Nuestro universo

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Antes del evento, Delisle había detectado un inconveniente en el método de Halley, a saber, que obligaba a observar el tránsito de principio a fin, cosa que solo era posible en las zonas de la Tierra que estuvieran frente al Sol durante las siete horas que iría a durar el tránsito; además, era necesario que contasen con buen tiempo. Por eso, el francés ideó un método alternativo: en vez de observar todo el tránsito desde puntos ubicados en el Norte y en el Sur, se podría observar nada más que su inicio o su final, siempre y cuando se cronometrase con exactitud y se observase desde varios puntos distintos de todo el mundo, muy alejados unos de los otros. Los grupos ubicados en el oriente verían a Venus comenzar su tránsito frente al Sol antes que los del occidente. Las diferencias temporales más largas entre distintos observadores indicarían una menor distancia respecto de Venus, lo que equivaldría a un desplazamiento mayor con el Sol como fondo. Con el método de Halley, los astrónomos tenían que cronometrar con precisión la duración del tránsito; con el de Delisle, en cambio, lo único que tenían que hacer era registrar con precisión el comienzo o el final. En ese entonces, ninguna de las dos mediciones era fácil de realizar: había que transportar con sumo cuidado relojes de péndulo y telescopios a parajes remotos.

Como parte de los preparativos para presenciar el tránsito de 1761, distintos grupos de astrónomos realizaron viajes extraordinarios a Sudáfrica, Madagascar, Santa Elena, Siberia, Terranova e India. Se ha escrito mucho sobre sus fascinantes y peligrosas expediciones. Algunos viajaron durante meses y, cuando llegaron, las nubes les impidieron ver Venus; muchos otros quedaron atrapados en la Guerra de los Siete Años, que había estallado en 1756. Las mediciones más exactas realizadas en el hemisferio sur se hicieron en el cabo de Buena Esperanza y fueron obra de Charles Mason y Jeremiah Dixon, enviados a Sumatra por la Royal Society de Londres y desviados de su ruta tras un ataque contra el barco en el que viajaban. Su éxito les permitió conseguir el trabajo por el que son más conocidos en los Estados Unidos, el de establecer la frontera que luego se conocería como la línea Mason-Dixon.

Muchas de las mediciones realizadas en 1761 fueron bastante menos precisas de lo esperado o terminaron arruinadas por el mal tiempo. Ya de regreso, los astrónomos combinaron los resultados obtenidos y calcularon que la distancia entre la Tierra y el Sol era de entre 120 y 160 millones de kilómetros. Por fortuna, después contarían con el tránsito de 1769 para refinar sus estimaciones y volver a tener la oportunidad de observar el fenómeno con buen tiempo, aunque Delisle mismo murió antes de ese segundo intento. Esta vez, el explorador británico James Cook fue enviado a Tahití, y también hubo expediciones a la bahía de Hudson (Canadá), a Noruega, a Baja California y a Haití. Muchos de los grupos realizaron mediciones exitosas y, tras combinarlas todas, los astrónomos dedujeron que la distancia entre la Tierra y el Sol era de poco más de 150 millones de kilómetros, esta vez con un grado de incerteza de menos de 3 millones de kilómetros. Tenían razón: en la actualidad, la medida exacta es de 149,6 millones de kilómetros.

Una parte importante de esa historia refleja nuestra manera de hacer astronomía hoy, más de doscientos años después: resolvemos cómo realizar una medición difícil, pensamos las distintas maneras de encararla, planificamos el trabajo con varios años de anticipación y vamos a lugares inhóspitos y de difícil acceso para obtener los mejores resultados posibles. Para que tuviera éxito el proyecto del tránsito de Venus, fue esencial solicitar financiamiento a los gobiernos nacionales para pagar los equipos, los salarios y los costos de los viajes, coordinar acciones con equipos nacionales e internacionales y compaginar los resultados obtenidos por los distintos grupos. Todo eso se sigue haciendo en la astronomía al día de hoy. A su vez, al igual que en la actualidad, los grupos de cada país estaban bien predispuestos para trabajar con un objetivo en común, pero cada uno de ellos anhelaba realizar la mejor medición. Desde nuestra condición de científicos, muchas veces somos muy competitivos y, al mismo tiempo, cooperativos en nuestra búsqueda de nuevos descubrimientos.

La distancia que nos separa del Sol, 149,6 millones de kilómetros, empieza a volverse un poco complicada de manejar porque tiene gran cantidad de ceros. Para simplificar la medición de grandes distancias espaciales, los astrónomos utilizan unidades de medida mucho mayores. Una de ellas es la Unidad Astronómica, que equivale a la distancia entre la Tierra y el Sol. Así, la distancia entre el Sol y Neptuno, que está en el límite del Sistema Solar, es de 30 unidades astronómicas, un número mucho más fácil de manejar que 4800 millones de kilómetros. Las distancias espaciales también se miden según el tiempo que tarda la luz en recorrerlas. En una hora, la luz recorre 1080 millones de kilómetros, por eso a esa distancia la llamamos hora luz. Entonces, la distancia entre el Sol y Neptuno es de aproximadamente cuatro horas luz. Tal vez no sea más fácil de recordar que «30 unidades astronómicas», pero esta manera de medir distancias es muy útil porque nos permite pasar fácilmente a la escala de los años luz, es decir, la distancia que puede recorrer la luz en un año entero. Un año terrestre tiene casi 9000 horas, así que un año luz queda casi 9000 veces más lejos que una hora luz, es decir, aproximadamente a 9,5 billones de kilómetros. Para medir el Sistema Solar, no nos hacen falta los años luz, pero a medida que nos alejemos (incluso cuando nos dirijamos a las estrellas más cercanas), nos será muy útil tener una unidad de medida de esa magnitud para controlar los números que debemos manejar. Las horas luz y los años luz también sirven para recordarnos el paso del tiempo, porque indican cuánto puede haber transcurrido desde que la luz partió desde el objeto que observamos. Por ejemplo, Júpiter y Saturno están a pocas horas luz de nosotros, así que la imagen que recibimos de ellos corresponde a la de algunas horas atrás.

Teniendo en cuenta la escala del Sistema Solar, ahora nos concentramos en los planetas, que nos parecerán pequeñísimos. ¿Cómo son en realidad? El primero es Mercurio, el más cercano al Sol, un cuerpo que tarda solo tres meses terrestres en completar una órbita. Es un lugar muy inhóspito, sin atmósfera que lo proteja y con temperaturas que, en algunas regiones, pueden superar los 400 grados Celsius. La fuerza gravitatoria del Sol fue desacelerando la rotación de Mercurio sobre sí mismo, del mismo modo que la Tierra desaceleró la de la Luna. Ahora Mercurio rota con tanta lentitud que, si tuviera algún habitante, este pasaría un año entero de día y otro de noche; el planeta vuelve a rotar y a quedar frente al Sol una vez cada dos años solamente. Durante una noche mercuriana, transcurren tres meses terrestres hasta que vuelve a haber un amanecer. Por eso, no es de extrañar que, durante ese largo período de oscuridad, haga tanto frío que la temperatura baje a 100 grados bajo cero. Las probabilidades de que exista un mercuriano que tenga que experimentar ese clima radical son realmente muy bajas: es muy poco probable que exista algún tipo de vida en el planeta.

Mercurio se parece un poco a nuestra Luna. Está cubierto de cráteres creados por antiguas colisiones con rocas enormes, colisiones que probablemente se produjeron durante los primeros días de vida de nuestro Sistema Solar. Treinta años después de la primera misión para orbitar Mercurio, llevada a cabo en la década de 1970, la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio de los Estados Unidos, más conocida como NASA, envió allí la nave espacial robótica Messenger en 2006. La nave entró en órbita en 2011 y sacó fotografías maravillosas, y en 2015 terminó la misión con un dramático gesto ornamental: se estrelló contra la superficie de Mercurio. Una nueva misión espacial llamada BepiColombo fue lanzada en 2018 por las agencias espaciales europea y japonesa para estudiar el planeta en más detalle, lo que sucederá cuando complete una travesía de siete años, el tiempo que tardará en llegar.

Después de Mercurio, sigue nuestro vecino Venus. Se parece a la Tierra en tamaño y peso; además, tiene su propia atmósfera, aunque es tóxica comparada con la nuestra. A cualquier ser vivo le resultaría muy difícil vivir allí: abundan el dióxido de carbono y las nubes de ácido sulfúrico; su sofocante atmósfera lo vuelve el planeta más caluroso del Sistema Solar, incluso más que Mercurio, ya que alcanza temperaturas de más de 400 grados Celsius. Como nos resulta imposible ver la superficie de Venus con luz natural debido a su atmósfera, tenemos que recurrir a cámaras que detecten ondas de radio o microondas, cuyas longitudes de onda son más largas que las de la luz visible. Una vez dentro, nos encontramos con un planeta de superficie rocosa como un desierto, cubierto de montañas, valles y planicies altas. Además, Venus tiene varios cientos de volcanes, más que ningún otro planeta. Aparentemente, no están en erupción, pero la nave Venus Express, de la Agencia Espacial Europea, ha detectado actividad continua en forma de flujos de lava.

Otra particularidad de Venus es que rota en una dirección que podríamos considerar «equivocada», porque, si bien se traslada alrededor del Sol en el sentido contrario a las agujas del reloj, como el resto de los planetas, por otro lado rota sobre su propio eje en el mismo sentido que las agujas, siempre que lo miremos ubicando su polo norte en el hemisferio superior. Esa dirección es la opuesta a la de todos los demás planetas del Sistema Solar e implica que un habitante de Venus vería salir el Sol del oeste y ponerse en el este. Creemos con bastante certeza que este planeta antes giraba en el sentido «correcto», pero no sabemos qué lo hizo volverse en la dirección opuesta. Quizás una gran colisión con algún otro objeto rocoso de grandes dimensiones pueda haberlo redireccionado muchos años atrás o incluso lo haya dado vuelta por completo. Al igual que Mercurio, Venus rota sobre sí mismo con mucha más lentitud que la Tierra. Un día en Venus dura un poco más de 100 días terrestres y más o menos la mitad de un año venusino. Si, por algún milagro, un potencial habitante lograse sobrevivir cierta cantidad de tiempo, pasaría cincuenta días terrestres de oscuridad total con regularidad.

 

Además de Venus Express, ya visitaron el planeta más de veinte astronaves. En las décadas de 1970 y 1980, una serie de naves rusas fueron las primeras en desembarcar en la superficie de un planeta que no fuese la Tierra. No hubo más descensos en treinta años, pero muchas naves que orbitan Venus o que pasan junto a él lo han visto muy de cerca. Hace poco, en 2015, entró en órbita la misión Akatsuki, de la Agencia Espacial Japonesa. Akatsuki estuvo a punto de perder toda oportunidad tras su lanzamiento, producido en 2010. Se suponía que entraría en la órbita de Venus casi un año más tarde, pero sus motores no funcionaron el tiempo suficiente para ubicarla en la posición correcta. Tras una larga espera de cinco años, durante los cuales se mantuvo en movimiento con un patrón fijo alrededor del Sol, un cohete le devolvió el rumbo con un rápido empujón, y quedó lista para contarnos más sobre el extremo sistema meteorológico de Venus. La atmósfera venusina tarda solo cuatro días terrestres en realizar una rotación, mucho menos de lo que le lleva girar sobre sí mismo al planeta, pero no sabemos cuál es la causa de ese fenómeno. Akatsuki envió imágenes que revelan detalles inesperados que quizás ayuden a explicarlo, como la existencia de una corriente en chorro que sopla a más de 300 kilómetros por hora alrededor del ecuador venusino.

Dejamos atrás a Venus y cruzamos al otro lado de la Tierra respecto del Sol, hacia Marte, nuestro vecino más conocido y escenario de innumerables historias sobre civilizaciones alienígenas. Marte tiene la mitad del diámetro de la Tierra y solo el diez por ciento de su masa, por eso, en su superficie la gravedad es tres veces más débil que en la nuestra. Si estuviéramos en Marte, podríamos dar saltos gigantes, tres veces más altos que en la Tierra. Al igual que nosotros, gira sobre sí mismo en el sentido contrario a las agujas del reloj, y sus días duran más o menos lo mismo que los nuestros. Tiene dos lunas, pero son diminutas si las comparamos con la nuestra: miden solo 11 y 21 kilómetros de diámetro. Vista desde Marte, Fobos, la más cercana, aparecería con un tercio del tamaño de nuestra Luna, pero Deimos, la más pequeña, está tan lejos que ni siquiera se distinguiría de una estrella en el cielo nocturno.

Marte está listo para la exploración. Es rocoso por todos lados y está cubierto de montañas, valles y desiertos. Su famoso color rojizo se debe a la presencia de óxido de hierro en la superficie, similar a la herrumbre que encontramos en los metales terrestres. La atmósfera marciana es más bien ligera, así que resulta fácil observar la superficie. En el siglo xix, los astrónomos creyeron detectar rastros de agua en la atmósfera e infirieron que la había porque hallaron ciertos accidentes en la superficie del planeta que se asemejaban a canales o lechos de río. El hallazgo avivó las especulaciones sobre la posibilidad de que el planeta albergara vida inteligente, es decir, marcianos, que pronto poblaron las páginas de los libros de ciencia ficción. Más tarde se demostró que los supuestos canales y lechos eran ilusiones ópticas, pero los robots exploradores que amartizaron en las últimas décadas, de hecho, encontraron vestigios de agua en estado líquido, junto con indicios de que, en el pasado, Marte quizás haya estado cubierto por grandes océanos. Existe la seductora posibilidad de que quizá pueda existir vida allí. La fascinación ante esa posibilidad, sumada a que la proximidad del planeta y la solidez de su superficie permiten descender sobre él, alentaron a la NASA a lanzar varias misiones robóticas a través de su Programa de Exploración de Marte. Sería dificilísimo enviar seres humanos, pero en las próximas décadas, ese proyecto bien podría definir una parte importante del programa espacial internacional.

Más allá de Marte hay una especie de enjambre de rocas más pequeñas llamado cinturón de asteroides. Los asteroides son rocas pequeñas pero abundantes, y pueden tener desde el tamaño de un guijarro hasta el de un pueblo entero; incluso hay un par de cientos de asteroides gigantes: todos los que pertenecen a este cinturón giran alrededor del Sol. Si los juntásemos y los apretásemos bien, formarían un objeto más pequeño que nuestra Luna. La roca más grande del cinturón es Ceres, que mide casi un kilómetro de diámetro y es uno de los planetas enanos de nuestro Sistema Solar. Se sabe de la existencia de Ceres desde hace 200 años. Lo descubrió Giuseppe Piazzi en Palermo, en 1801. En un primer momento, los astrónomos pensaron que se trataba de un planeta, pero era tan pero tan pequeño que parecía una estrella y no un círculo, por lo menos desde los telescopios de la época, que eran relativamente limitados. Poco después, los astrónomos descubrieron más objetos tan pequeños como Ceres: Palas, en 1802; Juno, en 1804; Vesta, en 1807, y muchos más a partir de mediados de la década de 1840.

Al principio, se los incluyó entre los planetas, pero en 1802, el astrónomo William Herschel había sugerido que a esos objetos nuevos se los llamara «asteroides», es decir, objetos «parecidos a los astros». Su sugerencia de bajar de categoría esos planetas nuevos tardó en ganar aceptación, y así fue que los grandes objetos rocosos se siguieron llamando «planetas» durante algunas décadas más. Con el tiempo, distintos astrónomos e intelectuales, como el explorador y geógrafo Alexander von Humboldt, razonaron que habría que quitar de la lista de planetas a los objetos más pequeños, y en la década de 1860, se los clasificó como asteroides, tal como había aconsejado Herschel. La historia se repitió hace nada más que una década, cuando la lista de planetas volvió a crecer a medida que se fueron descubriendo nuevos objetos más grandes que los asteroides en los confines del Sistema Solar. Esta vez, en lugar de clasificarlos todos como planetas, los astrónomos crearon una categoría nueva: el planeta enano, que también incluiría a Plutón.


Figura 1.5 Tamaño relativo de los planetas de nuestro Sistema Solar.

Una vez que pasamos el cinturón de asteroides, nos encontramos con Júpiter, el gigante de nuestro Sistema Solar. A diferencia de los rocosos planetas interiores, Júpiter es una enorme bola de gas donde sería imposible hacer pie. Está compuesto casi en su totalidad por hidrógeno y helio y está cubierto de turbulentas capas de gases multicolores, de tintes anaranjados producidos por la presencia de amoníaco y azufre (en estado gaseoso). Su rasgo distintivo es la Gran Mancha Roja, que en realidad es una tormenta que se viene produciendo desde hace siglos y que parece un ojo gigante que mira hacia fuera. Es once veces más grande que la Tierra en diámetro y 300 veces más pesado; además, gira sobre sí mismo con mucha más rapidez, una vez cada diez horas. El viejo e imponente Júpiter se va contrayendo a medida que envejece, a un ritmo constante de 2,5 centímetros por año aproximadamente. Es posible que al principio fuera el doble de grande que en la actualidad.

Es probable que Júpiter haya tenido una función clave en la historia de nuestro Sistema Solar. Hay posibilidades de que, hace mucho tiempo, los planetas hayan estado distribuidos de otra manera. Según una hipótesis bastante aceptada, conocida como «hipótesis del gran viraje», al principio Júpiter estaba ligeramente más cerca del Sol que en la actualidad. Luego se supone que se fue acercando poco a poco hasta ubicarse en un lugar intermedio, entre donde están hoy la Tierra y Marte. A medida que se acercaba, puede que fuera destruyendo planetas rocosos más grandes que la Tierra. Entonces la atracción gravitatoria de Saturno, su vecino, pudo haberlo hecho dar la vuelta, salir de la región interior del Sistema Solar y, por último, lo haya hecho volver a través del cinturón de asteroides hasta su ubicación actual tras dejar a su paso grandes fragmentos rocosos que, con el tiempo, se transformaron en Mercurio, Venus, Tierra y Marte. Todavía no sabemos con seguridad si esto ocurrió realmente, pero desde la década pasada tenemos la capacidad para estudiar los sistemas solares de otras estrellas, lo que nos enseña más sobre lo que pudo haber pasado en el nuestro. (Volveremos sobre el tema en el próximo capítulo).

Ninguna nave espacial puede posarse sobre Júpiter porque la superficie del planeta no es sólida, pero muchas lo han visitado o han pasado a su lado durante trayectos a lugares más lejanos. Entre ellas se encuentran las sondas Pioneer y Voyager, ambas lanzadas en la década de 1970, y la sonda Galileo, que orbitó alrededor de Júpiter durante algunos años en la década de 1990; incluso lanzó un paracaídas con un pequeño sensor que atravesó la atmósfera del planeta y midió vientos de cientos de kilómetros por hora. La sonda Cassini envió imágenes bellísimas en el año 2000 de camino a Saturno y, más recientemente, la sonda Juno, de la NASA, llegó a Júpiter en 2016, cinco años después de salir de la Tierra. Además de enviar increíbles fotografías tomadas al pasar junto al planeta, entre ellas las de turbulentos ciclones que azotan los polos norte y sur del planeta, Juno nos está enseñando mucho sobre la composición y el posible origen de Júpiter.

El planeta Júpiter tiene lunas de sobra. Las cuatro más grandes, detectadas por primera vez por Galileo, se pueden ver fácilmente con un par de binoculares si la noche es clara: parecen puntitos de luz alineados en fila sobre cualquiera de los dos lados del planeta, que aparece como un disco mucho mayor. Júpiter y sus lunas son el objetivo ideal para quienes quieran dar sus primeros pasos en el reconocimiento de nuestros vecinos del cielo nocturno. La luna más grande de Júpiter, Ganímedes, es más grande que Mercurio. Europa, la segunda en cercanía al planeta entre las cuatro más grandes, es fascinante porque tiene la particularidad de estar envuelta por un océano cubierto de hielo que probablemente esté en estado líquido, lo que lo convierte en uno de los lugares donde mayores probabilidades hay de que se haya desarrollado alguna forma de vida en nuestro Sistema Solar. La sugestiva posibilidad de que las lunas de Júpiter pudieran albergar formas de vida mínimas está inspirando misiones futuras para explorarlas en más detalle. La Agencia Espacial Europea planea lanzar la nave Jupiter Icy Moons Explorer («explorador de las lunas heladas de Júpiter») en los primeros años de la década de 2020 para estudiar Ganímedes, Calisto y Europa. La sonda Europa Clipper, de la NASA, programada con un calendario parecido, investigará la cáscara helada de Europa y ayudará a seleccionar un sitio de descenso para misiones futuras.

Una vez que pasamos Júpiter, llegamos a Saturno, el otro gigante maravilloso de nuestro Sistema Solar. Los anillos que lo rodean desconcertaron a sus primeros observadores (Galileo los describió como objetos parecidos a orejas o brazos y especuló con la posibilidad de que fuesen lunas) y lo convierten, quizás, en el planeta más inconfundible de todos. La misión Cassini ha enviado imágenes deslumbrantes del planeta, pero hasta para los astrónomos más experimentados sigue siendo emocionante ver Saturno y sus anillos directamente a través del ocular de un telescopio.

Al igual que Júpiter, Saturno es un gigante compuesto sobre todo de hidrógeno y helio. Es probable que tenga un núcleo rocoso en el centro, cubierto por capas de hidrógeno líquido; luego, una capa externa de gas con amoníaco, que le otorga al planeta su característico color amarillento. Saturno es el único planeta del Sistema Solar que, en promedio, es menos denso que el agua, es decir que flotaría si se lo pusiera en una cantidad de agua suficiente para contenerlo. Vistos desde lejos, sus anillos parecen sólidos, pero desde más cerca, se ve que forman un disco delgado cuyo ancho va desde los 10 metros hasta 1 kilómetro en algunas partes, formado por hielo, rocas y polvo de roca. Los anillos alcanzan una distancia máxima de 80 000 kilómetros respecto del ecuador saturnino. No se sabe con seguridad cuál es el origen de los anillos, pero una posibilidad es que sean restos de una luna destruida o partes de cometas y asteroides.

 

Saturno rota sobre sí mismo cada diez horas y, como se encuentra diez veces más lejos del Sol que la Tierra, es muy frío; sus vientos pueden alcanzar los 1600 kilómetros por hora. Al igual que Júpiter, tiene más de sesenta lunas, y todas son igual de fascinantes. Las dos que más atención han atraído son Titán y Encélado, porque son relativamente parecidas a la Tierra. Titán es la luna más grande de Saturno; es un poco mayor que Mercurio y tiene su propia atmósfera de nitrógeno, además de lagos y mares de hidrocarburos e islas, montañas, vientos y lluvias de metano líquido. Es mucho más fría que la Tierra: la temperatura promedio sobre su superficie es de aproximadamente 200 grados bajo cero. Encélado es más o menos igual de fría pero un poco más acogedora; los avistamientos sugieren que quizá también sea el lugar más habitable del Sistema Solar después de la Tierra: una delgada corteza de hielo cubre el mar en distintos lugares, y el agua sale disparada hacia arriba en géiseres desde las profundidades oceánicas.

Después de Saturno, nos encontramos con los esquivos Urano y Neptuno, situados a veinte y treinta veces la distancia del Sol respecto de la Tierra. Son los planetas menos explorados del Sistema Solar. Los dos tienen atmósferas llenas de hidrógeno y helio que también contienen agua, amoníaco y metano. Urano posee capas de nubes impulsadas por fuertes vientos; debajo de ellas, es probable que haya una capa fluida que envuelve un núcleo rocoso. Una peculiaridad de Urano es que está casi completamente de costado, con el norte y el sur en el mismo plano que su órbita. Puede que esa orientación se haya fijado cuando se estaba formando el Sistema Solar y que haya sido el resultado de colisiones con otros planetas. En consecuencia, cada polo recibe cuarenta años terrestres ininterrumpidos de luz solar, seguidos de otros cuarenta de continua oscuridad.

Urano no era muy conocido entre los antiguos observadores de los cielos nocturnos. Su luz es tan tenue y el planeta se mueve con tanta lentitud que se lo había confundido con una estrella. Fue el astrónomo británico William Herschel el que lo descubrió y al principio lo clasificó como cometa, en 1781. No estuvo seguro de inmediato en cuanto a la naturaleza del objeto pero sabía que cambiaba de posición en el cielo nocturno, así que no podía ser una estrella. Los cálculos posteriores realizados por Johann Bode y Anders Lexell pronto revelaron que se desplazaba por el cielo como un planeta en órbita alrededor del Sol. Este nuevo planeta, que era el primero en ser descubierto por medio de un telescopio, empezó con una crisis de identidad: Herschel primero lo llamó «planeta georgiano» en honor al rey británico de la época pero, como era de esperar, la elección no despertó entusiasmo fuera de Gran Bretaña. Finalmente, en la década de 1850, se decidió que recibiría el nombre de Urano.

Los astrónomos pronto se dieron cuenta de que, aunque estaba claro que Urano giraba alrededor del Sol, su órbita era extraña, como si la fuerza de gravedad de un objeto invisible tirara de él. En la década de 1820, el astrónomo francés Alexis Bouvard sugirió que la atracción podría provenir de otro cuerpo celeste sin detectar todavía. En 1846, los astrónomos Urbain le Verrier (de Francia) y John Couch Adams (del Reino Unido) dedujeron por separado dónde tendría que estar el objeto, al notar que había diferencias entre la órbita observada de Urano y las predicciones indicadas por las leyes de gravedad de Newton. Le Verrier envió por correo su predicción sobre la ubicación del nuevo cuerpo celeste al astrónomo Johann Galle, que vivía en Berlín. La misma noche en que este recibió la carta, descubrió que Neptuno aparecía en la ubicación esperada, casi con exactitud, en un hermoso ejemplo de observación y predicción científicas aunadas en su labor. Neptuno se parece a Urano en varios aspectos pero tiene patrones meteorológicos más visibles y la posición de su eje es «correcta». Está rodeado de nubes de amoníaco y tiene una atmósfera de hidrógeno, helio y un poco de metano, lo que le da su color azulino. Neptuno está compuesto principalmente de líquido, y tiene un núcleo rocoso de un tamaño parecido al de la Tierra.

Más allá de Neptuno, encontramos el cinturón de Kuiper, el segundo cinturón de asteroides más importante de nuestro Sistema Solar, el planeta enano Plutón y por lo menos un puñado de otros planetas enanos. Plutón está compuesto sobre todo de hielo y roca, retratados de cerca en 2015 por la misión New Horizons de la NASA. La historia del descubrimiento de Plutón es una valiosa lección sobre la importancia de la serendipia en la ciencia. A fines del siglo xix, los astrónomos ya habían estudiado las órbitas de Urano y Neptuno, y habían especulado con la posibilidad de que existiera otro planeta que alterara sus recorridos respectivos. Por eso, a principios del siglo xx comenzó la búsqueda de un noveno planeta, apodado «Planeta X», en el Observatorio Lowell (Arizona). El astrónomo Vesto Slipher le sugirió a Clyde Tombaugh, un joven colega, que buscara objetos que cambiaran de ubicación y que para ello utilizara placas fotográficas del cielo tomadas en distintos momentos. Tombaugh buscó durante un año y, en 1930, encontró un objeto nuevo que parecía moverse. Se anunció que era un planeta nuevo llamado Plutón, como el dios romano del inframundo, por sugerencia de Venetia Burney, una niña de once años nieta de un exdirector de la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford. Un astrónomo de Oxford transmitió el nombre a los Estados Unidos, y así fue como Venetia se convirtió en la única mujer del mundo en ponerle nombre a un planeta. Sin embargo, aunque Plutón sí existía, su descubrimiento fue pura casualidad, porque resultó que no tenía el tamaño suficiente para afectar la órbita de Neptuno, y cuando refinaron los cálculos, quedó demostrado que, después de todo, nunca había sido necesario que existiera un Planeta X.

Plutón fue un gran tema de debate en los últimos años. Los astrónomos decidieron bajarlo de la categoría de planeta a la de planeta enano en 2006, en una votación realizada durante una reunión de la Unión Astronómica Internacional celebrada en Praga. Fue una decisión difícil porque, para ese entonces, Plutón era bien conocido como uno de los nueve planetas del Sistema Solar; así se aprendía en las escuelas de todo el mundo. El problema era que Plutón tiene diferencias importantes respecto de los demás planetas, especialmente en cuanto a tamaño. Entonces los astrónomos elaboraron una definición formal de la palabra «planeta», según la cual este debe ser un objeto redondo que orbita alrededor del Sol, tan grande que ningún otro objeto de tamaño similar pueda quedar en su misma órbita, excepto sus lunas. Los otro ocho planetas cumplen esos requisitos, no así Plutón.

Además de Plutón, hay por lo menos cuatro planetas enanos más: a Ceres, ubicado en el cinturón de asteroides, se lo conoce desde el siglo xix; Haumea, Makemake y Eris, ubicados en el Sistema Solar exterior, fueron descubiertos en 2004 y 2005 por un equipo de astrónomos liderado por Mike Brown en el Instituto de Tecnología de California. Es probable que haya muchos más planetas enanos entre los cientos de candidatos ya descubiertos. La decisión de bajar de jerarquía a Plutón y crear la nueva categoría de planeta enano es reflejo de la decisión que tomaron Herschel y otros astrónomos en el siglo xix cuando hicieron la distinción entre planetas y asteroides. A medida que crece nuestro conocimiento científico, nos vemos en la necesidad de ir adaptando nuestra forma de clasificar los objetos astronómicos.

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