Me sedujiste, Señor

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Me sedujiste, Señor
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JOSÉ DÍAZ RINCÓN

ME SEDUJISTE, SEÑOR

Experiencias y convicciones

de un seglar

Prólogo de

Mons. francisco cerro chaves

obispo de coria-cáceres

Con un prefacio de

Mons. ANTONIO DORADO SOTO

obispo EMÉRITO DE MÁLAGA


Ediciones Trébedes

© Ediciones Trébedes, 2011.

© José Díaz Rincón, 2011.

ISBN: 978-84-939085-4-6

ISBN edición impresa: 978-84-939085-3-9

www.edicionestrebedes.com

info@edicionestrebedes.com

Imprimatur: +Braulio Rodriguez, Arzobispo de Toledo, Primado de España. Toledo 1/12/2011.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento.

Índice

Prólogo 9

Nota de los editores 11

Prefacio 13

Introducción 17

I. Jesucristo, la Iglesia y la fe 21

II. Mi encuentro con Jesús 39

III. Juventud y pasión por el apostolado 53

IV. La familia, Iglesia doméstica 79

V. Recrecerse en las dificultades 95

VI. La llamada más colosal y el mayor servicio 119

VII. Renovar el laicado en la diócesis 133

VIII. Participar de la Cruz de Jesucristo 141

IX. Nuevos horizontes apostólicos 151

X. Epílogo 165

Ilustraciones173

Prólogo

Escribir es siempre retrato de la propia alma. Uno va desgranando retazos de su corazón, de sus vivencias más profundas. Conociendo y admirando la persona de “Pepe”, nuestro querido José Díaz Rincón, se descubre que ha sido un acierto desde el título del libro: “Me sedujiste, Señor” hasta la última palabra donde se resume en todos los escritos, para tratar lo que yo llamaría las tres grandes pasiones de uno de los laicos más conocidos y representativo de la Iglesia española, desde nuestra querida Archidiócesis de Toledo que siempre fue cuna de un laicado referente para la Iglesia Universal.

1. La pasión por Jesucristo. Su fuerza es que sólo dice y escribe lo que vive o desea vivir “con toda su fuerza y con todo su ser”, que es su pasión por Cristo. Muchas veces he escuchado a “Pepe”, y siempre me ha impactado su Amor a Jesús, ayudado por grandes sacerdotes que han influenciado decisivamente en su vida, entre ellos destacaría la figura colosal de Don José Rivera, que también fue profesor mío de Teología Espiritual, y que dejó en Pepe una honda pasión por Jesús. Su Amor a Jesús es tan fuerte que le ha llevado a ser siempre un apóstol en su ambiente, en su parroquia, en su trabajo, en su experiencia de conferenciante y de transmisor del Evangelio por todos los rincones y son muchos los que ha visitado en toda España. Su pasión por Cristo es la clave de una vida tan sencilla y, a la vez, tan probada por la cruz, que sólo se puede vivir con paz cuando se centra la mirada en “quien tiene traspasado el corazón”.

2. Su pasión por la Iglesia. Pocas personas he conocido con una pasión tan concreta y real de amor hacia la Iglesia. Ha luchado siempre dentro de ella y por amor a ella y siempre mirada como la Madre que nos ha dado a Cristo. Sabiendo que a esta Iglesia sólo la hacen creíble los santos y los que viven en su seno, el gozo de ser familia de Dios. Rincón ama a la Iglesia porque ha “mendigado” siempre el Amor de Dios y, como Benedicto XVI, se considera un “obrero de la viña del Señor”, ni más ni menos.

3. Su pasión por el laicado asociado. Su vocación de laico la ha vivido siempre en el seno de la Iglesia, como una vocación de primera a la santidad. No se ha ido por las ramas. No ha querido otra cosa que vivir como laico con “los sentimientos de Cristo”. Este libro es un canto a la profunda vocación laical, tan sencilla como apasionada, tan real como la vida misma. Desde su realidad de padre de familia, de trabajador, de esposo, de viudo, de abuelo. O bien de catequista o de militante, no ha sabido hacer otra cosa que servir a todos, como un laico que siempre vivió la pasión por los movimientos de Acción Católica y sobre todo por su amor a crear un laicado que, como era un “gigante dormido”, había que despertar para la nueva Evangelización. Pepe siempre ha vivido su pasión por el laico. Cree en los laicos porque ve en ellos el potencial de santidad y entrega que hay que descubrir y que sobre todo hay que sembrar en todas las Diócesis para que verdaderamente sea conocido y amado Cristo y su Iglesia.

Quiero agradecer el bien que siempre me ha hecho José Díaz Rincón, desde que lo conocí. A toda su familia y a toda la gente que con él han realizado una labor tan evangélica y tan ejemplar y que callarlo sería un pecado de omisión. He recibido siempre, tanto de su amistad, que no quiero callarlo.

Los laicos, nuestros hermanos en la común misión de evangelizar, y entre ellos Pepe, a mí siempre como sacerdote y ahora como Obispo, me han enseñado y me ayudan a vivir esa pasión por Cristo, por la Iglesia y por los pobres. Los laicos siempre tienen una misión que realizar y que es tan necesaria, hoy, como nos recuerda en este libro un amigo mío, llamado José Díaz Rincón. Gracias, Pepe, por ayudarnos a sembrar a Jesús en medio de los hombres y mujeres que comparten la vida, codo a codo con nosotros.

+ Francisco Cerro Chaves

Obispo de Coria-Cáceres

Nota de los editores

Todos los libros tienen su historia y su prehistoria. Este también. Ya decían los romanos de la época de Cicerón aquello de habent sua fata libelli (“los libros tienen cada uno su azar”, es decir, su hado, su suerte, su fatalidad).

Lo decimos porque este libro, o un escrito muy semejante, estuvo a punto de nacer catorce años atrás, en 1997. De aquel proyecto quedó el prefacio escrito por Mons. Antonio Dorado Soto, a la sazón Obispo de Málaga, y hoy emérito de la misma diócesis. Y así podemos hoy ofrecerlo también al lector dado su gran interés, a continuación, y como muestra de ese azar providencial que rige la vida de los libros, y del vínculo cordial de las entrañables personas amigas que alientan su aparición.

Toledo, julio de 2011.

Prefacio

1. José Díaz Rincón es un creyente seducido por Dios, y bajo la forma de un libro de espiritualidad seglar, que también lo es, nos ha dado el testimonio de su camino de fe. A medida que uno se adentra por las páginas de esta obra, cae en la cuenta de lo acertado del título: ME SEDUJISTE, SEÑOR.

Cuando leemos el Evangelio, llama la atención que Jesús habla siempre de Dios con enorme pasión, con la pasión del Hijo. Los evangelistas nos dicen que su lenguaje resultaba llamativo, porque hablaba de Dios “con autoridad”, y no como los escribas. Y es que hablaba desde su experiencia de filiación. Es algo que, salvando distancias, le sucede también a José Díaz Rincón: habla de Dios, de Cristo, del Espíritu y de la misma Iglesia con autén­tica pasión de hijo, del hijo que admira y ama profundamente.

2. Su escuela de fe ha sido la Iglesia. Y más concretamente, la Acción Católica. En la Acción Católica hemos compartido ilusión, alegrías, dificultades y tareas en la Diócesis de Toledo primero, y en responsabilidades nacionales después. Hicimos mucho camino juntos, durante los años que precedieron y que siguieron a la celebración del Vaticano II. Y digo “mucho”, atendiendo más a la hondura y la complejidad del trayecto que a su duración, que tampoco fue desdeñable.

La oportunidad de este testimonio de fe y de vida me parece evidente, cuando, en España, estamos tratando de relanzar la Acción Católica. Los nuevos militantes -y también los vetera­nos- pueden encontrar en él una fuente valiosa de inspiración, ya que es la experiencia vivida por quien ha ocupado diversos cargos diocesanos, nacionales e internacionales durante cuatro décadas densas y difíciles. En medio de crisis profundas y de grandes esperanzas, José Díaz Rincón se mantuvo siempre fiel seguidor de Jesucristo y leal hijo de la Iglesia. Y ahora, con la libertad y la humildad que dan los años, nos confiesa: “Siempre le dije ¡SI!, como lo hace María, prototipo de todo creyente, como lo hacen los Apóstoles, porque, ¿dónde irían? ¡Sólo Él tiene palabras de vida eterna! Como lo hacen la Iglesia y los santos, como lo hace la gente pobre y sencilla, aun sin conocerle del todo bien, por eso está siempre tan cerca de su Corazón, a los que jamás vi rebelarse contra sus planes”.

 

3. Aunque se trata de un testimonio personal, de cómo el autor ha vivido su fe y ha encontrado energías y luz para cumplir con su deber de evangelizar en su condición de seglar, el libro nos ofrece algunas claves dignas de ser reseñadas.

En el primer capítulo, nos dice que su fe está centrada en Jesucristo, a quien nos presenta con los rasgos más sencillos y elocuentes del Hijo de Dios hecho hombre, del Amigo que vive y camina a nuestro lado. En el segundo, nos habla de su escuela: ha conocido a Jesucristo en la escuela de la Palabra y de la escucha personal y cálida, mediante una lectura orante desde la vida para aterrizar en la vida. Y finalmente en el tercero, nos dice que su lectura de la Biblia se ha realizado siempre dentro de la Iglesia, que es el hogar natural de la Palabra de Dios.

La segunda parte nos habla del proceso que está llamado a seguir todo creyente: el punto de partida, al que dedica el capítulo cuarto, es la experiencia de Dios, vivida en y desde el mundo concreto de cada día: desde la familia, desde el trabajo, desde el ocio y desde el compromiso ciudadano. Dicha experiencia es la clave de todo apostolado, que consiste en contar lo que uno “ha visto y oído”. Pero nuestro mundo plural y secularizado no se conforma con que proclamemos nuestra fe, sino que nos pide razón de nuestra esperanza. De ahí esa necesidad de formación integral que aborda en el capítulo quinto, y que debe centrarse en el Credo que confesamos. Pero siempre, en y desde la comunidad, pues somos personas, no individuos solitarios sino miembros del Pueblo de Dios, como se dice en el capítulo sexto.

La tercera parte empieza por presentarnos la caridad, ese amor gratuito que es regalo de Dios y que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones, como la clave permanente de toda espiritualidad evangélica. Y como el amor tiende a ser contagioso y a difundirse, desemboca en el apostolado, nos dice el capítulo octavo. Y dado que la nueva evangelización se hará, sobre todo, por los laicos, o no se hará en absoluto, como dijo en fechas aún recientes la Conferencia Episcopal (cfr CLIM, 148), el autor nos ofrece su rica experiencia de más de cuarenta años para orientar nuestra búsqueda de nuevos caminos y responder entre todos a esa pregunta difícil y urgente: ¿Qué tenemos que hacer?

4. Para terminar, deseo dar la gracias al creyente, al hermano y al amigo entrañable, José Díaz Rincón. A él y a su esposa María, con quien ha sido durante cuarenta años y sigue siendo “una sola carne”. Con ella construyó pacientemente esa “iglesia doméstica” que es la familia, en la que mutuamente descubrieron la ternura de Dios. La misma que fueron derramando ayer sobre sus hijos Sagrario, Antonio, Jesús Manuel y Belén; y que hoy siguen derramando sobre quienes los tratamos, aunque de manera especial sobre sus diez nietos.

+ Antonio Dorado

Obispo de Málaga

1 de octubre de 1997

Introducción

Debo confesar que desde que tengo uso de razón me ha seducido Jesucristo. Desde muy pequeño, tal vez, desde que comencé a razonar, no he dejado de tratar a Jesús con inmenso afecto, admiración y compromiso. Aseguro que a mis ochenta años ¡jamás me ha defraudado! Cada día me apasiona más y es como si estrenara mi amistad con Él, encontrando nuevas dimensiones, encantos y grandezas en su rica personalidad divina, en su infinito amor, insondable sabiduría e incomparable belleza, llegándome a fascinar de tal manera que llego a experimentar lo que afirma la Sagrada Escritura: “su amor es más fuerte que la muerte y sus besos más embriagadores que el vino”.

Hace unos años, pasó por Toledo el Obispo que, cuando era sacerdote, celebró la Misa de mi matrimonio. Estuvimos un buen rato juntos, disfrutando de nuestra vieja amistad. Al despedirse, sin darse cuenta, me dijo el mejor piropo que podía decirme: “Qué alegría me das, Rincón, te encuentro con la misma frescura de fe que cuando estábamos trabajando juntos y te casé”. Le contesté: “lo lógico es, no que tenga igual fe sino mayor, porque al tratar tantos años con las Personas divinas tenga mayor fe, esté más convencido, más enamorado y entusiasmado”.

De siempre me han llamado poderosamente la atención los Profetas en la Biblia, precisamente por su fe probada, profundas convicciones religiosas, su amor y confianza en Dios, con esa misión tan noble, hermosa y valiente de ser heraldos y portavoces de Dios y sus promesas. Hablan de Él como nadie lo hace, explican sus perfecciones y prerrogativas de forma deslumbrante y le expresan unas oraciones y piropos que admiran y cultivan.

Como simple ”botón de muestra” destaco al Profeta Jeremías, el hombre de corazón abierto que nos trasparenta su grandeza, su tragedia y sus miedos, sus dudas, debilidades y miserias, con la inamovible firmeza de su confianza inquebrantable en Dios, que es nuestro Creador y Señor, que da sentido a toda nuestra existencia. Tal vez, podamos estar marcados, como el profeta, por la incomprensión y el fracaso. Es impresionante su actitud. Jeremías nos acerca, como ningún otro, a la verdadera dimensión de la vocación cristiana, que también es profética, a sus abismos de soledad, abandono, oscuridades, riesgos y desafíos, como a esa fidelidad a la Palabra de Dios, encendida en sus entrañas que pugnará por salir venciendo todos los problemas, decepciones y resistencias.

Jeremías, en tiempos del sacerdote Pasjur, después de romper el botijo de barro ante el pueblo, para sensibilizar lo que el Señor hará con ellos por romper su alianza y con su amistad, lo cual no podrá recomponerse como la arcilla rota, a no ser por un arrepentimiento sincero, con lo cual Dios haría odres nuevos, se detiene en el atrio del templo del Señor y profetiza que el Dios todopoderoso de Israel va a traer la calamidad como había anunciado, porque no escuchará sus palabras vacías. El sacerdote Pasjur, responsable del templo del Señor, al oír a Jeremías profetizar esas palabras, lo mandó azotar y meterlo en la cárcel. El Profeta no se arredra y con la valentía que infunde la verdad le sigue advirtiendo y detallando todo lo que el Justo hará con él y con su pueblo, llevándoles al destierro de Babilonia en donde morirán.

En esa dramática situación, en la que el Profeta no es comprendido ni escuchado y siendo maltratado, parece que ha fracasado estrepitosamente y se siente solo ante Dios. Entonces dirige la mirada al cielo, abre su corazón y deja discurrir su mente, pronunciando estas palabras tan impresionantes como cautivadoras, propias de un verdadero creyente:

“Tú me sedujiste, Señor,

Y yo me dejé seducir;

Me has violentado y me has podido (…)

Dentro de mí como un fuego abrasador

Encerrado en mis huesos;

Me esforzaba en contenerlo,

Pero no podía... (Jer 20, 7-9)

Me siento identificado con el Profeta, y eso que los Profetas sólo conocían a Jesucristo por los oráculos y mensajes que Dios les transmitía para anunciar al pueblo la llegada del Salvador. Si hubiesen conocido, como nosotros, a Dios por la misma revelación de Jesús, hecho Hombre, se hubiesen vuelto locos de alegría y sería mayor su fe y entusiasmo, quedando prendados y embriagados de la gran Verdad, de tanto amor, belleza y grandeza.

Las razones y motivaciones que existen en todas las personas de la historia que han conocido a Dios, se han entregado a Dios, se han ofrecido a Él, para amarle, servirle, estar con Él y colaborar en su plan de salvación sobre los hombres, son la fe y la confianza absolutas en su amor, sus preceptos y las promesas que Él mismo ha querido revelarnos. Por la experiencia viva de la amistad con las Personas divinas, hemos comprobado y palpado sus inefables prerrogativas que fascinan a cualquiera, desbordan todas nuestras ilusiones, aspiraciones y deseos, llegando a subyugarnos y entusiasmarnos por Jesucristo, expresión del Padre. Como repite en todos sus versos el precioso salmo 135, al narrar todos los hechos de la Historia de la Salvación: “Porque es eterno su amor”.

Nosotros lo único que podemos hacer por Dios es ser testigos de ese amor sin límites, como lo han hecho y hacen todos sus amigos, como afirma Hch 4, 20: “Por nuestra parte, no podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído”, y así comprometernos en la evangelización que es la misión de todo seguidor de Jesús, porque Él ha dado esta misión a toda su Iglesia, que somos nosotros: “Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura” (Mc 16, 15).

El que no sienta esta llamada al apostolado, en la medida que cada uno pueda responder, es que no es verdadero discípulo de Jesús, ni lo ha visto ni lo ha conocido, y tendrá que poner remedio buscando su amistad, poniéndose en contacto con Él por la oración, oyendo su Palabra y ejercitándola en el servicio a los hermanos, convirtiéndose de corazón, porque ésta es la actitud que debemos tener todos los que creemos en el Dios revelado por Jesucristo.

Por mi propia experiencia os digo que es preciso dejarnos querer y mover por Dios, porque Él sabe lo que nos conviene y nosotros sabemos que, como su Hijo Jesucristo, nos ama “hasta el extremo”. Sus delicias son estar con los hijos de los hombres, dice la Escritura, sabiendo que las iniciativas deben partir de Él, que es la Sabiduría infinita, y como dice san Juan “Él nos amó primero” y jamás defrauda a nadie. Si nos dejamos amar y mover por Dios, tengo la certeza por experiencia que se cumple en nosotros esa promesa que nos hace Jesús: “El que bebe del agua que yo le diere no tendrá jamás sed y se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” (Jn 4, 14)

Esta es la realidad que siempre he vivido y he visto en otros muchos creyentes: que el que está en Jesús no camina en tinieblas, que Él lo da todo y no nos quita nada, que da sentido a toda nuestra existencia, que, a pesar de las dificultades, nos hace las personas más felices del mundo, porque sólo Él tiene palabras de vida eterna.

I


Jesucristo, la Iglesia y la fe

1.1. ¿Quién es este hombre...?

Los mismos apóstoles, escogidos por Jesús para ser sus compañeros, vivir con Él, y fundar sobre ellos la Iglesia, se sobrecogen en varias ocasiones, ante su deslumbrante personalidad, poder y grandeza. Por ejemplo, dice el evangelio: “Mientras navegaban se durmió. Vino una gran tempestad y a causa de la inundación de la barca, estaban en peligro. Llegándose a él, le despiertan diciendo: ¡Maestro que perecemos! Despertó Jesús e increpó al viento y al oleaje del agua, que se aquietaran, haciéndose la calma. Y les dijo: ¿Dónde está vuestra fe? Llenos de pasmo, se admiraban y se decían unos a otros: ¿Pero quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Lc 8, 22-25).

Jesucristo es el fundamento, la razón, el objeto y la clave de nuestra fe cristiana. “Es la piedra angular”, la causa y fuerza de nuestra esperanza, “el alfa y la omega”, el principio y el fin, como revela el libro del Apocalipsis. “Es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn, 1-9). Para un apóstol seglar, para mí, Jesucristo no sólo es el fundamento de toda nuestra existencia, sino la pasión, el principio y culmen de todas nuestras aspiraciones, razón de todas nuestras certezas y alegrías. Estamos convencidos de esa hermosa realidad que él nos descubre en su evangelio: “Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).

La vida cristiana consiste en conocer a Jesucristo, confiar en Él y seguirle. “El que cree en Jesús tiene la vida eterna, el que rehúsa creer en Él no verá la vida, sino que está sobre él la cólera de Dios” (Jn 3, 36). “El que creyera jamás será confundido” (Rom 9, 33).

En mi etapa de adolescente, con escasa cultura, con muchos problemas en mi familia, sin medios de ningún tipo, se despertó en mí un encendido interés por Jesucristo. De inmediato pensé que tenía a mi alcance tres medios, que después se me han acreditado como infalibles y que he comprobado que la misma Iglesia lo confirma, son insuperables y cualquiera los puede tener por ser muy sencillos, posibles e inequívocos: leer la Biblia; tratar personalmente a Jesús; y descubrir sus obras y sus presencias.

 

a) Leer la Biblia

San Jerónimo, traductor de la Biblia de su lenguaje original al latín, en el siglo IV, afirma categórico: “No es posible conocer a Jesús sin conocer las sagradas Escrituras”. Él es el centro, el eje y la plenitud de toda la Revelación que contiene la Biblia. Desde el primer libro del Génesis, hasta el último que es el Apocalipsis, los 73 libros de los que está compuesta hacen relación a Jesucristo y nos descubren su rica, completa, atrayente y fascinante Persona divina y humana. En todo el Antiguo Testamento se nos proyectan hechos, signos, figuras, personas, profecías y oráculos que nos descubren y revelan al Mesías prometido, al Salvador. En el Nuevo Testamento la Revelación llega a su culmen y plenitud; este Testamento fue precisamente escrito para dar a conocer a Jesús; es imprescindible leer, reflexionar y meditar la Biblia, por ser el libro de nuestra fe. Aunque debo aclarar que nuestra religión no es la religión del Libro, sino de una Persona entrañable y cercana: ¡Jesucristo! A la que debemos conocer, amar y seguir.

Para animaros a familiarizarse con la Biblia y subrayar la importancia que esto tiene, os digo que el Antiguo Testamento está patente en el Nuevo Testamento, y éste último latente en el Antiguo, que son las dos partes que componen el libro santo. Desde que aprendí a leer no he dejado ni un solo día de leer, reflexionar, meditar o contemplar desde la Biblia los grandes misterios de nuestra fe. Cuando tengáis muchas dificultades, o no encontréis a alguien que os ayude a entender el antiguo Testamento, no os preocupéis, quedaos solo con el Nuevo, que es más fácil, cercano y directo.

b) Tratar con Jesús

Es lo esencial, ya que teniendo muchísima importancia las Sagradas escrituras, lo fundamental es tratar directamente con Jesús, desde la fe, para eso “acampó entre nosotros”. Para mí, el trato personal con Jesús es lo más grande, genial, apasionante, hermoso, vivo y eficaz que Dios nos ha concedido poder realizar. Siempre lo he pensado así y lo he experimentado con inefable gozo. Cuando daba catequesis, durante muchos años, a niños y jóvenes, insistentemente les invitaba a acercarse a Jesús, hablar con Él, rezar lo que sepamos, exponerle nuestros deseos y problemas con la mayor confianza, Él así nos invita en su Evangelio, a visitarle en la Eucaristía, a estar a solas con Él, participar en las oraciones comunitarias de la Iglesia, la principal de todas la Santa Misa. Igualmente lo hago estos últimos años, que sigo dando catequesis a los adultos, con excelentes resultados. A éstos me atrevo a decirles que debemos ejercitar las rodillas, si podemos, para estar con Jesús y no saldrán defraudados. Así ha sido siempre y lo será. Cualquier persona, aún sin saber rezar, si se pone un rato junto a Jesús con fe sale beneficiado y fortalecido. No nos importe estar en silencio junto a Él, para que nos hable directamente, aunque alguna vez nos podamos dormir. Lo que importa es ser conscientes de que estamos junto al que sabemos que nos ama “hasta el extremo”.

Insisto, una de las maneras de conocer con intimidad a Jesús y tratar con Él es la oración en cualquiera de sus formas, en silencio, reflexiva, meditativa, contemplativa o discursiva. Así ejercitamos y fortalecemos la fe, por la que conocemos y somos amigos de Jesús. Por la fe le conocen, le aman y se entregan a Él, su misma Madre, María, la mujer de la fe por excelencia como Abraham nuestro padre en la fe, como San José, los Apóstoles, todos los santos y sus amigos en toda la historia.

c) Descubrir sus obras y sus presencias

Como hasta mis diecinueve años viví en mi pueblo rural, y desde los diez años comencé a trabajar en la agricultura, he tenido facilidad de conocer a Dios en sus obras, por mi contacto directo con la naturaleza. Impresiona y alucina contemplar la Creación, por su grandeza, misterio, su belleza, su fuerza y precisión inexplicable. Como soy de tierra adentro, me llama mucho la atención el mar, y si algún verano tengo ocasión de acercarme a un litoral, lo hago. Siento un placer inmenso al pasearme temprano, con los pies descalzos, por la playa contemplando la inmensidad del mar, disfrutando de su susurro y de su paz. Cuando algún día ha bajado la marea es curioso adivinar en la arena, por las huellas, si lo que pasó por allí antes que yo ha sido otra persona, un perro o un ave. Por las huellas que Dios deja en la Creación es fácil conocerle, porque esas huellas, como las de la playa, no se han hecho solas. ¿Podemos contar las estrellas? Los limitados conocimientos humanos, hasta hoy, calculan el número aproximado de estrellas del Universo son más de 200.000 trillones de estrellas. ¡Un número de 24 cifras! Se calcula que el Universo consta de diez millones de galaxias, cada una de las cuales consta de unos cien millones de estrellas. ¿Quién, sino Dios, es el autor de esta maravilla? ¿Podemos con fijeza mirar al sol que dista 150 millones de kilómetros de la tierra? ¿Observamos la precisión de los acontecimientos del cosmos? Un detalle asombroso: el cometa Halley, llamado así en honor del astrónomo Edmundo Halley que lo descubrió en 1662. Calculó su órbita y predijo aparecería junto a nosotros cada setenta y cinco años, y así ha sucedido. Pasó en marzo de 1986 y volverá a hacerlo en el año 2061. Otra huella, que alucina, es la velocidad de la luz, que según las leyes de la física, no puede superarse, por ser 300.000 km. por segundo. Todos los fenómenos de la atmósfera y de la naturaleza son inabarcables, incontrolables, insuperables. Afirma el Salmo 18 “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos”. Y así es.

Toda la naturaleza está llena de maravillas. No sabe uno qué admirar más, si las maravillas grandes o pequeñas, si el tamaño y las velocidades de las estrellas del cielo, o la maravillosa constitución del átomo compuesto de electrones, protones, neutrones y demás partículas subatómicas de vida efímera; si la exactitud del movimiento de los astros, o el prodigioso instinto de las abejas para hacer las celditas hexagonales de su panal con la perfección que no podría superar el mejor ingeniero del mundo. Los sapientísimos instintos de los animales, y las leyes todas del Universo nos están gritando que han sido hechas por una gran inteligencia que, sin duda alguna, es Dios. Isaac Newton, matemático y físico inglés del siglo XVII, hablando del cosmos decía: “Hay que reconocer la voluntad y el dominio de un Ser inteligente y poderoso”. En otra ocasión se pregunta asombrado: “¿De dónde proviene todo ese orden, precisión y belleza que vemos en el cosmos? ¿no aparece claro que existe un Ser inteligente?”

d) Las presencias de Cristo entre nosotros

Estas presencias las tenemos, muy especialmente, en la sagrada Eucaristía y en los pobres y necesitados.

En la Eucaristía, porque es el invento de amor y cercanía más grande, propio de Dios, que Jesús ha querido instituir para ser nuestra comida, prenda de vida eterna, que nos dé fuerzas en este “peregrinar por Cristo al Padre, llevando consigo a los hermanos”, como definía Manuel Aparici la vida cristiana. También, para ser el sacrificio constante de su amor redentor hacia nosotros. Y también, para ser su propia presencia física entre nosotros “hasta el final de los tiempos”, como Él nos ha prometido (cf. Mt 28, 20).

No podemos tener la menor duda. Jesús mismo nos asegura: “Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre...”, como nos transmiten los cuatro evangelistas. “Yo soy el pan de vida... Yo soy el pan bajado del cielo... Este es el pan que baja del cielo, para que el que lo coma no muera... el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (cf. Capítulo 6 de san Juan).

Tiene san Lucas en su Evangelio (22, 15) una afirmación impresionante cuando subraya la institución de la Eucaristía. Son unas palabras misteriosas y muy emotivas que desbordan el amor vivo y eficaz de Jesucristo: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Es decir, Jesús, desde toda la eternidad ha pensado en su Eucaristía, como forma genial de estar junto a nosotros, de ahí que en el Antiguo Testamento se anuncie este Pan de diversas maneras y con significativos acentos (el sacrificio de pan y vino que ofrecía el sacerdote Melquisedec, las gavillas de espigas de Ruth, el pan que el cuervo llevaba al profeta Elías, el maná de los israelitas en el desierto...). Jesús sabía de antemano todo lo que supondría y sufriría en su Eucaristía: desprecios, abandonos, sacrilegios, profanaciones, desinterés de los suyos, misas mal celebradas, ofensas crueles... Sin embargo, Él con emoción manifiesta que “ardientemente ha deseado este momento”.

La otra presencia viva de Jesucristo entre nosotros es entre los que su­fren. En todo su Evangelio lo enseña, lo reitera, lo demuestra, y todos nosotros lo conocemos, aunque hayamos leído poco su mensaje. Por eso me limito a recordar alguna de sus frases lapidarias: “Un precepto nuevo os doy: que os a­méis los unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente” (Jn 14, 34). “En verdad os digo que cuantas veces hagáis algo a uno de estos hermanos más pequeños, pobres, enfermos, niños, ancianos, presos, aban­donados, hambrientos, sedientos, necesitados, a mí me lo hacéis” (Mt 25, 40).