Loe raamatut: «Nuestro universo»
Nuestro universo
Índice
Sobre este libro
Sobre la autora
Otros títulos de Fiordo
Introducción
1. Nuestro lugar en el espacio
2. Estamos hechos de estrellas
3. Ver lo invisible
4. La naturaleza del espacio
5. De principio a fin
Epílogo
Agradecimientos
Recursos para la enseñanza
Bibliografía y lecturas adicionales
Sobre este libro
El cielo estrellado siempre es sugerente, y también un enigma. Esta guía de astronomía logra la rara proeza de ofrecernos herramientas para comprenderlo sin perder el asombro ni el hilo, con palabras claras y explicaciones llanas que hacen del universo a secas, nuestro universo.
Nuestro lugar en el espacio, cómo nacen y mueren las estrellas, qué compone el cosmos, cuál es su forma y qué sabemos de la materia y la energía oscuras, cómo y cuándo comenzó su existencia y hacia dónde vamos (o de dónde volvemos), son algunos de los temas que Jo Dunkley recorre en este libro fascinante con un ritmo y una precisión admirables.
Brillante astrofísica y cosmóloga, Dunkley es una estupenda comunicadora, capaz de hacernos ver las dimensiones y escalas, así como las posibles geometrías, topologías y comportamientos de los objetos espaciales, con sencillas analogías que liberan de obstáculos el camino hacia el conocimiento. Motivado en la genuina admiración por los extraños fenómenos cósmicos, este libro es también una historia de la astronomía, de los experimentos realizados para probar las teorías más radicales del campo, de las tecnologías que los posibilitaron y, en igual medida, de las astrónomas que hicieron aportes invaluables a la disciplina. Actualizado hasta los descubrimientos más recientes, Nuestro universo es sencillamente la guía de astronomía más completa y más amena publicada en la última década.
Sobre la autora
Estudió Física en la Universidad de Cambridge y se doctoró en la Universidad de Oxford en 2005. Es profesora de Física y Ciencias Astrofísicas en la Universidad de Princeton, donde dictó el célebre curso de introducción al universo. Fue parte del equipo científico de la NASA que preparó el lanzamiento de la sonda WMAP, y actualmente trabaja sobre los orígenes y la evolución del universo con el Telescopio de Cosmología de Atacama y el Observatorio Simons (Chile). Ha recibido numerosas distinciones, entre ellas la Medalla Maxwell, el Premio Fowler de Astronomía, el Premio Rosalind Franklin de la Royal Society de Londres (por su trabajo sobre el fondo cósmico de microondas y su programa de incorporación de niñas a las ciencias) y el Premio Philip Leverhulme. Autora de numerosos artículos científicos, Nuestro universo. Una guía de astronomía es su primer libro para el gran público.
Otros títulos de Fiordo
Ficción
El diván victoriano, Marghanita Laski
Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone
Una confesión póstuma, Marcellus Emants
Desperdicios, Eugene Marten
La pelusa, Martín Arocena
El incendiario, Egon Hostovský
La portadora del cielo, Riikka Pelo
Hombres del ocaso, Anthony Powell
Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard
Pantalones azules, Sara Gallardo
Contemplar el océano, Dominique Ané
Ártico, Mike Wilson
El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey
El reloj de sol, Shirley Jackson
Once tipos de soledad, Richard Yates
El río en la noche, Joan Didion
Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates
Mentirosos enamorados, Richard Yates
No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson
El libro de los días, Michael Cunningham
La rosa en el viento, Sara Gallardo
Persecución, Joyce Carol Oates
No ficción
Visión y diferencia. Feminismo,
feminidad e historias del arte, Griselda Pollock
Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano
Páginas críticas. Formas de leer y
de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino
Destruir la pintura, Louis Marin
Eros el dulce-amargo, Anne Carson
Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair
La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba
La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez
Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit
Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit
Elogio de Nuestro universo
«Un repaso vasto de la cosmología moderna, por una de las líderes del campo. Dunkley nos lleva por la historia de la astronomía y explica a cada paso los giros y las vueltas y sorpresas, hasta los últimos descubrimientos. Los lectores podrán verdaderamente apreciar los desarrollos más excitantes en la astrofísica del último milenio, y del último siglo, y del último año».
Michael Strauss, Universidad de Princeton
«Dunkley debe ser una de las astrofísicas mujeres más jóvenes y más brillantes (…). En un estilo que recuerda al de Carlo Rovelli en su best-seller Siete breves lecciones de física, aquí no hay ecuaciones, no hay matemática, y bastante poca jerga».
Kate Law, Evening Standard
«Este libro es sencillamente magnífico: está escrito de manera muy hermosa y es muy claro. Incorpora los más recientes descubrimientos, e indica qué podemos esperar de los telescopios que se construyen en la actualidad».
Jocelyn Bell Burnell, Universidad de Oxford
«Jo Dunkley es una cosmóloga muy reconocida en el ámbito internacional. Es también una excelente expositora, y este libro comunica espléndidamente lo que hemos aprendido sobre el universo, y los estimulantes avances que nos aguardan en las próximas décadas».
Martin Rees, Astrónomo Real de Gran Bretaña
«Esta guía luminosa sobre el cosmos encierra múltiples descubrimientos. La astrofísica Jo Dunkley salta de la Tierra a los límites observables del universo, explora los ciclos vitales de las estrellas, la materia oscura, la evolución cósmica y la historia del universo de cabo a rabo».
Nature
«Dunkley es una comunicadora innata, y su libro es un modelo de claridad».
Mail on Sunday
«Fascinante, accesible (…). En esta obra que abarca todo el cosmos, y que hasta da un prometedor atisbo de la posibilidad de que existan realidades más allá de la nuestra, Dunkley nos ofrece una vista imponente del universo y de las maravillas que contiene».
Publishers Weekly
Copyright
Título de la edición original: Our Universe. An Astronomer’s Guide
Primera edición en inglés por Pelican Books, 2019
© 2019, by Jo Dunkley
All rights reserved including the rights of reproduction
in whole or in part in any form. / Todos los derechos reservados, incluidos los derechos de reproducción parcial o total en cualquier formato.
© de la traducción, Daniela Bentancur, 2021
© de esta edición, Fiordo, 2021
Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina
correo@fiordoeditorial.com.ar
www.fiordoeditorial.com.ar
Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro
Diseño de cubierta: Pablo Font
ISBN 978-987-4178-45-9 (libro impreso)
ISBN 978-987-4178-48-0 (libro electrónico)
Hecho el depósito que establece la ley 11.723
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin permiso escrito de la editorial.
Dunkley, Jo
Nuestro universo: una guía de astronomía / Jo Dunkley. - 1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Daniela Bentancur.
ISBN 978-987-4178-48-0
1. Ensayo. 2. Astronomía. I. Bentancur, Daniela, trad. II. Título.
CDD 520.1
A mis hijas
Introducción
En una noche clara, el cielo tiene una belleza extraordinaria: se llena de estrellas y se ve iluminado por la Luna, radiante y siempre distinta. Cuanto más oscuro está el lugar desde donde miramos, más estrellas vemos, desde decenas y cientos de ellas hasta decenas de miles. Podemos identificar las constelaciones por su forma patrón y también observar el pausado movimiento con el que atraviesan el cielo a medida que rota la Tierra. Las luces más brillantes del firmamento nocturno son los planetas, que cambian de posición noche a noche contra el telón de fondo hecho por las estrellas. La mayoría de las luces parecen blancas pero, a simple vista, es fácil distinguir el tinte rojizo de Marte y el resplandor rojo de estrellas como Betelgeuse, de la constelación de Orión. Durante las noches más claras, se puede ver la franja luminosa de la Vía Láctea y, en el hemisferio sur, dos manchas que brillan con luz trémula: las Nubes de Magallanes.
Además de ser estéticamente atrayente, el cielo nocturno siempre fue una fuente de asombro y misterio para la humanidad: inspiró preguntas sobre la naturaleza de los planetas y las estrellas, dónde están y qué lugar ocupamos nosotros, los habitantes de la Tierra, en el escenario más amplio que el cielo nos revela desde arriba. Para encontrar las respuestas a esas preguntas existe la astronomía, que es una de las ciencias más antiguas y ocupa el centro del pensamiento filosófico desde la antigua Grecia. La palabra astronomía quiere decir «ley de las estrellas»; es el estudio de todo lo que está por fuera de la atmósfera terrestre y el intento de entender por qué todo eso se comporta como se comporta.
La humanidad practica la astronomía desde hace miles de años, siguiendo los patrones y los cambios del cielo nocturno e intentando encontrarles sentido. Durante la mayor parte de la historia, la humanidad se limitó a observar lo que se ve a simple vista: la Luna, los planetas más brillantes de nuestro Sistema Solar, las estrellas cercanas y algunos cuerpos pasajeros, como los cometas. En los últimos cuatrocientos años, y gracias a la invención de los telescopios, los seres humanos logramos observar el espacio con mucha mayor profundidad, lo que amplió nuestros horizontes y nos permitió estudiar las lunas de otros planetas, estrellas mucho más tenues que las que percibimos a simple vista y nubes de gas donde nacen las estrellas. Durante el último siglo, el horizonte humano dejó de limitarse a nuestra galaxia, la Vía Láctea, lo que hizo posible descubrir y estudiar innumerables galaxias lejanas. Y ya en las últimas décadas, los avances de la tecnología en materia de telescopios y cámaras para capturar imágenes hicieron que la ciencia extendiese aún más los horizontes astronómicos. Hoy podemos cartografiar millones de galaxias; estudiar fenómenos como las explosiones estelares, el colapso de los agujeros negros y las colisiones galácticas; y encontrar planetas completamente nuevos alrededor de otras estrellas. Con todo esto, la astronomía moderna sigue buscando respuestas a los antiguos interrogantes sobre nuestra aparición en la Tierra, qué lugar ocupamos en el amplio escenario que habitamos, qué será de la Tierra en el futuro lejano y si hay más planetas que podrían albergar otras formas de vida.
Los primeros registros astronómicos tienen más de 20 000 años: consisten en huesos tallados que permitían seguir las fases de la Luna y se utilizaban antiguamente como calendarios en África y en Europa. En Irlanda, Francia e India, los arqueólogos encontraron pinturas rupestres de cinco mil años que registran eventos extraordinarios observados en el cielo, como eclipses de luna y de sol y apariciones repentinas de estrellas brillantes. También existen monumentos de la misma antigüedad, como Stonehenge en Inglaterra, que es posible que se hayan utilizado como observatorios astronómicos para seguir el recorrido del Sol y de las estrellas. Los primeros registros escritos sobre el tema se remontan a los sumerios y luego a los babilonios, habitantes de la Mesopotamia, hoy territorio de Irak. Entre esos registros figuran los primeros catálogos de estrellas, grabados en tablillas de barro en el siglo xii a. C. También hubo astrónomos activos en la China y la Grecia antiguas durante los primeros siglos antes de Cristo.
Si bien las únicas herramientas de los primeros astrónomos eran sus propios ojos, ya para los primeros siglos anteriores a nuestra era, los babilonios habían comenzado a identificar los planetas por su movimiento, a distinguirlos del fondo estelar y a trazar su itinerario meticulosamente noche tras noche. También comenzaron a sistematizar los registros en diarios astronómicos, lo que los llevó a descubrir patrones regulares en los movimientos de los planetas y en acontecimientos específicos del firmamento nocturno, como los eclipses lunares. Nadie sabía demasiado bien qué eran esos objetos y eventos del cielo, pero sí podían crear modelos matemáticos para predecir dónde estarían los planetas y la Luna cada noche.
A pesar de los considerables avances realizados, seguía habiendo gran incertidumbre en torno a la composición y la organización de los cuerpos celestes. ¿Cuál de ellos era el centro de todo: la Tierra o el Sol? El descubrimiento de que, en realidad, no lo era ninguno de los dos (es decir, de que el universo no tiene centro) llegaría muchos años más tarde. Durante el siglo iv a. C., el filósofo griego Aristóteles propuso un modelo basado en las ideas de astrónomos y filósofos griegos anteriores a él, como Platón, que ubicaban a la Tierra en el medio del universo. Según ese modelo, el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas estaban sujetos a una serie de esferas concéntricas inalterables que giraban alrededor de un centro, la Tierra. Aristóteles suponía que los cielos eran distintos de nuestro planeta tanto en su composición como en su comportamiento e imaginaba que las esferas celestes estaban hechas de un quinto elemento transparente conocido como «éter».
Durante el siglo iii a. C., al astrónomo griego Aristarco de Samos sugirió la idea alternativa de que, en realidad, el Sol podría estar en el centro de todo y que lo que iluminaba la Luna era su luz. Este modelo heliocéntrico (o «centrado en el Sol») explicaba mejor el movimiento de los planetas y los cambios en la intensidad de su luz. Si bien hoy sabemos que es el modelo acertado, por lo menos en lo que respecta a nuestro Sistema Solar, las ideas astronómicas de Aristarco fueron rechazadas mientras vivió, y pasaron más de mil años hasta que alcanzaron aceptación. Aparentemente, los defensores del geocentrismo (es decir, los que creían que la Tierra era el centro del universo), tenían argumentos sólidos a su favor: por ejemplo, si la Tierra se mueve, ¿por qué las estrellas no cambian de lugar unas en relación con otras a medida que cambia la posición de la Tierra? De hecho, las estrellas sí cambian de lugar, pero a una velocidad extremadamente lenta porque están lejísimo. Aristarco lo sospechaba, pero no tenía manera de demostrarlo.
El erróneo modelo geocéntrico se siguió imponiendo cuando lo adoptó Claudio Ptolomeo, un erudito de enorme prestigio oriundo de Alejandría, ciudad del Imperio romano en Egipto donde vivió durante el siglo ii d. C. Ptolomeo escribió uno de los primeros libros de astronomía, el Almagesto, en el que inventarió cuarenta y ocho constelaciones compuestas por estrellas conocidas, junto con tablas que indicaban las posiciones pasadas y futuras de los planetas en el cielo nocturno. Muchas de esas tablas provenían de un catálogo anterior que incluía unas 1000 estrellas, elaborado por el astrónomo griego Hiparco. Ptolomeo declaraba en su Almagesto que la Tierra debía ser el centro de todo, y tuvo tanta influencia que la idea prevaleció durante siglos. El Almagesto fue un texto central de la astronomía durante años, y se fue ampliando con los aportes de generaciones posteriores de astrónomos.
Durante la Edad Media, los mayores progresos en astronomía se produjeron lejos de Europa y del Mediterráneo, principalmente en Persia, China e India. En 964, el persa Abd al-Rahman al Sufi escribió el Libro de las estrellas fijas, un texto en árabe bellamente ilustrado que describe las estrellas constelación por constelación. El libro combina el catálogo y las constelaciones del Almagesto de Ptolomeo con descripciones de criaturas y objetos imaginarios de la tradición árabe, a partir de patrones formados por las estrellas; también incluye el primer informe sobre nuestra vecina, la galaxia de Andrómeda, a la que en ese momento se consideraba una mancha de luz de apariencia distinta a la de una estrella común. En ese mismo siglo, Abu Sa’id al-Sijzi, astrónomo persa él también, propuso la idea de que la Tierra rota sobre su propio eje, un paso en la dirección contraria de Ptolomeo, que sostenía que la Tierra estaba fija. Persia también fue la cuna del gran observatorio de Maraghe, un centro de investigaciones fundado en 1259 por el sabio Nasir al-Din al-Tusi en las colinas de Azerbaiyán. Allí se congregaron astrónomos de Persia, pero también de Siria, Anatolia y China con el objeto de observar en detalle los movimientos planetarios y la posición de las estrellas.
En los siglos xvi y xvii se produjo una profunda revolución en la astronomía. En 1543, el polaco Nicolás Copérnico publicó De Revolutionibus Orbium Coelestium, donde proponía que la Tierra no solo rotaba sobre su propio eje, sino que giraba alrededor del Sol junto con los demás planetas. La idea recibió duras condenas por parte de la Iglesia Católica, que la consideró una herejía; de hecho, para que finalmente se la aceptara fue necesario el apoyo sostenido de varias figuras clave y años de nuevas observaciones. El avance decisivo llegó con la invención del telescopio, a principios del siglo xvii.
Vemos gracias a la luz. Cuanta más luz acumulamos, más lejos podemos ver en el espacio. Un telescopio es, en parte, un recipiente para acumular luz con mucha más capacidad que el ojo humano, lo que nos permite percibir distancias mayores en la oscuridad del espacio y distinguir mejor lo que vemos. El astrónomo italiano Galileo Galilei fue el primero que apuntó un telescopio hacia el cielo, en 1609. Se trataba de una versión primitiva diseñada por él mismo, que aumentaba el paisaje del cielo unas veinte veces. Con eso le alcanzó para ver que Júpiter tiene sus propias lunas, que aparecían como puntos de luz a cada lado del planeta y cambiaban de posición a medida que giraban. Si no se observan con telescopio o con un par de binoculares modernos, quedan ocultas; su luz es tan débil que no las habrían descubierto a simple vista.
En 1610, Galileo publicó sus observaciones de las lunas de Júpiter, junto con descripciones de la irregular superficie de la Luna y de las estrellas ocultas que había descubierto, en su popularísimo tratado Mensajero sideral. Allí apoyaba la visión de Copérnico, alentado por el descubrimiento de las lunas de Júpiter: la existencia de esas lunas demostraba que había objetos celestes que no giraban alrededor de la Tierra. Por desgracia, las pruebas de Galileo no convencieron a la Iglesia Católica, que mantuvo su férrea oposición al modelo copernicano del cosmos y condenó a Galileo a permanecer preso en su hogar hasta el día de su muerte.
A pesar de la oposición de la Iglesia, los astrónomos siguieron avanzando. El alemán Johannes Kepler, que adhería a las ideas de Copérnico y de Galileo, demostró en 1609 que todos los planetas se movían alrededor del Sol con trayectorias en forma de elipse (que es como un círculo un poco aplastado). También descubrió que los planetas obedecían un patrón específico: la distancia que los separa del Sol permite predecir el tiempo que les lleva trazar una órbita completa alrededor del astro. Cuanto más lejos están del Sol, más tiempo tardan, pero la distancia y el tiempo no aumentan en la misma proporción: a un planeta que está al doble de distancia del Sol que otro planeta le lleva casi tres veces más recorrer una órbita entera. En ese mismo siglo, en 1687, el físico inglés Isaac Newton propondría su ley de gravitación universal y explicaría por qué funcionaba ese patrón, en su famosa obra Principia. Según esa ley, todo objeto con masa atrae a otros objetos, y cuanto más grande es el objeto y más pequeña es la distancia que lo separa de otro, más fuerte es la atracción. Si estamos dos veces más cerca del objeto, sentiremos una atracción del cuádruple de intensidad y nos llevará menos tiempo trazar una órbita completa alrededor de él. La ley de Newton explicaba los patrones que había detectado Kepler, según los cuales los planetas y el Sol giraban alrededor de un centro de masa en común, y mostraba que las leyes de la naturaleza funcionan de la misma manera en los cielos que en la Tierra. Había llegado el momento en que la observación y la teoría coincidían en todo: por fin se tomaba en serio una alternativa al sistema celeste de Ptolomeo en todo el mundo. La Tierra sí giraba alrededor del Sol.
En el siglo xix, se produjo una segunda revolución en la astronomía, impulsada por la invención de la fotografía en 1839, mérito de Louis Daguerre. Hasta ese entonces, las ilustraciones en astronomía se hacían a mano, lo que traía aparejadas imprecisiones inevitables. Las cámaras fotográficas, en cambio, no solo permiten medir con mayor precisión la posición y el brillo de los objetos celestes, sino que además posibilitan las exposiciones prolongadas, lo que hace que reciban más luz de la que percibe el ojo humano. En 1840, el científico angloestadounidense John William Draper tomó la primera fotografía de una luna llena, y en 1850, William Bond y John Adams Whipple tomaron la primera fotografía de una estrella, Vega, en el Observatorio de la Universidad de Harvard. En la década de 1850 también se inventó el espectroscopio, artefacto que separa las diferentes longitudes de onda de la luz recibida por un telescopio (tema que ampliaremos en el capítulo 2). Estos avances permitieron que los astrónomos elaboraran extensos catálogos de estrellas pertenecientes a nuestra galaxia, la Vía Láctea, e incluyeran su posición, nivel de brillo y color.
A principios del siglo xx, los astrónomos ya construían telescopios más grandes para llegar a lugares del espacio cada vez más lejanos. Estos progresos se sumaron a otros avances clave en nuestra comprensión de la física, incluidas las teorías de la relatividad general de Albert Einstein y de la mecánica cuántica de Max Planck, Niels Bohr, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y otros. Las nuevas ideas permitieron que los astrónomos avanzaran muchísimo en la comprensión de la naturaleza de los objetos en el espacio, y del espacio en sí. Entre los logros más notables figuran el descubrimiento que Edwin Hubble hizo en 1923 de que la Vía Láctea no es más que una galaxia entre tantas, y el de Cecilia Payne-Gaposchkin, en 1925, de que las estrellas están compuestas principalmente de hidrógeno y de helio (temas que ampliaremos en los capítulos 1 y 2).
Hay dos avances tecnológicos del siglo xx que vale la pena destacar, y ambos tuvieron lugar en los Estados Unidos, más precisamente en Nueva Jersey, en los Laboratorios Telefónicos Bell, una empresa de investigación y desarrollo conocida comúnmente como Bell Labs. El primero se produjo en 1932 y fue obra de Karl Jansky: consistió en el descubrimiento de que es posible observar ondas de radio provenientes de objetos espaciales y significó abrir una nueva ventana hacia el universo. Esa ventana se abrió aún más en la década de 1960 con la inclusión de otros tipos de luz que el ojo humano tampoco puede ver. El segundo avance importante fue la invención del dispositivo de carga acoplada, también conocido como CCD, creado en 1969 por Willard Boyle y George Smith. Mediante un circuito eléctrico que convierte la luz en una señal eléctrica, este artefacto produce un tipo de imagen digital que conocemos bien: es la que se utiliza en los teléfonos celulares. Estos dispositivos son más sensibles que las películas fotográficas, lo que permite a los astrónomos capturar imágenes de objetos espaciales más lejanos o de luz más débil.
En las últimas décadas, se produjeron abundantes avances en la tecnología, las teorías y la informática de la astronomía que nos trajeron a nuestro estado de conocimiento actual. Ya hemos recorrido con la vista todo el camino del universo observable, hemos encontrado millones de galaxias fuera de la nuestra y elaborado una descripción coherente de la evolución de nuestro Sistema Solar en el contexto de nuestra galaxia. La travesía que culminó en nuestra comprensión actual del universo y las muchas cosas extrañas y maravillosas que hoy sabemos sobre su funcionamiento constituyen el tema de este libro.
Con los años, a medida que se amplió el alcance de la astronomía, también fue cambiando la naturaleza del trabajo que realizan astrónomas y astrónomos. El título de «astrónomo» o «astrónoma»1 sigue siendo el más genérico: se aplica a quienes estudiamos e interpretamos lo que vemos en el cielo, pero también hay otros. Algunos no nos autodenominamos «astrónomos», sino «físicos». La diferencia más común es que los astrónomos estudian el cielo y hacen observaciones sobre lo que hay en el espacio, mientras que los físicos son científicos interesados en descubrir las leyes de la naturaleza que explican cómo se comportan e interactúan los objetos, incluidos los que están en el espacio. Las dos especialidades se superponen, y no hay manera de marcar un límite estricto entre ellas. Muchos somos tanto astrónomos como físicos; se suele usar la denominación «astrofísico» para quienes trabajamos en ese terreno de superposición. También existen diferentes tipos de astrónomos, según el tipo de preguntas que se hagan. Algunos se ocupan del funcionamiento interno de las estrellas; otros, de galaxias enteras y de cómo crecieron y evolucionaron. La cosmología se concentra en los orígenes y la evolución del espacio en su totalidad. Una de las ramas de la astronomía que más está creciendo es la de los exoplanetas, es decir, el estudio de los planetas que giran alrededor de otras estrellas, no de la nuestra.
En la actualidad, existen los astrónomos profesionales y los aficionados. En el pasado, la división entre los dos grupos era menos pronunciada: Ptolomeo, Copérnico y Galileo estudiaron varias disciplinas. Tanto ellos como quienes vinieron después se dedicaron a campos muy diversos, como la botánica, la zoología, la geografía, la filosofía y la literatura, además de la astronomía. Hoy, la mayoría de los descubrimientos astronómicos solo se puede realizar con telescopios profesionales demasiado caros y grandes para una sola persona. Para interpretar en detalle los fenómenos que observamos a través de esos telescopios, hoy se requieren años de preparación. Eso significa que necesitamos astrónomos profesionales, es decir, profesionales que dediquen prácticamente todo su trabajo al estudio del universo. Nos financian las universidades, los gobiernos y, cada vez más, los filántropos. Nuestro perfil demográfico también cambió con los años, y hoy hay más mujeres que nunca en este campo.
No solo necesitamos profesionales: los aficionados también cumplen una importante función. Los telescopios pequeños siguen siendo muy valiosos a la hora de realizar observaciones específicas, especialmente cuando se produce un evento muy raro e inesperado y alguien tiene que ponerse a seguirlo de inmediato. También hacen falta muchos aficionados que ayuden a clasificar los objetos astronómicos registrados por grandes telescopios, cuyas imágenes se suben a Internet. Suele haber tanta información que la pequeña comunidad profesional no da abasto para procesarla; por otro lado, los seres humanos siguen siendo mejores que las computadoras a la hora de hacer distinciones sutiles, especialmente cuando las características analizadas son poco frecuentes. En la última década, los aficionados descubrieron planetas completamente nuevos que orbitan alrededor de otras estrellas y nuevos tipos de galaxias que nadie esperaba.
El hecho de haber expandido nuestros horizontes más allá del Sistema Solar y de las estrellas cercanas significa que la astronomía moderna comprende no solo una vasta porción del espacio, sino también del tiempo. Dependemos de la luz para conocer el espacio: esperamos a que la luz llegue de lugares lejanos y vemos objetos en el espacio ya sea porque crean luz o porque reflejan la que les llega de otro lado. Los vemos con el aspecto que tenían cuando la luz salió de ellos por primera vez. Este fenómeno agrega una nueva dimensión a nuestras observaciones del cielo: el tiempo. La luz viaja a una velocidad extraordinaria: 10 millones de veces más rápido que un auto en una autopista.
Eso significa que, si miramos la lámpara que tenemos más cerca, probablemente a un par de metros de distancia, vemos su luz una fracción de segundo en el pasado: en este caso, la velocidad de la luz es casi irrelevante. En cambio, si miramos la Luna, que está a unos 380 000 kilómetros de distancia, la luz que percibimos es un segundo más vieja cuando llega a la Tierra. La luz que nos llega desde el Sol tiene ocho minutos de edad. La luz de las estrellas es mucho más vieja: la de nuestras vecinas estelares más cercanas tarda cuatro años en alcanzarnos. Cuando miramos las estrellas, lo que hacemos es mirar el pasado.