha tocado vivir una era de la cooperación y de la colaboración, de rechazo al conflicto y la guerra, incluyendo las grandes confrontaciones bélicas, en la que hemos de priorizar este foco. Es decir, pensar de qué manera no solo los beneficios de las partes, de ambas, es mayor que cero, sino mayor incluso de la que obtendrían cada una de las partes de forma independiente, actuando como islas inconexas. En otros términos, creo que hemos de mantener una lucha con nosotros mismos por mantener lejos el egoísmo que probablemente es inherente a nuestra propia naturaleza humana, o que al menos tanto se ha enraizado en la cultura occidental: el axioma win-win debería formar parte de nuestro sistema de valores, o al menos tengo el pleno convencimiento de que a la propia humanidad la haría mejor. ¿Es más positivo desarrollar el convencimiento de que solo podemos triunfar a costa del otro o el de que podremos multiplicar las ganancias gracias a que ayudamos a otros a obtener las suyas? La pregunta es retórica.

No creo que sea un planteamiento buenista e ingenuo, porque, por otra parte, no soy especialmente defensor de esa línea de pensamiento que plantea las inagotables bondades de aprender de los errores. En mi opinión, no es la clave la enseñanza que obtenemos en sí misma tras tropezar, sino la forma en la que encaramos y reaccionamos ante ese tropiezo o, llamemos a las cosas por su nombre, ante ese fracaso, que haberlos, los hay.

Desde luego, la respuesta a un contratiempo o un traspié no pasa, o no debería pasar nunca, por recrearnos o estancarnos en la sensación de culpa, o en el castigo, que no lo hay mayor que el que se inflige en ocasiones uno mismo.

Es en los momentos de crisis cuando más nos puede empujar la actitud positiva: pensar en términos de soluciones, sondear nuevas maneras de abordar situaciones complejas para cambiar el signo del desenlace, provocar alternativas, crearlas… y para ello, es imprescindible situarnos en las antípodas del victimismo. ¡Hay que salir del laberinto!

No es sencillo pasar del papel a la práctica. Pero de la misma forma que no debemos permitirnos caer, tras el éxito, en la autocomplacencia o la vanidad —mucho menos desarrollar la soberbia o la arrogancia—, no podemos indagar indefinidamente las causas o los escenarios que, mal afrontados, nos llevaron a un error. Todo tiene un límite.

Todos sabemos que, aun así, el fracaso y sus mecanismos para despejarlo tienen un claro componente cultural y social. Una caída en Canadá o Reino Unido o Estados Unidos, en el mundo anglosajón en general, no es que sea vista como de lo más normal, es que no penaliza al emprendedor, es que robustece su narrativa teniendo siempre su recuperación, con las enseñanzas que lleva aparejadas, una lectura muy positiva y favorable.

No cabe duda de que en España el fracaso profesional se juzga en exceso. Y aun repitiéndose el carácter injusto de este estilo de leer la carrera en el trabajo de las personas, no hay manera de corregir esa óptica, al menos no hasta hoy. ¿Es algo inherente a nuestra cultura? Tal vez.

En público sigue costando hablar de proyectos malogrados, y no digamos ya de los despidos que uno puede sufrir a lo largo de los años y en sus distintas etapas laborales. No reparamos en que, a veces, lo mejor llega precisamente tras ese despido, haya sido o no procedente y haya estado más o menos motivado.

 

Estamos dando pasos para cambiar esta percepción y este marco. Creo que como sociedad lo estamos haciendo porque lo hemos interiorizado, pero son lentos y cuesta todavía entenderlos. ¡Tenemos que acabar con esa estigmatización! En el fondo, racionalmente, simplemente carece de sentido.

Quizá exageran quienes ponen todo el acento en el valor pedagógico de fracasar, porque no podemos obviar, de ningún modo, que tras un retroceso profesional se produce con frecuencia una terrible lucha psicológica del afectado consigo mismo. Hay un desgaste, en ocasiones, durísimo: situaciones de estrés, incluso postraumático, de ansiedad… trances especialmente desasosegantes en los que es un error recrearse. Pero ¿cómo salir de ese círculo endemoniado que nos priva hasta, literalmente, del sueño por las noches? ¿Hay algo más deprimente que la misma falta de descanso? ¿Alguien se ha librado de esa pesadilla, siquiera por una temporada?

¿A quién, en puridad, le gusta fracasar? A nadie, porque estamos hechos para el éxito. ¿Se puede usar el fracaso como un escalón o trampolín para el éxito? Sin duda: de las oportunidades malversadas se aprende siempre algo y, hasta en algunos casos, se obtienen verdaderas lecciones de vida.

¿De qué sirve echarle la culpa al mundo? Si nuestra oferta no ha funcionado en el mercado, ¿no será mejor preguntarnos si acaso no existía la necesidad que pensábamos o nuestra idea no era tan innovadora como se demandaba, o no estaba lo suficientemente armada y desarrollada? ¿Estaba nuestro talón de Aquiles ya, precisamente, en una desenfocada o deficiente investigación de mercado? ¿Acaso este sufrió una transformación sobrevenida? ¿No se modificó la ejecución del plan de negocios de acuerdo con una realidad siempre en algún grado cambiante? ¿Falló simplemente una identidad que no desarrollamos de manera diferenciada al resto?

En ocasiones, todo depende no del cristal con que se mire sino de la luz con que se ilumine, y la forma de encarar los momentos más duros que nos sobresaltan termina ayudándonos a crear pensamiento crítico. Y, ¡ojo!, no siempre se trata de errores en primera persona sino, a veces, de la elección de un mal socio, de un compañero de viaje que no estuvo a la altura en sus capacidades o su proyección. Lo determinante es que no nos resignemos, que siempre haya espacio y fuerza de voluntad para una siguiente vez. Una narrativa de pérdida tras el despido de una persona o tras la quiebra de una empresa, nada suma.

Seamos realistas: cuando nos ponemos manos a la obra con una nueva ilusión, las probabilidades de fallar, aunque no lo pensemos, tienden a ser altas. Debemos contemplarlo, pero no debe ese hecho abrumarnos. Y, por supuesto, nos debe ayudar para trabajar desde el minuto uno nuestra propia resiliencia. Desde ese mismo punto, hemos de poner a raya todos aquellos factores que puedan desmotivarnos o bloquear nuestro crecimiento.

¿Son muchos, de verdad, los empresarios multimillonarios que acertaron a la primera, con el primer golpe? Y, en esta misma línea, ¿no deberíamos revisar con mayor frecuencia, nos vayan bien o no tanto los negocios, nuestras motivaciones? ¿Pensamos que todo aquel que inicia un proyecto aspira a ganar el máximo dinero posible? ¿No puede ser un hándicap de base crear unas expectativas, por la razón psicológica o de necesidad que fuere, desmesuradas y que terminan transformadas en un insuperable lastre? ¿No hay otros factores emocionales, dentro de nuestra actividad profesional, que son fuente de bienestar? Sin duda, aunque no siempre seamos conscientes de ello.

Una cosa es clara: aprender del fracaso no es un proceso que salta automáticamente sobre nuestro intelecto; es una dinámica que hay que buscar conscientemente, dejando a un lado nuestra parte más visceral y aflorando el perfil del jugador de ajedrez. La inteligencia emocional vuelve a ser clave para interpretar qué nos ha pasado y por qué. ¡Tomemos distancia del tablero!

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