Loe raamatut: «Cuenta regresiva»
© LOM ediciones, primera edición, enero 2017 Impreso en 1000 ejemplares ISBN IMPRESO: 9789560008909 ISBN DIGITAL: 9789560012975 RPI: 273.770 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía:Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
Índice
De Huiros (Ediciones Camilo Torres, París, 1979)
De Zootipos (Autoedición, 1981)
De Astillas (Ediciones Tragaluz, 1982)
De Exilios (Ediciones Tragaluz, 1983)
De Título de dominio (Ediciones Tragaluz, 1986)
De Bien común (Ediciones Asterión, 1994)
De Huesos (Editorial Mosquito, 2006)
De No se puede evitar la caída del cabello (Ediciones Asterión, 2009)
De ECRAN. Los ojos de Buster Keaton (Libros de mentira, 2010)
La palabra en juego: una mirada a la poesía de Jorge Montealegre
Eso me pasa por intentar lo imposible. José Emilio Pacheco
Desde finales de los años setenta hasta el presente la poesía de Jorge Montealegre (1954), que se inscribe en la costosa experiencia del autoritarismo y también en la resurgencia de la democracia latinoamericana, ha venido plasmando multifacéticamente una compleja circunstancia contemporánea saturada de conflictos, contradicciones, paradojas y sueños impostergables.
Como establece Nicanor Parra ya en Poemas y antipoemas de 1954, frente a un universo discursivo cada vez más enrarecido, el poeta contemporáneo va (o se ve obligado) a responder de manera paradojal, dejando amplio espacio a la ambigüedad como respuesta crítica frente a soluciones dicotómicas de lo real imposible. A la manera de un poema de anticipación, Parra articula en «La batalla campal», al final de Obra gruesa de 1969, la dislocación enloquecida del tejido comunicativo democrático en Chile y, por extensión, en la Sudamérica de los setenta y ochenta del siglo XX. La respuesta de Parra surge a partir de la experiencia de un sujeto alienado inserto en las condiciones comunicativas de un proyecto progresista que se paraliza y no desde el cataclísmico derrumbe del mismo, con la atrocidad, el horror, la violencia que éste presupuso para los ciudadanos abruptamente extirpados de su ciudadanía a principios de los setenta en Chile.
Esta diferencia, por la que comparte ciertamente lazos con otros poetas de su generación, es medular para entender la propuesta poética de Jorge Montealegre. No se trata, en su caso, de poner en tela de juicio un espacio discursivo contemporáneo que se experimenta como tenazmente anquilosado y atrabiliario, y en el que el sujeto está sometido a una suerte de desquiciamiento que produce fragmentación en su poesía, el sujeto surge desde aquella fragmentación, y se abre paso hacia la ciudadanía cuando todo el espacio discursivo le ha sido negado bajo el estatuto del terror. Es decir, por una parte se encuentra al antipoeta que en democracia construye un discurso antipoético para reflejar el desquiciamiento de su tribu y alertarla, incisivamente, del mismo y de las posibilidades que tal situación sicosocial discursiva conlleva, y por otra, un poeta como Jorge Montealegre que, sin abandonar la mirada lúcida respecto de todos los quiebres del tejido discursivo de su tribu, necesita avanzar una palabra que restañe ese tejido desde la orfandad y la destitución más extrema.
Si en su antipoesía el antipoeta Parra –que en uno de los Artefactos es también, y mucho, un «niño prodigio de los basurales»– puede buscar una salida a la asfixia socializada mediante la implosión del absurdo discursivo que lo constituye, en la de Montealegre el niño huérfano destituido de voz debe expresar el horror de la destitución generalizada y la propia, mediante la revelación discursiva de las flagrantes contradicciones y violencias de esta destitución. Montealegre sabe que su humor no puede ser simplemente un mal humor, aunque sí puede ser humor negro. Con sobrada razón, recuperada la democracia en el Chile del siglo XXI, ese humor se vuelve fuertemente un humor crítico de género. Para Parra, el humor necesita ser un evidente mal humor que, por momentos, culmina en la virulencia procaz de un individuo deslenguado, dadas las condiciones desestabilizantes de una sociedad que podría conducir –los elementos desquiciantes están siempre ahí latentes– a su propia megacatástrofe universal, como lo predice la experiencia de la bomba atómica en Hiroshima en 1945, que forma parte de la conciencia internacionalizada de su generación latinoamericana. Si al antipoeta lo corroe ya más que la sospecha de la inestable condición democrático-discursiva de su situación, al otro, a Montealegre, el abandono de toda posibilidad discursiva lo marca como una fuente de iluminación poética en la cual el horror, el terror, el descampado y los exilios se presentan como oportunidades abiertas para restablecer un contacto emotivo profundo y lúcidamente crítico con esa democracia siempre ahora inacabada o, en palabras de Jacques Derrida, por venir.
En el contexto de la generación de los ochenta –que el poeta ha descrito en «Arte poética» como «Generación NN»–, Montealegre ha optado por una escritura que reivindica la precisión de lo anecdótico y del lenguaje coloquial con referencias culturales específicas, así como la agudeza del juego de palabras y que, en los últimos años, se despliega en poemas extensos en torno a figuras icónicas como «Che» Guevara, Buster Keaton o el náufrago en una isla, un personaje minimalista este último –cliché de caricatura– de su último poema, inédito hasta la fecha. Ciertamente en Montealegre encontramos a ese «poeta del montón» al que alude en uno de sus breves poemas y al que un ícono como Buster Keaton, que (in)discretamente va deconstruyendo el statu quo del momento, le resulta revelador y propositivo, pero este poeta –también el aparentemente inofensivo y endeble Keaton– no es nunca quien espera borrarse en el montón; por el contrario: es quien espera, como sus pares, hacer su propia contribución, defendiéndola de la precariedad con la potencia iluminadora de la diferencia de su escritura. Desde un inicio no otra ha sido la apuesta del poeta que desea hacerse cargo del poema de su tiempo y situación sin evadir contaminarse, sin dejar de arriesgarse frente a lo impuro, a lo que ha sido dejado de lado, a lo que sobra y los que sobran como una forma de pensar la justicia poética. Octavio Paz escribió que el poeta: «es siempre la voz de la otredad» (224). En cada libro de Montealegre es posible rastrear su manera de estar del otro lado y no conformarse con el infortunio vigente.
Esto no puede ser de otra manera para un poeta que comienza escribiendo poemas como prisionero político en el campo de concentración de Chacabuco entre 1973 y 1974. Su primera colección, Huiros, mimeografiada en París en 1979, y luego reproducida en Chile en una edición de diez ejemplares en el año 2000, es el resultado creativo a contracorriente de la experiencia del exilio. Huiros es un libro de transición que Exilios transmuta en una voz con espesor diferente. Sobre el título de este libro que el poeta no alcanzó a ver publicado en Francia y del cual consiguió un ejemplar que tuvo que enterrar en el jardín de una vicaría de Santiago en 1980, Montealegre escribe, en la introducción a la edición del 2000: «Se llama Huiros. Originalmente quise llamarlo Tierra de hojas, pero Armando Uribe estimaba que dos palabras eran mejor que tres y una mejor que dos para título» (4). Sobre su relación de discípulo con Uribe, añade: «En esos días Uribe era mi maestro y yo, afortunadamente, un discípulo obediente» (4)1. El aprecio de Uribe por el poema breve, epigramático, de lenguaje cuidado, que no es simplemente coloquial y que da cuenta única de las experiencias de un personaje sagaz, está ciertamente en los poemas de Huiros. Los catorce poemas de Huiros seleccionados para Exilios darán cuenta, sin embargo, de una experiencia de la fractura que requiere de la agudeza poética de Montealegre2.
En los poemas de Lógica en Zoo (1981), colección que el poeta considera, por sus condiciones de producción y distribución, un «libro secreto», la visión grotesca del poeta se plasma en un implacable bestiario3. Los animales son aquí figuras emblemáticas que habitan un locus horridus: infectados por la destrucción inminente, se encuentran en estado de descomposición, son parte de una crisis casi espasmódica, expuestos como están a una implacable violencia que a algunos los transforma, como le ocurre al gallo, en cuerpo sacrificado. Pero estos sujetos en estado de descomposición no son, ciertamente, habitantes inocentes del universo que los envilece y corroe, como lo señala la ominosa presencia de la gaviota garuma: un reflejo hipnótico de la experiencia de los prisioneros del campo de concentración de Chacabuco –el poeta entre ellos– en el norte de Chile. Aquí el poeta, como Job en la Biblia, elige la putrefacción, el sarro sardónico de la misma, como material vital desde el cual dar cuenta del cuerpo extraviado de Adán, a años luz de cualquier recurso de amparo.
En Astillas (1982), la brevedad del haiku le servirá a Montealegre para escribir de una manera despojada respecto del cuerpo violentado del sujeto4. Esta vez lo que importa no es la articulación del grotesco como práctica poética del desamparo, sino la plasmación del despojo más absoluto. A la manera de un exorcismo, el poeta escribe aquí la eclosión del sujeto victimizado siempre en el contexto de un país de valores profundamente trastocados. El título de la secuencia de treinta poemas que contiene la cajita de haikus puede leerse como la metáfora que condensa lúcidamente la intensa violencia física y sicológica ejercida sobre el sujeto, así como también la posibilidad única de hablar desde la eclosión que esta violencia provoca. Cuando el sujeto ha sido reducido a despojos no le queda otra posibilidad que escribir, sin ambages, desde esa condición. Se vislumbra así una respuesta ética al problema de escribir poesía en tiempos de suma barbarie, así como lo pensaba Theodor Adorno sobre Auschwitz al final de su ensayo «La crítica de la cultura y la sociedad». La brevedad del haiku le impide al poeta elaboraciones de sobra. Montealegre responde con la estocada del haiku –su valor epigramático– frente a un lector que pudiera hacer caso omiso de las ominosas circunstancias que se viven.
Los próximos poemas de Exilios (1983) introducen, como el título lo sugiere, el desconcierto de la expulsión del propio país y el trastrocamiento vital que éste conlleva5. La secuencia se organiza de acuerdo a la trayectoria del sujeto que pasa, luego del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, por la experiencia de ser prisionero en el Estadio Nacional, después en el campo de prisioneros de Chacabuco, y que se ve forzado a salir al extranjero, residir como un refugiado extraviado en Europa –en su caso Francia e Italia– para luego volver a Chile. Sabiéndose un fantasma más que pasa por aduanas para compartir país con tantos otros, el poeta retorna a Santiago para también participar en momentos álgidos de oposición ciudadana, como fueron las protestas de los ochenta contra el régimen dictatorial, y reside en un barrio popular de la ciudad. En ese espacio ciudadano ve cifrados diversos componentes contrastantes de la experiencia cultural y política nacional. En sus más certeros momentos, el talento perspicaz del poeta –su ojo crítico– lo lleva a potenciar la fuerza iluminadora y sobrecogedora de lo paradojal inusitado de ese contraste. Desprendiéndose de fórmulas de un irresistible patetismo –esa sirena incontrolable–, el poeta da rienda suelta a las contradicciones y al absurdo de los desencuentros para configurar una voz ciudadana que apuesta por las diferencias de cuño crítico.
El libro Título de dominio (1986) extiende el ojo (auto)crítico de Montealegre a la virulencia autodestructiva de una nación vuelta descampado. De acuerdo a Luisa Eguiluz, este libro-poema: «…gira en torno a la gente sin casa, sin título de propiedad, asentada en campamentos tan precarios que la lluvia los deshace…» (107). Ciertamente el poeta encuentra un punto de apoyo para navegar el lodazal de la nación en la ternura que se intercambia en las relaciones amorosas: «Cada caricia / nos acerca y rompe la cerca invisible…» (35), pero los síntomas de pérdida generalizada se extienden por todo el territorio sin tapujos. Es como si, de pronto, ya inmerso plenamente en el abismo de la sociedad dictatorial, la única visión posible para el poeta fuera la de un purgatorio universalizado. El componente ético resurge aquí cuando el poeta se sitúa como el portavoz de una denuncia prolongada del quiebre radical de toda solidaridad en el epicentro efervescente de una sociedad paralizada en su propia implosión y que fractura a sus agónicos sobrevivientes. El «cada uno de nosotros» que inicia los poemas más largos actúa como un detonante que revela la verdad colectiva del descampado, en el cual el sujeto se incluye como partícipe y no como observador que juzga desde lo alto. El contrapunto entre poemas de relativa extensión –no más de una página– y poemas de corte epigramático que yuxtaponen diversas referencias culturales de manera usualmente dramática, sólo agudiza el quiebre generalizado que experimentan la sociedad y el poeta. El título mismo del libro sugiere que esta secuencia es una suerte de meditación respecto de la noción de propiedad –poseer violentamente al otro y a lo otro– como figura que envilece radicalmente el tejido de la sociedad chilena y que, por tanto, impide la democratización y el enriquecimiento cultural y social. La ruptura profunda del tejido democrático se ha producido y la utopía –eje femenino de un espíritu de cambios– se encuentra relegada a un espacio clausurado por un pensador fantasmal. Por tanto, ese alarido pintado por el noruego Edvard Munch al que hace referencia uno de los epigramas que inician el libro tal vez condense con precisión el espesor expresionista de la voz del poeta que denuncia un país vaciado de sentido: al descampado.
Tasuta katkend on lõppenud.