Loe raamatut: «Hermesiana», lehekülg 2

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De la felicidad

Pensaba Freud que «el plan de la Creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz». Posiblemente tuviera razón –concediendo que tal Plan existiera– el maltratado padre del psicoanálisis. Nos basta para saberlo con echar un vistazo a este mundo. Allá donde se pose nuestra vista el desamparo, el dolor, la tristeza asoman mostrándonos su más terrible faz. «Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía./ Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas», escribió Darío de las Américas celestes, uno de aquellos escasos iluminados que con mayor y herido acierto han sabido transmitirnos la precaria condición de ser humanos.

Superar las pequeñas tristezas, esas que podrían guardarse en un pañuelo de las que habló con su verso luminoso Dulce María Loynaz, se lleva así buena parte de la vida, con demasiada frecuencia hasta la parte buena de la misma. Son las pequeñas tristezas que sumadas y adheridas crean el túnel del desamparo, el corredor lóbrego, de paredes húmedas y densa oscuridad, dentro del cual la luz no llega a ser más que un concepto abstracto para uso de escapistas y endiosados.

Desde la Antigüedad y Oriente, pasando por San Agustín, Moro, Kant o Marx, hasta nuestros días, la filosofía ha hecho de la felicidad uno de sus grandes temas. El diseño de la ciudad ideal, del Estado igualitario fueron sendas manifestaciones de un mismo empeño por tratar de implantar el reino de las ideas sobre el revolutum de este mundo. Luego, la Historia se encargó de demostrar, como afirma Marina en su último libro, que «la mejor excusa para la opresión ha sido siempre la pretensión de un hombre para decidir sobre la felicidad de los demás». Instalar la felicidad dentro de la Carta Magna de los padres fundadores norteamericanos fue solo un paso, pero la política ha demostrado con el tiempo no ser un absoluto. Aunque habría que decir de ella como del dinero, que bien administrado puede ayudar bastante a que la existencia sea menos lastimosa.

Para algunos, como Russell, el «entusiasmo» demostró ser el verdadero secreto de la felicidad y del bienestar. No otra cosa es la depresión: una cruel ausencia de entusiasmo. Para el pensador británico, frente al Sartre que ve en los demás el infierno de existir, la felicidad sería además una especie de conquista personal que nunca podrá ser efectiva sin la mirada benevolente hacia el otro.

La cuestión, llegados a este punto, nos llevaría a preguntarnos: ¿cómo tener confianza en los demás mientras la esclavitud, la ignorancia o la necedad se sigan perpetuando –¡y con qué brío!– desde el propio ser humano?

Frente a la barbarie, afirmar que el dolor es condición sine qua non de la propia vida, no parece un gran consuelo. «¡Dios mío, soy una niña...! No puedo sufrir todavía...», exclamaba entre el candor y el delirio un joven personaje de Mauriac. ¿Pero no es el acto de creación el cénit del dolor al tiempo que máxima expresión del amor?

«El amor humano –dice Gurméndez– rescata al hombre de su pérdida en un mundo objetivo». Frente a la soledad del Darío de las primeras líneas, el amor, mezcla de carne y sueño, se convierte en un acto de conciliación, porque «cuando somos amados nos sentimos reconocidos». Mientras el dolor nos aleja del mundo, es en la contemplación amorosa donde se produce la comunión con el propio hecho de estar vivos. De esa agua clara nacen las palabras de María Zambrano: «Quien mira al mundo como enamorado, jamás querrá separarse de él, ni cultivar las barreras que le separan ni las distinciones que le distinguen».

Es este un amor amable, parte de esperanza, parte de afán por no creer en el corazón como desierto, como fuente seca, que pese a la sinrazón o la ignominia es capaz de mantener firme el deseo de que, como en el poema de Celan, «la piedra pueda florecer».

Lúcido, luminoso, combatiente, Sísifo redivivo, por encima de silogismos y métodos, volvemos a Camus. No en vano fue toda su obra un intento por dar respuesta a los grandes enigmas de la existencia. Es casi al final de La peste, ¿lo recuerdan?: «Rieux sabía lo que estaba pensando en aquel momento el pobre viejo que lloraba, y también, como él, pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón».

[7 de abril de 2004]

Retrato

Es más que la mirada del superviviente. Mucho más. Son los ojos del testigo. El brillo que ninguna cámara puede captar bajo las cejas de cerdas enconadas. Sabemos que muy pronto su testimonio directo, personal, habrá desaparecido. Es ley de muerte. Por eso apuramos el milagro de su prodigiosa permanencia. Sesenta años después. ¡Siguen vivos!, exclamamos admirados al leer o ver por televisión sus crónicas del inframundo. Vivos, acarreando la condena de existir a cuestas. Y nos hemos prometido a nosotros no olvidar. Porque sabemos que una vez sucedido el crimen ontológico por antonomasia tenemos muchas más posibilidades de que pueda volver a suceder. ¿O acaso está sucediendo ya?

Nunca olvidaré la primera y única vez que hablé con un testigo del Holocausto. Bayard era un joven idealista que se enroló en el ejército estadounidense durante la II Guerra Mundial sin poder imaginar lo que aquella «aventura» habría de depararle. Pearl Harbor le había dado a su país la justificación para participar en un conflicto que había rehuido durante dos años. Ahora, como tres décadas atrás, había que liberar de nuevo Europa, aunque el precio de combatir el fascismo cara a cara terminase fortaleciendo al temido Stalin, ahora su aliado. Muchos de aquellos jóvenes soldados se habían preparado para asistir a los desastres de la guerra, para ser protagonistas de la mayor deflagración en la Historia. Nadie les había avisado sin embargo de que los mismos ojos que habían visto morir al amigo y al enemigo a su lado, se verían reflejados en los ojos sin fondo ni dimensión de los hombres, mujeres y niños de los campos de concentración y de exterminio nazi.

Trato de comparar a este Bayard viejo y cansado que me da cálidamente la mano con aquel que entró en Mauthausen, donde tantos españoles dejaron también su vida al pie de una escalera interminable. Y busco en su mirada agrietada, muy al fondo, lo que entonces contempló. No la barbarie, sino el corazón mismo de las tinieblas palpitando en carne viva, la imagen de la especie asomada a su propio abismo.

No hay posibilidad de diálogo. El viejo soldado rehúye el tema sumido en un monólogo interior con el que no aspira ni siquiera a hablar con Dios un día. Mientras mira la Serranía de Ronda desde el balcón, pareciera que el aliento se le quedara suspendido en el arco que forman nariz y boca. Apostado sobre un manantial de luz, sus ojos expelen grisáceos reflejos, como en cámara lenta. Sin darse cuenta, se evade de la conversación a la que vuelve pudoroso instantes después avisado por su mujer, una exiliada cubana que luchó junto a Fidel en la Sierra Maestra y que entrevera, verbosa y risueña, la historia de su particular concubinato con la Historia. ¿Lo he soñado o cogido de otro sitio que saltó de un helicóptero en compañía de los «barbudos» estando embarazada?

Tras la guerra, Bayard ejerció distintos trabajos pero muy pronto se declinó por su verdadera vocación: las bellas artes, entregándose a la pintura, el dibujo, el grabado, la escultura... Múltiples manifestaciones con un mismo tema motor: el Horror.

A solo unas décadas de aquellos acontecimientos da la impresión de que aún estamos despertando de una pesadilla. Los ilustrados, que tantas cosas nos legaron, no previeron algo: que las luces del entendimiento no evitaban la barbarie, que el conocimiento podía ser compañero de la destrucción.

Dentro de apenas unos años esa tenue luz que emana de los ojos de Bayard, de todos sus compañeros, de los testigos y sobre todo de las víctimas de la Shoah se habrá apagado para siempre. Y daremos por bien invertido el dolor, sin dejar de recordar la catástrofe, si en el futuro evitamos tener que encontrarnos de nuevo cara a cara con esos heraldos negros en los que, como en el poema de Vallejo, “todo lo vivido/ se empoza, como charco de culpa, en la mirada”.

[28 de enero de 2005]

La desbandá

Ocurrió en febrero. O en julio del año anterior, un día 18, o mejor, estaba ocurriendo desde antes. Desde hacía siglos. Desde que la Historia empezó su permanente lucha de contrarios, su dialéctica de vida y muerte, de cambio y permanencia, de existencia y destrucción.

Todas esas fuerzas en tensión que pugnaban entre sí buscando su propio espacio (todo el espacio) terminaron estallando a principios del mes de febrero de 1937. La deflagración en forma de «desbandá» produjo un eco que aún hoy llega hasta nosotros. Está recogida en los libros, entre cuyas páginas aún puede sentirse la convulsión. Se encuentra vívida también entre los testigos: víctimas que callan y lloran, o buscan culpables; verdugos que callan y que acaso también lloran. O no. Quién sabe.

No se trató de dos Españas enconadas, aunque el esquema se ajuste bien a nuestra visión polémica de la vida. Aunque es cierto que fue una guerra y como tal, se enfrentaron dos bandos. El uno, aperturista, desclasado, ateo (excepción hecha del PNV). El otro, conservador, militarista, ultracatólico. Pero en medio y dentro de ellos, qué diferencias, qué matices qué complejidad. A un lado, republicanos, socialistas, comunistas, trotskistas, anarquistas... En el otro, monárquicos, carlistas, falangistas, religiosos... La enumeración no agota los móviles de ninguno. Ni el porqué de sus adhesiones. Lo único palpable es que todos, en algún momento, tuvieron que tomar partido. A lo mejor simplemente, por haber caído –sido arrojados, diríamos con Heidegger– en un pueblo y no en el de al lado.

En Málaga, las facciones formaron, sin embargo, un entramado simbólico en el que se mostró como en un delirante crisol la neurosis colectiva de aquel tiempo. Aquí como en casi ningún otro sitio, todo se amplificó. Y la guerra «incivil» adquirió las trazas de auténtica plaga bíblica.

La persecución religiosa del 31, que más tarde se repetiría en el 36, se cobró proporciones dantescas. Málaga «la Roja» se convertiría así en símbolo de la causa republicana durante los primeros compases de la guerra ante la rendición de capitales andaluzas como Sevilla, desde donde Queipo de Llano martirizó al pueblo malagueño con su acento tendencioso y su voz de relámpago. Como Barcelona, la Ciudad del Paraíso se sumió en el caos. Mientras falangistas cautivos, religiosos y terratenientes agazapados preparaban el advenimiento de las tropas franquistas, los comunistas trataban de poner el orden entre aquellos que querían declarar la República Libertaria Independiente de Málaga.

El ensañamiento no podía ser menos que brutal. Había que dar una lección a esos rojos sediciosos. No bastaba con rendir la ciudad, con provocar la huida. La caída tenía que ser una aniquilación. Y casi lo fue.

Humillados, bombardeados, machacados por tierra, mar y aire, miles de malagueños emprendieron la desbandá. Muchos no llegaron a ese destino desconocido que ansiaban. Se quedaron en las ensangrentadas cunetas.

Ahora, el novelista Luis Melero recrea con personajes ficticios hechos reales. La desbandá propiamente dicha apenas ocupa un capítulo. Pero esto supone un acierto no solo narrativo. Melero no hace una novela de tesis y, sin embargo, ofrece toda una serie de claves para entender el período que culmina con la trágica diáspora. Y todo, a través de la mirada de un niño obligado por las circunstancias a convertirse en hombre. Un hombre desorientado y arrojado en un océano de odio, incomprensión y rencor.

La desbandá es un libro necesario que nos sitúa al borde de nuestros propios abismos. Toda una lección de inhumana humanidad que no podrán leer sin un nudo en el corazón.

[24 de junio de 2005]

Wells, el visionario

En 1894, un joven escritor aficionado a la Ciencia es instado por su editor a que reelabore un relato que recrea la posibilidad de un viaje al futuro. La historia, novelada en apenas 15 días, se convertirá en un éxito instantáneo y poblará de fantasías la imaginación de generaciones enteras. Lo anterior podría ser un fragmento de la biografía de un escritor en el momento justo en el que se produce el encuentro esencial de su vida, allí donde confluyen vocación y situación, dedicación y destino. Lo cierto es que más de un siglo después La máquina del tiempo de H. G. Wells sigue despertando admiración, no solo por los valores literarios que el libro encierra, sino por la “validez” científica de sus fantásticos postulados.

Fue Einstein quien hace un siglo ya predijo aquello de que «el movimiento afecta al tiempo». Su teoría de la relatividad sentó la base sobre la que investigadores actuales siguen devanándose sus generosos sesos. Es el caso del físico británico Paul Davies, quien manifestaba esta semana a su paso por España que el viaje al futuro «es posible». Es más, lo podría ser además de un modo no muy lejano, ya que la instalación en Ginebra de aquí a unos años de un acelerador de partículas «generará suficiente energía como para crear gusanos artificiales y poder experimentar con ellos».

La Ciencia hace tiempo que recorre el camino que en su día marcó la literatura, del mismo modo que la realidad termina convertida en una mala copia del arte.

Y en esto Wells resulta paradigmático. Y si no, que se lo digan también a otra pareja de científicos estadounidenses. Sus nombres, Andrea Alù y Nader Enghea. Su descubrimiento: haber diseñado un sistema que podría hacer «invisibles» los objetos a través de una especie de escudo que impide que la luz reflejada por los mismos llegue a ser percibida por el observador. En definitiva, que los hace imperceptibles al ojo humano. ¿Les suena? Claro, es El hombre invisible, otra de las iluminaciones del «Shakespeare de la ficción». Este escudo de invisibilidad, una de esas recreaciones de la mente infantil, especialmente si el niño en cuestión ha crecido viendo la versión cinematográfica en blanco y negro del clásico de Wells podría, pues, hacerse realidad antes que tarde, confirmando una vez más que no hay prácticamente sueño o delirio humano que escape a la posibilidad de realizarse.

Máquinas del tiempo, hombres invisibles, y ¿por qué no, invasiones alienígenas? En esto también se nos ha adelantado la imaginación creadora de escritores como Wells. Y justo es reconocerlo en un momento, como el actual, en el que todo parece encaminado a demostrar que la vida en el universo no es un don exclusivo de los humanos. Evidentemente, la invasión que Wells fabula en La guerra de los mundos resulta estéticamente ingenua al observador actual, más asociada a cierto cine de dudosa calidad que a un temor propio de nuestro tiempo. Piénsese que la amenaza extraterrestre fue sutilmente utilizada por la clase dirigente estadounidense para cerrar filas en torno a la unidad nacional frente a otra amenaza más definida que venía también del exterior, pero sin salirse del planeta: el comunismo.

Pero como sea, la aventura marciana que estamos viviendo –aunque a la inversa– también fue avizorada por este creador inquieto y soñador, socialista humanista que formó parte de una de las generaciones más ricas de la literatura y el pensamiento universal y que, como en la célebre máquina, siguen acompañándonos a través del tiempo.

[18 de marzo de 2005]

Forma y fondo

Con frecuencia las formas condicionan el fondo. El espacio al contenido, el material a la mano experta del artista. Juegan los poetas con palabras, el material etéreo, y los músicos y matemáticos con los astros y los hombres, que se repiten cíclicamente. Con el hierro, la madera, el marfil, el bronce, el escultor y el arquitecto inmortalizan la fugacidad del tiempo, fingiéndose inmortales. Y el pintor absorbe la realidad del mundo, y la mundanidad del sueño para atrapar un trozo de apariencia sobre la superficie rugosa del lienzo. Se mire como se mire, en el fondo, es la forma.

Cuando el periodista quiere captar lo sustancial de la información en la caja de texto del titular ha de enfrentarse en primer lugar con el número de caracteres del que dispone. Líneas, columnas, fuente, tipo, forman la celda de clausura donde el anuncio (no otra cosa es un titular) vivirá al día siguiente para expirar pasado mañana en el tanatorio de papel de las hemerotecas.

En la historia humana se han sucedido las épocas de forma con las de fondo. A las primeras se les ha llamado «decadentes»; las otras, alcanzada su cumbre, generalmente han estado marcadas con el estigma de la destrucción. Las primeras son refinadas, casi amaneradas. Son el helenismo que siguió a la época clásica, el rococó que precedió a la Revolución, el modernismo que se adelantó a la crisis de todos los valores. De profundis, la Grecia presocrática nos da el más hondo ejemplo. Al final del desfiladero se encuentra no otro que Sócrates, con Buda y Cristo, el pilar humano de la sabiduría universal, antes de convertirse ciencia (filosofía). Antes de que el mito de la razón terminara generando monstruos supo elevarse también la primera Ilustración. La del alemán Lessing. Y también, al principio, la de Kant. Luego se demostró que el Renacimiento weimariano solo era un espejismo, un disfraz. Es la perversión de forma y fondo que acompaña al primer tercio de siglo, después de que los herederos de Nietzsche y Wagner terminaran legitimando el Horror de conocer, sabiéndose (re) conocidos.

A partir de ahí, las diferencias entre forma y fondo han ido diluyéndose hasta el punto de resultar ambiguos a la hora de categorizar sobre tales conceptos. Así en nuestra era de la sospecha, un periodo de confusión ideológica y, claro está, terminológica. Con la «agonía de la palabra» como principal vehículo de conocimiento, empezaron a borrarse las fronteras. Algunos llaman a este fenómeno «transversalidad», aunque mucho tiene de pérdida de arraigo. De no saber reconocer las fuentes primigenias, lo sustancial de lo accesorio, en definitiva, la forma del fondo. Aún así, la batalla que libran una y otro se decanta hacia la primera. Así contemplamos el abandono de las humanidades en nuestro tiempo, el azote del «diferencialismo», la moral de rebaño que el aprendiz de Dionisos descubrió antes de que la base sobre la que se asentaba el saber en Occidente se nos cayera de los pies, dejando tras estos solamente el vacío, la oquedad, el desierto poblado de necesidades de la vida moderna.

Fondo y forma. Siempre en litigio, siguen pugnando hoy por hacerse con el control de nuestras realidades y deseos. Qué precede a su par, sigue siendo una pregunta válida. Si el soneto al sentimiento de amor despechado, o el impulso poético de cantar llorando a la soledad a las once sílabas mágicas.

Con frecuencia, las formas condicionan el fondo hasta tal punto que provoca que nazcan artículos como este. Circulares.

[23 marzo de 2005]

Un hombre bueno

«Después, uno se arrepiente de haber sido tan bueno». Así reflexionaba Hitler en el ocaso de su vida, mientras tres frentes del Ejército Rojo sitiaban Berlín. «Bueno». Qué tipo.

Eran ya los tiempos en los que la guerra hacía mucho que se había dado por perdida, la propaganda nazi carecía de toda credibilidad para los alemanes, pero en los que aún el dictador trazaba imaginarias batallas con ilusorios ejércitos antes de lanzar la última ofensiva que le granjearía la victoria al III Reich. Hitler, el visionario, el cruel hombre enfermo consumido por el párkinson y por su fiebre imperialista y antisemita, daba –como dicen gráficamente los taurinos, de los que cabe salvar al menos alguna metáfora– las últimas boqueadas.

Pero aún así, ningún síntoma de culpa le asaltó. De hijo del Destino había llegado a convertirse en su máximo pontífice y Señor. Había llevado sobre su espalda la labor ciclópea de poner a la Gran Alemania en el carril de la Historia que por su origen divino le correspondía. Los judíos no fueron en esa tarea más que una cabeza de turco, el polo opuesto y bien reconocible de su dialéctica de la Destrucción. El delirio antisemita del Reich es el polo más visible de la neurosis colectiva del país durante aquellos años, pero no su único causante ni, en definitiva, su exclusiva consecuencia. Historiadores recientes han analizado el factor económico a la hora de explicar la pervivencia del nazismo durante nada menos que 12 años, la escasa resistencia a la que tuvo que hacer frente a nivel interno. En una Europa en crisis, en una Alemania asolada económica y moralmente (humillada), la figura de Hitler fue más que la de un loco iluminado. El Führer, el guía, no hizo más que canalizar la heterogeneidad de sentimientos e intereses de toda una nación. Incluyendo, cómo no, los intereses económicos. «Yo no he obligado a nadie a ser mi colaborador, lo mismo que no hemos obligado al pueblo alemán. Es él quien ha delegado en nosotros –dijo Goebbels en 1933 para añadir a continuación–: ¡Pero cuando nos marchemos, temblará el orbe terrestre».

El orbe terrestre, sin embargo, ya había temblado antes de que la primera bandera soviética ondeara sobre el Berlín liberado. Había empezado a hacerlo mucho antes de que un Hitler cansado se paseara por su búnker atiborrándose de chocolate y tarta ante el estupor de sus escasos fieles. Cincuenta millones de muertos forman un nada desdeñable temblor. Y Hitler lo sabía. La gran purificación, el Holocausto, no podía ser sino un colosal baño sangriento. Para la retórica nazi, los alemanes recogían el testigo dórico de sus padres grecolatinos. Un cuadro que completaba la rica y compleja mitología nórdica. Griegos, romanos, celtas, un batiburrillo mítico que sumado a un evolucionismo darwinista distorsionado y a la concepción del hombre-masa fue capaz de engendrar centauros ideológicos de consecuencias insólitas en la historia de la Humanidad. Hitler se presentaba a sí mismo como un liberador, lo que es norma general entre todos los grandes tiranos, con la particularidad de que poseía una contagiosa y perversa visión del mundo que encandiló en sus inicios a millones de personas de toda condición. Del obrero al mayor filósofo del siglo XX: Martin Heidegger.

En la última semana de abril del año 45 –Joaquim Fest lo cuenta muy bien en El hundimiento– Hitler aún no había tirado la toalla. Su visión pangermánica convertida en pesadilla ilustrada había visto desfilar a las legiones del futuro por las calles de media Europa. En muchos casos, sin apenas resistencia. No es de extrañar que en sus últimas horas se acordase de sus hermanos ingleses para maldecir a ese demócrata fanático de Churchill, el único, con el permiso de Stalin, capaz de superarle en obstinación a la hora de ganar la guerra.

Los restos de Adolf Hitler nunca fueron encontrados aunque se supone que fue incinerado. Hoy recordamos al «hombre bueno» y seguimos sintiendo temor y temblor por su memoria. Por lo bueno que era el desgraciado.

[20 de mayo de 2005]

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