Loe raamatut: «Al tercer día resucitó de entre los muertos»

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AL TERCER DÍA RESUCITÓ

DE ENTRE LOS MUERTOS

José Ignacio González Faus


A todos mis compañeros de bachillerato de 1950 («o tempora, o mores!»), en las bodas de oro de nuestra promoción.


Mayo 2000

PRÓLOGO

En la ya larga historia del espíritu humano y de sus variedades y exuberantes manifestaciones, hay un pequeño dato que no puede negarse: nunca, en ningún lugar, y de nadie, se ha afirmado algo similar a lo que la fe cristiana profesa de Jesús, cuando dice que «resucitó de entre los muertos».

A lo largo de los siglos, la palabra humana se ha atrevido a testificar algunas reviviscencias (verdaderas o no, ahora no hace al caso). Pero ciertamente no ha testificado ninguna resurrección, salvo la de Jesús.

En este mundo del que los antiguos afirmaban que «no hay nada nuevo bajo el sol», en esta historia de la que el escéptico Eclesiastés (1,10) escribía que «nadie puede decir “aquí hay una cosa nueva”, porque ya existió», en este mundo y esta historia hay una afirmación única, que no ha vuelto a ser dicha de nadie más –ni en otras religiones ni fuera de ellas– y que, a su modo, ha marcado buena parte de la trayectoria humana sobre el planeta tierra, y pretende enmarcarla toda: que Jesús de Nazaret, crucificado por los hombres, ha sido resucitado de entre los muertos.

Esta unicidad, esta novedad absoluta de la noticia, legitima al menos el interés por saber qué quiere decir eso de la Resurrección de Jesucristo. Aunque solo fuera por curiosidad.

Pero lo legitima mucho más en unos momentos como los presentes, en los que el analfabetismo religioso está llegando a niveles de inundación tropical o mediterránea. Y en los que, desde esa ignorancia, todo el mundo se atreve a pontificar sobre temas religiosos, con una impavidez y una seguridad que recuerda a aquellos sofistas de Atenas a los que Sócrates escuchaba pacientemente entre la sorna y la sonrisa.

Por ejemplo: el pasado verano1, y a propósito de unas declaraciones de Juan Pablo II sobre el cielo y el infierno como estados y no como espacios (declaraciones supuestas o reales pero, en cualquier caso, tremendamente obvias y elementales), una prensa angustiada por la sequía veraniega de noticias, se entretuvo comentando, criticando y especulando, como si el Papa hubiera declarado algo inaudito, tan rasgado y tan extraño que confirmaba el ateísmo de los no creyentes y amenazaba la fe de los fieles. Pero no había ni lo uno ni lo otro. En realidad no había nada.

Pasada aquella tormenta veraniega, quizás pueda quedar una conclusión modesta: no está mal tener una misma información y entender un poquito de aquello de lo que vamos a hablar, o nos van a hacer hablar. Ojalá estas páginas puedan ayudar a ello, aunque solo será mínimamente.

Ayudar a los no creyentes que, a veces, al hablar de temas religiosos hacen un ridículo impresionante del que no se dan cuenta ni ellos ni sus oyentes, porque todos están como en aquella ciudad de los ciegos novelada por Saramago. Y ayudar a los creyentes a los que la fe se les ha quedado tan pequeña como el trajecito de la primera comunión (que era además un traje de una época de penurias). Y no se dan cuenta de que, en asuntos de fe, salen muchas veces a la calle con aquel traje de marinerito, mostrando a la vez sus piernas peludas y sus cabezas entrecanas o entrecalvas.

No hay en estas páginas otra pretensión que la de informar un poco. Por las razones dichas. Y sin afán de convertir a nadie. Que no están los tiempos para más pretensiones.

Pero sí me quedaré contento si, al acabar, unos y otros entienden mejor el sentido pleno de aquella preciosa frase del salmista, que me gusta repetir de vez en vez: «Al despertar me saciaré de Tu semblante».


J.I.G.F.

Sant Cugat del Vallès

Marzo 2000

CARNE

Hace unos días asistí al funeral de una excelente persona muy querida por cuantos la conocieron. La parroquia estaba más bien mohína, como es razonable, hasta que comenzó el sermón. Entonces nos pusimos todos tristísimos. El buen cura vino a decir que lo mejor que puede hacerse en esta vida es morirse, porque de inmediato nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio. Lo cual está muy bien, pero lo presentaba como algo estrictamente espiritual. Solo nuestra parte inmaterial pasaba a formar parte de tan colosal luminosidad. Ni una palabra dijo sobre la parte carnal. Ahora bien, sin la resurrección de la carne, la Gloria eterna se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo estirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno.

Mientras escuchaba las palabras del bondadoso sacerdote, me vinieron a la memoria espeluznantes imágenes de una película de Dreyer, la sublime Ordet (La palabra): cuando el personaje chiflado que todos creen mudo se enfrenta al cadáver de su hermana pequeña y comienza a balbucear con voz cada vez más tonante hasta que, fuera de sí, aúlla las terribles palabras y ordena a la muerta que resucite. Al tiempo de caer desvanecido, la niña se incorpora. Creo recordar que las flores que cubrían su cuerpo resbalan hasta el suelo volando con la lentitud de una sumisión reticente.

Católicos, no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne, no os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y solo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz.


Félix de Azúa

El País, 21 de junio de 2000

1

CONTEXTO: SITUACIÓN DE LA RESURRECCIÓN EN LA FE CRISTIANA

«Si Cristo no resucitó es vana la predicación y la fe… y somos los más desgraciados de los hombres» (1 Cor 15,14.19)


Antes de hablar de la Resurrección2 es preciso ubicarla en el contexto del mensaje cristiano para saber de qué hablamos. Esta contextualización se vuelve más necesaria si tenemos en cuenta, por un lado, las radicales palabras de Pablo que encabezan este capítulo. Y por otro, también, el que a veces se ha dicho que se puede ser cristiano y creer en el Dios cristiano, sin aceptar la Resurrección de Jesús.

Parece evidente que, cuando se puede llegar a conclusiones tan opuestas, es porque las palabras no significan lo mismo. Convendrá, pues, que comencemos acercándonos a estas palabras: resurrección y cristianismo.


1. Cristianismo


Muy someramente, la fe cristiana puede reducirse a estas dos afirmaciones:


a) En la vida, muerte y Resurrección de Jesucristo ha ocurrido algo que cambia totalmente el significado de este mundo, de la historia y de la relación de los hombres con Dios.

b) El Dios que se revela en el cristianismo es «el Dios de los pobres».

Veamos un poco más detenidamente cada una de esas afirmaciones.

b) La segunda de ellas viene ya del Antiguo Testamento. Es como el balance o el resultado de toda aquella trayectoria en la que Dios fue revelándose, no desde fuera, sino desde dentro de la historia humana. Valiéndose primero de elementos impuros inherentes a la religiosidad humana (nacionalismo, violencia, culto, manipulación de Dios…) y entrando por ellos para, desde el seno de esa noche casi prehumana, ir preparando la aurora del verdadero rostro de Dios, que brilla en multitud de frases veterotestamentarias como estas: «He oído el clamor de mi pueblo oprimido»; «quien maltrata al pobre, maltrata a Dios»; «conocer a Dios es practicar la justicia»…3

a) La primera afirmación constituye el mensaje del Nuevo Testamento, no al margen del Antiguo sino en continuidad dialéctica con él. La vida de Jesús gira en torno a esa categoría que Jesús llamaba «el reinado de Dios» y del que decía expresamente que es un reino «de los pobres». La muerte violenta de Jesús es el rechazo por los hombres (o mejor, por los poderes políticos y religiosos) de ese reinado de los pobres. Un rechazo que tiene lugar en nombre de Dios y en defensa de la ley de Dios. Por eso Jesús muere acusado de blasfemia. Y por eso, después de morir Jesús, no puede quedar ninguna esperanza, aunque puedan quedar en pie muchas preguntas.


2. Resurrección


Pero el testimonio sobre Jesús no concluye ahí. Se nos dice además que Dios ha resucitado a Jesús y que, al resucitarlo, Dios se identifica con Él, desautorizando a sus jueces y a sus verdugos.

Los desautoriza pero no los aniquila. Confirma con hechos su revelación como Dios del reino de los pobres. Pero además ofrece el perdón y garantiza una posibilidad de transformación para todo este mundo criminal, que vive y avanza machacando a los pobres de Dios y a los vindicadores de esos pobres.

De esta manera, «el Dios que resucita a Jesús de entre los muertos» (y que es el mismo Dios «que llama al ser a lo que no es») confirma que Él es «el Dios que derriba del trono a los poderosos y levanta a los humillados, el que despide vacíos a los ricos y colma los hambrientos». Confirma eso pero, además, revela que Él es «el Dios que justifica al impío». Ahí están las cuatro definiciones de Dios que encontramos en el Nuevo Testamento, y que llevan a la otra definición cumbre que encontramos después: Dios es amor4.

Esto es lo medular del cristianismo. Pero, con solo afirmar esto, ya se percibe la centralidad de la Resurrección de Jesús. Sin ella, afirmar que Dios es «el Dios de los pobres» puede seguir siendo blasfemia o al menos locura, igual que la vida de Jesús. Ese sigue siendo el veredicto de eso que el Nuevo Testamento llama la sabiduría de este mundo.

Toda la trayectoria del Antiguo Testamento y de la iglesia posterior queda centrada en la Resurrección de Jesús. Otras mil cosas que al lector le pueden sonar vagamente, como la Trinidad, la divina de Jesús o la vida eterna…, derivan y nacen todas de ahí, aunque ya no toca a este libro mostrar ese desarrollo.


3. La fe cristiana


Si esto es lo que significan los dos términos en litigio, esta simple aclaración ya nos permite comprender que la fe cristiana no es ni debe ser confundida con una «filosofía» o con una «explicación intelectual» o «religiosa» de las cosas. No es eso lo que pretende la fe cristiana. Esta puede ser sencillamente ignorante respecto a muchas legítimas cuestiones filosóficas (origen del mundo, existencia e inmortalidad del alma…).

No quiero decir que no existan en la Biblia y en la tradición cristianas elementos que pueden ser útiles para buscar respuesta a esas cuestiones filosóficas: pues la Biblia nace precisamente desde la entraña misma de esta historia humana en la que los hombres han preguntado y preguntarán siempre. Pero sí afirmo que son solo «elementos para una respuesta», la cual, a lo mejor, podrá estar más o mejor desarrollada en otras cosmovisiones filosóficas o religiosas (por ejemplo en el hinduismo, etc.). Solo eso.

Todo esto quizá contextúe suficientemente los textos a los que por fuerza tenemos que acercarnos para ver lo que se nos dice. Pero, además de ese contexto creyente, la Resurrección de Jesús no se predica como una enseñanza para los cristianos solamente, sino como una «buena noticia» para todos los hombres, sean creyentes o no. Si algún no creyente lee estas páginas, tiene derecho a preguntarse qué puede significar para él esa buena noticia.

Aunque este tema reaparecerá más adelante, cuando hablemos del «significado» de la Resurrección, puede que valga la pena insinuar ahora un nuevo marco más amplio, que acabe de contextuar nuestro tema. Podemos calificarlo como el «contexto humano».


4. Contexto humano: el principio esperanza


Pocos meses antes de morir, en 1980 y en una entrevista concedida si no me equivoco al diario Le Monde, el filósofo Jean Paul Sartre reconocía que «ante ese amasijo miserable que forma nuestro planeta, vuelve a atormentarme la desesperación; es la idea de que todo se acabará, de que solo existen fines particulares por los que luchar… no hay un objetivo humano…, no hay más que desorden». Reconocía el filósofo la necesidad de una ética bien fundada, y confesaba: (ante la desesperación) me resisto con toda justicia y sé que moriré en la esperanza, una esperanza que, sin embargo, es preciso fundamentar».

No se trata de elucubraciones filosóficas ininteligibles, sino de algo que marca todo nuestro ser humano y que podemos retraducir de manera más universalizable:

* El triunfo de la muerte («Cuánto penar para morirse uno», decía el poeta. O con las palabras más sobrias de Sartre: «Todo se acabará»).

* El triunfo del verdugo (que, además, acaba escribiendo él la historia). Con palabras de Sartre: la desesperación ante el «amasijo miserable de nuestro planeta donde solo existen fines particulares y ningún objetivo humano».

* El triunfo del fracaso, o la derrota de las utopías porque, al final, acaba imponiéndose la realidad («No hay más que desorden»).

Esas tres grandes cuestiones: muerte, injusticia y utopía, marcan la vida y la historia humanas, y claman por alguna razón positiva que permita creer que la esperanza no es un mero voluntarismo ciego que va sembrando la vida de mil promesas falsas. La grandeza de las declaraciones de Sartre proviene precisamente de la fe en que resistir a esa dinámica degradante era cosa de «justicia», y que había que «mantener la esperanza». Porque rendirse de antemano ante la evidencia de que esas cuestiones no tienen solución, acaba por significar, de un lado, el embrutecimiento personal, y del otro la degradación de la sociedad humana en un amasijo todavía más miserable. O con otras palabras: la resistencia a esa triple ley no prueba que no sea verdadera. Lo que muestra es que es inaceptable.

¿Es demasiado pesimista esa descripción de nuestro contexto humano? ¿No sigue siendo posible prescindir de él y vivir «relativamente bien»? Permítaseme aún un par de pinceladas para precisarlo más.

La muerte acaba teniendo la última palabra. Lo decisivo no es morir sino saber que se ha de morir. El problema no es cómo la muerte influirá cuando venga (y ya no estaré yo) sino cómo influye ahora que sé que ha de venir. Y el olvido de ello es también una manera de influir. Porque la reacción de «para cuatro días que vamos a vivir…», suele ser la que más invita a cerrar los ojos ante los demás, y a abrirlos solo para uno mismo.

La historia la escriben siempre los vencedores. Los vencedores dan por sentado que su causa era la justa y que, con ellos, triunfó la justicia. Pero suelen esconder no solo la parcialidad de su posible causa justa, sino los medios injustos y crueles que son imprescindibles para que triunfe cualquier causa, y que acaban por desautorizarla. La patética imagen del presidente Aznar, defendiendo casi a gritos su colaboración con la barbarie con la OTAN en Kosovo porque «había sido un éxito» (mientras el criminal Milosevic sigue en pie, el país, que, como tal, no era culpable ha quedado destruido y los odios han alcanzado niveles quizá ya incurables), me parece una imagen de humanidad universal, y no simplemente el ridículo de un personaje particular.

Y, al final, la realidad se impone. Recordemos la trayectoria de tantos amores eternos que acaban escribiendo guiones para películas como American beauty. Evoquemos la decepción de tantas ilusiones profesionales juveniles. Recordemos aquel ministro que exhortaba a los jóvenes a que no cometieran errores como él, que había sido comunista en su juventud, hasta que luego encontró su verdadero progreso… Recordemos también la frase de T. Adorno –que volveremos a encontrar– sobre la necesidad de mirar las cosas «desde la utopía», si es que queremos pensar bien. La utopía es una imposible ansia humana de plenitud. Cuando se abandona ese punto de mira, se imposibilita toda crítica (salvo aquella que sirve para insultar al adversario y medrar frente a él), y se cae en la canonización del estado de cosas.

Hoy está de moda hablar contra las utopías. Pero cuando mueren la utopías nacen las idolatrías, o pequeñas causas legítimas convertidas en absoluto y a las que se acaba ofreciendo sacrificios humanos. La misma defensa absoluta de la vida es ya una utopía, la única que parece quedar en estos momentos. Pero pensemos qué ocurriría si, reconociéndola como tal (como utopía), dejáramos de mirar las cosas desde el valor absoluto de la visa.

Muerte, injusticia, frustración. Si se quiere añadamos a estos tres rasgos de nuestro vivir, la aparente irreversibilidad de la vida. Jaime (30 años, víctima de la heroína y del sida) me decía pocos días antes de morir: «Yo no soy hombre religioso, pero la vida es así de canalla: te equivocas una vez y ya no tienes remedio. Y esto es lo que me ha deparado a mí». Intenté asegurarle que la dimensión no «religiosa» pero sí creyente de la persona implica la confianza de que siempre hay un arreglo posible para lo que haya sido tu vida. Y que esto lo hemos conocido los hombres en Jesús de Nazaret. Cuando más adelante encontremos la Resurrección de Jesús vinculada con el tema del perdón, no deberíamos olvidar esta anécdota con su significado.

Es suficiente la mera evocación de esos problemas. Ahora quedémonos solo con esta conclusión: es enormemente humana la pregunta por si en algún lugar se ha producido alguna vez algún suceso o palabra que proclame decisivamente la desautorización de la muerte, quitándole su poder, la desautorización de los vencedores, restableciendo a sus víctimas, y a la desautorización de esta realidad que acaba por imponerse. Es una pregunta profundamente humana, aunque no sepamos darle respuesta. Porque nuestro ser humano solo podría eludir esa cuestión, rebajando su nivel y su calidad humana.

De momento, puede el lector olvidar estos «textos humanos» que, en realidad, no son mero presupuesto sino también consecuencia del acceso a los textos bíblicos, que ahora vamos a emprender. Solo han sido evocados para facilitar los primeros pasos, un poco áridos, de nuestro recorrido. Ya volveremos a encontrarlos.

2

HACIA LOS HECHOS

«El Mesías fue muerto por causa de nuestros pecados, según las Escrituras. Quedó sepultado.

Resucitó al tercer día según las Escrituras. Se apareció: A Pedro, a los Doce y a más de quinientos de los que algunos todavía viven…

A Santiago, a los apóstoles y en último lugar a mí…» (1 Cor 15,3-4)


Los textos referentes a la Resurrección de Jesús han sido minuciosa y repetidamente analizados y discutidos por la crítica histórica. Entrar en esos análisis y discusiones superaría con mucho las dimensiones de esta obra. Habremos de limitarnos a una síntesis-balance, no sin añadir que el texto bíblico que encabeza este capítulo, debidamente contextualizado, es quizá el balance más fidedigno.

Pero para esa tarea puede ser muy útil comenzar con otro largo texto no oficial, del cristianismo primitivo:


«Pilato les entregó a Petronio y a un centurión romano para que custodiaran el sepulcro. Y con ellos vinieron también a la tumba ancianos y escribas. Y rodando una gran piedra, todos los que estaban presentes juntamente con el centurión y los soldados, la pusieron a la puerta del sepulcro. Grabaron además siete de ellos, plantaron una tienda, y se pusieron a hacer guardia…

Durante la noche que precedía el domingo, mientras los soldados estaban haciendo guardia en parejas, se produjo una gran voz en el cielo. Y vieron los cielos abiertos y dos varones que bajaban de allí y se acercaban resplandecientes al sepulcro. Y la piedra que habían echado sobre la puerta, rodando por su propio impulso, se retiró a un lado, con lo que el sepulcro quedó abierto y los dos jóvenes entraron.

Al ver aquello, los soldados despertaron al centurión y demás soldados que también estaban allí haciendo guardia. Y mientras estaban explicando lo que acababan de ver, salen tres hombres del sepulcro, dos de los cuales llevaban el tercero, y en pos de ellos iba un a cruz. La cabeza de los dos primeros llegaba hasta el cielo, mientras que la del tercero sobrepasaba los cielos…

Viendo esto los que estaban junto al centurión, se apresuraron a ir a Pilato de noche, abandonando el sepulcro que custodiaban» (Evangelio apócrifo de Pedro, 8-11).


Este texto es de un evangelio apócrifo, de mediados de siglo segundo. Describe más o menos lo que todos hubiéramos querido presenciar para poder creer. Sin embargo, la fe de la Iglesia no se reconoció en él. Y hoy se acepta que, en contraste con él, los evangelios canónigos dan testimonio de una sorprendente sobriedad.

Sorprendente y desesperante. Porque tanta sobriedad es quizá la que (unos cincuenta años después de escrito el último evangelio) llevó a componer este otro texto apócrifo, que parecía mucho más «convincente».


1. Los textos oficiales


No hay aquí espacio para comparar el texto que acabamos de citar con los diversos testimonios del Nuevo Testamento sobre la Resurrección. Diremos solo, de manera sintética y rápida, que esos otros textos neotestamentarios pueden englobarse en dos apartados:


1.1. Textos que solo anuncian el hecho


Quizá sería mejor decir que anuncian el hecho y su testificación. Pero lo que interesa ahora es que esos textos todavía podemos subdividirlos: a) Por un lado, un grupo de aclamaciones rápidas que aparecen desperdigadas por las narraciones evangélicas, pero se supone que no provienen del narrador sino que son de la Iglesia primitiva1. Y b) por otro lado, el texto que encabeza este capítulo y que (tal como dice Pablo al presentarlo) constituye un texto «oficial» de la Iglesia primitiva; una especie de «credo» que se transmitía literalmente.

Merece notarse que este Credo, a pesar de su carácter escueto y memorizable, ya alberga pequeñas insinuaciones teológicas, quizá por aquello de que hecho y significado nunca son adecuadamente separables. Así por ejemplo, el texto de 1 Cor 15 nos dice:

a) Que la muerte del Mesías fue por causa de nuestros pecados. Frente a todo mesianismo histórico «inmediatista» se insinúa aquí que el tema de la utopía ( o mesianismo) no puede separarse de nuestra estructura de mal personal y social, que produce muertes y es capaz de «derrotar» al mismo Mesías.

b) Que la Resurrección tuvo lugar al tercer día. No sabemos qué significa exactamente esa expresión, aunque hay varias teorías para explicarla2. La existencia de tantas interpretaciones posibles es la mejor prueba de que no sabemos el significado exacto de la expresión. Pero sea este el que sea, no cabe negar que la expresión habla de «días» y alude por tanto a nuestra dimensión temporal. Es una manera de decir que la Resurrección toca o afecta a eses misterio de nuestra temporalidad, por más que luego digamos que consiste en una superación de ella.

c) También es teológica la fórmula según las Escrituras. Demasiadas veces se la ha abaratado entendiéndola como alusión a alguna profecía expresa del Antiguo Testamento sobre la muerte y Resurrección de Jesús. Las cosas son algo más complejas: las Escrituras eran para cualquier judío la revelación de que la muerte y Resurrección de Jesús (la primera sobre todo) no contradicen a la revelación de Dios, ni implican una desautorización de Dios por poderes superiores a Él, o un abandono de Dios que daría razón a los asesinos, los cuales también apelaban a las Escrituras para condenar a Jesús. Casi al contrario. Hasta tal punto que hoy podríamos retraducir diciendo: « El Mesías murió por nuestros pecados (lo resucitó al tercer día) y en eso se revela Dios».

d) También puede verse cierta intención teológica en la doble lista de testigos (y quién sabe si hasta en la ausencia de algunos). La primera lista (Pedro, los doce y un grupo de discípulos) recoge unos cuantos testigos «oficiales» de quienes podía esperarse que fueran sujetos a la manifestación del Resucitado. Pero la segunda lista (Santiago, los apóstoles y el propio Pablo) parece recoger testigos no oficiales, inesperados, en los que vuelve a cumplirse aquello que escriben los evangelios: «Eligió a los que Él quiso». Ya de entrada, en los orígenes mismos, aparece la línea carismática junto a la línea institucional como algo que la Iglesia deberá aceptar porque esa es la voluntad de Dios.

Más adelante comentaremos otro aspecto de esa segunda lista, referido a Santiago.

e) Se discute también si la no mención de la tumba vacía en este Credo tiene alguna finalidad histórica o teológica. Yo no lo veo tan claro, La mención de la sepultura parece ser sobre todo un subrayado de la verdad de la muerte de Jesús, sin que Pablo (o el autor del Credo) pretenda nada más. En todo caso, como luego diré, a mí me resulta más extraña la ausencia de la aparición a María Magdalena, que ciertamente había circulado también en la Iglesia de los orígenes. Pero es difícil saber si ello tiene algún significado.

Lo que queda claro es que una buena parte de las frases neotestamentarias testifica simplemente el hecho de la Resurrección, bien en forma de aclamaciones (quizá litúrgicas), bien en forma de un texto oficial. Pero esto no es todo.


1.2. Textos que intentan acercarse al contenido


Además de las testificaciones del hecho, hay en el Nuevo Testamento otra serie de textos que pretenden más bien reflexionar o enseñar algo sobre el sentido y el significado de este hecho insólito. Estas reflexiones o textos «teológicos» caben en dos grupos:


a) Una primera serie de textos neostestamentarios (casi todos de las epístolas paulinas) que son verdaderas enseñanzas sobre la Resurrección. El más claro de todos ellos es todo el capítulo 15 de la primera Carta a los corintios. Pero no es el único: cabe citar también Col 3,1ss o Ef 1,20-23, o infinidad de frases y pasajes de la Carta a los hebreos, etc.

b) Las narraciones evangélicas. Destaco solo que estos relatos son más reflexiones o catequesis sobre el significado de la Resurrección que descripciones escuetas del hecho. Están por ello muy condicionadas por lo que el evangelista considera que hay que enseñar a aquella comunidad concreta a la que se dirige (por ejemplo la «materialidad» de la Resurrección, para lectores y cristianos del mundo griego; o la incapacidad humana para reconocer al Resucitado, etc.).


No podemos entretenernos más en estas pinceladas bíblicas. Pero lo dicho es suficiente para que podamos volver a nuestra comparación con el apócrifo citado al comienzo de este capítulo. Ahora podemos contextuarla mejor. Cuando subrayábamos antes la sobriedad de los evangelios, esto no significa (¡por supuesto!) que los cuatro evangelios llamados canónicos no hayan coloreado o recompuesto muchas veces los hechos históricos, de acuerdo con sus intenciones3. Pero lo han hecho siempre por motivos teológicos o catequéticos. No por razones apologéticas. Lo hacen para precisar la fe, no para facilitarla como el apócrifo citado, que resulta una muestra exquisita de eso que hoy llamamos «fundamentalismo religioso».


2. El hecho y los hechos


Esta sobriedad acaba testificando a favor de los evangelios. Porque lo malo del texto apócrifo es que describe algo que no solamente no ocurrió así, sino que no podía ocurrir así, si es que entendemos lo que realmente significa la Resurrección.

En efecto: la Resurrección no es en modo alguno accesible al conocimiento humano; queda fuera de ese eje de coordenadas compuesto por espacio y tiempo, materia y energía, que condiciona y enmarca todas nuestras posibilidades de conocimiento. Por eso no tiene ningún sentido imaginar aquella acumulación de testigos «neutrales» (soldados, centurión o, hablando con nuestro lenguaje de hoy, alguna presencia masiva de cámaras, vídeos y reporteros). La Resurrección es inaccesible a todas esas formas de conocimiento. Ni aunque hubiesen estado allí preparados para registrarlo todo.

Naturalmente, esto viene a complicar las cosas porque entonces surge la pregunta de cómo es posible el acceso a la Resurrección. Y la respuesta a esa pregunta es incómoda pero necesaria: si Jesús resucitó, eso solo puede ser conocido por manifestación expresa del Resucitado, o por testimonio de aquellos a quienes se dio esa manifestación. Aquí es donde los textos neotestamentarios llevan toda la razón frente el apócrifo citado.

La historia y la investigación, por tanto, no pueden llegar hasta la Resurrección de Jesús. Digamos de momento que la investigación histórica solo puede llegar a estas tres cosas:

1. El testimonio y la fe de los apóstoles. Y si ese testimonio se considera honesto.

2. Las «experiencias pascuales» que los apóstoles testifican. Pero solo el hecho de esas experiencias. La historia ya no puede garantizar si el significado de experiencias es el que le daban los apóstoles o es otro.

3. Finalmente, la investigación puede constatar también el cambio de vida de los apóstoles. Fuera lo que fuese lo que les aconteció, aquellos hombres cobardes y duros de mollera van a ser capaces de poner en marcha un movimiento que desafía a los tres mayores poderes de la historia: el poder político del Imperio Romano, el poder religioso del «vaticano» judío y el poder intelectual de la sabiduría griega. Ponen en marcha ese movimiento, entregan en ello sus vidas, y salen triunfantes del imperio y del sacerdocio de modo que hoy, veinte siglos después, todavía estamos nosotros ocupándonos de aquel testimonio de los apóstoles, y comprometidos con él.

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