Loe raamatut: «Derecho constitucional chileno. Tomo IV»
Ediciones Universidad Católica de Chile Vicerrectoría de Comunicaciones Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile
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Derecho Constitucional Chileno Tomo IV
José Luis Cea Egaña
© Inscripción N° 271.877
Derechos reservados
Noviembre 2016
ISBN edición impresa 978-956-14-2004-5
ISBN edición digital 978-956-14-2696-2
Diseño: versión | producciones gráficas Ltda.
Diagramación digital:ebooks Patagonia
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CIP - Pontificia Universidad Católica de Chile
Cea Egaña, José Luis.
Derecho constitucional chileno / José Luis Cea Egaña. – 3ª ed.
Incluye notas bibliográficas.
1. Derecho constitucional – Chile.
2. Chile – Constitución (1925).
3. Chile – Constitución (1980).
I. t.
2013 342.83 + 23 RCAA2
ÍNDICE GENERAL
Prólogo
Panorama introductorio
Capítulo I Poder Judicial
Capítulo II Ministerio Público
Capítulo III Contraloría General de la República
Capítulo IV Banco Central
Capítulo V Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad Pública
Capítulo VI Consejo de Seguridad Nacional
Capítulo VII Gobierno y Administración Interior del Estado
Capítulo VIII Administración Comunal
Capítulo IX Reforma de la Constitución
Post scriptum
Bibliografía General
PRÓLOGO
Este es el tomo IV y último de mi libro Derecho Constitucional Chileno. En él analizo todos los órganos constitucionales no examinados en los volúmenes anteriores comenzando con el Poder Judicial, siguiendo con el Ministerio Público, la Contraloría General de la República, el Banco Central, y así, sucesivamente, hasta finalizar el estudio con el capítulo de la reforma del Código Político y las disposiciones transitorias correspondientes.
He procurado explicar el sentido y alcance de los valores, principios y normas articulados en la Carta Política de 1980 y sus treinta y ocho modificaciones, o si se prefiere, en la Constitución de 2005, como fue llamada por el Presidente Ricardo Lagos Escobar al promulgar el texto refundido, sistematizado y actualizado de aquella implantada un cuarto de siglo antes. La exposición se extiende, sin embargo, más allá del articulado aludido, proporcionando un panorama del contexto en que se sitúa la preceptiva fundamental, vinculada a cuerpos legales, tratados internacionales y, en menor medida, a disposiciones reglamentarias y otras expresiones normativas de los órganos constitucionales respectivos.
Realce especial se ha otorgado a la jurisprudencia, en el convencimiento de que en esa fuente del Derecho se halla el futuro de la democracia constitucionalmente vivida, día a día, por la mayoría de la población, sin exclusiones ni diferenciaciones arbitrarias. El mérito clave de la jurisprudencia, en la evolución y transformación del Derecho, supone insertar las sentencias de los tribunales nacionales, los fallos de la Corte Interamericana y los dictámenes de los entes contralores, todos extractados para evitar que el volumen sobrepase el límite de un texto de estudio y, a lo más, de consulta, pero en todo caso distante de la complejidad, extensión y prolijidad de un tratado.
El estudio se presenta actualizado a la fecha indicada al pie de este prólogo. Abarca también, como he dicho, el examen de la normativa transitoria pertinente. Me esforcé por completar la bibliografía, incluyendo el máximo posible de monografías y libros aparecidos en nuestra disciplina en los últimos años, en Chile y el extranjero.
La metodología aplicada es idéntica a la utilizada en los tres primeros tomos de la obra, es decir, se transcribe y luego se analiza el articulado en el orden que aparece en el texto de la Constitución, completado con las disposiciones transitorias y demás fuentes ya señaladas, insertando pasajes de la historia fidedigna a que haya lugar. Cuidé formular juicios críticos y plantear enmiendas siempre que me pareció pertinente.
Reconozco que vacilé al realizar la labor que aquí finalizo. ¿Por qué? Pues a raíz de la incertidumbre que percibo acerca del futuro institucional de Chile, en particular desde el ángulo de su articulación en la Carta Fundamental. Se ha anunciado reiteradamente, recordémoslo, que la Ley Suprema vigente será reemplazada, es decir, sustituida por completo, cambio de envergadura sin precedentes en nuestra República más que bicentenaria. Pocos son, sin embargo, los derroteros claros y completos que pueden guiar a la doctrina en la investigación y evaluación del esfuerzo dirigido a entronizar una Constitución nueva, pues se mantienen en el misterio, o los escasos pronunciamientos públicos que se han hecho resultan demasiado escuetos, insuficientes y denotativos de alguna estrategia que ya comienzo a descubrir1.
Por de pronto, el objetivo es sustituir la Carta Política vigente descalificándola a raíz de haber sido originada en dictadura y hallarse rigiendo por más de treinta y cinco años, incluyendo la transición exitosa a la restauración de la democracia. La metodología a seguir sigue en la penumbra, sin descartar la idea, en principio aventurada más que impracticable, de acudir a una asamblea constituyente. Aquí reaparecen las interrogantes del diagnóstico: ¿sufre Chile un clima de ingobernanza que justifique tan peligroso procedimiento?, ¿cuál es la experiencia, nuestra y comparada, que asegure un mínimo de certidumbre en el desarrollo exitoso de tal asamblea o convención?, ¿no es lógico, práctico y plenamente democrático concordar un método centrado en los órganos constituyentes derivados?, ¿cuál sería la legitimidad, sustantiva y formal, de un Código Político configurado en circunstancias que la ciudadanía se halla dividida en torno a la justificación de reemplazar a la Constitución vivida en la realidad de cada día?, ¿son, por fin, designios ideológicos los que inspiran tan inusitado empeño, v. gr., de unos para sepultar los vestigios del régimen militar, de otros con el ánimo de reivindicar lo hecho en la Unidad Popular y, de los demás, para salvar reproches por su conducta en el quiebre de la democracia en 1973?
Frente a tal dilema, opté por terminar el tomo IV según los rasgos ya resumidos y, a la vez, añadir comentarios en torno a las innovaciones constitucionales más significativas, trátese de adiciones, supresiones, modificaciones u otras modalidades de alteración del régimen constitucional en vigor. Creo, en todo caso, que es largo el proceso que será necesario seguir hasta culminar el objetivo de aprobar y, más que eso, de arraigar en la mente de la ciudadanía el flamante y eventual Código Político venidero.
El tiempo determinará si, desde el diagnóstico, fue una meta acertada o equivocada la que hemos descrito2. Son hechos, sin embargo, los constatados en centenares de encuestas que revelan que un 3% o menos de la ciudadanía coincidente en que es necesario o conveniente reemplazar la Carta Fundamental. Idéntica circunstancia permite comprender por qué mis comentarios al régimen en alumbramiento son solo preliminares, aunque no por ello dejen de estar inspirados en el espíritu de revisar constructivamente los cambios en debate. Nunca rehuiré ese compromiso, pero discrepo de agitarlo con rasgos de un señuelo para ir concientizando y socializando la sustitución comentada.
Agradezco a quienes han sido mis ayudantes y asistentes en el ejercicio de la cátedra de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile. Este tomo IV tiene, en su base, el apunte de clase que cada uno de ellos elaboró para impartir docencia. Yo leí todas esas páginas, las corregí cuando fue necesario, o las redacté de nuevo para ganar en claridad, apoyo bibliográfico y otros aspectos. Justo es nombrarlos, en testimonio de aprecio, declarando que el esfuerzo sucesivo de ellos dejó una impronta relevante en la obra que presento: Claudio Oliva Sotomayor, Melania Fuentes González, Marco Antonio Troncoso, Stephanie Höffner Asmussen, Gonzalo Garrido Leyton, Antonio Henríquez Beltrán y Francisco Salmona Maureira.
Gratitud manifiesto, finalmente, a María Angélica Zegers Vial y a la unidad que ella dirige en la Vicerrectoría de Educación Continua y Comunicaciones de mi Alma Mater por su diligente y abnegada labor, demostrada en la diagramación y edición de un libro complejo como el que he presentado.
José Luis Cea Egaña
Santiago, 30 de abril de 2016.
PANORAMA
INTRODUCTORIO
Nueve capítulos abarca este volumen. En ellos se alude, cuando es pertinente, al comentario de las disposiciones transitorias respectivas.
Una mirada a tales contenidos permite sostener que se trata de temáticas con cierta unidad sistemática, menor es cierto a la que puede ser observada a propósito de los asuntos examinados en los tres tomos anteriores. Pero esta afirmación no es absoluta, dado que existen relaciones ostensibles entre los diversos órganos que serán analizados, trátese de su organización y funcionamiento, de sus potestades, de los controles aplicables al ejercicio de ellas y de la responsabilidad derivada de haberse constatado el quebrantamiento del ordenamiento jurídico. En esa perspectiva se comprende, por ejemplo, la vinculación estrecha que existe entre el Poder Judicial y el Ministerio Público, como, asimismo, la que media entre las instituciones armadas y el Consejo de Seguridad Nacional.
Los nexos entre los nueve capítulos son, en análisis detenido, más intensos y permanentes de lo que aparece a primera vista. Aunque distan de configurar un conjunto integrado de contenidos, se hallan conexiones que infunden, al conjunto de ellos, cierta cohesión sistemática. De los rasgos que sostienen esta afirmación realzo los siguientes: todos son órganos de jerarquía constitucional y se hallan articulados en el mismo Código Político, formando ámbitos relevantes de su parte orgánica; la regulación pormenorizada de su estructura, competencias, procedimientos, fiscalización y sanción de trasgresiones se encuentra siempre en leyes orgánicas constitucionales, salvo únicamente el Consejo de Seguridad Nacional, el cual se rige por un reglamento especial; son siempre manifestación de la complejidad que alcanza el Estado-Gobierno en Chile en el siglo XX y primeros años del siglo XXI, característica que se aprecia al recordar que la Contraloría General de la República se incorporó al régimen constitucional en 1943; el Banco Central lo hizo desde la vigencia de la Constitución de 1980; y el Consejo de Seguridad Nacional ascendió al nivel de órgano constitucional en la Carta Política de 1980.
De larga tradición es el Poder Judicial, cuyo origen se encuentra en instituciones asentadas siglos antes de la instauración de la República en 1810. Semejante aseveración merecen las tres ramas de las Fuerzas Armadas, si bien la Fuerza Aérea fue creada en 1927. En ese año se consolidó también Carabineros de Chile y, cuatro años después, quedó fundada la Policía de Investigaciones en nuestro país. Antigua data tienen, por fin, las intendencias y los municipios, unas y otros profundamente modificados durante la República. No alcanzan ellos aún, sin embargo, la matriz que singulariza a la regionalización cabal, tratándose de las intendencias, ni la autonomía respecto del gobierno central, que distingue a los entes comunales3. Del Consejo de Seguridad Nacional puede aseverarse que es dudosa su institucionalización, quiero decir su arraigamiento perdurable, juicio que se desprende de la incertidumbre con que el proyecto fundacional de una Constitución nueva se remite a las instituciones armadas, más que a raíz de la escasa convocatoria que han hecho de él los mandatarios democráticos.
El planteamiento de una Constitución nueva impone reflexionar sobre los cambios, profundos y numerosos, que sería menester introducir en las instituciones próximas a ser examinadas en los capítulos de este tomo. Hasta la fecha, esas modificaciones son casi por completo desconocidas, quedando en la duda cuál sería, por ejemplo, el rol de ellas en un flamante gobierno semipresidencial o de presidencialismo suavizado. Concretamente, ¿la judicatura funcionaría igual?, ¿se focalizarían los cambios en ciertas facultades de la Corte Suprema, v. gr., suprimiendo la calificación de los funcionarios judiciales por ese tribunal y, en su reemplazo, creando un Consejo de la Magistratura?, ¿habrá llegado el tiempo de regular sistemáticamente los tribunales administrativos, salvando la inconstitucionalidad por omisión que arranca de la Carta Política de 1925? y ¿cuál sería el impacto de esa regulación en las funciones que cumple actualmente la Contraloría General de la República en el trámite de toma de razón de determinados actos administrativos? Las preguntas pueden prolongarse al Banco Central, a las instituciones uniformadas y, en general, a todos los órganos constitucionales que serán comentados.
A la fecha de entrada a la imprenta de este libro, los rumbos del proceso constituyente motivan serias y numerosas inquietudes. Efectivamente, parece ser una resolución gubernativa ya adoptada la discusión, y aprobación eventual, de un nuevo Código Político. Empero, presenciamos un complejo, oneroso, no vinculante y artificioso proceso preparatorio de debates locales provinciales y regionales, encaminado a desembocar en un texto que se presentará a la Presidenta de la República dentro de pocos meses. De ese texto fluiría el mensaje con el proyecto de Código Supremo para ser examinado por el Congreso Nacional en funciones. Las dudas son ineludibles, abarcando la imprecisión del cronograma respectivo4, pero se agravan por haberse anunciado que la determinación final correspondería al Parlamento que suceda al que hoy sirve tales funciones.
No quisiéramos eludir la dificultad de aventurar, con el mayor rigor que nos sea posible, hacia dónde se encamina el proceso de hondos y amplios cambios constitucionales. Cabe preguntarse, v. gr., si culminará según lo proyectado por el gobierno o, por el contrario, no será más que un episodio tensionante y dispendioso.
Formulamos la prevención con el ánimo que se comprenda la difícil tarea que hemos enfrentado para entregar una obra actualizada. Ello no excluye enfatizar que el curso de los acontecimientos deja de manifiesto que el principio yace en un diagnóstico que reputamos equivocado, pues Chile no necesita una Constitución nueva para progresar en su desarrollo humano con justicia social. Tampoco se torna imperativo aquel designio ante la evidencia de una corrupción alarmante, la delincuencia fuera de control, la caída en el crecimiento económico, el déficit fiscal en aumento, el desprestigio de la política y de las instituciones de esa naturaleza, en fin, ante las demandas de grupos de presión por lograr igualitarismo en la distribución de la renta nacional. Estos temas no van a ser resueltos implantando otro régimen político y socioeconómico, un nuevo contrato social como va siendo costumbre decir en este tiempo.
Cierto es que un porcentaje elevado de los encuestados en diferentes sondeos de opinión pública responde declarando su coincidencia en que se apruebe una Constitución nueva. Pero es idénticamente irrebatible que otro porcentaje, tan elevado como el precedente, contesta que no conoce la Carta Fundamental, nunca ha leído ningún artículo de su texto ni comprende cuánto de ella es virtual y no real. Lejos está ese argumento, por ende, de erigirse en determinante de un proceso constituyente calificable estrictamente de preconstitucional5.
CAPÍTULO I PODER JUDICIAL
Sección primera
Nociones generales
1. Trayectoria de la institución. En toda comunidad humana en que ha imperado el Derecho, por antigua y simple que haya sido, siempre hubo personas miembros de ella que impartían justicia, aplicando los mores y costumbres, a falta de normatividad escrita. La confianza del grupo en el servicio de tal misión recaía en ancianos, respetados por su experiencia y sabiduría, o en quienes cuidaban una mayor cercanía con la divinidad, o en otros casos con la magia.
En la civilización grecolatina se ubica el comienzo de un proceso, largo y complejo, de organización de magistraturas diferenciadas, cuya misión era impartir justicia, con imparcialidad, para restaurar la paz y el orden en la convivencia. Fue emergiendo así un método, aplicable a la solución de litigios o controversias, pacíficamente ejecutado, pero, si era necesario, impuesto con uso de la fuerza. En los reyes hallamos los primeros depositarios de esa potestad; los siguieron otras asociaciones en las que, generalmente, como hemos dicho, la responsabilidad recayó en ancianos o sujetos venerables; y culminaron con individuos a quienes las leyes confiaban el ejercicio de tal autoridad. Fueron los pretores de la Roma antigua6, que dictaban edictos con su programa de conducción de la comunidad, empleando la fuerza si era adecuado o inevitable. Más cercanos a militares que a jueces, los pretores obtuvieron la ayuda y consejo de individuos dedicados a analizar y comentar las leyes para que, interpretándolas, quedaran adecuadas a la resolución de casos concretos. Tales eran los juristas. A los jueces, en fin, se les encomendaba la aplicación concreta del Derecho trazado por los pretores con el auxilio de los juristas, decidiendo los casos específicos que habían sido planteados. Fue así configurándose la jurisprudencia o ciencia del derecho escrito7.
En la Edad Media los reyes y príncipes ejercían la jurisdicción8. Lo hacían siguiendo las fijaciones trazadas en el Corpus Iuris Civili, de 533 dC, y en el Corpus Iuris Canonici, de 1140 dC9.
Se asumía que Dios era el verdadero y único creador del Derecho, el singular y auténtico legislador merced a la Revelación y a la naturaleza. El monarca y el príncipe, asistidos por los juristas, interpretaban esa voluntad divina, observando las costumbres de la comunidad respectiva, y confiando al juez, por último, administrar la práctica casuística y efectivamente.
Debemos puntualizar que el Poder Judicial, con sus rasgos de una institución independiente de las demás entidades públicas, integrada por magistrados profesionales, regidos por la Constitución y las leyes, para ejercer la jurisdicción imparcialmente, es un concepto típico del Estado moderno.
Hobbes10 no lo menciona como tal; tampoco lo hace Locke11, quien se refiere solo al legislador, al Poder Ejecutivo y a un vago poder federativo en el cual algunos creen encontrar un germen de la judicatura. La denominación de Poder Judicial, con los rasgos esenciales ya mencionados, se debe a Montesquieu12.
Cierto es que esa magistratura nació debilitada frente al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo, pero también es claro que lo hizo, por primera vez, con la cualidad de una estructura estatal diferenciada, encargada de resolver los conflictos suscitados por la aplicación de la ley, general y abstracta, como quiso que fuera J. J. Rousseau13, a litigios ciertos y determinados.
Los jueces eran la boca que pronunciaba las palabras de la ley, dictada por el Estado, en la litis que cada uno de ellos debía sentenciar. Tratábase, por ende, de funcionarios cuasi administrativos, ajenos a las demandas sociales, por tan restringida competencia14. A raíz de eso, por siglos se percibió a los jueces como integrantes de la menos peligrosa de las tres ramas del gobierno15, reducidos a labores exegéticas de los textos legales. No eran, por ende, verdaderos intérpretes de esa legalidad, entendiendo por interpretación la mediación que realiza el intérprete entre el texto ambiguo o confuso y antiguo de la ley, de un lado, y su realización contemporánea, actualizándolo para que sea eficaz ante las exigencias, siempre cambiantes, de la vida en sociedad16.
Esa imagen del juez exégeta de la formalidad de los textos jurídicos fue deliberadamente trazada en el pensamiento de los fundadores del Estado y, a pesar de sus graves inconvenientes, se ha mantenido hasta principios del siglo XXI en Europa continental y en América Latina. Distinta era y es la mentalidad de los jueces anglosajones, formados en la vertiente inglesa de la jurisprudencia, es decir, centrada en el Derecho concebido en su configuración medieval, ya destacada. Era y es, para el common law, el caso único o singularísimo el que tiene que ser resuelto, con discernimiento, en cada litis concreta, apoyándose en costumbres y mores, en precedentes y, en definitiva, en el reconocimiento de la validez del ordenamiento jurídico con el cual el juez imparte justicia. ¿Por qué obran con esa base? Pues porque corresponde a un modelo superior de valores sobre la paz, el orden, la libertad y la justicia, modelo que es general y autorizado, que merece obediencia, sea a raíz de la fe en Dios, o en la naturaleza de las relaciones humanas, o en los tiempos17.
Los sucesos espantosos padecidos por centenares de millones de personas debido a fanatismos, despotismos, dictaduras o totalitarismos en la Primera y Segunda Guerra Mundial impusieron, en las democracias occidentales del siglo XX, la búsqueda de ese estilo de vida en su fuente humanista, subordinando el poder o soberanía del Estado al respeto y desarrollo de los atributos naturales de todos los individuos de la especie humana. Ese cambio sustancial de perspectiva implicó el reemplazo, casi por completo, del rol del Poder Judicial en los regímenes de democracia constitucional.
Efectivamente, primero en Europa continental y más tarde en Latinoamérica, se impusieron las Cortes o Tribunales Constitucionales erigidos para cumplir el objetivo aludido y, de paso, cooperar en la resolución de conflictos entre los demás órganos estatales que perjudicaban la eficiencia y legitimidad de tales democracias18.
Ha sido lento y difícil el avance en aquella dirección. ¿Por qué? Entre numerosas respuestas posibles se alude aquí a la tensión existente entre los líderes de las cosmovisiones ideológicas que se esfuerzan por reimplantar la idea original del Estado moderno, soberano, infalible e ilimitado en un presunto servicio permanente a la igualación frente a la realidad de la desigualdad humana, por una parte, y los líderes que realzan el rol de la Sociedad Civil o no Estado en la concreción del bien común, aplicando los principios de subsidiariedad y solidaridad, de otra. Esa tensión ha perjudicado la consolidación de una cultura judicial perdurable, comprometida con el humanismo señalado, y no solo con el desempeño de un servicio público según los estándares de los funcionarios estatales. Apartándose de la judicatura que se propone realizar los valores humanistas, sus críticos han redescubierto el viejo eslogan del activismo judicial.
A pesar de todo, el cambio se halla en movimiento, mediante la preparación adecuada que se imparte a los jueces y demás funcionarios en la Academia Judicial; o merced a una calificación rigurosa del funcionario según criterios de ética, eficiencia y afán de perfeccionamiento; o, por último, materializando nombramientos, ascensos y remociones por un órgano constitucional autónomo, llamado comúnmente Consejo de la Magistratura.
2. Antecedentes históricos en Chile. La judicatura tiene en Chile su origen en las Audiencias de Indias, que ostentaban el calificativo de reales y eran, por antonomasia, tribunales del rey19. Si bien en Indias, a diferencia de la Península Ibérica, cumplían funciones que normalmente correspondían a los Consejos20, el rol fundamental de las Audiencias era el de resolver las apelaciones contra Actos de Gobierno21. En consecuencia, estos tribunales se pronunciaban sobre asuntos civiles y criminales, además de controversias de Gobierno, y conocían de “los agravios causados contra vasallos del rey por agentes suyos o por él mismo”22.
Tal situación se mantuvo hasta los primeros años de la década de 1820.
Declarada la independencia, la organización del Poder Judicial fue definida en la Constitución de 1823, redactada por Juan Egaña Risco. Allí se le infundió la estructura jerárquica que se ha mantenido en todas las Cartas Fundamentales posteriores y que subsiste hasta hoy. En la cima quedó la Corte Suprema y, sujetos a ella, los tribunales de alzada, jueces letrados y otros magistrados de jurisdicciones especiales, sobre todos los que recaía la obligación de proteger los derechos de los ciudadanos. Reorganizado en el Código Político de 1833, aunque con disminuida participación en el control del poder político, puesto que pasó a llamarse Administración de Justicia, el Poder Judicial reemergió en la Constitución de 1980, pero con reformas insuficientes para calificarlo como una nueva o remozada judicatura.
3. Denominación. La Carta Fundamental de 1980 dedica su Capítulo VI al Poder Judicial, siendo este al único que denomina con ese sustantivo, de acuerdo a la clásica división de funciones. Como es sabido, los Capítulos IV y V de la Constitución vigente se titulan Gobierno y Congreso Nacional, respectivamente. Ninguno de los demás órganos constitucionales goza de la denominación del Poder Judicial.
Recordemos que la Constitución de 1925 se refirió, de igual manera, al Poder Judicial en su Capítulo VII, pero la Carta de 1833, como fue recién adelantado, no denominó a ningún órgano con ese sustantivo y, en el caso preciso que nos ocupa, lo rebajó a la administración de justicia, expresión denotativa del énfasis que se otorgaba al Presidente de la República y al Congreso Nacional en el funcionamiento del régimen político y en la aplicación del ordenamiento jurídico.
En nuestra historia constitucional, sin embargo, no fue del todo innovación la denominación otorgada en la Constitución de 1925, puesto que ya lo habían hecho las Constituciones de 1822, 1823 y 182823. Lo dicho tampoco impide afirmar que sí es novedoso, al menos en nuestros tres últimos Códigos Políticos, que el Poder Constituyente optase por la denominación Poder Judicial, puesto que los textos que los antecedieron tuvieron una vigencia reducida en el tiempo.
¿Existe alguna razón, sustantiva o de fondo, para llamar Poder al judicial y no así a los órganos Ejecutivo y Legislativo? Carlos Cruz-Coke atribuye esta nomenclatura a dos causas: “primero, que, como veremos, son los Tribunales de Justicia los guardianes del Estado de Derecho y un Poder de Estado de extraordinaria importancia histórica desde el siglo XIX. Por otra parte, que en relación con el Poder Ejecutivo, que aparece como ‘Gobierno, Presidente de la República’, es significativo del Régimen Presidencialista chileno”24. En análogo orden de ideas, Emilio Pfeffer ha señalado que el año 1925, al sustituirse la denominación antigua, esto es, Administración de Justicia, por la de Poder Judicial, se quiso dejar claramente establecido que la Carta Fundamental se refiere a un poder público soberano, independiente y distinto de los otros órganos supremos del Estado. Se reafirmó así la teoría de que la jurisdicción es una función distinta de la administrativa y, por supuesto, de la legislativa25, independiente y no subordinada a ninguna de ellas.
Sección segunda
Jurisdicción y competencia
4. Texto constitucional. Los tribunales ejercen jurisdicción. ¿Cómo se la define? La jurisdicción se encuentra conceptualizada en el artículo 76° inciso 1° de la Carta Fundamental, cuyo texto es el siguiente:
La facultad de conocer de las causas civiles y criminales, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley.
La Corte Suprema, en fallo fechado el 2 de octubre de 1940, concluyó que causas civiles son las contiendas en que se controvierte un derecho actual preestablecido legalmente, y que los tribunales deben declarar en favor de uno u otro de los contendientes. Causas criminales, a su vez, son aquellas en las que se establece la existencia de un delito y se aplican las penas señaladas en la ley a sus autores, cómplices o encubridores26.
5. Concepto de jurisdicción. Junto con la definición anterior, la doctrina ha conceptualizado tal función estatal como “el poder-deber que tienen los tribunales para conocer y resolver, por medio del proceso y con efecto de cosa juzgada, los conflictos de intereses de relevancia jurídica que se promuevan en el orden temporal, dentro del territorio de la República y en cuya solución les corresponda intervenir”27.
¿Por qué, podría alguien preguntarse, examinar el concepto de jurisdicción? Respondemos aseverando que corresponde a una de las funciones del Estado, sustantivamente definida como la que pronuncia y hace cumplir el Derecho aplicable a los asuntos, generalmente litigiosos, que la Constitución y la ley atribuyen, con el carácter de competencia, a los órganos jurisdiccionales28.
Cabe agregar que si bien desde el ángulo del derecho procesal, se identifica la jurisdicción con la actividad judicial de los tribunales de justicia, lo cierto es que se trata de ideas distintas, atendido el hecho de que la función jurisdiccional es más amplia que la misión judicial. Efectivamente, aquella no es privativa de los tribunales de justicia, trátese de la Corte Suprema, de las cortes de apelaciones o de los juzgados de letras, puesto que la desempeñan muchos otros órganos con facultades para emitir un pronunciamiento acerca de la ley aplicable y exigir su cumplimiento. Así, a modo ejemplar, decimos que la función jurisdiccional la practican las superintendencias en cuanto entes fiscalizadores, sea la superintendencia de Instituciones Financieras, la de Medio Ambiente, de Casinos de Juego, de Valores y Bolsas de Comercio, de Educación y de Insolvencia y Emprendimiento, entre otras, al imponer sanciones29 sobre la base del proceso justo sustanciado por ellas.