Loe raamatut: «Null Island»

Font:

Javier Moreno


Javier Moreno (Murcia, 1972), ha cursado estudios de Matemáticas, de Filosofía y de Teoría de la literatura y literatura comparada. Es autor de las novelas Buscando Batería (1999) La Hermogeníada (2006), Click (Candaya, 2008; Nuevo Talento FNAC), Renacimiento (2009), Alma (2011), 2020 (2013) y Acontecimiento (2015). En poesía ha publicado «Cortes publicitarios (2006)» y el poemario Acabado en diamante (2009).

Ha sido incluido en las antologías La luz nueva (2007), La casa del poeta (2007) y La imagen y su semejanza (2015). Es autor de la obra de teatro La balsa de Medusa (2007), y del libro de relatos Un paseo por la desgracia ajena (2018). Null Island es su segunda novela en Candaya.

Candaya Narrativa, 63

NULL ISLAND

© Javier Moreno

Primera edición impresa en la Editorial Candaya: octubre de 2019

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-14-1

Depósito Legal:B 22603-2019

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Índice

Portada

Autor

Créditos

Índice

FALACIA

Houdinize

Delectatio morosa

Licantropía

Redundancias

La secta del Fénix

Mío Cid

Buenas noticias

Líneas paralelas

Rastro

Una visita al museo

Las Termópilas

El silencio de Bayreuth

El discreto encanto del secreto

SORIA

Transparencia©

Mesa redonda

La hora de la mentira

Extrañas señales desde el espacio

NULL ISLAND

FALACIA

Se señala con razón la indócil libertad de este miembro, que se injiere de modo tan importuno cuando no nos hace falta, y nos falla de modo tan importuno cuando más lo necesitamos.

Montaigne

There are some secrets wich don’t permit themselves to be told.

E. A. Poe

HOUDINIZE

El bailarín se contorsiona sobre la escena como si hubiese decidido convertir su cuerpo en un sonajero de carne y hueso. El programa de mano y la crítica lo dejaban claro. El coreógrafo había sido fiel a los pocos documentos fílmicos que constaban de Harry Houdini, los había visionado cientos de veces (Houdini arrojándose esposado del puente de Rochester, Houdini colgado por los pies de una grúa, embutido en una camisa de fuerza); había interiorizado aquella vibración animal y errática cuyo final, por previsible no menos sorprendente, era la liberación de un cuerpo aherrojado por cadenas y grilletes. Houdini había conseguido encontrar un método en el espasmo, había mostrado a sus contemporáneos cómo la libertad podía ser la conclusión natural de una agitación errática y compulsiva. Houdinize (liberarse o librarse de algo retorciendo el cuerpo) era la aportación de aquel hombre a la lengua inglesa. Añadir un verbo a un idioma no era sino otro modo de inmortalidad. Houdini era el abanderado de los que amaban la libertad, el hombre capaz de evadirse de los instrumentos de opresión de la policía y el manicomio. Houdini como precursor de la deriva beatnik y de los espasmos del Rock and Roll. Nada menos. Y sí, en algún momento, de manera artísticamente deliberada, los movimientos convulsos del bailarín recuerdan a Elvis o al Iggy Pop de los Stooges. A imagen y semejanza del escapista, el bailarín había logrado desprenderse sucesivamente de las cadenas, de la chaqueta, de la camisa y los pantalones (había salido a escena vestido como un ejecutivo, esposado a un maletín), y todo sin usar las manos, convirtiendo el estilo de Houdini en una coreografía, transformando la magia en danza, sumando al asombro del milagro la fruición estética.

El bailarín acaba liberándose de sus ataduras. El final es previsible, casi bisoño, pero ello no hace que nuestro goce sea menor. Al fin y al cabo el espectáculo obedecía desde su inicio al esquema mil veces repetido del escapista. El público de Houdini sabía que acabaría librándose de sus cadenas y respondía a esa expectativa satisfecha con el aplauso. Nosotros hacemos lo mismo.

Salimos del teatro enardecidos como siempre que acontece el milagro de que el espectáculo desemboque en placer. Cenamos en un restaurante mejicano próximo a la sala de teatro. Yo propongo tomar una copa a continuación pero Marta prefiere regresar a casa.

Marta está bella esta noche, tanto o más deseable que cualquier otra noche, pero por algún motivo, cuando nos metemos a la cama, siento que me abandonan las fuerzas. Lo intento una vez tras otra. Penetrarla. Me había convertido en espectador de mis propios actos y me sentía incapaz de seguir representando aquel papel para el que, sin saber por qué ni cómo, ya no estaba dotado. Marta, solícita, tratando de ayudarme, introduciéndome en su boca, lamiendo y succionando hasta la desesperación sin ningún resultado. El presente mudándose en gerundio, un tiempo indefinido donde resulta imposible la consumación de cualquier acto. Me agito bajo las sábanas pero, al contrario de lo que había ocurrido durante el espectáculo, la conclusión no es la liberación del deseo sino una pasmosa desolación. En ese momento, desprovisto de la coraza protectora de la literatura, confrontado a aquella flaccidez a la que no socorrería ninguna metáfora, solo acuden a mi cabeza una sucesión de palabras que golpean como neones vergonzantes y patibularios: maldición, impotencia, gatillazo.

El color azul del envoltorio del preservativo y la cabeza abombada de la funda de látex hacen que irremediablemente me venga a la cabeza la imagen de un pitufo defenestrado sobre la mesilla de noche.

Espero a que Marta duerma para salir de la cama y plantarme frente al teclado. Abro algunas webs de pornografía. Jovencitas. Anal. Bondage. Intento masturbarme viendo esas escenas, no por la necesidad de experimentar placer sino para cerciorarme de que soy capaz de lograr aquello que hasta hacía tan solo una hora se me había concedido de manera gratuita, como respirar o hablar.

No lo consigo. Mi sexo sigue sin responder, encerrado en sí mismo, empeñado en una idiocia negligente. Cierro el ordenador y regreso al dormitorio. Marta duerme o finge que duerme. Me tumbo de espaldas a ella sin poder conciliar el sueño. Continúo masajeando mi miembro sin esperar ya nada de él, como se acaricia a un niño enfermo o a un moribundo. Me pregunto si alguien sigue masturbándose a oscuras, bajo las sábanas, fantaseando con escenas sexuales en lugar de recurrir a cualquiera de las miles de páginas porno que pueblan la web. La escena se me antoja inverosímil, pero quiero suponer que debe de quedar algún hombre o mujer que prefiere hacerlo así, recurriendo solo al material que le suministra la imaginación. Llego a la convicción de que las páginas de contenido pornográfico deberían, de hecho, incorporar un apartado dentro de su catálogo donde apareciesen personas masturbándose sin el auxilio de ninguna imagen (solo primeros planos de labios entreabiertos y pupilas dilatadas bajo las que se agitan las fantasías como peces tras la superficie de un lago helado). Se me antoja que ese apartado sería algo así como la poesía del porno, destinado a unos pocos pero selectos degustadores de pornografía entre los cuales me gustaría incluirme. Trato de fantasear, de imitar a uno de esos poetas del onanismo, pero mi imaginación solo me ofrece estándares pornográficos ineficaces, clichés manidos. Tal vez mi imaginación, en lo referente al sexo, esté agotada o saturada, y lo que corresponda sea un régimen de adelgazamiento, un Ramadán de abstinencia.

Del mismo modo en que el ayuno es una llave para hacer regresar el apetito, quizás la privación de imágenes sexuales infunda nuevos deseos. Tal vez.

Cubro mi glande con su capuchón de piel, con la amargura de quien echa el telón tras una representación fallida. Interrumpido el inútil diálogo con mi cuerpo me quedo a solas con mi conciencia. Monologo. Me abandono al ritual previo al sueño. Pongo a circular mis pensamientos, a entrechocarlos en busca de una idea fulgurante, como un acelerador de partículas que persigue a la desesperada un componente fundamental de la materia, antes de la parada definitiva. No pretendo llegar a ningún lugar por medio de la especulación. Simplemente recurro a ella como una costumbre, y esta noche no es una excepción. Especular había sido desde que tengo uso de razón una manera de conciliar el sueño. Hay quien necesita contar ovejas o respirar de manera pautada. Yo pongo a mi pensamiento en una barquita a la deriva, y así, gradualmente, pasando de la lógica a la analogía y de la analogía a la metáfora, me precipito infaliblemente al ilimitado delirio del sueño.

La pornografía es el simulacro de la infidelidad. Es el último pensamiento que recuerdo antes de caer rendido por el sueño. El output final de la jornada. O tal vez esa frase ya pertenezca del todo a mi sueño. O quizás sea esa frase un hijo cuya custodia deban disputarse la vigilia y el sueño. En ese caso no sabría muy bien por quién optar, si por uno o por la otra, el sueño o la vigilia. Papá o mamá. Me rindo. Todos nos hallamos divididos, con un cabo de cada pensamiento y de cada gesto en ambos extremos.

DELECTATIO MOROSA

A la mañana siguiente nos damos un beso de buenos días. Preparamos el desayuno juntos sin hacer mención a nada de lo que había ocurrido la noche anterior, como si se tratase de un mal sueño que ninguno de los dos desease recordar. A esas horas de la mañana, y en lo que a mí respecta, la realidad carece de la gravedad suficiente como para merecer ese nombre, de modo que sueño y vigilia todavía caminan de la mano, y la tostada y el café son solo un convenio, un Tratado de Tordesillas que señala la separación del uno respecto de la otra, una hita por otra parte absolutamente convencional pero igualmente respetable como cualquiera de los objetos encerrados en el Museo de Pesas y Medidas de París. Bromeamos. Hundo mi nariz en su larga cabellera que huele a sueño y regaliz. Pongo mis manos en sus hombros estrechos y las deslizo por su espalda hasta su culo mientras intenta sacar algo (leche, mermelada…) del frigorífico. Le digo, adoptando un tono premeditadamente fanfarrón, que es una pena que tenga que marcharse al trabajo tan temprano. Siento una promisoria presión bajo los calzoncillos. Sí, probablemente aquello no había sido más que un accidente. No merece la pena darle más importancia de la que tiene. Nos deseamos una buena mañana antes de despedirnos con un beso en la puerta de casa.

Más bien era la despedida de Marta la que señalaba la diferencia entre sueño y vigilia, el momento en el que me quedaba solo en casa y la realidad llamaba a mi puerta de modo perentorio reclamando su impuesto en forma de palabras, la concreción de ese animal mitológico que era mi talento. Debería ponerme a escribir. Para eso pedí excedencia en mi cómodo trabajo de funcionario, para no tener ninguna coartada, para no reprocharme no haberlo intentado, aun a costa de sacrificar la estabilidad económica. Vivir de la literatura, ese unicornio con el que todos los escritores fantasean.

Antes de dejar el trabajo podían pasar días sin escribir una sola línea. La escritura era un apéndice compensatorio de mi vida laboral, un órgano que aportaba excitación de manera regular, poco más que eso. Ahora una hora sin escribir pesa sobre mi conciencia como una losa, no digamos un día. Trato de acomodarme a un horario (de nueve a once, una parada para hacer compras y tomar un café, y un segundo turno de doce a dos), pero termino incumpliéndolo con el menor de los motivos. Siempre he sido un escritor de enviones, de raptos creativos más bien efímeros. Mi literatura es básicamente un cúmulo de intensidades, incompatible con un horario de oficina.

Soy un escritor de esfuerzos breves e intensos, un esprínter que llega derrotado a la línea de meta del fin de párrafo.

De hecho ocurre que en los momentos de mayor efusividad literaria, cuando uno sabe que lo está haciendo bien, el instante en el que el artesano encuentra a un tiempo el mayor placer y la máxima disolución en su trabajo, en esos momentos algo me incita sin lógica alguna a abandonar la escritura para dedicarme a no se sabe qué actividad, buscar una factura o mirar zapatos en internet o abrir mi cuenta de Facebook o afilar lapiceros. Es un gesto incomprensible, falto de explicación. Como un equilibrista que decide detenerse a contemplar el paisaje antes de dar el último paso sobre el abismo. Se trata, tal vez, de la delectatio morosa, esa dilación de la satisfacción del deseo, de postergarlo precisamente para que no llegue a su cumplimiento y, con él, la vuelta al anhelo, la línea de salida del círculo del deseo. Somos una flecha encaminada a la diana. Sabemos que llevamos la dirección correcta y que no erraremos nuestro objetivo. Y entonces, por qué no tratar de dilatar el tiempo que nos queda hasta el momento del impacto, como una de esas paradojas que tanto gustaban al de Elea.

Tras echar un vistazo a mis dedos extendidos decido cortarme las uñas.

A pesar de ser diestro, la uña del pulgar de mi mano derecha crece más rápido que la del izquierdo. No pasa lo mismo con el resto de uñas. Solo con la del pulgar. Tal vez sea un mensaje cifrado en mi código genético. Quizás he dejado de lado una vocación como guitarrista. Luego recuerdo que graphein es la palabra que los griegos reservan para escribir y que esta procede por vía directa del indoeuropeo gerbh: arañar, rascar. Que escribir consiste en arañar una superficie (arena, cera, piedra, arcilla) para inscribir signos en ella; pero, también, que hay que arañar lo que nos rodea para descascarillarlo y asomarse al magma que se esconde tras la superficie pulida de las cosas, y que ese, tal vez, sea el sentido más profundo que se esconde tras la escritura. O simplemente arañar (escribir) para defendernos, para sobrevivir a la amenaza que se cierne sobre nosotros. Que escribir puede ser un ejercicio activo y/o pasivo, un ataque pero también una defensa.

El anterior es un razonamiento hermoso, carente de realidad como la mayoría de los pensamientos, pero hermoso. Una hermosa justificación para recluirme en la pereza y no cortarme las uñas. Las palabras tal vez no alcancen la verdad, pero son un lenitivo ideal para acomodarse a la mera facticidad de lo que sucede.

Aunque al final acabo haciéndolo. Cortarme las uñas. Todo antes que enfrentarme a la historia, al documento que me reclama en la pantalla, a los personajes y la trama. Luego pienso que las uñas también merecen su literatura. De hecho grabo un vídeo cortándomelas. Un primer plano de mis manos y la pequeña tijera de punta curva sajando lúnulas perfectas. Después lo cuelgo en mi perfil de Facebook. Alguien dijo de Goethe que era fino hasta cortándose las uñas. Me parece un elogio fastuoso. Quiero comprobar si alguno de mis amigos opina lo mismo al contemplar mi escena de manicura.

Debería ponerme a escribir (ya acumulo una hora de retraso) pero no me apetece. En realidad me encuentro en uno de esos momentos de desamor por mi propia obra. Siempre me ocurre, pero ello no impide que una vez tras otra me invada la sensación de ser un mediocre, de que lo que tengo entre manos es un fiasco, una pérdida de tiempo, un auténtico bodrio. Luego pasa el tiempo y todo se ordena. Pero ese plazo de tiempo es siempre demasiado largo y lleno de incertidumbres. Hay que atarse al mástil y resistir la tentación de tirarlo todo por la borda. Mi personaje me sigue pareciendo endeble. Sé que es normal, que los personajes son gérmenes, que necesitan tiempo para ganar músculo y psicología, pero soy por naturaleza impaciente. He acabado con la vida de muchas plantas escarbando en la tierra para comprobar si había germinado la semilla. He abandonado la construcción de muchos personajes apenas balbucieron su primera palabra. La propia palabra, personaje, me resulta fastidiosa, como un doble degradado de la palabra persona. Esa je sufijada que suena a broma de mal gusto. Más que un sufijo, una nariz de payaso o un cáncer.

Uno tarda un año o dos, a veces hasta cinco u ocho en escribir un libro. Hay obras estacionales y obras generacionales. Una novela puede crecer como una plantación de trigo o como un arbusto que se aferra a la tierra, demasiado lento en cualquier caso para que este crecimiento se convierta en espectáculo. Quién tiene paciencia para espiar el movimiento de un glaciar o el espigamiento del tallo. La literatura es como ese árbol del que solo nos acordamos cuando da su fruto.

Opto por fregar las tazas y los platos del desayuno. Fregar está bien. Es relajante. Con las manos mojadas y llenas de espuma uno puede dejar volar la imaginación. Es lo que tiene la rutina, realizar una actividad que ocupa una parte infinitesimal de tu cerebro. No hay nada como dominar una técnica para que la parte creativa del cerebro se sienta a sus anchas. Solo el dominio exhaustivo de la técnica puede propiciar que aflore esa gracia que llamamos talento. Creo que al menos un tercio de mi literatura (de lo bueno que pueda haber en ella) ha brotado en esos momentos en apariencia intrascendentes: fregando, tomando una ducha, recortándome la barba o pelando patatas. Esa es la razón por la que uno debería escribir como se afeita o friega un plato, con esa despreocupación, para que el noventa y nueve por ciento restante de tu cerebro pueda abrirse al mundo y conectar con cosas realmente importantes.

El hombre ha logrado la verticalidad al caminar, y la horizontalidad a través de la erección. En esa sujeción al ángulo recto se cifra parte de su anatómica perfección.

He dejado el plato en el escurridor y he regresado corriendo a mi puesto frente al ordenador para anotar ese pensamiento, antes de que regrese a la inconsciencia de donde provino.

Xavier de Maistre creía que era en esos momentos en apariencia intrascendentes cuando el alma se alejaba de la bestia que somos para sobrevolar el mundo y dialogar con las potencias angelicales. Thomas Alba Edison decía que su trabajo consistía en un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración. Yo creo que, al menos en el caso de la creación, se trata de todo lo contrario, un minúsculo porcentaje rutinario y mecánico (teclear, pretender un uso estándar del lenguaje, respirar, imaginar que alguien algún día leerá lo que estás escribiendo) y un profundo iceberg indeterminado, un bosque donde perderse para encontrar (o no) el camino.

Soy un hombre que friega, que cocina y que escribe. También follo, aunque esa actividad figure en este momento entre paréntesis. Me pregunto cuántas cosas puede hacer un hombre y que se le siga considerando como tal. O, por el contrario, cuántas puede dejar de hacer. Es como el chiste de la araña a la que le van cortando patas.

Recibo una llamada de Giulia, mi agente literaria. Me pregunta cómo va todo. Le digo que bien. Que cómo va lo suyo (acaba de ser madre por segunda vez). Sé que quiere que hablemos de mi proyecto de novela pero a mí no me apetece. Pronto me saca de mi error. Me llama para recomendarme una exposición estupenda de Borges en La Casa de América. Estuvo la semana pasada. Por qué no me llamó, le digo. Me responde que fue una visita relámpago. Las agentes literarias tienen algo de agentes de inteligencia (en realidad son verdaderas agentes de inteligencia en el sentido de que no dejan de hablar con hombres y mujeres inteligentes, de tratar de llevar esa inteligencia a otros idiomas), siempre en tránsito de un país a otro, de una mesa de café a otra. En esa exposición (conoce mi debilidad por el autor argentino) hay material de primera, dice. Una foto, por ejemplo, en la que Borges aparece disfrazado de Hombre Lobo. Borges y el Lobo Feroz. Una metáfora que tardo unos instantes en digerir, como uno de esos platos desconcertantes cuya fusión de ingredientes parece sospechosa a la inteligencia pero a la que sin embargo nuestro paladar se rinde sin paliativos. Sí, iré a verla, le respondo. Parece contenta ante la aceptación de su propuesta. Tal vez Giulia sea más inteligente todavía de lo que supongo y se proponga de manera sibilina ir introduciendo variables en mi cabeza que solo quedarán despejadas en una novela o en un poema. Nos despedimos hasta la próxima.

Consulto mi perfil de Facebook. A propósito del vídeo hay un solitario ‘me gusta’ junto a numerosos emoticonos que expresan asombro, tristeza y, sobre todo, asco.

Aún estoy muy lejos de convertirme en Goethe.

Es febrero y cuento piscinas. Navego con Google Earth por la geografía de Cabo de Palos y cuento piscinas. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… hasta perder la cuenta. Examino sus formas (curvas, rectilíneas, mixtas), sus tonalidades de azul. Baño mis pupilas en cada una de ellas. Me relaja, me refresca, me hace sentir de vacaciones aunque aquí haga frío. Google Earth ha hecho posible un nuevo turismo del siglo XXI. Creo que podría tirarme horas (de hecho lo hago a menudo) paseando sobre la superficie de La Tierra. Google Earth nos ha dotado de la perspectiva de un astronauta, de un flaneur espacial. Es mejor que ser multipropietario. Es mejor, incluso, que ser dios.

Casi todas las piscinas están vacías, pero si me acerco lo suficiente puedo entrever objetos flotando en las aguas de algunas de ellas. Un flotador amarillo. La figura de alguien que toma un baño... Y un barco. Un pequeño barco de vela que flota en una piscina. Por qué razón alguien decidirá meter un barco en una piscina. Imagino a los dueños pescando, sentados en la cubierta, esperando a que pique alguno de los peces que ellos mismos han criado en sus aguas. Regreso a la figura humana. Un señor con barriga (ser señor es, sobre todo, tener barriga), una adolescente... Me acerco más. Es una mujer. Soy dios y le pongo nombre: Eva. No sabe que la observo. Me gusta su piscina. Me gusta su bikini. Me enamoro del puñado de píxeles que dibujan su figura. Sé dónde vives, Eva. Podría ir a hacerte una visita. Podría comprar un apartamento en tu urbanización y, por tanto, convertirme en tu vecino. Aunque, en realidad, no puedo. No tengo dinero para eso. Me entran unas ganas horribles de robar un banco para poder comprar ese apartamento y bajar a esa piscina cuando tú estés dentro y nadar hacia ti y abrazarte. Tú me hablarías de tu marido que ya no te ama como antes, del jaloque que abrasa el césped y convierte la piscina en una de esas calderas donde penan los condenados del infierno. Para volverse loca. Y yo te entendería. Te contaría la historia de un hombre que monta un mueble de IKEA y durante la noche da vueltas en la cama incapaz de conciliar el sueño porque sabe que algo ha ido mal, alguno de los pasos del montaje, y entonces se levanta sigilosamente de madrugada intentando no despertar a su familia y revisa las instrucciones con una linterna y consigue enmendar el error y regresa a la cama al fin tranquilo, en paz con el dios del bricolaje. Te reirías y eso me haría feliz. Quiero saber más de ese hombre, me dirías. Y te respondería que su historia es triste. No más que la mía, diría. Y me hablaría de esos días en los que nadie responde a su estado de Facebook y entonces realiza una compra, un vino, un libro que ni siquiera le interesa demasiado y aguarda impaciente la llegada del mensaje de confirmación para sentir, por primera vez durante ese día, que no está sola en el mundo. Qué locura tan contemporánea, le respondería. Piensa en una playa convexa, le diría, una playa que fuese como la proa de un barco adentrándose mar adentro. Imposible, respondería. Y qué más dan las leyes de la naturaleza. Vivimos rodeados de lo imposible. Lo imposible es lo que existe. Es solo cuestión de tiempo que lo imposible devenga rutina y ruina (acaso las dos cosas acaben siendo lo mismo). El hombre camina sobre lo imposible pero respira gracias a lo posible. El sueño es la literatura de la especie hecha hardware. Antes de que supiésemos hablar o escribir, el sueño nos ponía frente a lo posible. Tenemos suerte. Solo los animales pueden conformarse con lo imposible. Para ellos (los animales) todo, de hecho, es imposible. Ahora debo marcharme. Solo puedo comparecer durante breves instantes. No es que sea un narrador omnisciente, no te confundas. Es solo que debo regresar a la realidad, a lo imposible. Porque yo, a mi pesar, también soy imposible. Es mi naturaleza. Soy yo, tu creador, quien ha de marcharse mientras tú permaneces en el paraíso de la posibilidad.

A continuación vuelo a Benidorm y recorro la playa de Levante. Veo las sombrillas, a los bañistas tendidos sobre sus toallas (parecen cadáveres, cuerpos bronceados a los que sorprendió un apocalipsis repentino), a los niños que construyen castillos de arena. Veo a un joven que mira hacia arriba. Escruta el cielo. Observa una gaviota o tal vez intuye que alguien le vigila. Soy yo (saludo). Imagino las primeras filas ocupadas por ancianos, como si el mar fuese una metáfora oscura de la muerte y ellos aguardasen ahí su turno. Imagino la línea multicolor que forman dichas sombrillas, recorriendo los miles de kilómetros de costa de la península, desde Girona hasta Euskadi. Esa línea forma parte de una topología del deseo. Ese disputado primer metro de playa que lamen las olas, como un río sembrado de pepitas de oro. Imagino que todos esos sexagenarios constituyen una línea de protección, que si no fuese por ellos el mar invadiría la tierra, asolaría la Torre de Hércules, La Manga del Mar Menor, Las Ramblas, La Gran Vía, La Giralda, la meseta castellana y ese fastuoso vacío que es Soria, incluido el olmo machadiano; que son ellos los que nos protegen y nos guardan de la furia del mar. En efecto, todas esas sombrillas coloridas son las células de la piel (frágil y ulcerosa) de un cuerpo que semeja una piel extendida de toro. Un cuerpo que refresca su fiebre en el mar, un cuerpo que implosionaría sin la envoltura terapéutica del mar.


Sigo imaginando que alguien, haciendo uso de Google Earth, descubre una extraña mancha en un parque. La amplía y descubre que es un hombre tumbado sobre el césped. Junto a él puede ver un charco de sangre. Se trata por tanto de un cadáver. A unos pocos metros se divisa la figura de otro hombre, a punto de desaparecer entre los árboles. Probablemente su asesino. No lejos de la escena hay un parque infantil. Los niños juegan, ajenos al suceso que acaba de ocurrir. Solo la imagen del satélite ha sido capaz de capturar el crimen.

Las cámaras pueden ver cosas que el ojo humano no es capaz de percibir. La lente de la cámara es la metáfora favorita con la que Lacan gustaba de referirse al gran Otro. Esa es la idea que subyace en la manera de concebir el cine de Dziga Vertov. Eso es lo que Barthes llama el inconsciente óptico, la misma idea sobre la que se estructura Las babas del diablo de Cortázar (y su trasunto cinematográfico Blow Up, de Antonioni), así como el relato El velo de encaje negro de Fleur Jaeggy. Es la obsesión de Pedro en Arrebato, la película de Iván Zulueta.

La fotógrafa-niñera Vivian Maier grabó el supermercado y el exterior de la casa donde trabajaba y vivía una mujer que fue asesinada junto a su hijo, tras leer la noticia del crimen en la sección de sucesos de un periódico. Vivian Maier actuó guiada inconscientemente por la misma idea, la de que la cámara sería capaz de delatar al culpable de aquel crimen. Es un absurdo, casi una superstición, equiparar el objetivo de una lente con la visión privilegiada de un dios. El síntoma de una religión que gana día a día nuevos adeptos. La cámara que mira, de Marcel Broodthaers, podría ser el tótem alrededor del cual ejecutamos nuestra danza de aborígenes tardomodernos.


A continuación busco la foto de Borges en la que el escritor aparece disfrazado con una máscara de Lobo Feroz. La encuentro sin dificultad. Borges aparenta ser un auténtico monstruo. La máscara es tan realista que quien la contempla tiene la impresión de encontrarse ante un verdadero Hombre Lobo. Un Hombre Lobo vestido con traje y corbata, algo que lo hace todavía más desconcertante. Mi impresión es que no estoy ante Borges disfrazado de Hombre Lobo sino que esa imagen ha capturado al Hombre Lobo disfrazado de Borges, una manera de poder comerse a las caperucitas de la poesía, a los cerditos de la literatura.

Siempre he sido reticente a disfrazarme. Podría dar mil argumentos intelectuales pero no me apetece buscar coartadas. Un exacerbado sentido del ridículo, tal vez sea eso. Aunque ahora que lo pienso, y cambiando de idea (como no soy río me doy la vuelta cuando quiero, decía una maestra de mi infancia a la que bastaría el haberme inculcado esa escueta sabiduría para recordarla con cariño), creo que no me gusta disfrazarme porque no tengo nada que ocultar de puro exhibicionista y entonces para qué calzarme una máscara si lo que conseguiría sería tan solo zafarme de la mirada de los otros, violentar mi naturaleza. Sin embargo hay algo fascinante en la máscara de Borges. La obra de Borges siempre me resultó fascinante y ahora me sorprendo dejándome engatusar por su máscara. Borges es una especie de brujo que me tiene hechizado, aun después de muerto (aunque los escritores, sobre todo los buenos, están siempre un poco muertos). Para alguien tan poco mitómano como yo resulta todo un misterio. Toda regla admite su excepción, sin embargo. Me sorprendo buscando en internet máscaras de Hombre Lobo. No una cualquiera, sino la que Borges lleva puesta en la fotografía que le hicieron en su casa de la calle Tucumán. Mi mirada se pasea por cientos de imágenes de máscaras de Hombre Lobo. Según parece la primera vez que Borges usó esa máscara fue en una fiesta de Halloween durante una residencia en Estados Unidos. Deduzco que la máscara debe de proceder de algún lugar de Norteamérica. Tras una hora de intensa búsqueda creo dar al fin con ella. El sentimiento que me embarga mientras realizo la compra online es el de euforia, sin paliativos. La compro. Estoy deseando ponerme esa máscara y sentarme a escribir y pasear por el bosque de la literatura con mi flamante máscara de Hombre Lobo para ver a quién me tropiezo, para asustarlo y, tal vez, zampármelo.

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