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Las instalaciones de la Escuela estaban llenas de criaturas que, hiciera frío o calor, siempre parecían llevar menos ropa de la cuenta, y esa era una circunstancia que concurría también, aunque en un plano bien distinto, en Gómez-plus-Gómez, el conserje, un tipo curtido y un poco enojadizo que deambulaba en mangas de camisa hasta bien entrado el otoño, cuando ya todo el mundo había empezado a utilizar regularmente sus anoraks y sus bufandas de tricota. Siempre había un día concreto en el que Gómez-plus-Gómez asomaba por fin con una fina rebeca de algodón sobre su camisa de manga corta, y ese era el día en que podía certificarse sin género de duda que el frío había llegado oficialmente al hemisferio, aunque la comunidad entera llevara varias semanas tiritando. Algunos profesores bromeaban con el hecho y extendían maliciosamente el rumor, y dándose codazos cómplices se decían unos a otros, en voz baja: «El conserje se ha puesto la Chaqueta», como si en el devenir cósmico se hubiera producido un antes y un después, de modo que la modesta prenda adquiría de pronto dimensiones épicas y definitivamente simbólicas.

A Gómez-plus-Gómez, como a todos los viudos maduros, solitarios, rústicos y un poco disfuncionales, había que saber cogerle el tranquillo, pues su proverbial mal talante era selectivo y normalmente centrado en víctimas concretas, aunque por debajo de esa corteza dura y rasposa había todo un material sentimental, ligeramente contradictorio: una afición solitaria al dibujo a plumilla, con aceptables resultados, a la vez que a la ingesta indiscriminada de absenta con los de su especie, cuando estos se juntaban para dar cuenta de un cabritillo o de un faisán recién cazados, ante las chimeneas de sus casas de campo. Por uno de esos misterios de la química orgánica Tomeus y él habían congeniado, factor que el profesor encontraba sumamente ventajoso a un nivel práctico, pues Gómez-plus-Gómez se había convertido para él en un útil aliado cada vez que necesitaba un par de sillas extra para un aula o unas fotocopias con carácter urgente.

Los alumnos y los docentes seguían llegando a la Escuela. A esas alturas la sala de profesores estaba ya bastante concurrida, y Tomeus miró el reloj de agujas que pendía de la pared del fondo, justo encima del lugar donde se sentaba Petrarca. Quedaban dos minutos para que todo el recinto trepidase bajo el estrépito del timbre (un artefacto rudimentario que consistía en una semiesfera metálica, martilleada salvajemente por una baquetilla de acero que producía un ruido desagradable y ensordecedor, como un despertador a escala planetaria), y el adjunto del director estaba retocando el parte de asistencia, junto a la entrada de la sala, tomándose su tiempo, con tanta diligencia que parecía estar gozando más allá de lo razonable. Su apariencia sarmentosa anticipaba de algún modo su carácter avinagrado y abiertamente mesiánico, que provocaba continuos encontronazos con quien se atreviera a contradecir sus puntos de vista, de forma que todos lo conocían como Bocanegra o, con un mayor consenso, como el Poder en la Sombra. Encorvado sobre el parte, de espaldas al personal, el óvalo pulido de su cráneo resplandecía bajo los fluorescentes y le daba un aspecto un tanto extraterrestre. Diariamente se rasuraba el escaso pelo que la alopecia le había dejado en la parte baja de los huesos temporales y en la nuca, y esa convexidad matemática y limpia que era su cabeza ardía como un faro cuando la sangre afluía hacia allí, aupada por el acaloramiento de sus absurdas soflamas. Un día cualquiera podía entrar en la sala de profesores y, sin motivo aparente, proclamar a voz en grito sus irrebatibles puntos de vista sobre cualquier tema político, científico o histórico que, bien por cansancio, bien por temor a la trifulca subsiguiente, casi nadie objetaba; y con frecuencia practicaba una de sus más renombradas especialidades, una extraña provocación que consistía en dejar caer frases aisladas y pretendidamente enigmáticas, cargadas de verdades simbólicas y de lirismo, que desconcertaban a su eventual auditorio. Esto lo hacía de un modo muy premeditado, plantándose donde todos pudieran verlo para decir: «En promedio, una persona se traga ocho pequeñas arañas en su vida»; o: «Si las sanguijuelas beben sangre de un fumador, mueren», y así sucesivamente. En cierta ocasión Tomeus le había oído murmurar: «Algunas mariposas se beben las lágrimas de las tortugas…», y había notado cómo los corazones poéticos de los presentes se inflamaban por un instante, conmovidos por la imagen, entre hermosa y repugnante, que la combinación de palabras acababa de levantar en sus cabezas… Pero solo un segundo después, sin embargo, como si se sintiera en la obligación de completar una información parcial y por tanto poco rigurosa (y, sobre todo, como si lo apremiara la necesidad de rebajar la emoción que malignamente había suscitado), había añadido sin miramientos, a modo de descenso a los infiernos: «Tienen sodio»; un dato científico que arrojaba como un trapo sucio contra sus caras, haciendo trizas la evocación y acabando con el encanto.

Estos baños de realismo desabrido eran frecuentes en tipejos como el antedicho, con la cabeza llena de datos puros que dejaban caer de vez en cuando como pedruscos incontestables sobre los espíritus desprevenidos de los soñadores. La zancadilla de la segunda parte de la proposición dejaba fríos a los oyentes, como había calculado, y era natural: que las mariposas se bebieran las lágrimas de las tortugas porque contenían sodio era la muerte fáctica de la poesía, y no era de extrañar que él y el director Medrano hubieran congeniado de una forma casi acrobática, hasta el punto de que este hubiera acabado por nombrarlo su adjunto. Ambos formaban una estrambótica dupla de complementarios al estilo Rasputín-Nicolás II, Godoy-Carlos IV, McMurphy-Jefe Bromden, y por sus actos enseguida quedaba claro quién era quién. El adjunto del director (a.k.a. Bocanegra a.k.a. el Poder en la Sombra) formaba parte de esa estirpe nociva que va salpicando de bilis las calles y los centros de trabajo, los consejos de administración y las panaderías, y con toda su vocinglería vehemente acaba subyugando a los receptores poco preparados, incapaces de penetrar más allá de una yugular externa dilatada en el cuello y un registro vocal dos octavas por encima de lo soportable. Para alguien medianamente perspicaz, sin embargo, era fácil ver el truco, pues la mente de estos sujetos carece de verdaderas dobleces: los tipos como Bocanegra podían ser mordaces con lo inmediato, con la parte superficial de lo que tenían delante, y en ocasiones eran capaces de atravesar la costra y profundizar en intuiciones interesantes, como raíces en un suelo duro, aderezadas con datos puros, cultura rasante, tangencial, tramposa, de manera que, oyéndolos, era posible pensar que su sabiduría era mucho más grande por debajo de esa punta que dejaban asomar; pero en realidad eran incapaces de establecer relaciones complejas entre los grandes entes del conocimiento, de encontrar la sustancia de cada uno de esos entes para reordenar los fenómenos haciéndolos concordar de una manera nueva. Les faltaba erudición, probablemente. Pero sobre todo les faltaba la visión global. Clarividencia.

A Petrarca parecía traerle sin cuidado la escasa flexibilidad de pensamiento del sujeto, en cualquier caso, pues la cabeza calva y pulida del adjunto del director le evocaba un pene, y en silencio se excitaba solo de pensar en tenerlo encima, dentro, acariciando esa cabeza como el glande de otro pene gigante, mientras gozaba de su imaginaria doble estimulación epitelial.

Suspirando de nuevo, la veterana profesora empezó a recoger sus cosas. El timbre acababa de sonar, y los profesores ya estaban saliendo de la sala para dirigirse a sus respectivas aulas.

4

Cuando, llevado de la incomodidad espiritual o de los desarreglos proctosigmoideos del colon, Tomeus denominaba «molesta sinecura» a su trabajo en la Escuela, el sujeto solo estaba haciendo gala de un sentido del sarcasmo con marcada tendencia a lo hiperbólico, y todo formaba parte de una especie de caricaturización en serie para sacarle las tripas a una realidad por momentos inaceptable, aunque asumible si se aplicaba el gran calzador del sentido común y la resignación babosa, incondicional y un poco pacata. Porque el sujeto pensaba que una vida sin pathos no era vida ni era nada (y eso por no hablar de Eros y de Tanatos y de todos los demás), pero ese apasionamiento con que afrontaba cada pequeña nimiedad hacía de su alma fogosa una tea en perpetua combustión, y si en ese proceso de pura impertinencia debía renegar de su trabajo era por el simple impulso de buscar desesperadamente una excelencia que jamás aparecía. Después de haber tanteado, en vidas anteriores, varios escenarios profesionales tan provisionales como degradantes, poco tenía que objetar a su actual empleo. Tomeus Paramore había puesto a prueba su dignidad figurando en las listas del paro; había ejercido como vendedor a domicilio de estúpidas colecciones esotéricas (duró un solo día, el tiempo justo para admitir que ese trabajo, con todas sus pamplinas, no estaba hecho para él: se largó tras discutir con el comercial que lo acompañaba y que pretendía ser su omnisciente Pigmalión, y tras casi llegar a las manos con él a cuenta de unos fascículos que habían desaparecido y resultaron andar mezclados en un fajo equivocado, en el interior de la cartera del iluminado); fue donante de esperma, aspirante a empleado de banca, aspirante a porteador de los pesados equipos técnicos de un teatro, aspirante a ayudante de asesor turístico en una subsecretaría gubernamental, mancebo para todo en una empresa privada relacionada con la animación cultural (siete años de dura penitencia y laceración moral). Así que no, en puridad Tomeus no podía quejarse de su «sinecura» en la Escuela de Instrucción Pública Millerson, en comparación un trabajo bastante decente si se tenía en cuenta toda la recua de subempleos infamantes por los que había tenido que pasar.

 

Tomeus era absolutamente consciente del hecho, y en su fuero interno agradecía sin rubor su sino; simplemente, su trabajo no era el summum de lo que entendía por realización profesional, aunque ocasionalmente le deparaba grandes momentos que, por imprevistos, lo llenaban de refunfuñona gratitud. En ocasiones las motivaciones para los actos que emprendemos provienen de lo más insospechado; pueden encontrarse en lo obvio y lo sencillo, pero también en lo más bajo, inverosímil y rocambolesco. Una de las motivaciones de Tomeus era el contacto con esas náyades que las administraciones públicas le adjudicaban azarosamente cada año. Tomeus repasaba los listados de sus grupos de alumnos, a principio de curso, y se deleitaba en el porcentaje de hembras asignado: tantas alumnas (previsiblemente tersas y agradablemente femeninas), frente a tantos alumnos (normalmente patanes en vías de una completa maduración, con los que dirimir una multitud de roces estúpidos). Estaba seguro de que sus compañeros del claustro de profesores (hombres o mujeres) hacían secretamente alguna distinción parecida, de modo más o menos consciente. Para Tomeus el asunto era, evidentemente, un juego; otra de sus caricaturizaciones, un preliminar, una posibilidad apriorística y deliciosamente malsana, aunque totalmente condicionante y llena de una necesidad fuera de toda broma. Porque a menudo la caricatura esconde, mejor que cualquier otra sátira, la verdadera esencia de las cosas.

5

Sucedía sobre todo en bares, con pegotes de chocolate horadando piezas dentales o con bigotitos efímeros de espuma, cuando el tiempo acababa coagulado y Tomeus entreveía la imagen de Sara por el pasillo, adivinando bajo los tejanos la curva-contracurva del modelado animal, y acababa pensando en lo raro que era todo, apalancado allí, en el primer piso de la espera-a-nada, atrapado en el derroche de un tiempo continuamente bergsoniano, ignorado tras la cuadrícula de cemento de esa arquitectura fea que lo acogía en otra tarde insufriblemente triste. La situación acababa pareciéndose a literaturas gestadas en inodoros, a atardeceres de habitación sucia en los que se dejaba pasar deliberadamente el tiempo para esperar al instante siguiente, tratando de concretar algo que nunca llegaba a constituirse y se quedaba en el filo de todo: quien no consigue crear es mudo; quien no logra dar una forma a su inquietud es un lisiado emocional.

La relación de ese instante mental podía ser también la perspectiva desde un pasillo interior, viendo en el patio de la planta baja de esa espera-a-nada un caballete triste con un cuadro triste que recordaba a las pinturas de Balthus o de Odilon Redon. A pesar de tales sensaciones, sin embargo, Tomeus seguía acudiendo a esa cantina cercana a la Escuela cada martes por la tarde. El horror de los horarios pergeñados por la Roendgren Excelsis se materializaba en esa hora vespertina adicional, aislada, puesta como una excrecencia en la ilógica de unos cuadrantes poco compactos y aún menos racionales. Entre su última clase de la mañana y la excrecencia de las cuatro de la tarde Tomeus encontraba tiempo para ir a comer a esa fonda mugrienta, y matar el rato restante leyendo, corrigiendo trabajos de alumnos o escribiendo. Acababa de abrir las tapas del pequeño cuaderno que siempre llevaba consigo, pero lo había hecho sin muchas ganas, forzando una ocupación con la que disimular su aislamiento. No quería que lo tomasen con tanta facilidad por lo que en realidad era: un misántropo con poca tendencia a las socializaciones innecesarias. Así que el cuaderno le servía para aparentar que era un hombre ocupado, convencido de que casi nadie se atrevería a interrumpir a alguien que está absorto en su trabajo. La alambrada funcionaba bien, en todo caso; marcaba el territorio con probada eficacia, y le permitía agazaparse en esos dos pasos atrás para observar la vida sin ser notado. Confortado por su supuesta invisibilidad podía dedicarse a añadir renglones en las hojas del cuaderno, donde la tinta retorcida creaba telarañas sobre la pulpa del papel, y la caligrafía acababa dislocada por los arrebatos compulsivos, todo un filón para psiquiatras y grafólogos.

Con divagaciones de este tipo en la cabeza frecuentemente se quedaba mirando al vacío, en busca de algo que le permitiera arrancar. Pensó que le gustaría escribir como alguno de esos ilustres literatos que poblaban su panteón personal, pero en realidad no lo deseaba, era más bien que sus lecturas del momento lo contaminaban y lo enriquecían, y le salían al encuentro en los recodos del cerebro como rameras con elefantiasis. Y fue en uno de esos lapsos de extasiamiento cuando levantó la vista y comprobó que Sara, esa virginal bellaca, se había sentado frente a él en una de las mesas del fondo, y el hecho le hizo sentirse mejor. Ella removía su café en la distancia, como Tomeus removía la pluma, y la pluma iba removiendo letras con su punta y las depositaba tartamudeando en ese talco de la hoja, blanco como la tiza que esgrimía cada día ante ella como una provocadora erección. De repente Tomeus tomó conciencia del tiempo dedicado en esas primeras semanas de curso a la observación constante y solapada de Sara, mientras ella resolvía problemas de geometría en su pupitre, mientras flirteaba junto a sus amigas por los pasillos, removiendo su café en silencio, ahora mismo. Le subyugaba esa criatura, a pesar de estar a quince metros y seis mesas y muchos pensamientos de él.

Un camarero rubiales y atolondrado recogía platos, apilaba los restos de los servicios en una bandeja metálica, y con sus acciones precipitadas rompía la atmósfera y distraía a Tomeus de su concienzudo trabajo de campo: inspección y disimulo; nueva inspección, introspección y toma de notas en el cuaderno. Sara leía un pequeño librito que se desplegaba en vertical, y coqueteaba aparentando indolencia, enredando las puntas de su cabello entre los dedos, mirando de vez en cuando a Tomeus sin realmente mirarlo, y creyendo inventar el mundo con el ingenuo recurso de una seducción convencional. El tonto juego de siempre. El truco resultaba tan naíf que Tomeus, condescendiente, sonrió para sus adentros, aunque se cuidó de no dejar traslucir ningún tipo de emoción, y permaneció serio y con aire de concentración en lo que estaba haciendo. Debía mostrarse cauto con cualquier manifestación externa que pudiera ser malinterpretada; y no solo porque Sara tuviera apenas dieciséis años y él estuviera prácticamente entrando en la cincuentena, una circunstancia, por lo demás, sumamente controvertida y con discutida aceptación en la esclerótica estructura de la cultura occidental. Los alrededores de esa cantina, tan próxima a la Escuela, eran frecuentados por personal académico que iba y venía, profesores que utilizaban las instalaciones para preparar su trabajo fuera de horas, alumnos que acudían a reforzar contenidos, administrativos, limpiadoras o conserjes. No era aconsejable que el profesor de Geometría fuera visto con una de sus alumnas en ninguna situación social o personal que no fuera estrictamente académica. Por eso Tomeus evitaba, en la medida de lo posible, delatarse con alguna reacción impropia, con cualquier señal que pudiera dar pie a especulaciones o malentendidos. Algo que pareció decepcionar a Sara, que se estiró un poco en la silla para enarbolar su incorruptible dignidad a través de la postura, el ceño levemente fruncido, el espasmo impaciente de su pie derecho, y el cigarrillo que acababa de sacar del paquete para comenzar el rito del cigarrillo, algo a que agarrarse urgentemente, un comodín que la mantuviera ocupada y en apariencia indiferente, y le hiciera parecer mayor de lo que era. Sabía que Tomeus estaba escribiendo sobre ella; desde quince metros Tomeus también era capaz de leer esta certeza en los ojos de Sara, y veía sus propias letras ondulando en la superficie de esos ojos. Sin una razón concreta le vino a la cabeza el concepto de la Gran Salvación, y luego el foso del Amor Distrófico, la Fe Grasienta en lo Inarticulado, los pensamientos rústicos y deshonestos que acababan decantados en el centro de su cuerpo, como un cosquilleo inoportuno, cuando realmente el único cosquilleo que necesitaba en ese momento era el susurro de una musa o una caricia en el cuello, el rumor de páginas pasando para alcanzar el Marasmo Sosegador, convocando esas paces que últimamente no lograba encontrar en la Biblioteca Pública.

Alguien debía poner fin al retablo, en cualquier caso, y lo que de verdad pedía el drama era una repentina salida por la tangente, con un primer plano de Sara que se sabía observada y, con meditada efusión, daba la última calada a ese pitillo a medio fumar, y en un gesto inefable y conglobador lanzaba lateralmente su más de medio cigarrillo encendido y se levantaba en un tres palmos de narices que resultaba ciertamente épico y, a un tiempo, inevitablemente ridículo, porque no tenía contexto. Era un gesto brusco y hasta intempestivo, que denotaba el azoramiento que la presencia de Tomeus debía de estar provocando en la chiquilla.

Tomeus se quedó mirando ese reverso de Sara, los músculos traseros en plena locomoción, mientras esta se alejaba hacia el pasillo. Ante esa ausencia capital su ánimo se encogió de nuevo, arrugado bajo una sensación crepuscular y periférica, un efecto de desorden inte­rior y habitaciones sucias, como si se hubieran apagado las luces…, pues lo que quedaba era la soledad de bar-afuera contrapuesta al estrépito de bar-adentro, con rostros moviéndose espasmódicamente y un murmullo totalizador que no tenía forma, que no se dejaba cortar en pedacitos para asignar un trocito de rumor a cada boca oscilante, y poner en ellas frases al menos tan irrisorias como las caras de los fariseos.

6

El señor Tos ponía toda su atención fragmentaria en hacer coincidir la punta de un tornillo más bien pequeño con su agujero, pero sus manos temblonas hacían que la minúscula porción de ferralla diera vueltas alrededor de la rosca, sin acabar de embocar en ella, y que se tambaleara en una imposible verticalidad axial, cabeceando hasta caer sobre la mesa o directamente al suelo. El señor Tos ya había recogido tres veces la pieza metálica caída, pero estaba empeñado en alcanzar su objetivo, cualquiera que este fuera, pues su mente se dispersaba por momentos y ni siquiera sabía qué hacía allí sentado, en un salón plagado de tapetes de ganchillo y flores de franela, una acuarela de contenido alpino y unas cortinas de estilo veneciano, con cordones un tanto desgastados ciñéndolas a cuatro palmos del suelo. El salón era el de la señora Bonamassa, y el señor que se afanaba tratando de hacer ver que, a pesar de su provecta edad, todavía conservaba trazas genéticas de un pasable homo habilis, era la encarnación palpable y un tanto fantasmal de la tía Meredith, fallecida catorce meses atrás. Durante siete años, y hasta el momento del óbito, la señora Bonamassa había acogido en su casa a su tía octogenaria, tan lúcida y activa mientras vivió que, a pesar de sus piernas arqueadas por la artrosis y la impactante orografía que las arrugas habían modelado en su rostro, cada domingo por la tarde se aplicaba su colorete y sus polvos del desierto, redibujaba la forma de su boca con un lápiz de labios ciertamente atrevido para su edad, se calzaba unos zapatitos cómodos aunque elegantes, y hacía que un taxi la dejase en la Sala Golden´s, un tugurio para la tercera edad que estaba muy en boga, donde bailaba y alternaba hasta que sus pies decían basta. La señora Bonamassa la despedía en la puerta, meneando la cabeza para denotar cierto disgusto o, al menos, cierta razonable preocupación por su integridad física y moral, pero acababa recolocándole con mimo el florón abigarrado que adornaba la pechera de su traje de chaqueta, deseándole que se divirtiera y recordándole que las once de la noche era el punto de no retorno, el límite último que tenían pactado para sus inofensivas correrías.

Fue en uno de esos bailes donde la tía Meredith conoció al señor Tos, dos años mayor que ella; un individuo bajo, encorvado como un gorrión enfermo, y con una mirada perdida y emborronada por las cataratas que a la anciana le pareció muy seductora, no obstante, pues lo obligaba a entornar un poco los ojos para poder enfocar los bultos que tenía delante, a pesar de la corrección que sus gafas de montura dorada deberían proporcionarle. Por supuesto, el nombre del señor Tos no era señor Tos, sino Archimbold, pero Tomeus lo llamaba así porque lo oía toser con frenesí cuando el anciano estaba en casa de la señora Bonamassa, y ese desagradable sonido cargado de flemas líquidas y pequeñas explosiones de intensidad creciente (normalmente organizadas en tríadas separadas por intervalos demasiado cortos para el equilibrio emocional de cualquier humano) acababan desesperándolo, y hacían crecer en él un atisbo de gerontofobia que lo llevaba a apretar los dientes en silencio.

 

Archimbold, es decir, el señor Tos, fue poco a poco introducido en ese espacio que hasta entonces habían ocupado en una armonía un tanto monótona la señora Bonamassa y su tía Meredith, y si bien al principio la señora Bonamassa acogió con recelo estos devaneos extravagantes de su tía (tendía a considerarla un poco díscola, aunque entendía que este era todo el aliciente que le quedaba ya a la mujer, siempre enredada en sus terapias para aliviar la artrosis y en su triste mundo de farmacopea), pronto se acostumbró a preparar en domingos alternos mesa para tres. Y enseguida, con la excusa de recoger a la anciana para ir juntos al baile, las visitas del señor Tos se produjeron cada domingo, y luego tres y hasta cuatro veces por semana, sin un motivo especialmente justificado, más allá de la compañía y la distracción que el viejo proporcionaba a Meredith. Alguna noche, incluso, el señor Tos se había quedado a dormir, siempre en una habitación para invitados que la señora Bonamassa se encargaba de acondicionar, esforzándose en hacerla irresistiblemente acogedora con el fin de mantener al señor Tos lejos del dormitorio de su tía, quien, no obstante, nunca dio muestras de tener un interés especial en que el vetusto caballero accediera a su modesto santuario. Normalmente se despedían en la puerta del dormitorio de la anciana, ella en camisón, él enfundado en un pijama con una tira de seda en los bordes, y se cogían brevemente la mano a modo de buenas noches. La tía Meredith era consciente de que el señor Tos pasaba por dificultades económicas, y que su ridícula pensión apenas daba para mantenerlo a flote sin muchas florituras; y también sabía que, con sus galanterías, el caduco seductor iba buscando esa madriguera que le diera seguridad, calor y compañía, y de paso le ahorrase, en la medida de lo posible, el engorroso y continuo dispendio que le acarreaba la propia manutención. Así, cumpliendo con los niveles básicos que le imponía la mera pervivencia, y complementándolos con la hospitalidad de Meredith (es decir, a efectos prácticos, de la señora Bonamassa), el señor Tos iba trampeando y saliendo adelante. La tía Meredith, por su parte, consentía el rapto: también ella necesitaba de esa mentira para apurar una vida que presentía al límite, y el señor Tos la acompañaba en ese trance, y a veces la hacía reír con sus incongruencias de viejo chocho. Un quid pro quo que la señora Bonamassa aceptaba más o menos de buen grado, aunque a veces se sintiera realmente cansada de tener que cargar con dos viejos veleidosos que prácticamente vivían a su costa. Ella misma había superado ya los sesenta y cinco, y cada vez su cuerpo respondía peor a las exigencias de la vida cotidiana. Su espina dorsal se curvaba horriblemente, año a año, debido a su enfermedad, y ya le resultaba casi insostenible cualquier demanda física que se saliera de lo normal.

Por eso, cuando murió su tía, la señora Bonamassa se vio en un brete. No sabía cómo despachar al señor Tos, que seguía acudiendo por inercia y sin asomo de remordimiento varias veces por semana, y finalmente acabó asumiendo su presencia como algo inevitable. Por buscar un sentido a lo que estaba haciendo, la señora Bonamassa tomó su propio acto altruista como un homenaje a la tía desaparecida, una especie de cumplimiento de últimas voluntades, y así, perpetuando su existencia a través del señor Tos, podía en cierto modo sentir cerca a la finada, aunque fuera por simple metonimia. A cambio, el señor Tos intentaba hacerse útil con el mantenimiento logístico de la casa (aparatos rotos, cuadros despegados de sus marcos, bombillas fundidas...), siempre con deplorables resultados dada su incipiente ceguera, los ataques de tos y los tembleques que el Parkinson empezaba a dejar en sus manos; pero la señora Bonamassa le dejaba hacer para que el pobre vejestorio pudiera limpiar de algún modo su conciencia. De pronto la señora Bonamassa sentía el alcance de la trampa, como si a su vida se le hubiera impuesto por designio un encofrado de hierro (su tía Meredith) en el interior del cual se dispone una masa que al principio es blanda y maleable, y poco a poco va tomando cuerpo, endureciéndose, de modo que al retirar la estructura la masa permanece allí, ya cuajada e inamovible, con la forma del molde. Ese bloque pétreo era el señor Tos, y ya no había manera de desembarazarse de él.

7

Tomeus abrió la puerta. Llevaba el cuerpo desnudo envuelto en un kimono de seda, y los pies calzados con babuchas oscuras. En el dintel se encuadraron dos bellezas voluptuosas: la pelirroja saludó con un ladeamiento de cabeza y un gesto con la palma de la mano abierta, como si estuviera limpiando el vaho de un espejo; la negra llevaba un turbante violeta en la cabeza, y enseguida ofreció el dorso de su mano para que Tomeus la besara. Este apresó los dedos extendidos hacia él con la debida delicadeza, siguiendo el juego a la chica, al tiempo que acercaba los labios para depositar un beso inocuo a unos milímetros de su piel, y al retroceder para dejar el paso libre a sus visitantes notó cómo sus partes colgantes se bamboleaban sugestivamente por debajo del kimono. Al atravesar el umbral los cuerpos de las chicas dejaron en el aire sus fragancias arrebatadoras (en apreciaciones de Tomeus, una conjunción de gineceo penumbroso y falso perfume de marca), que se quedaron flotando alrededor de las cabezas como una nube, produciendo en el desconcertado anfitrión un enajenamiento transitorio y sumamente agradable. «Yo soy Tomeus», acertó a decir este escuetamente, de un modo un tanto absurdo, como si necesitara dejar claro quién era quién en el pequeño sainete; y mientras las chicas se adentraban en el breve pasillo se quedó innecesariamente rezagado, con la excusa de cerrar la puerta, para observarlas de espaldas. Eran más altas que él, más excitantemente corpóreas, animales verdaderamente tangibles sobre taconazos obscenos, brillantes como el mango de un látigo. Tomeus se ajustó un poco mejor el cordón del kimono, y sin perder más tiempo se reunió con ellas en el salón, según lo que tenía planeado. Allí, cogiéndolas del brazo, las condujo suavemente hacia el mueble-bar, un elegante globo terráqueo con un mapamundi del siglo xvii grabado en su superficie, y mientras ellas se servían un trago él fue a elegir un disco. La negra le evocaba vagamente a Bessie Smith, con el turbante como una cúspide de meditada sofisticación y los pómulos tridimensionales y pulidos, así que se entretuvo rebuscando en su fonoteca hasta dar por fin con Do your duty. Con mucho cuidado sacó el disco de su funda, se aproximó ritualmente al elegante Marantz plateado que reposaba con toda su potencia latente, y poniendo en marcha el aparato hizo sonar esa maravilla crepitante y nasal, que empezó a llenar el aire con su sordina desgarradora y sus historias de infortunio.