Loe raamatut: «Shakey»
Shakey: Neil Young’s Biography
© 2002 de James McDonough y Neil Young
Todos los derechos auxiliaries y accesorios son propiedad exclusiva de Neil Young
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Traducción: Elvira Asensi
Diseño: Berta y Aina Obiols, La Japonesa
Maquetación: Emma Camacho
Primera edición en papel: Noviembre de 2014
Primera edición digital: Julio de 2020
© 2020, Contraediciones, S.L.
c/ Elisenda de Pinós, 22
08034 Barcelona
© 2014, Elvira Asensi, de la traducción
© 1969, Graham Nash, del retrato de Neil Young de cubierta
ISBN: 978-84-18282-19-5
Composición digital: Pablo Barrio
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
ÍNDICE
1 AGRADECIMIENTOS
2 CAPÍTULO 1. UNOS TIPOS CURIOSOS
3 CAPÍTULO 2. MR. BLUE Y MR. RED
4 CAPÍTULO 3. DEJAR ATRÁS CIERTAS COSAS
5 CAPÍTULO 4. UN AMASIJO DE IMÁGENES BORROSAS
6 CAPÍTULO 5. FUERZA DE VOLUNTAD
7 CAPÍTULO 6. EL PELIRROJO
8 CAPÍTULO 7. MADURAR O SUCUMBIR
9 CAPÍTULO 8. LOS TOCAPELOTAS
10 CAPÍTULO 9. MÁS AUTÉNTICO
11 CAPÍTULO 10. UN TÍO CON UN PAR DE HUEVOS
12 CAPÍTULO 11. CORTA A LOS LAGARTOS
13 CAPÍTULO 12. WORLD ON A STRING
14 CAPÍTULO 13. ARTE COLECTIVO
15 CAPÍTULO 14. HOSTIA, MARY, NO PUEDO BAILAR
16 CAPÍTULO 15. ESPECIALISTA EN ESQUIVAR ARPONES
17 CAPÍTULO 16. UN MAYOR DESTELLO EN EL CIELO
18 CAPÍTULO 17. UNA VOZ QUE NADIE PUDIERA RECONOCER
19 CAPÍTULO 18. MEADOW DUSK
20 CAPÍTULO 19. LA JAULA DE TERCIOPELO
21 CAPÍTULO 20. UN GRAN NEGOCIO A PEQUEÑA ESCALA
22 CAPÍTULO 21. DRAIN YOU
23 CAPÍTULO 22. VAMPIRE BLUES
24 CAPÍTULO 23. ¿ALGUNA VEZ TE HAS SENTIDO PERDIDO?
25 CAPÍTULO 24. UN VIAJE EN SOLITARIO
26 FUENTES
a George «El Johnson» Hedges
a Carole Nicksin y su Razor Love
Just think of me as one you never figured.
NEIL YOUNG, «POWDERFINGER»
AGRADECIMIENTOS
Sin mi amigo el abogado, músico y en breve también novelista George Hedges, este libro no existiría. Gracias también a Christy Hedges.
John Kopf es una de las razones fundamentales por las que este libro llegó a la imprenta. John, durante muchos años fui un amigo que brilló por su ausencia y aun así me apoyaste en un momento especialmente delicado. Gracias por tus muchas ideas, por no hablar de tu diplomacia a la hora de entregar una citación judicial. Gracias también a Joni y Loretta Alice Kopf.
Charlie Beesley ha sido una figura importante en la vida de muchas personas —concretamente en la mía—, y siempre de manera desinteresada. Revisó el manuscrito miles de veces, aportó innumerables mejoras y, de paso, sacó lo mejor de mí, por lo que considero este libro tan mío como suyo. Por cierto, Charlie, el mono ya no está, pero Darin ahí sigue.
El corrector Bruce Tracy entró a formar parte de esta historia a última hora (es decir, a la primera última hora) y salvó el proyecto de la catástrofe al dotar de sentido a un manuscrito de más de mil páginas manteniendo intactas sus peculiaridades. Bruce dio la cara por Shakey, durante años. Ann Godoff, gracias por publicar este libro. Diana Frost: mi más sincero (aunque desabrido) agradecimiento. Es una broma privada.
Bill Bentley, jefe de prensa de Warner Bros./Reprise Records, fue el primero en ponerme en contacto con Neil Young y creyó en este proyecto cuando todo el mundo se reía de mí en mis narices. Es una rara avis en una compañía discográfica: un apasionado de la música y de sus artífices. Te lo debo todo, Bill.
Quisiera dar las gracias en especial a tres tíos que son de lo mejor del mundo: los ya desaparecidos David Briggs y Jack Nitzsche, y Frank «Poncho» Sampedro.
Joel Bernstein hizo lo indecible por ayudar en este proyecto, sin dejar de serle fiel a su jefe ni de protegerlo (por no hablar ya de sus archivos). Es una lástima que no pudiera revisar el manuscrito antes de su publicación para señalar posibles errores, pero como cantaba Joe Simon: «It be’s that way sometimes1». Esperemos que la edición en 8 CD de los Archivos de Neil Young, obra de Joel, vea la luz algún día. Huelga decir que contaba con la aprobación de David Briggs.
Bruce Van Dalsem consiguió sortear las muchísimas complejidades de la publicación con una destreza digna de un orfebre, y sigo sin saber cómo lo hizo.
Gracias al enorme Henry Gradstein y también a Greg Bodell.
El agente literario Jeff Posternak aguantó hasta el final en esta carrera plagada de obstáculos sin dejar de supervisar cada detalle. Andrew Wylie llevó la batuta con mano de hierro. Un especial agradecimiento a Bridget Love (dondequiera que estés) por su infinita paciencia.
Hace mucho escribí una crónica sobre Gary Stewart, que evolucionó hasta convertirse en una epopeya más larga que la Biblia. Kit Rachlis se fijó en mi talento para la escritura cuando a todos los demás les traía sin cuidado y me enseñó (y mucho) a contar historias. Ningún escritor podría haber contado con un mentor mejor.
Yuval Taylor es un gran corrector que al principio de todo supo desentrañar las ideas que me rondaban por la cabeza. Su ayuda llegó en un momento crucial.
En los últimos años, he tenido la gran suerte de almorzar una vez por semana con Richard Meltzer. Estábamos en una hamburguesería pésima una tarde brumosa cuando Richard señaló una de las transcripciones de mis entrevistas y me hizo una sugerencia que cambiaría por completo el enfoque de mis dos últimos libros. Los inútiles que no dan para más le cuelgan la etiqueta de periodista musical, pero su talento va muchísimo más allá. Richard no hace concesiones y está muy por encima de cualquiera de sus coetáneos. Algún día se le reconocerá por lo que es: un auténtico fuera de serie.
Mi más sincero agradecimiento a Allison Brown, dondequiera que estés, por ponerme «A Man Needs a Maid» hace muchos años.
He contado con la ayuda desinteresada de muchísima gente del entorno de Neil Young. Hay quien ha preferido permanecer en el anonimato y quien ha hablado sin tapujos. Los entrevistados aparecen citados en el apartado «Fuentes». Quisiera dar las gracias en particular a: Zeke Young, Sandy Mazzeo, Ralph Molina, Billy Talbot, Ken Viola, Brian Stone y Charlie Green. Un agradecimiento personal a Dave McFarlin: es todo culpa tuya. Un agradecimiento especial a Leo Trombetta por todas sus ideas y por hacerme reír constantemente.
Gracias a los archivistas: Pete Long me ayudó con muchas consultas de última hora cuando yo ya era presa del pánico. Su obra Ghosts on the Road: Neil Young in Concert sigue siendo insuperable. Gracias igualmente a: Scott Oxman, Jef Michael Piehler, Bill Wilner, Neil Skok, David Koepp, Steve Espinola, Mike Thomas, Nathan Wirth, Steve Virone, Kristopher J. Sproul y Frank Zychowitz. Un agradecimiento especial a Dave Zimmer y al magnífico videoarchivista David Peck de Reelin’ in the Years Productions. A Colleen Jean Matan, por su amistad y su apoyo. Colleen, NPFH sí que significa algo.
Janet Wygal (alias la «Wygalator») y su equipo de correctores realizaron una excelente labor de pulido de un manuscrito que era una auténtica calamidad (un especial agradecimiento a Beth Thomas «la mal hablada»). También quisiera dar las gracias a Daniel Rembert por el magnífico diseño de la cubierta, y a Katie Zug, que se ocupó de manera encomiable de todos los detalles de producción y de hacer las averiguaciones relativas a los derechos de las fotografías.
Mi hermano, John McDonough, me fue de gran ayuda cuando más lo necesitaba. Quiero expresar mi agradecimiento a: Janet, Nancy, Megan y Kate McDonough; Mary Jo, Robert, Andy, Emilee y (el futuro) Lee Berner; y a Chris y Kelly Richards. Creo que mi entereza se la debo en gran parte a mi padre, Joe McDonough. Papá, ¡qué lástima que ya no puedas ver esto!
Gracias a todos los que siempre habéis estado ahí de un modo u otro: Elizabeth Main, Bruce Kitzmeyer, Eliza Paley, Craig Leibner, Krissy Boden, Leo Trombetta, Dale Lawrence, Sally Mayrose, Sarah Heldman, Kat Heldman, Joy Heldman, Nicki Laurin y, en particular, a mi ángel de la guarda, Neva Friedenn. Un agradecimiento muy especial a Bettina Briggs. Y, como siempre, a los incomparables Lux e Ivy.
Gracias también a: Wendy Swanson, Rudolph Grey, Kathy Kerr, Arvella Kinkaid, Dave Dunton, Jaan Uhelszki, Jonny Whiteside, Karen Schneider, Bill Rhodes, Jerry Morris, Kim Morgan, Amy Salit, Gregg Turkington, Link y Olive Wray, Jimmy Vapor, Maria Wirtanen, Gary Kincade, Barb Dehgan, Anna Hinterkopf, Isaac el camarero, Isaako Si’uleo, Jill Nees, Mark Linn y Christy Canyon. En Australia, gracias a: Kate, Carl, Sean y Debbie Wisdom; Bill, Eleanor y Graham Bowen; Kerry y Rita Wisdom; y al máximo experto cinéfilo Sam McBride. Mi agradecimiento a las familias Waser y Roberts, en particular a Lorraine y Ray Waser, leñador, granjero y buen amigo como hay pocos. Gracias, Stan Pachter, por todo, básicamente. Peluquería: Jerry Ripley, de Tonsorial Parlor. Eliza Wimberly, punto. In dreams.
En los años de gestación de este proyecto, Kent y Nancy Beyda no solo me aguantaron, también me dieron cobijo y alimento. Yo, entretanto, les desbaraté la vida y no sé cómo lo aguantaron, pero el caso es que siempre se volcaron en mí al máximo. Su hija, Emily, me arrancaba una sonrisa constantemente, incluso en los peores momentos. Emily, tus padres son auténticos mecenas de las Artes.
Un agradecimiento muy especial a la Magnífica Lucy Fur y a su fan de Shakey preferido, Mike «Mad Dog» Merrigan.
A Natalia Wisdom le ha tocado soportar unas cuantas pesadillas hippies en la última década larga. Contra todo pronóstico, consiguió que siguiéramos —yo y mis disparatados sueños— con vida. Natalia, soy consciente de lo mucho que has tenido que sacrificar para que pudiera llevar a buen puerto lo que me propuse en un principio. Ahora es el momento de hacer realidad alguno de tus sueños.
Jimmy McDonough
CAPÍTULO 1 UNOS TIPOS CURIOSOS
—¿Quién te dio la careta de Nixon?
—«No lo recuerdo», como diría John Dean. Si me acuerdo te lo digo, Jimmy. A veces recuerdas las cosas cuando hablas de ellas.
—Cada pregunta parece traerte algo a la memoria.
—No las respuestas que esperabas… pero respuestas al fin y al cabo, je, je. Cuesta recordar las cosas. Pero está todo ahí. A lo mejor deberíamos probar con hipnoterapia para ir directos al pasado de una puta vez. Podríamos tomarnos unos seis meses para meternos en las sesiones de Tonight’s the Night y ver qué se cocía por allí exactamente. «Venga, Neil, hoy vamos a retroceder un poco más en el tiempo…»
—Me siento frustrado.
—Bueno, oye, es que llevas sintiéndote frustrado desde el principio, je, je. No puedes sentirte frustrado por esto; ¡si vamos muy bien! Tú me haces preguntas y yo te las contesto. ¿Qué puede haber menos frustrante que ESO?
—A lo mejor en la introducción debería decirle a la gente que no quieres saber nada del libro.
—Pues, si quieres, se lo dices, pero lo que está claro es que, si me molestara tantísimo, no me habría metido en esto; ahora bien, tampoco es que este proyecto me quite el sueño. Creo que esa es una manera sutil de decirlo. Je, je.
La primera vez que Jon McKeig por fin consiguió ver a Shakey en persona, este estaba debajo de un coche. Shakey es un apodo que proviene de su álter ego Bernard Shakey, cineasta ocasional. No es más que uno de sus muchos alias: Joe Yankee, overdubber; Shakey Deal, cantante de blues; Phil Perspective, productor. Todo el mundo lo conoce como Neil Young.
McKeig llevaba meses trabajando a destajo en la puesta a punto de Nanoo —un Cadillac Eldorado Biarritz azul y blanco descapotable del 59, propiedad de Young— y aún no había visto al dueño. El coche estaba hecho un desastre, pero McKeig no tardaría en darse cuenta de que ese era el modus operandi de Shakey: comprar cacharros irreparables por cuatro duros y después no escatimar en gastos para dejarlos como nuevos. «Te puedo poner cinco casos de automóviles suyos en los que los coches de los que procedían las piezas sueltas estaban en mejor estado que los coches que se reparaban.» McKeig sacudía la cabeza, incrédulo: «Es demasiado. No creo que haya nadie en ningún lugar que llegue a tales extremos. Si el coche huele mal, estás jodido; si chirría, no mola… Es muy maniático».
Un día Neil se dejó caer para realizar una inspección en persona. «Neil vino directo al coche, le echó una ojeada y, te lo juro, de repente, se tiró al suelo y se metió debajo del coche. Lo único que quedaba a la vista eran sus tenis.»
McKeig le preguntó a Young hasta dónde estaba dispuesto a llegar con aquel Cadillac descuajaringado. «Neil me miró fijamente a los ojos y me dijo con toda tranquilidad: “Hasta que esté de museo”.» McKeig se estremeció. «Era la primera vez que oía a alguien utilizar aquella expresión: “de museo”. Luego se marchó. Eso fue todo lo que hablamos. Pasaron años hasta que volví a verlo.» Varias décadas después, Nanoo sigue sin acabar.
Los coches ocupan un lugar fundamental en el mundo de Shakey. Ha compuesto infinidad de temas en ellos y están presentes en no pocas de sus canciones: «Trans Am», «Long May You Run», «Motor City», «Like an Inca (Hitchhiker)», «Drifter», «Roll Another Number (For the Road)», «Sedan Delivery», «Get Gone»; la lista no acaba ahí.
Young llegó incluso a asesorarme sobre qué pintura de retoque utilizar y sobre problemas del carburador, hasta que un día casi me mato con mi Falcon Futura del 66 y acabé en la cuneta de una carretera comarcal después de dar dos vueltas de campana. Young, que iba de gira en su autobús, me llamó a los pocos días. «¿Lo ves, Neil?», le dije. «Has intentado quitarme del medio, pero aquí sigo. Ahora sí que tengo que acabar el libro.» Me volvió a llamar, algo incómodo, justo después de colgar. «Jimmy —dijo con la voz entrecortada por las interferencias del móvil—, solo quiero que sepas que me alegro de que no murieras en el accidente.» Shakey y yo llegamos a tener una relación de lo más pintoresca. Pero todo aquello aún formaba parte del futuro.
En estos momentos estábamos en abril de 1991, y yo me hallaba en Los Ángeles viendo cómo McKeig —ahora convertido en restaurador y mecánico de mantenimiento residente de Young— paseaba a los familiares de Neil por los alrededores de la entrada del backstage del L.A. Sports Arena en un elegante Caddy negro del 54 al que Young llamaba Pearl, porque le pone motes a todo. Era un vehículo impresionante. Había pagado cuatrocientos dólares por aquel coche en 1974 y había invertido años y una fortuna en repararlo. Cuenta la leyenda que un millonario árabe vio a Young dando una vuelta con Pearl por Hollywood y allí mismo le ofreció un pastón por él.
Del asiento de atrás del Caddy salió la esposa de Neil, Pegi, una atractiva rubia y toda una institución por derecho propio. Pegi y Neil tienen dos hijos, Ben y Amber, y la familia constituye una prioridad para ambos. Ben, que es espástico, tetrapléjico y afásico de nacimiento, iba a todas partes con papá y mamá. No era raro verlo en el lateral del escenario en su silla de ruedas, mirando a su padre trabajar.
El apodo de Ben, «Spud2», decoraba la puerta de Pocahontas, aparcado a poca distancia de Pearl. Este enorme autobús —un Silver Eagle belga del 70 de doce metros de longitud y con el motor trucado—, llevaba ejerciendo de hogar de Young durante sus giras desde 1976, y no había escatimado en extravagancias a la hora de adaptarlo a su gusto. En un lado había una grotesca vidriera con un cometa que orbitaba alrededor de la Tierra; del techo sobresalían a modo de claraboyas los chasis de dos coches de época, un Hudson Hornet y un Studebaker Starlight cupé. El interior del bus, diseñado bajo la supervisión de Young para que se asemejara al esqueleto de un pájaro gigante, estaba profusamente decorado con madera tallada a mano, incluida la mismísima asa de la puerta del microondas. Sobre las grandes lunas delanteras reposaba un enorme ojo de águila de bronce. «Mira que este bus está jodido y pasado de rosca», me dijo Young con una sonrisa burlona. «Que es exactamente como estaba yo a mediados de los setenta cuando lo construí.»
El conductor, Joe McKenna, se ocupaba de que Pocahontas estuviera impecable para cuando llegara Neil. Joe era un irlandés panzudo de canoso tupé y tenía una voz más grave que el croar de un sapo. A este apasionado del golf pocas cosas le inmutaban y parecía ejercer un efecto relajante en Neil, que una vez lo apodó «El Leprechaun de la Suerte». McKenna consiguió superar un cáncer después de que Young le ayudara a encontrar un tratamiento médico alternativo. «Neil Young me salvó la vida», me dijo. «Pon eso en tu libro.»
Junto al volante colgaba un letrero donde se leía en letras mayúsculas y en negrita: NO DERRAMES LA SOPA. Yo no habría conducido ese autobús ni por todo el amor, dinero o drogas del mundo. Shakey no le quitaba los ojos de encima a Pocahontas. Se sabía todas sus abolladuras y marcas de memoria, y en caso de producirse una nueva, exigía ser informado de inmediato.
Pensé que debía de tener una relación muy especial con los conductores del autobús, pero Bob Sterne, el tour manager, me sacó de dudas. «Francamente, creo que con el que tiene la relación muy especial es con el bus», dijo Sterne, un tipo robusto y barbudo que no se andaba con tonterías, al que se le pelaba la nariz continuamente y que lucía una camiseta de «Cruex, pomada para la tiña inguinal». Sterne y McKenna no eran lo que se dice uña y carne, ya que Sterne se pasaba la vida intentando averiguar lo que hacía el esquivo Young, y parte del trabajo de McKenna consistía en mantener a todo el mundo alejado de su patrón.
Bob conocía de sobra esa tarea y tenía empapelada su oficina provisional en el L.A. Sports Arena con carteles del tipo «SI QUIERES UN PASE PARA EL BACKSTAGE, QUE TE DEN». Sterne era duro de roer por exigencias del guion. «Neil nunca hará lo que crees que va a hacer o lo que dijo la semana pasada; este no es un trabajo al alcance de cualquiera y los que vienen aquí solo por el sueldo duran poco.»
A Young le encanta tener a todo el mundo en guardia. «Neil ha llegado a decirme: “Recoge todas las listas de canciones y tíralas a la basura”, y eso me lo decía quince minutos antes del concierto», comentaba Sterne. «Y no se refería solo a la lista de canciones del grupo, se refería también a la de los técnicos de luces, a la de los técnicos de sonido; a toda y cada una de las listas de canciones que había en el edificio.»
Sentado en la oficina a poca distancia de Sterne estaba Tim Foster, el encargado del escenario y roadie principal de Young. Foster llevaba trabajando para Young —no de manera regular, pero sí con mucha frecuencia— desde 1973. Con un mentón como el de Dick Tracy, bigote y gorra de béisbol calada hasta los ojos, Foster era un tipo parco en palabras al que no se le escapaba una. «Tim nunca se pone nervioso», explicaba Sterne. «Sabe que para Neil no hay calendario que valga.»
Tim Mulligan atravesaba el laberinto del backstage rumbo a la mesa de mezclas del estadio. El pelo largo, el bigote y las gafas de sol le daban un aspecto de Dobbie Brother en versión huraña a más no poder. Mulligan no se sorprende por nada; lleva décadas trabajando en los discos de Young y mezclando su sonido en directo. «Los productores y los ingenieros de sonido vienen y van», contaba Sterne, «pero Mulligan sigue ahí y se abstiene de opinar.» Tim vive solo en el rancho de Young, sin teléfono. «La lealtad de Mulligan es increíble», afirmaba «Ranger Dave» Cline, colaborador de Young desde tiempos inmemoriales. «Rezuma Neil por todos los poros, es lo que da sentido a su vida.»
Tardé años en ganarme la simpatía de Mulligan, y ni aun entonces accedió a concederme una entrevista; se limitó a contestar unas pocas preguntas de manera lacónica. Hacer hablar a cualquier miembro del equipo de Young era como entrar en la Mafia. Sentían por él una devoción extraordinaria y, aunque todos habían sufrido ya en sus propias carnes los tremendos bandazos propios del carácter de Neil, la mayoría llevaba décadas en su puesto. Además, todos ellos eran muy peculiares. «Unos tipos curiosos», como diría Young. «Todos son Neil», decía Graham Nash. «Todos ellos representan una parte de la personalidad de Neil.»
«A Neil le gusta rodearse de gente extravagante», comentaba Elliot Roberts, mánager de Young desde finales de los sesenta. «Creo que el estar rodeado de gente extravagante le hace pensar que su propia extravagancia no es para tanto y lo ve en plan: “Vale, estoy haciendo el pino, pero ¿qué me dices de estos dos tíos que tengo al lado que están haciendo el pino en pelotas?”.»
Roberts iba ya por la llamada telefónica número noventa y seis del día y, a juzgar por el grado de agitación de su melena canosa, lo mismo podía estar devorando a un subordinado de cualquier discográfica que a punto de cerrar un negocio de un millón de dólares. No muy lejos de allí, merodeaba por el escenario enfundado en sus gafas de sol el barbudo de David Briggs —el productor de Young—, cigarro en mano cual auténtico macarra y con pinta de ser el mismísimo diablo. Briggs y Roberts eran los motores gemelos que alimentaban el hot-rod de Neil Young. Ambos infundían temor, incluso odio en ocasiones, poseían un instinto asesino y llevaban con Neil casi desde el principio. Roberts era un genio a la hora de exprimir al máximo la carrera de Young y Briggs hacía lo propio con su música. Decir que estos dos no siempre se entendían es quedarse corto.
Roberts y Briggs eran dos de los personajes más extravagantes del conjunto, unos tipos difíciles y complicados, pero lo cierto es que esto podía hacerse extensivo a casi todo individuo y objeto que poblaba el universo de Young. «Hagamos un repaso a todo el tinglado que se ha montado Neil: el rancho, la gente con la que toca», comentaba Bryan Bell, un genio de la informática que trabajó mucho con Young a finales de los ochenta. «Digamos que la palabra “fácil” no tiene cabida en su vocabulario.»
«Trabajar con Neil es maravilloso por muchas razones y muy difícil por el mismo número de razones», comentaba Roger Katz, antiguo capitán del barco de Young. «Es capaz de controlarlo casi todo.» En palabras de David Briggs: «Trabajar con Neil no es divertido en absoluto —la diversión no forma parte de la ecuación—, pero produce una gran satisfacción.»
Le pregunté al técnico de guitarra de Young, Larry Cragg, cuál había sido la gira más dura. «Todas», respondió. «Todas han sido durillas, lo que hace que, por comparación, trabajar para cualquier otro sea pan comido. Las giras se salen de lo común, la música, las películas; todo se sale de lo común. Aquí hacemos las cosas de manera distinta. Es lo que hay.»
Cragg le estaba haciendo unos ajustes al equipo de guitarra de Young, que ocupaba un pequeño espacio al fondo del escenario. Había unos cuantos amplis desperdigados: un Magnatone, un Baldwin Exterminator enorme a transistores, un reverb externo Fender y la protagonista absoluta: una pequeña caja deteriorada por el paso del tiempo, recubierta de tweed raído, cosecha de 1959. «El Deluxe», masculló el técnico de amplis Sal Trentino con mucho respeto. «Neil tiene cuatrocientos cincuenta y seis Deluxe idénticos, pero ninguno suena ni de lejos como este.» Young lleva en el ampli unas válvulas más grandes que las de serie, y Cragg tiene que colocar unos ventiladores portátiles en la parte trasera para evitar que se fundan. «La verdad es que está siempre a punto de petar, y así es como suena: a tope, con la señal saturada y como si fuera a reventar.»
Young tiene su propia manera de percibir la electricidad. En Europa, donde la corriente eléctrica es de sesenta ciclos en lugar de cincuenta, como en Estados Unidos, es capaz de precisar la fluctuación en grados con total exactitud. Cragg no daba crédito: «Me dice, “Larry, la potencia que sale de los altavoces es de ciento diecisiete voltios, ¿correcto?”. Así que voy a medirlo y, efectivamente, así era. Es capaz de captar la diferencia.»
Las innovaciones de Shakey lo abarcan todo. Empeñado en controlar el volumen del ampli desde la guitarra en vez de desde el propio amplificador, Young hizo que le diseñaran un dispositivo de control remoto al que llamó «el Whizzer». Los guitarristas se quedan alucinados al ver la pedalera que tiene Young a sus pies en el escenario: un montón de efectos de lo más rebuscados que pueden utilizarse sin que se produzca ningún tipo de degradación en la señal original. La mera construcción del chasis de madera roja en forma de cuña que cubre la pedalera siguiendo las milimétricas especificaciones de Young hizo que los carpinteros se tiraran de los pelos.
Apoyada en un soporte delante de los amplis descansa la guitarra por antonomasia, la inconfundible hacha de guerra que empuña Young: Old Black, una Les Paul Gold Top del 53 que algún inútil embadurnó de negro hace siglos. Las características particulares de Old Black incluyen una palanca de vibrato Bigsby con la que modular las notas tirando de las cuerdas y una pastilla Firebird tan microfónica que se puede hablar por ella. Es un instrumento endiablado. «El sonido de Old Black no se parece al de ninguna otra guitarra», comentaba Cragg, negando con la cabeza incrédulo.
Old Black es la cruz de Cragg. Young no consiente que le cambie los trastes antiguos, le gustan las cuerdas viejas y usadas, y el Bigsby hace que la guitarra se desafine constantemente. «Durante la prueba de sonido todo marcha a la perfección. Ahora bien, no me preguntes por qué, pero en el momento en que Neil coge la guitarra, todo se va al garete.»
Entretanto, en el backstage el ambiente empezaba a animarse. Poco a poco se iban dejando caer los típicos papanatas y soplagaitas del mundillo musical —un directivo de discográfica por aquí, un crítico de rock por allá—, junto a los famosillos locales de rigor, entre los que también se encontraban amigos de verdad de Young, como los actores Russ Tamblyn y Dennis Hopper. Después del concierto, la mayoría de ellos, cansados de esperar, ya se habría marchado para cuando Young se decidiera por fin a salir del camerino.
Cada vez faltaba menos para la hora del concierto y yo no veía ni rastro de Shakey, aunque todo el mundo parecía ponerse en guardia en el backstage. Me imaginé que debía de estar recluido en el autobús, y así me lo confirmó Zeke Young, fruto de la relación tormentosa que Neil mantuvo con la actriz Carrie Snodgress hace ya mucho tiempo. El ceño fruncido, la sonrisa torcida y esa mirada solitaria, como de estar absorto en un sueño, hacían de Zeke una versión en rubio oscuro de su padre allá por 1971. Dirigiendo la mirada a Pocahontas, Zeke me chivó lo que significaba la bandera del estado de California que cubría el interior de la gran luna delantera: «La bandera con el oso quiere decir que está descansando y que nadie puede entrar al bus».
Es decir, que Shakey saldría cuando se le antojara. Joel Bernstein, un melenudo de rostro aniñado que pasó de ser un fan a convertirse en el principal archivista de Young, lo resumía así desde el estadio: «Neil hace lo que le da la gana cuando le da la gana, y cuando no le da la gana, pues no lo hace».
En aquel momento, el verano de 1991, Bernstein se dedicaba en cuerpo y alma a recopilar material para una antología de la carrera de Young, y estaba muy entusiasmado. Poco se imaginaba Bernstein que diez años después aún no habría acabado y que le saldrían unas cuantas canas en el intento.
The Neil Young Archives, un recopilatorio de varios CD que tiene previsto recoger la totalidad de la música grabada por Young, tanto editada como inédita, constituye la muestra perfecta de su tenacidad y su perversidad. Desde el comienzo del proyecto en 1989, se han sucedido sin éxito las fechas provisionales para su lanzamiento. Young, obsesionado con la búsqueda exhaustiva de mejoras en la tecnología del CD, ya va por la tercera conversión —de momento— de analógico a digital de su inmenso catálogo. Ha impedido cualquier intento de reagrupar los Archivos para que tengan un tamaño más práctico y ha vuelto loco a todo el mundo al abandonar el proyecto una y otra vez para dedicarse a componer nuevos temas. Se diseñó una maqueta del libreto que acompañaría a los CD y fue rechazada al instante; Young quería un libro de cuatrocientas páginas. Su visión abarca todos los aspectos del proyecto sin excepción, incluido el diseño de la caja, y no cabe duda de que de un modo u otro se llevará a cabo. Como en el resto de los casos, se hará tal y como Neil Young quiera, o no se hará.
Todo el mundo se empeña en meter baza en el tema este de los Archivos: qué canciones deberían incluirse, si habría que hacerlo más corto, todas esas gilipolleces que no tienen nada que ver con lo que voy a hacer, ¿sabes? Así que lo que he hecho es impedir que la cosa siga adelante y que nadie se salga con la suya.
—Esto, ejem, Neil, creo que ya se han percatado.
—¿Ah, sí?
—Ya lo creo. Les ha quedado clarísimo.