Madame de Pompadour

Tekst
Raamat ei ole teie piirkonnas saadaval
Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Capítulo II

Diez hijos, tres amantes

A pesar de que en 1726 casi muere de indigestión, producto del pasaje sin escalas de la cuasi pobreza a los festines palaciegos, María quedó embarazada. En 1727, dio a luz a un par de gemelas, Isabel y Enriqueta. A los dos meses de parir ya estaba otra vez embarazada, y en 1728 trajo al mundo a otra mujer, María Luisa, que por desgracia moriría cinco años después. Los reyes no se amilanaron, y a toda velocidad procrearon otra vez.

El 4 de septiembre de 1729, por fin, el pueblo de Francia pudo dormir tranquilo: un delfín había estrenado sus pulmones ante la delicia de la Corte en pleno, reunida en torno al lecho de la parturienta. Por todo el Reino hubo fuegos artificiales y hogueras durante tres días. En señal de agradecimiento, el Rey se arrodilló ante el lecho de la Reina, y de seguro María vivió uno de sus días más felices.

Muertes y partidas

Y para que la dicha fuera completa, un año más tarde, en 1730, nació Felipe, aunque moriría poco después, en 1733, junto con su hermana María Luisa. A Felipe le seguirían Adelaida, Victoria, Sofía, Teresa y Luisa. Además, en medio María sufrió dos abortos. Estaba produciendo a razón de un hijo por año, y casi todas niñas. Dice Barbier, un cronista contemporáneo, en una carta a un amigo:

“La reina ha tenido hoy otra niña: posee un vientre furiosamente dispuesto para eso”.

Dice otro testigo de la época que se escuchaba a María murmurar:

“Siempre acostarse, siempre encinta, siempre dar a luz”.

La tasa de mortalidad, sobre todo (aunque no sólo) la infantil, era cruelmente alta en el siglo XVIII. Casi la mitad de los franceses nacidos en aquel tiempo morían de varicela, rubeola o tuberculosis antes de cumplir los diez años. Pocos de ellos llegaban a la edad adulta con ambos padres vivos. Los matrimonios terminaban por muerte, no por divorcio.

El año 1733 sería de dolor en Versailles: como dijimos, en ese año murió Luisa, de cinco años, y a los dos meses Felipe, de tres. El luto para la familia real es blanco; negro para el resto de la Corte. En épocas de peste, ambos colores se usaban con frecuencia.

Pero aún eran muchos los hijos sobrevivientes, y ello demandaba gastos. Al tratarse de niñas, que no suelen servir demasiado a la Corona, esos gastos podían parecer superfluos. Para abaratar costos, el ahorrativo Fleury decidió enviar a cinco de las mesdames, como se llamaba en genérico a esas niñas, para que se educaran en una lejana abadía. Sólo a las dos mayores les fue permitido permanecer en Versailles.

El día de la despedida fue triste para todos. A último momento, Adelaida, la mayor de las que partían, se abrazó a su padre hecha un mar de lágrimas, y Luis, conmovido, ordenó que se la mantuviese en Versailles, contra la opinión de su leal ministro. La carroza se alejó con las otras cuatro. Las mesdames no volverían a Versailles en muchos años.

Una pesada armonía

El rey Luis se reveló un padre amoroso y un marido fiel; ambas cualidades escaseaban en la Corte francesa, y de hecho eran observadas con cierta desconfianza. Los reyes Borbones habían acumulado amantes casi como un deporte y, de pronto Luis, el más bello y deseado, se mantenía inmune a las mujeres, incluso cuando todas ellas suspiraban ante su cuerpo bien formado y sus facciones suaves, casi femeninas. Su característica timidez, su cerrada fidelidad y el halo de poder que emanaba de la Corona lo volvían inaccesible y, por lo tanto, también irresistible para cualquiera. Esta descripción, hecha por un contemporáneo, aparece en El perfumista de María Antonieta, de Elisabeth de Feydeaud:

“Su fisonomía ofrecía una mezcla perfecta de gracia y majestad; su figura era admirablemente proporcionada; una expresión de inefable dulzura suavizaba la altivez de su mirada; nada podía igualar el encanto de su sonrisa; su voz llegaba al alma”.

Los años fueron pasando en armonía familiar. Luis dedicaba atención a sus hijos y era tierno con ellos, algo poco común para su época. Con el tiempo, su favorita fue Luisa, la mayor. Se había casado con Felipe de España, pero visitaba a su padre cada tanto. Sus hijas mayores permanecían en Versailles; las restantes regresaron para fines del año 1740 excepto una, que murió en la abadía, como veremos más tarde.

La relación con el delfín era distante debido a sus respectivos caracteres tan disímiles, y quizá al hecho de que el hijo se sintiera algo abrumado ante su padre; mientras que Luis era atlético, vigoroso y apuesto, el delfín era obeso, torpe y poco atractivo. Su temperamento era tosco y piadoso como el de su madre, aunque poseía algo más de ingenio. Pasaba mucho tiempo con su madre y sus hermanas, que llevaban una rutina tediosa de juegos de mesa, misas, cambios permanentes de ropa y abundantes banquetes. Sólo la infanta Luisa Isabel, la mayor, presentaba algo más de ambición política; tenía un carácter enérgico e inclinación por el arte. Pero por desgracia, moriría joven, de viruela, a los treinta y dos años.

Huelga decir que la Reina, en cuanto a encantos y seducciones, dejaba mucho que desear. Su vestuario era severo como el de un monje, usaba el cabello cubierto por una cofia rústica, y los festines y embarazos le habían deformado el cuerpo. Sus días solían ser siempre iguales, y no había interés o sorpresa que derivasen de su conversación. Cuando no estaba pariendo o en ceremonias oficiales, María se dedicaba a interminables juegos de cartas, en particular al cavagnole. Pasaba muchas horas en la mesa de juego, sin demasiada suerte, y en vistas de que el ministro Fleury no le aumentaba la renta que le correspondía para gastos personales, había acumulado grandes sumas en deudas. Aun así, era generosa con su dinero; otorgaba préstamos a sus amigos y al mismo Voltaire le había concedido una pensión de 1 500 libras, de su propio bolsillo. Su relación con Luis era de abnegación y temor, y participaba poco o casi nada en la política del Reino, dado lo cual el trato entre los esposos, fuera de las sábanas, era casi nulo.

Así es que la opacidad de María, su preñez permanente y el rechazo y agotamiento que comenzó a engendrar respecto de las relaciones conyugales fueron alejando a Luis de sus brazos hasta dejarlo prácticamente fuera del lecho. A partir del nacimiento de la quinta criatura, ella había perdido todo interés en el sexo, y él había perdido todo interés en ella; sus relaciones se habían vuelto pura formalidad. No podían darse mejores condiciones para que el Rey se decidiera, de una vez, a buscar emociones en otra parte, como era la tradición. Las alertas se encendieron en Versailles: el Rey estaba listo para su primera amante.

Las dos hermanas

El marqués de Nesle tenía cinco hijas mujeres y una condición que se estaba volviendo habitual por entonces: más cuna que dinero. Tres de sus hijas serían por turnos, o por momentos de manera simultánea, amantes de Luis. El Rey poseía sus escrúpulos respecto de las relaciones extramaritales y era pudoroso en extremo con su vida privada; puede que, a la hora de buscar compañera, se sintiera cómodo y seguro, y tal vez menos culpable, recurriendo siempre a la misma familia. Esto transformó, con el tiempo, al distinguido marqués en algo así como un proveedor de favoritas.

La primera en ofrecer sus servicios fue Luisa, condesa de Mailly, una joven poco agraciada pero simpática y bondadosa, que lo amó de verdad y fue correspondida por Luis por el lapso de cinco años. Al conocerse la noticia del romance, Versailles suspiró aliviado: por fin el rey demostraba algo de humanidad.

Para cualquier Corte, y sobre todo para la francesa, la infidelidad era una norma más que una excepción, y la terca monogamia real estaba generando murmullos de extrañeza y malestar. Así y todo, Luis se empeñaba en mantener su relación en secreto, y no lo hacía sin cierta culpa: sobre una naturaleza de por sí tímida y reservada, el obispo Fleury había tallado, con amor y paciencia, sus categóricos preceptos morales, y ellos daban sus frutos. De hecho, el Rey no olvidaba sus obligaciones maritales, y por un buen tiempo se esmeró entre su querida y la Reina, que dio a luz tres hijas más.

Así andaban las cosas en Francia: Fleury gobernando, la Reina pariendo y Luis... saltando de unas sábanas a otras.

Luego de tener la última niña, los reyes dejaron de compartir el lecho y Luis pudo dedicarse con exclusividad a madame de Mailly. Sus apartamentos estaban unidos por una escalera secreta. Cenaban juntos, en compañía de otros cortesanos, y la condesa procuraba distraerlo incorporando diferentes invitados a su mesa. Así fue como, en 1738, entró en escena su hermana, Paulina de Vintimille, igual de fea que Luisa, pero con algo más de chispa y de dote para la conversación. Paulina se volvió una invitada habitual a la hora de la cena. Ante la mirada atónita de Luisa, su hermana se enfrascaba en discusiones de economía o política exterior, no exentas de coqueteo, y no faltó mucho para que culminara la charla en los aposentos reales. Dotado con partes iguales de indecisión y fervor amatorio, a partir de entonces el Rey frecuentó a las dos, hasta que en 1741 Paulina de Vintimille murió, pariendo un hijo suyo. Luis recurrió entonces, en busca de consuelo, exclusivamente a los brazos de la leal Luisa.

La tercera

Esta abultada agenda no apartó un ápice de su trono a Luis, quien se reservaba para sí el visto bueno final de todo cuanto acontecía en los despachos, delegando el quehacer diario en su eficiente y fiel obispo. Mientras tanto, en el camino y casi sin notarlo, se iba formando como estadista.

La victoria en la Guerra de Sucesión Polaca había conllevado un aumento en la popularidad real, y la gente en las calles lo aclamaba. Claro que la sombra de su bisabuelo y antecesor era inmensa, y en contraste con aquella figura cualquiera empalidecía. Pero Luis no carecía de recursos para transformarse en un gran rey. Es cierto que su timidez solía paralizarlo, abonando la difundida visión del rey débil y el ministro superpoderoso. Pero también es cierto que Luis era rápido, memorioso y sensato, era además joven y bello, poseía carisma y había producido un heredero al trono. Era inteligente, sensible y gustaba de las bellas artes. ¿Qué más pedir?

 

Con esas cualidades y todo el vigor de sus treinta años, bien podía pretender el control total del Estado, y el respeto a su persona sería absoluto. Pero no lo había juzgado necesario ni conveniente, en aquellos largos años de madurez, matrimonio y reproducción.

Hasta que de a poco, sin prisas, comenzó a considerarlo. Sólo le faltaba alguien que lo impulsara a tomar la decisión.

Sin escarmentar, y con la mente focalizada en arrancar a Luis de la tristeza por la desaparición de Paulina, Luisa introdujo en su círculo a su hermana menor, Mariana, viuda de La Tournelle, la más bella y ambiciosa de las cinco.

Previo a su ingreso a la Corte, la dama se había hecho asesorar por el duque de Richelieu, sobrino del afamado cardenal, quien deseaba emularlo llegando a primer ministro. Entre ambos elaboraron un plan para seducir a Luis, con la intención clara y consciente de conformar un centro de poder e influencias en torno de él. Como parte del plan, Mariana coqueteó hasta el límite con el Rey, pero no se le entregó hasta hacerle prometer un título de duquesa y el nombramiento oficial de maitresse en titre, lo más parecido a un título para una acompañante y que significaba, en los hechos y según la costumbre, exclusividad como favorita real.

Ése fue el fin de Luisa. El rey, cegado por los encantos de Mariana, accedió a todos sus pedidos. La hermana menor, sumamente celosa y desconfiada, exigió que la ex amante abandonara la Corte, y la pobre Luisa debió retirarse al exilio, luego de haber brindado su amor al monarca a lo largo de una década. Entretanto, conocida la noticia, la gente cantaba en las calles: “Elegir una familia entera ¿es traición o constancia?”.

El fin de una era

Lo que pronto quedó claro es que el ascetismo demostrado por Luis hasta su adultez había sido el dique de contención de una sensualidad sin límites, típicamente borbona. Una vez traspasado el umbral del pecado, ya se hacía imposible volver atrás.

El ascenso de La Tournelle coincidió con el declive irreversible de Fleury. En 1743, el obispo que había manejado los hilos de Francia durante veinte años, pero quien además de consejero de Estado había sido para Luis XV un padre, un maestro y un amigo, dejó de existir, luego de más de noventa años poblando la tierra. Luis, devastado por la pena, observó con curiosidad el alboroto a su alrededor por saber quién reemplazaría al eterno viejo.

Para cortar de cuajo las intrigas, el mismo día del deceso les anunció a todos: “Caballeros, acabo de convertirme en Primer Ministro”.

Animado por Mariana, Luis se volcó a la dirigencia de sus ministerios. Su amante, ahora madame de Chateauroux, se había propuesto hacer de él un verdadero soberano. Se había apercibido de inmediato del carácter dubitativo y falto de confianza de Luis, así como de su gran inteligencia y percepción, a menudo embotadas por su timidez. Mariana le infundió confianza en sí mismo y lo impulsó a tomar las riendas de su gabinete, y Luis respondió de la mejor manera.

Guerra de Sucesión Austríaca (1740-1748)

En contra de su voluntad pacifista, rasgo que compartía con Fleury, Luis se había visto arrastrado a la guerra que siguió a la sucesión al trono austriaco. Los conflictos habían comenzado en 1740, pero se remontaban a la firma de un documento ocurrida mucho tiempo antes.

La mayoría de las cortes europeas habían suscrito la llamada Sanción Pragmática, un documento mediante el cual reconocían a la hija mayor de Carlos VI de Austria, María Teresa, como heredera natural de los dominios de la casa Habsburgo. Pero a la muerte del Emperador, el acuerdo cayó en el olvido. Incitados por el beligerante Federico de Prusia, todos los firmantes se lanzaron sobre el viejo imperio para sacar su tajada. Sólo Inglaterra tomó partido por la joven heredera aus- triaca, porque no aspiraba a nada por allí. Austria era la enemiga eterna de Francia, y el apoyo inglés, en el marco de la rivalidad colonial franco-británica, fue una razón suficiente para intervenir. De modo que Francia apoyó a Prusia y envió, también, sus tropas.

Para peor, a la guerra se sumó una mala cosecha que había hecho subir los precios de los alimentos. Las cosas no estaban fáciles y, para colmo, Fleury acababa de morir.

Pero Luis (ya retomaremos el tema de su inclusión en esta guerra) se afianzaba como gobernante, y luego de dos años al frente de sus ministerios, dándole aire fresco a un gabinete ya algo anquilosado, estaba demostrando sus virtudes: sensatez y austeridad en el manejo público; bondad en el trato hacia sus súbditos y sus colaboradores. Su amante lo hacía feliz, y a la vez era buena consejera y razonable. No fue de extrañar que, al poco tiempo, el monarca fuera reconocido como “Luis, el Bienamado”. Pero, amén del apodo y las expectativas de la realeza, lo cierto es que Francia se encontraba en los albores de una revolución que finalizaría, no sólo con el monarca de turno, sino con la monarquía misma.

A fin de luego mejor la irrupción y trascendencia de la heroína central de estas páginas, vale la pena pintar a grandes rasgos el ámbito en que habría de desenvolverse.

¿Cómo se vivía en la Corte en el siglo XVIII? ¿Cuál era el entramado social de la Francia prerrevoluciona- ria? ¿Cómo se conformaba la pirámide que sostenía ese pequeño vértice que era Versailles? ¿Y qué pasaba, verdaderamente, en esa privilegiada cima?

Usos y costumbres cortesanas

La Corte parisina era licenciosa, relativamente educada y amable en sus modales. Las noblezas provincianas eran más pacatas en su moral y costumbres, más empobrecidas y austeras, y mucho menos ilustradas. Eran quienes más sufrían el embate de una burguesía floreciente, cuya riqueza e instrucción las humillaba y amenazaba en sus privilegios.

Al margen del fasto, la vida cotidiana en Versailles era extenuante. Los reyes debían permanecer mucho tiempo de pie, sus rutinas estaban pautadas y no tenían casi momentos de respiro o intimidad. Sus hijos lo eran, en alguna medida, del Estado. Si les acontecía una desgracia, no tenían derecho a mostrar su dolor en público. Poseían una corte de asistentes a veces ridícula, con cargos que, a decir de Jacques Levron en Madame Luis XV, “son más difíciles de suprimir que cambiar las alianzas europeas”. Cada monarca tenía su lector, aunque prefiriera leer por su propia cuenta. Luego estaba el comisario de los Placeres Menores... y muchos otros.

Pero en el periodo de Luis XV, el ambiente se tornó más ligero. Desaparecieron la pompa y el despliegue de antaño, y los ambientes de descanso, enormes, regios y ventosos se volvieron más prácticos y cómodos. La moda imponía, tanto en el arte como en la decoración, las curvas rococó y los colores claros y alegres. En las costumbres, cobró importancia la hora de la cena, que se hacía más íntima, con menor cantidad de comensales pero a la vez elegidos con mayor cuidado y sentido de la combinación.

Esa atmósfera refinada, donde la gente bebía champagne, reía e intercambiaba ideas, marcó el pulso de la época. Oliver Bernier llama al siglo XVIII “el Siglo de las Mujeres”. En una época que valorizaba la elegancia, la sensibilidad, el ingenio y el refinamiento por sobre el valor y la fuerza, las mujeres llevaban las de ganar.

Los entretenimientos de la Corte constaban de conciertos, obras de teatro y juegos de naipes. También se asistía a misa y los hombres se dedicaban a la caza.

En cuanto a la moda, desapareció la peluca leonina, típica de los retratos de Luis XIV; los hombres usaban una de cabellos chatos con una cola sobre la nuca, sujeta con una cinta ancha. El uso del polvo, blanco o gris, se generalizó. Las mujeres, que también lo usaban, llevaban el cabello corto y rizado. Dice un contemporáneo de las damas de la Corte, en La Marquesa de Pompadour:

“Casi todas hacen uso de una medida secreta que esconde al mismo tiempo la belleza y la fealdad del rostro. Esa estúpida costumbre de pintarse las hace parecerse todas unas a otras de tal modo que uno debe esforzarse seriamente para distinguirlas”.

Se incorporó el miriñaque, tanto que los palcos de los teatros debieron modificarse para hacerles lugar. Las faldas crecían y las pecheras se achicaban, volviéndose muy ajustadas y destacando el escote. El uso de los perfumes comenzó a extenderse: se utilizaba uno distinto para cada momento del día. Los perfumistas proveían de fragancias pero también de otros productos de tocador, como maquillajes y jabones, o lunares de tafetán negro engomado. Desde comienzos de siglo se utilizaban los jabones moldeados y perfumados. Continuamente se lanzaban al mercado nuevas mezclas de polvos y ungüentos para el rostro, y perfumes de combinaciones audaces y exquisitas. La famosa Agua de Chipre, por ejemplo, llevaba jazmín, iris, angélica, rosa, nerolí y también nuez moscada machacada más treinta gotas de ámbar.

En cambio, en cuestiones de higiene, Francia no demostraba la superioridad que ejercía en el terreno de la cosmética. El sistema sanitario era sumamente precario, y en los pasillos y patios del palacio reinaba el mal olor.

Cerca de allí, los porquerizos desangraban un cerdo todas las mañanas, y las turbias aguas permanecían estancadas en el lugar.

En el resto de París, las cosas no eran muy diferentes. Algunos parisinos tomaban un baño cada ocho días, otros cada quince, otros tantos cada mes, mientras que muchos esperaban la época más adecuada para ello y se bañaban una vez al año, durante ocho días seguidos. Los baños se tomaban en el propio hogar o en las casas de bañistas, y había tres tipos de ellos: con todo el cuerpo sumergido hasta el cuello, con el agua hasta el ombligo, o solamente baño de pies.

Voltaire, autor de las Cartas inglesas, había alabado de este país no sólo sus instituciones liberales y su ilustración, sino también su preocupación por la limpieza y la higiene. Los ingleses ricos eran prácticos y limpios, perseguían la comodidad y el confort, se lavaban la cara y las manos cada día, y contaban con bañaderas, que utilizaban hasta tres veces por semana para higienizar todo su cuerpo. Algunos pocos poseían en sus sanitarios un asiento en caoba “con un chorrito de agua ingenioso e higiénico”, como se describe en El perfumista de María Antonieta.

La Corte austriaca era, también, más propensa al baño que la francesa. En las clases altas, al enjuague del cuerpo le seguía una fricción con un lienzo mojado en agua de salvado.

La ascendiente burguesía

La burguesía estaba en la cresta de la ola de la historia, haciendo equilibrio entre el dinero, el saber y los mandatos de la tradición. En todas las ciudades a lo largo de Francia, la burguesía incorporaba las nuevas ideas de la hoy llamada Ilustración: compraba libros y periódicos, asistía a la ópera y a conciertos de música de cámara, al teatro y a las bibliotecas públicas. Se alejaba de los preceptos religiosos y de la moral rígida de siglos anteriores, estudiaba en las universidades, participaba de logias masónicas y se acercaba a las academias de ciencias y artes locales. El epicentro de aquel maremoto cultural, claro, era París. Cierta vez, Montesquieu (1689-1755), el célebre cronista y pensador político francés, comentó acerca de un colega que dejaba la ciudad:

“Lo mismo valdría haberse ahogado. Un hombre que se aburre en París ha de aburrirse en cualquier lado”.

Hay un enfoque habitual acerca de los sucesos previos a 1789, aun con lo difícil que resulta resumir procesos históricos complejos, y es que, enfrentada a la contradicción entre su poder económico y su impotencia política, la burguesía adquirió cierta conciencia de clase, se rebeló y funcionó como punta de lanza de un curioso frente popular de campesinos y artesanos que desembocó en la revolución.

Con la cuota de verdad que esta visión encierra, nos detendremos en el aporte del historiador estadounidense Robert Darnton (a quien pertenecen las siguientes citas), que sugiere muchas más coincidencias entre nobleza y burguesía, y no menos elementos de conflicto y tensión entre patrones burgueses y empleados de menor rango, que lo que cabría suponer para el periodo prerrevolucionario. El autor utiliza algunos registros de la época que ilustran situaciones como la matanza de las mascotas de sus patrones por parte de los empleados de una imprenta o las impresiones de un burgués, reconociéndose como parte de una nueva aristocracia.

 

El mismo término burgués no nos debe engañar: no posee las connotaciones económicas que hoy le damos. Francia estaba en proceso de expansión en un sentido capitalista, pero no de industrialización, como sí ya sucedía, tibiamente, en Inglaterra. Estas capas medias no conformaban un grupo homogéneo, sino un conglomerado de profesionales, comerciantes o artesanos enriquecidos, que de pronto empleaban sus excedentes para vivir de sus rentas como caballeros. Y si había algo parecido a empresarios modernos, esto es, dirigentes de fábricas de producción artesanal, que reinvertían su capital, casi siempre pertenecían a la nobleza.

¿Cuál era el ideal, la nueva moral de esta clase en ascenso? Buenos modales, tolerancia y decencia. Educación, racionalidad, moderación y pensamiento sereno. Antes que piedad y temor a Dios, trato justo y autorrespeto.

“No era un código de honor aristocrático ni una ética burguesa del trabajo, sino que expresaba la nueva urbanidad y marcaba el surgimiento de un nuevo tipo ideal: el caballero citadino. Los dos términos ya no se consideraban una contradicción risible, como en la época de Moliere”.

Era una suerte de moral de la felicidad laica y humanitaria. “Felices quienes viven en las grandes ciudades”, parecía rezar. Claro que ello no tomaba en cuenta las filas de pobres esperando limosna, ni los asilos, los hospitales generales y los hospicios. Así y todo, como ilustra Darnton:

“La burguesía se las ingenió para saturar a la gente común con sus ideas de libertad e igualdad. En 1789, la Ilustración había realizado su tarea. El siglo XVIII pensaba como burgués”.

Allí, en los registros, se leen cosas como:

“Todos los trabajadores están en contra de los patrones. Basta hablar mal de ellos para ser estimado por todo el gremio”.

“El recién llegado a un taller es adoctrinado por los demás trabajadores. Si un obrero no acepta un precio, nadie debe hacer el trabajo por un salario menor. Le recomiendan lealtad y que no traicione a los otros”.

Y respecto de las anotaciones de un burgués de 1700, éste señala, no sin satisfacción:

“Desde que la gente ha empezado a enriquecerse rápidamente con las finanzas y el comercio, el Segundo Estado [el estrato medio] ha ganado más prestigio. Sus gastos y lujos son envidiados por el Primero [la nobleza]. Inevitablemente, los dos se han mezclado, y hoy día no existen diferencias en la manera como manejan sus casas, dan fiestas y se visten”.

Cualquier cortesano de Versailles hubiera contradicho al buen señor. Pero había algo de cierto en ello: mal que le pesase al cortesano, la aristocracia se había aburguesado en sus maneras. La exhibicionista suntuosidad había pasado de moda, y en las casas más distinguidas se practicaba una moderación conveniente.

A la vez, no se percibe en los dichos registrados simpatía alguna por los vecinos del piso de abajo de la pirámide social. De hecho, nuestro amigo burgués se sentía más amenazado por ellos que por los del piso de arriba. Como dice Darnton:

“La educación y el dinero tienen efectos perturbadores sobre las categorías sociales”.

Y si esto valía para la burguesía, valía también para el último de los Estados.

Resumiendo, la nobleza estaba en decadencia -o, al menos, procuraba una existencia menos exaltada y un nuevo estilo citadino- y ser burgués en los modos y costumbres, y pensar como burgués, con las nuevas ideas de la Ilustración, estaba de moda, en alza, en el París de mediados de siglo.

La base de la pirámide

Pero no todo eran fiestas, intrigas y devaneos intelectuales en el Reino. El panorama social de la Francia de la época presentaba diversos matices, y debajo de la aristocracia y la burguesía, un amplio número de campesinos pobres y otros tantos indigentes poblaban la pirámide social.

La población francesa fluctuaba entre los quince y los veinte millones de habitantes, un número que sobrepasaba el límite de su capacidad productiva. A pesar de guerras, epidemias y hambrunas, el orden social en las villas francesas se mantenía estable al inicio del periodo moderno. Dice Robert Darnton en La rebelión de los obreros: la gran matanza de gatos en la calle Saint-Séverin:

“Los campesinos eran relativamente libres, menos que los hacendados que se estaban convirtiendo en peones sin tierra en Inglaterra, y más que los siervos, que estaban cayendo en una especie de esclavitud al este del Elba”.

Pero el sistema, aún señorial y de subsistencia, les impedía el acceso a la suficiente tierra como para lograr su independencia económica, y les arrebataba todo el excedente de su producción. Los hombres trabajaban desde el amanecer hasta el crepúsculo, con arados y hoces no muy distintos de los utilizados en la época de los romanos. Sembraban y cosechaban colectivamente, y la única zona donde podían intentar progresar mediante la iniciativa individual era el patio trasero anexo al terreno de sus casas.

El huerto familiar a menudo ofrecía el margen de supervivencia para quienes carecían de las diez o quince hectáreas necesarias para la autosuficiencia económica. Los campesinos más pobres pedían préstamos a los más ricos, y éstos eran tan odiados como los cobradores del diezmo de la iglesia.

Para la mayoría de los campesinos, la existencia era una dura lucha cotidiana, por sobrevivir y por mantenerse arriba de la línea que dividía a los pobres de los indigentes. Las mujeres parían cinco o seis hijos, de los cuales sólo dos o tres sobrevivían hasta la edad adulta. Un nuevo hijo podía significar la diferencia entre ser pobre o indigente, no tanto por la carga que significaba en la alimentación de la familia, sino como causa de penuria en la próxima generación, al aumentar el número de herederos de la tierra familiar.

Debajo de los campesinos, grandes masas vivían en un estado de desnutrición crónica, subsistiendo sobre la base de pan, agua y alguna legumbre ocasional de su cultivo propio. Sólo consumían carne algunas veces al año, y a menudo no conseguían las dos libras de pan diarias requeridas para mantener la salud. En épocas de escasez de granos y de enfermedades, la mortalidad era altísima.

Durante cuatro siglos, en aquel orden entre el Renacimiento y la Revolución llamado Antiguo Régimen, la mayor parte de la sociedad francesa permaneció atrapada en un sistema de instituciones rígidas, y una situación que Darnton (ineludible autor a la hora de investigar las relaciones sociales de la época) no duda en describir como “malthusiana”; un periodo que, según cita el autor, se ha dado en llamar la Historia Inmóvil, por su estabilidad estructural mantenida durante un largo lapso de tiempo. El autor contrapone esta “historia lenta” a la “historia de los sucesos”, conformada exclusivamente por los hechos políticos ocurridos en los mundos remotos de París y Versailles. Y dice:

“Aunque los ministros entraban y salían y había batallas, la vida en las villas continuaba imperturbable, como lo fuera desde una época inmemorial”.

Beneficios de la buena moral

Volvamos a Luis XV y a la Guerra de Sucesión de Austria. En 1744, se une al ejército en su carácter de comandante en jefe y viaja al frente de batalla. Mariana va en secreto con él. La presencia del amo surte el efecto deseado: Luis demuestra coraje e infunde confianza a las tropas. Pero repentinamente, cuando se encuentra en Metz, enferma de gravedad. La fiebre lo asalta durante nueve días, y los médicos parecen incapaces de dar con una solución. Es tal el tiempo que pasa postrado, que comienza a temerse por su vida. La noticia se desparrama y por toda Francia se multiplican las oraciones y los ruegos. El entorno mantiene alejada a Mariana espera impotente, no muy lejos del Rey, la recuperación de su amor.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?