Loe raamatut: «Las Travesuras de Naricita»

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Las travesuras de Naricita

José Monteiro Lobato

Organización

Letícia Goellner

Traducción

Letícia Goellner, Pablo Saavedra y Vicente Menares

Prólogo

Regina Zilberman

Ensayos críticos

Alessandra Harden y Fernanda Coutinho

Ilustraciones

Melissa Garabeli y Giulia Garcia

Colaboración

Valentina Labrín (ayudante pregrado)

Agradecimientos especiales:

Este libro ha sido publicado gracias al financiamiento del Concurso de Creación Artística 2020 de la Dirección de Artes y Cultura, Vicerrectoría de Investigación, Pontificia Universidad Católica de Chile.

Programa de Traducción- Magíster UC, Facultad de Letras UC. Pontificia Universidad Católica de Chile

© Inscripción Nº 2020-A-9466

Derechos reservados

Noviembre 2020

ISBN edición impresa Nº 978-956-14-2731-0

ISBN edición digital Nº 978-956-14-2732-7

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Lobato, José Bento Monteiro, autor.

Las travesuras de naricita / José Monteiro Lobato; Ilustraciones de Melissa Garabeli y Giulia García; Traducción de Leticia Goellner, Pablo Saavedra y Vicente Menares.

1. Cuentos infantiles brasileños.

2. Cuento brasileño.

I. t.

II. Garabeli, Melissa, ilustradora.

III. García, Giulia, ilustradora.

2020 B869.3 + DDC23 RDA

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com | info@ebookspatagonia.com


Índice

Naricita respingada

I. Naricita

II. Una vez...

III. En el palacio

IV. El bufoncito

V. La costurera de las hadas

VI. La fiesta y el Mayor

VII. La píldora parlante

La Parcela del Pájaro Carpintero Amarillo

I. Las jabuticabas

II. El entierro de la avispa

III. La pesca

IV. Las hormigas pelirrojas

V. Pedrito

Los cien años de las travesuras de Naricita en la Parcela del Pájaro Carpintero Amarillo


I. Naricita

En una casita blanca, allá en la Parcela del Pájaro Carpintero Amarillo, vive una viejita de más de sesenta años. Se llama Doña Benta. Quien pasa por el camino rural y la ve en la terraza, con el canastito de costura en el regazo y los anteojos de oro en la punta de su nariz, sigue su camino pensando:

–Qué tristeza vivir así tan sola en este desierto…

Pero se engaña. Doña Benta es la más feliz de las abuelas, porque vive en compañía de la más encantadora de las nietas: Lucía, la niña de la naricita respingada, o Naricita, como todos le dicen. Naricita tiene siete años, es morena como una pomarrosa, le gustan mucho las cabritas y ya sabe hacer unas bolitas de yuca bien sabrosas.

En la casa viven además dos personas: la Tía Nastácia, una señora negra muy querida por la familia que se hizo cargo de Lucía cuando era pequeña, y Emília, una muñeca de trapo con el cuerpo bastante desastrado. Emília fue hecha por la Tía Nastácia, con ojos de carrete de hilo negro y las cejas tan arriba que hacen que parezca una bruja. A pesar de esto, Naricita la quiere mucho; no almuerza ni cena sin tenerla a su lado, ni se acuesta sin primero acomodarla en una hamaquita colgada entre las dos patas de una silla.

Además de la muñeca, el otro encanto de la niña es el arroyo que pasa por la parte trasera del pomar. Sus aguas, muy rapiditas y chismosas, corren por entre las negras piedras de limo.

Todas las tardes, Lucía toma la muñeca y se va a pasear a la orilla del agua, donde se sienta en la raíz de un viejo árbol pacay para dar migas de pan a los pececitos lambaris.

No hay pez en el río que no la conozca, por lo que, cuando aparece, todos acuden muy hambrosos. Los más pequeños se ponen más cerquita, los más grandotes parecen desconfiar de la muñeca, por lo que se quedan recelosos, mirando de reojo desde lejos. Esta entretención le toma horas a la pequeña, hasta que aparece la Tía Nastácia en la cerca del pomar y grita con su voz sosegada:

–¡Naricita, la abuela te está llamando…!


II. Una vez…

Una vez, después de dar comida a los pececitos, Lucía sintió que los ojos le pesaban de sueño. Se acostó en el pasto con su muñeca en el brazo y se quedó mirando cómo paseaban las nubes por el cielo, a veces formando castillos, y otras, camellos. Y ya estaba casi durmiendo, envuelta en el chismeo de las aguas, cuando sintió cosquillas en el rostro. Se le agrandaron los ojos: un pececito vestido como una persona estaba de pie en la punta de su nariz.

¡Sí, vestido como persona! Traía un abrigo rojo, un sombrerito de copa y un paraguas en la mano. ¡La más grande de las galanterías! El pececito miraba la nariz de Naricita frunciendo la frente, como quien no entiende nada de lo que está viendo.


La niña contuvo el aliento por miedo a asustarlo y así se quedó hasta que sintió unas cosquillas en la frente. Espió con el rabillo de los ojos. Era un escarabajo que se había posado ahí. Pero un escarabajo que también estaba vestido como una persona, llevaba un sobretodo negro, anteojos y un bastón.

Lucía se quedó aún más inmóvil, porque todo eso le interesaba mucho.

Al ver al pececito, el escarabajo se sacó el sombrero respetuosamente.

–¡Muy buenas tardes, señor Príncipe! –dijo.

–¡Buenas, maestro Cascudo! –fue su respuesta.

–¿Qué novedades trae a Vuestra Alteza por aquí, Príncipe?

–Es que me corté dos escamas del lomo y el doctor Caracol me recetó aires de campo. Vine a tomarme el remedio en este prado, que me es muy conocido, pero encontré aquí este cerro que me parece extraño –y el Príncipe golpeó con el regatón del paraguas en la punta de la nariz de Naricita.

–Creo que es de mármol –observó.

Los escarabajos son muy entendidos en cuestiones de la tierra, porque viven cavando hoyos. Aun así, aquel escarabajo con un sobretodo no fue capaz de adivinar qué tipo de “tierra” era aquella. Se agachó, se ajustó los anteojos, examinó la nariz de Naricita y dijo:

–Es muy blando como para ser mármol. Parece más queso crema.

–Es muy moreno para ser queso crema. Parece más chancaca –apuntó el Príncipe.

El escarabajo probó la tal tierra con la punta de la lengua.

–Es muy salada para ser chancaca. Parece más…

Pero no concluyó, porque el Príncipe lo había dejado para ir a examinar las cejas.

–¿Serán aletas, maestro Cascudo? Venga a verlas. ¿Por qué no se lleva algunas a sus niños para que las usen como látigos en sus juegos?

Al escarabajo le gustó la idea y fue a recoger las aletas. Cada hebra que arrancaba era un dolorcito agudo que la niña sentía, ¡y ella tenía muchas ganas de sacarlo de ahí con una mueca! Pero soportó todo, curiosa por ver en qué terminaría aquello.

Dejando al escarabajo ocupado con las aletas, el pececito fue a examinar las ventanas de la nariz.

–¡Qué bellas madrigueras para una familia de escarabajos! –exclamó. –¿Por qué no se viene para acá, maestro Cascudo? A su esposa le gustaría esta división de piezas.

El escarabajo, con el manojo de aletas debajo del brazo, se fue a examinar las madrigueras. Midió la altura con su bastón.

–Realmente son buenas –dijo–. Solo temo que viva aquí alguna bestia peluda.

Y para asegurarse hurgó en el fondo de la madriguera.

–¡Chú! ¡Chú! ¡Sal de ahí, bicho inmundo!

No salió ninguna fiera, pero como el bastón le hizo cosquillas a la nariz de Lucía, lo que sí salió fue un formidable estornudo: ¡Achú!… y los dos bichitos, cogidos por sorpresa, dieron vueltas con las piernas al aire y cayeron con fuerza contra el suelo.

–¿No le dije? –exclamó el escarabajo, levantándose y limpiando con la manga el sombrerito sucio con tierra. –¡Sí, es un nido de una bestia, y de una bestia estornudora! Ahora me voy. No quiero hacer negocios con esta gente. ¡Hasta luego, Príncipe! Espero que sane y sea muy feliz.

Y allá se fue, zumbando como un avión.

Sin embargo, el pececito, que era mucho más valiente, permaneció ahí, cada vez más intrigado con esa montaña que estornudaba. Por fin, a la niña le dio lástima y decidió aclarar todo el misterio. Se sentó de súbito y dijo:

–No soy ninguna montaña, pececito. Soy Lucía, la niña que viene todos los días a darles comida. ¿No me reconoces?

–Era imposible reconocerla, niña. Vista desde el agua se ve muy diferente.

–Puede que me vea distinta, pero te aseguro que soy la misma. Esta señora aquí es mi amiga Emília.

El pececito saludó respetuosamente a la muñeca y en seguida se presentó como el Príncipe Escamado, rey del Reino de las Aguas Claras.

–¡Príncipe y rey al mismo tiempo! –exclamó la niña aplaudiendo–. ¡Qué bien, qué bien, qué bien! Siempre tuve el deseo de conocer a un príncipe-rey.

Hablaron un largo rato, y finalmente el Príncipe la invitó a que visitara su reino. Naricita sintió un gran entusiasmo

–Vamos al tiro –gritó –antes de que la Tía Nastácia me llame.

Y allá se fueron los dos tomados del brazo, como viejos amigos. La muñeca los seguía sin decir una palabra.

–Parece que a doña Emília le comieron la lengua los ratones –observó el Príncipe.

–No fueron los ratones, Príncipe. La pobre es muda de nacimiento. Ando en busca de un buen doctor que la cure.

–Hay un doctor excelente en la corte, el célebre doctor Caracol. Emplea unas píldoras que curan todas las enfermedades, excepto su baba. Estoy seguro de que el doctor Caracol va a hacer que la señora Emília hable hasta por los codos.

Seguían hablando sobre los milagros de las famosas píldoras cuando llegaron a una cierta gruta que Naricita jamás había visto en ese lugar. ¡Qué cosa tan extraña! El paisaje parecía otro.

–Aquí está la entrada a mi reino –dijo el Príncipe.

Naricita fisgoneó, con miedo a entrar.

–Está muy oscura, Príncipe. Emília es muy miedosa.

La respuesta del pececito fue sacar del bolsillo una luciérnaga en un mango de alambre, que le servía de linterna viva. La gruta se iluminó hasta muy adentro y la “muñeca” perdió el miedo. Entraron. Por el camino fueron saludados, con grandes muestras de respeto, por varias lechuzas y numerosísimos murciélagos. Unos minutos después llegaron a la entrada del reino. La niña abrió la boca, admirada.

–¿Quién construyó este maravilloso portón de coral, Príncipe? Es tan bonito que parece un sueño.

–Fueron los Pólipos, los albañiles más trabajadores e incansables del mar. También mi palacio fue construido por ellos, todo de coral rosado y blanco.

Naricita todavía tenía la boca abierta cuando el Príncipe notó que el portón no había sido cerrado ese día.

–Es la segunda vez que esto sucede –señaló con cara de molestia–. Apuesto a que el guardia está durmiendo.

Al entrar, verificó que tenía razón. El guardia dormía un sueño entre ronquidos. No era más que un sapote muy feo, que tenía el puesto de mayor del ejército marino. El Mayor Agarra-y-No-Suelta-Más. Recibía de salario cien moscas al día para quedarse ahí, con la lanza en la mano, casco en la cabeza y espada en el cinturón, vigilando la entrada del palacio. El Mayor, no obstante, tenía el vicio de dormir en horas de trabajo, y esta era la segunda vez que lo pillaban en falta.

El Príncipe se acomodó para despertarlo con una patada en la panza, pero la niña intervino.

–¡Espere, Príncipe! Tengo una idea muy buena. Vamos a vestir a este sapo con la ropa de mi muñeca, para ver su cara cuando despierte.

Y sin esperar respuesta, le sacó la falda a Emília y se la puso, despacito, al dormilón. También le puso la caperuza de la muñeca en lugar del casco, y el paraguas del Príncipe en vez de la lanza. Después de haberlo transformado en una perfecta viejecita, le dijo al Príncipe:

–Ahora lo puedes patear.

El Príncipe ¡zas!… le propinó un valiente puntapié en la barriga.

–¡Uhhh! –gimió el sapo, abriendo los ojos, aún ciego de sueño.

El Príncipe, poniendo voz grave, lo lumeó:

–¡Bonita cosa! ¡Mayor! Durmiendo como un cerdo y además andas vestido de viejecita… ¿Qué significa esto?

El sapo, sin entender nada, se miró atorpezadamente en un espejo que había por ahí. Le echó la culpa al pobre espejo.

–¡Está mintiendo, Príncipe! No le crea. Nunca fui así…

–De hecho, tú nunca fuiste así –explicó Naricita–. Pero, como dormiste escandalosamente durante el servicio, el hada del sueño te transformó en una viejecita. Bien hecho…

–Y como castigo –añadió el Príncipe– estás condenado a comer cien piedritas redondas en vez de las cien moscas de nuestro trato.

El sapo, muy triste, hizo un gran puchero, yéndose tristón, y arrinconándose en un rincón apartado.

III. En el palacio

El Príncipe consultó su reloj.

–Es la hora de la audiencia –murmuró–. Vamos de prisa, que tengo muchos casos que atender.

Y se fueron. Entraron directamente a la sala del trono, en el cual la niña se sentó a su lado, como si fuese una princesa. ¡Linda sala! Toda de un coral color leche, con flequillos como musgo y pendientes de perla colgaditos que temblaban al menor soplo. El piso, de nácar tornasolado, era tan liso que Emília se resbaló tres veces.

El Príncipe dio la señal de audiencia golpeando con una gran perla negra una concha sonora. El mayordomo presentó a los primeros demandantes. Se trataba de una pandilla de moluscos desnudos que tiritaban de frío. Venían a quejarse de dos Bernardos Ermitaños.

–¿Quiénes son esos Bernardos? –preguntó la niña.

–Son unos cangrejos que tienen la mala costumbre de apropiarse de las conchas de estos pobres moluscos, dejándolos en carne viva en el mar. Son los peores ladrones que tenemos acá.

El Príncipe resolvió el caso ordenando que se le otorgara una concha nueva a cada molusco.

Después apareció una ostra para quejarse de un cangrejo que le había robado una perla.

–¡Era una perla todavía jovencita y tan galante! –dijo la ostra, secándose las lágrimas–. Él la robó por pura maldad, porque los cangrejos no se alimentan de perlas, ni las usan como joyas. Seguramente, ya la dejó por ahí en las arenas…

El Príncipe resolvió el caso ordenando que le dieran a la ostra una nueva perla del mismo tamaño.

En ese momento, apareció en la sala, muy apurada y afligida, una cucarachita de mantilla, que se fue abriendo camino por entre medio de los bichos hasta llegar al Príncipe.

–¿La señora por aquí? –exclamó este, sorprendido–. ¿Qué desea?

–Ando en busca de Pulgarcito –respondió la viejita–. Hace dos semanas que huyó del libro donde vive y no lo encuentro por ninguna parte. Ya recorrí todos los reinos encantados sin encontrar la menor señal de él.

–¿Quién es esta viejita? –le preguntó la niña en el oído al Príncipe–. Parece que la conozco…

–Seguramente, pues no hay niña que no conozca a la célebre Doña Cucarachina de los cuentos, la cucarachita más famosa del mundo.

Y se giró hacia la viejita:


–Ignoro si Pulgarcito anda por aquí en mi reino. No lo he visto, ni tengo noticias de él, pero la señora lo puede buscar. Siéntase a gusto.

–¿Por qué huyó? –preguntó la niña.

–No lo sé –respondió Doña Cucarachina– pero he notado que muchos de los personajes de mis cuentos están cansados de vivir toda su vida presos dentro de ellas. Quieren novedad. Hablan de recorrer el mundo en busca de nuevas aventuras. Aladino se queja de que su lámpara maravillosa se está oxidando. La Bella Durmiente tiene ganas de pincharse el dedo en otra rueca para dormir por otros cien años. El Gato con Botas se peleó con el marqués de Carabás y quiere irse a los Estados Unidos a visitar al Gato Félix. Blancanieves vive hablando de teñirse negro el pelo y ponerse rubor en la cara. Todos andan rebeldes, por lo que me cuesta un trabajote contenerlos. Pero lo peor es que amenazan con escaparse, y Pulgarcito ya dio el ejemplo.

A Naricita le gustó tanto aquella rebeldía que llegó a aplaudir de alegría, con la esperanza de poder toparse en su camino con alguno de aquellos queridos personajes.

–Todo eso –prosiguió Doña Cucarachina– por culpa de Pinocho, del Gato Félix y sobre todo de una tal niña de naricita respingada que todos desean mucho conocer. Hasta tengo la idea de que fue esa diablita la que descarrió a Pulgarcito y le aconsejó que huyera.

El corazón de Naricita latió apresurado.

–¿Pero usted conoce a esa tal niña? –preguntó, tapándose la nariz por miedo a ser reconocida.

–No la conozco –respondió la viejita– pero sé que vive en una casita blanca en compañía de dos viejas pesadas.

¡Ah! ¿Por qué dijo aquello? Al oír que llamaban a Doña Benta una vieja pesada, Naricita perdió los estribos.

–¡Cuide su lengua! –gritó roja de ira–. Vieja pesada será usted señora, tan criticona que nadie más quiere saber de sus cuentos enmohecidos. La niña de la naricita respingada soy yo, pero sepa que es mentira que yo haya descarriado a Pulgarcito y que le haya aconsejado huir. Nunca tuve esa “bella idea”, pero ahora le voy a aconsejar, a él y a todos los demás, que huyan de sus libros mohosos, ¿sabe?

La vieja, furiosa, la amenazó con enderezarle su nariz respingada a la primera vez que se la encontrase sola.

–Y yo le voy a respingar la suya, ¿me oye? ¡Llamar a mi abuela pesada! ¡Qué descaro!…

Doña Cucarachina le sacó la lengua, una lengua muy delgada y seca, y se fue furiosa con la vida, a quejarse como una bocona.

El Príncipe respiró aliviado al ver que el incidente había terminado. Después dio por terminada la audiencia y le dijo al primer ministro:

–Mande a que se invite a todos los nobles de la corte a la gran fiesta que voy a dar mañana en honor a nuestra distinguida visitante. Y dígale al maestro Camarón que prepare el coche de gala para un paseo por el fondo del mar. Ya.

IV. El bufoncito

El paseo que Naricita dio con el Príncipe fue el más bello de toda su vida. El coche de gala corría por la blanquísima arena del fondo del mar, conducido por el maestro Camarón y tirado por seis pares de hipocampos, unos animalitos con cabeza de caballo y cola de pez. En vez de látigo, el cochero utilizaba los pelos de su propia barba para azotarlos. –¡lept! ¡lept!…

¡Qué lindos lugares vio ella! Florestas de coral, bosques de esponjas de mar, campos de algas con las más extrañas formas. Conchas de todos los tipos y colores. Pulpos, anguilas, erizos, miles de criaturas marinas tan extrañas que hasta parecían mentiras del Barón de Munchausen.

En cierto punto, Naricita vio a una ballena dando de mamar a muchas ballenitas bebés. Tuvo la idea de llevar a la parcela una botella de leche de ballena, solo para ver la cara de espanto que pondrían Doña Benta y Tía Nastácia. Pero luego desistió, pensando: “No vale la pena. De igual forma no me van a creer…”.


En esto apareció a lo lejos un formidable pez espada. Venía con su largo espolón de puntería dirigido al cetáceo, que es como los sabios le llaman a la ballena. El Príncipe se asustó.

–¡Ahí viene el malvado! –dijo–. Esos monstruos se divierten pinchando a las pobres ballenas como si ellas fueran almohadillas para alfileres. Vayámonos ahora, que la lucha va a ser horrible.

Al recibir la orden de volver, el Camarón lanzó sus barbas y puso las “cabecitas de caballos” al galope.

De vuelta en el palacio el Príncipe dejó a la niña y a la muñeca en la gruta de sus tesoros y fue a supervisar los preparativos para la fiesta. Naricita empezó a meter mano en todo… ¡Cuántas maravillas! Perlas enormes por montones. Muchas, todavía en la concha, sacaban la cabecita, espiaban a la niña y la volvían a esconder. Por miedo a Emília. Caracoles, entonces, de un sinfín de tipos posibles e imaginables. ¡Y conchas! ¡Cuántas, Dios mío!

Naricita se hubiese quedado ahí la vida entera examinando una por una todas aquellas joyas, si un pececito de cola roja no hubiese venido de parte del Príncipe a decirle que la cena estaba servida.

Fue corriendo y encontró que el comedor era aún más bonito que la sala del trono. Se sentó al lado del Príncipe y elogió mucho el arreglo de la mesa.

–Es una obra de las señoras sardinas –dijo él–. Son las mejores limpiadoras en todo el reino.

La niña pensó para sus adentros: “No es casualidad que sepan estar tan ordenaditas dentro de las latas…”.

Llegaron los primeros platos: chuletas de camarón, filetes de marisco, omelettes de huevos de picaflor, longaniza de lombriz –un tentempié que al Príncipe le encantaba.

Mientras comían, una excelente orquesta de cigarras y zancudos tocaba la música zumbeante, dirigida por el maestro Tangará, con la batuta en el pico. En los intervalos, tres luciérnagas de circo hicieron lindas magias, entre las cuales la de comer fuego fue muy celebrada. Para lidiar con fuego no hay nadie como ellas.

Encantada con todo aquello, Naricita aplaudía y daba gritos de alegría. En cierto momento el mayordomo del palacio entró y le dijo unas palabras al Príncipe en el oído.

–Pues ordene que entre –este le respondió.

–¿Quién es? –quiso saber la niña.

–Un duendecito que vino ayer para ofrecerse como bufón de la corte. Estamos sin bufón desde que nuestro querido Carlito Chupetito fue devorado por el pez espada.

El candidato a bufón de la corte entró conducido por el mayordomo, y luego saltó encima de la mesa y se puso a hacer tonterías. Naricita se dio cuenta, al tiro, que el bufón no era más que Pulgarcito, vestido con el clásico jubón de cascabeles y el gorro también con cascabeles en la cabeza. Lo descubrió, pero fingió no sospechar nada.

–¿Cuál es su nombre? –le preguntó el Príncipe.

–¡Soy el gigante Pinchaqueques! –respondió el bufoncito sacudiendo los cascabeles.

Pulgar no tenía ninguna aptitud para aquello. No sabía hacer muecas chistosas, ni decir cosas que hiciesen reír. A Naricita le dio mucha pena y le dijo bajito:


–Vaya a la parcela de mi abuela, señor Pinchaqueques. La Tía Nastácia hace unos quequecitos muy ricos y buenos para ser pinchados. Ven a vivir conmigo, en vez de llevar esta vida idiota de bufón de corte. Tú no estás para esto.

En ese momento, reapareció en la sala la cucarachita de mantilla, con la nariz levantada al aire como quien husmea algo.

–¿Encontró al fugitivo? –le preguntó el Príncipe.

–Todavía no –respondió ella– pero apuesto que anda por acá. Estoy sintiendo su olorcito.

Y husmeó nuevamente el aire con su nariz de papagayo seco.

A pesar de ser muy tontito, el Príncipe sospechó que el tal Pinchaqueques podría ser el mismo Pulgar.

–Tal vez esté acá –dijo–. Tal vez Pulgar sea el bufoncito que vino a ofrecerse para sustituir a Carlito Chupetito. ¿A dónde se fue? –preguntó mirando a su alrededor–. Estaba aquí recién, hace no más de medio minuto.

Buscaron al bufoncito por todas partes, pero en vano. Y es que la niña, apenas vio entrar en la sala a la vieja bruja, disimuladamente lo había agarrado y lo había metido en la manga de su vestido.

Doña Cucarachina buscó por todos los rincones, hasta dentro de las soperas, siempre quejumbrosa.

–Está aquí, sí. Estoy sintiendo su olorcito cada vez más cerca. De esta no se me escapa.

Viéndola acercarse más y más, Naricita se asustó. Y para disimularlo, gritó:

–Doña Cucarachina se está volviendo loca. Pulgar usa botas de siete leguas y, si estuvo aquí, ya debe andar por Europa.

La vieja soltó una alegre carcajada.

–¿No sabes que no soy tonta? Apenas sospeché que quería huir, me apresuré en guardar sus botas en mi cajón. Pulgar huyó descalzo y no se me va a escapar.

–¡Sí, se va a escapar! –gritó Naricita en tono desafiante.

–¡No se va a escapar, no! –contestó la vieja–. No se me va a escapar, porque ya sé dónde está.

–Está escondido en tu manga, ¿verdad? –y avanzó hacia ella.

Se armó un alboroto en el salón. La vieja agarró firmemente a la niña y de seguro la habría subyugado, si la muñeca, que estaba en la mesa al lado de su dueña, no hubiese tenido la buena idea de quitarle los anteojos y salir corriendo con ellos.

Doña Cucarachina no podía distinguir nada sin sus anteojos, de modo que quedó dando tumbos de un lado a otro del salón como una ciega, mientras que la niña corría a esconder a Pulgar en la gruta de los tesoros, bien lejos en el fondo de una concha.

–Quédate aquí tranquilito hasta que yo vuelva, le aconsejó.

Y regresó al salón muy orgullosa de su hazaña.

Tasuta katkend on lõppenud.