Después de matar al oso pardo

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Después de matar al oso pardo
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Para mi madre, que es infinita.

UNO

Escribo esta historia porque el editor en jefe de una casa editorial monstruosa quiere su nuevo bestseller de superación para el verano y ya casi no quedan sobrevivientes del Holocausto —ni veteranos de Vietnam— suficientemente cuerdos como para hilar una narración coherente. Hay que buscar héroes un nivel más abajo. En mi grupo somos pocos los que terminamos una carrera y los que aún podemos, después del accidente que sufrimos, formar ideas abstractas. Somos pocos también, tres o cuatro, los que hemos abierto un libro en los últimos, digamos, seis meses. Que me guste leer, sin embargo, no significa que sepa escribir, así como el hecho de que haya sobrevivido a un avionazo tampoco significa que sea un sobreviviente, al menos no en la acepción de esa palabra preferida por la mayoría: la de héroe. En fin, veamos cómo me va. Me llamo Marcial y soy una de las 27 personas que no murieron el 25 de octubre de 2019 en la caída del vuelo 405 de Bravo Air, cerca del Pico de Orizaba, en la comunidad de Atzitzintla.

Muchas personas sueñan recurrentemente con accidentes aéreos. Es un sueño muy común porque refleja un miedo también muy común: el miedo a volar. Yo le llamaría temor colectivo o incluso, aunque en distintos grados, universal. La gente sueña con el motor incendiado, con la caída, con las alarmas y los gritos. Se despierta jadeando, toma aire, se tranquiliza y vuelve a dormir. Pero algunas veces los sueños son más que simples divagaciones de la imaginación libre. Mi madre, por ejemplo, soñó una noche que se levantaba de la cama a oscuras, corría la cortina y veía un avión en llamas cruzar el cielo hasta perderse detrás de un edificio. A la mañana siguiente se despertó con el timbre del teléfono, una voz ronca le dijo que su tío acababa de morir en un accidente aéreo, durante la madrugada, del otro lado del mundo. Fue un sueño premonitorio que derivó en una pérdida humana y en el hábito familiar de llamarle bruja a mi madre. En mi caso la pesadilla del accidente aéreo no es tampoco sólo un sueño, es más bien un recuerdo dolorosamente detallado.

Desde que sucedió, el accidente no ha dejado de suceder. Cada vez que veo pasar un Aeroméxico, un klm, un British, cada vez que escucho un auto con el escape roto, cada vez que siento en el cuerpo la vibración de las patas de una silla que derrapa, estoy ahí de nuevo. Las hormigas vuelven, se me trepan al cuello, y se esfuman de nuevo la esperanza y la responsabilidad que perdí esa mañana. Me vuelvo más ligero que la posibilidad de ser ante la totalidad del tiempo. Lo que sucedió sucede, es una constante, como una grieta en el correr de la historia que me dejó sumido en un instante, atrapado, inmóvil.

Me parece un buen momento para advertirle al lector que las que encontrará aquí, más allá de su calidad literaria, no serán crónicas felices.

No sería justo decir que voy a narrar lo que viví porque, con el pasar del tiempo, he incorporado a la vivencia y al recuerdo cosas que entonces no sabía pero que aprendí después y reconocí en retrospectiva. En el momento justo —un momento de poco más de tres minutos de longitud, de las seis cincuenta y cinco a las seis cincuenta y ocho de la mañana— no entendí casi nada de lo que sucedió. En mi memoria, hoy, la madeja de sucesos se ha vuelto más real, con más detalles. Los gritos se han evaporado, la sangre regresó a la tierra y el fuego se extinguió. Pero el hecho permanece. Yo mismo ya no soy el que era. Trataré de ser fiel a lo que vi y a lo que sentí, explicaré algunas causas y algunos desenlaces; haré referencias técnicas y pronunciaré nombres propios.

Vamos, pues, al principio.

Tenía que ir a Veracruz a visitar a un proveedor. Soy gerente y socio de una cafetería literaria en Coyoacán. Café Verne, en la calle Carrillo Puerto, cerca de la placita del centro. Las últimas veces el grano de Coatzacoalcos que me enviaba mi contacto en el puerto venía diferente. Él lo compraba siempre a un mismo productor, lo tostaba y me lo enviaba aún humeante en un camioncito de ésos que están hechos para ciudad. Cada quince días venían un chofer y un ayudante, descargaban y se iban. El tostado se le había pasado las últimas ocasiones. Se notaba. No soy ni pretendo ser un experto, pero sabía a quemado, como el que venden en el Jarocho a unas cuadras de mi local.

El vuelo más barato salía a las 6:20 de la mañana. Estaba en el aeropuerto a las cinco. No me llevé el coche de mi socio aunque me lo ofreció. Hice cuentas y me pareció muy poca la diferencia de presupuesto. Irme en avión costaba 2,300 pesos, contra 1,900 de casetas y gasolina que tendría que pagar yendo en coche. Una hora contra cinco o cinco y media, además. Estaría a las 8:00 en el puerto, en el expendio del proveedor, escuchando su interminable discurso sobre los tiempos de tostado. Volvería al aeropuerto de Veracruz a las 11:30 y estaría de vuelta en el D.F. después de la comida.

No quiero perderme en detalles. En la sala de espera las cosas fueron como son siempre, pero con pocas sillas y pocos pasajeros. A los vuelos locales les asignan las puertas más pequeñas. Hubo filas como las que se hacen para esperar el microbús y que no son necesarias; hubo café demasiado insulso, demasiado tarde, demasiado caliente; hubo gente corriendo al baño de último momento; hubo micrófonos y pequeñas bocinas de mano escupiendo instrucciones de abordaje que pocos atendieron.

En la línea de abordar la gente ya traía las ganas de sentarse y echarse una siesta. Las seis de la mañana es muy temprano, sea cual sea la ocupación de uno o su vocación o su edad. Si se quiere llegar a un punto de sueño profundo en estos vuelos tan cortos, uno tiene que sentarse, ajustarse el cinturón y cerrar los ojos de inmediato, sin hablar ni oír ni ver a nadie. El vuelo es un parpadeo, ni siquiera hay refrescos ni cacahuates. No hay tiempo de dejar caer la quijada. Tengo la impresión de que el avión no alcanza a subir hasta la altitud de crucero antes de comenzar ya el descenso. Debe ser así, porque en otros vuelos el ascenso dura casi treinta minutos, más de la mitad de este trayecto. Una chica joven llevaba una falda corta. Era muy linda, la recuerdo bien. No traía maquillaje y se le notaba ese mal humor que traíamos todos. Me concentré en mirar sus piernas para pasar el rato.

Abordamos. Hay cosas de las que uno se entera sólo después de que su avión se cayó y tuvo que asistir a interminables sesiones declaratorias ante autoridades de todas jerarquías. Como el modelo, por ejemplo. Era un erj 135, diseñado a finales de los noventa por una empresa brasileña. Se trata de un avión pequeño utilizado para viajes regionales en distintas partes del continente. Este ejemplar específico acababa de recibir mantenimiento completo dos meses atrás. Al avión le caben cincuenta pasajeros y seis tripulantes. Sus motores son Rolls-Royce. Los pilotos que vuelan estas naves son los últimos en la cadena de mando, por lo tanto son jóvenes y tienen muchas horas de vuelo y pocas de sueño acumuladas en la semana. Su esquema es de seis días de trabajo por uno de descanso, pero como sus trayectos son tan cortos, a menudo estos personajes llevan una semana laboral con cuatro o cinco recorridos por día sin haber descansado más de ocho horas entre una noche y la mañana siguiente. Por otro lado, Bravo es una de esas aerolíneas de bajo costo que ahorran hasta en el papel de los pases de abordar. Digamos que la licencia para volar estos aviones es más fácil de obtener y la formación de sus pilotos, por lo tanto, es más barata y austera. Repito, son cosas de las que uno se entera después de que aterrizó de emergencia, si a ese tremendo panzazo se le llama aún aterrizar, cerca del pico más alto del país (5,636 metros, si quiere usted el dato). En ese momento sólo vi tres sacos color azul marino, el pequeño logo de las alas extendidas de Bravo y una gorra de chofer en cada una de las tres cabezas. Dentro del saco y debajo de la gorra, tres jóvenes sonrientes. Uno de ellos con un notable barro en la nariz, recién exprimido, y otro con el pelo corto pellizcado por los bordes de la gorra, de manera que el cuero cabelludo se le veía incómodo y blanco alrededor de la cabeza. Jóvenes, sí. Muy. Choferes jóvenes, lo pensé desde que los vi por primera vez.

La azafata me indicó que me tocaba en medio, a la altura de las alas, como si yo no pudiera leer los signos y los números de cada asiento. Sonreía falsamente y me daba la indicación de seguir por el pasillo con una actitud maternal. Su mirada ya buscaba el boleto del tipo que venía detrás de mí. La miré bien aprovechando la concentración con la que hacía su trabajo de acomodador de teatro: tenía un prendedor con la palabra Amelia y, debajo, debajo del saco y la blusa y un brasier encajado y de varilla, se adivinaban unos pechos grandes y macizos. Debía tener unos cuarenta y cinco años, caídos sin gravedad sobre las tetas y acumulados a un lado de los ojos en forma de pliegues, como anillos en el tronco de un árbol. Algo tengo con la figura de la azafata. Algo tenemos muchos. Pero no es sólo el uniforme, sino la autoridad y la actitud de cercanía alcanzable que proyectan, su amabilidad, el aroma de flores que despiden siempre sus cuellos y el de poliéster gastado y fibra sudada que despiden sus uniformes. En definitiva, la forma en que fingen que nada las sorprende, la forma en que desfilan por los pasillos, aguijoneadas de miradas que se clavan en sus curvas más cerradas, en sus vientres, en sus entrepiernas, y la heroicidad con la que se vuelven parte del avión, un robot, un fantasma que cruza cada tanto provocando escalofríos sin clavar la vista en ningún ojo.

Seguí mi camino hacia el 8D, junto a la ventana. Avión pequeño. Había perdido de vista la falda y las piernas de la sala de espera. Las dos primeras líneas de asientos estaban muy separadas entre sí: business class. Me pregunté quién sería el imbécil que pagaría más por viajar cincuenta minutos con las piernas estiradas. Alguien lo haría, por supuesto: el vuelo venía lleno. Imaginé el momento en el que un hombre subiría al final, con un traje ajustado, y se sentaría en esas primeras filas con aire de suficiencia. Estiraría la mano para que Amelia le retirara el saco. Por eso pagaba, por el protagonismo, y no tanto por estirar las piernas. ¿Cuánto más cuestan esos asientos? Esa información no forma parte de la lista de cosas que descubrí después.

 

Llegué a mi lugar junto a la ventanilla. Los motores en estos aviones no penden de las alas, sino que están montados en la parte de atrás, debajo de los estabilizadores horizontales (esas pequeñas alas de la parte posterior). Desde mi lugar en la ventanilla derecha sólo veía pavimento y ala: sobre los flaps pintado un letrero que decía no pisar. Había un aroma a chicharrón de cerdo o a fritura de maíz. El asiento estaba lleno de un polvillo blanco, azúcar quizá, y la revista estaba hecha bolas en el bolsillo del asiento delantero. Mis rodillas tocaban el respaldo de plástico de enfrente. Mido 1.73, no soy muy largo. Estos aviones son más incómodos que los vagones viejos del metro.

Justo a la altura de la fila de asientos que quedaba frente a mí se colocó Amelia. Inmune a mis miradas hizo la pantomima de los chalecos salvavidas a pesar de que volaríamos siempre sobre tierra firme. Podríamos accidentarnos justo encima de una presa o de un lago. Despegamos después de las indicaciones. Traté de dormir pero nunca he podido hacerlo en los aviones. Nunca más podré.

Un ruido como de bultos cayendo sobre el suelo fue el presagio, aunque entonces nadie sospechaba nada aún. La mayor parte de los pasajeros permaneció dormitando. Una mujer rubia de la fila 4 giró el cuello tratando de encontrar la causa del ruido en alguien abriendo un maletero, pero no la encontró. Se notaba nerviosa. Al frente, hasta delante, vi al hombre de traje ajustado que había imaginado. Llevaba el pelo corto, enrulado, peinado con gel como si no fueran las seis de la mañana. Se levantó para ir al baño. Echó una mirada atrás buscando a su vez miradas que atestiguaran el triunfo que significa viajar en el frente de un avión, aunque ese avión sea de una aerolínea de bajo costo y se dirija a Veracruz. Entonces la cosa comenzó a suceder. El aire se ralentizó, se hizo espeso. Se inundó la cabina con una niebla invisible penetrada por los focos indicativos que se encendieron a continuación.

El mismo sonido de alerta, tranquilo y dulce, con un eco sensual, sonó dos veces. La primera acompañó el símbolo de abrocharse los cinturones; la segunda era un llamado a la azafata en jefe para que fuera de inmediato a la cabina. Amelia estaba a la mitad del pasillo, a la altura de la fila 11 o 12. Caminó a paso firme hasta la estación frontal y descolgó la bocina. Su rostro se endureció un poco, según alcancé a ver desde la distancia. No sonreía. El ruido de bultos sueltos volvió, esta vez más fuerte y por partida triple. Pasábamos la media hora de vuelo. Aparentemente íbamos unos minutos por delante de lo proyectado. El último golpe de esa serie de tres sonó más metálico, sin alfombrar. En este momento ya había comenzado el infortunio, aunque no habíamos recibido instrucción alguna. Las cosas inusuales seguían siendo mucho menos numerosas que las normales. Me refiero a que el avión seguía su curso, el sonido, salvo por los golpes referidos, era normal: turbina, seseo apaciguado, aire acondicionado. Supongo que los pasajeros asustados, en ese momento, éramos muy pocos. El hombre de traje seguía en el baño, la mayoría seguía dormida. Lo raro, en realidad, era sólo el rostro de Amelia y la llamada desde cabina justo después del símbolo de ajustar cinturones. Que el avión siguiera su marcha —y la vida y el mundo— no garantizaba que las cosas fueran bien. La estabilidad nunca garantiza nada. Uno de los motores había fallado, suficiente como para que el vuelo rutinario y provincial comenzara a escribir noticias en el mundo. Pero eso aún no lo sabíamos. Sólo los tres de cabina y, quizás, Amelia. El devenir atroz es, sin embargo, una demoledora. Siempre viene, siempre. Algo terrible está por suceder en cualquier lugar a cada momento, no hay escapatoria. Visto con perspectiva, lo raro es lo más común del mundo. La tragedia está delante o abajo o encima de nosotros, de cada uno, a cada minuto. Elegimos no verla, pero esa decisión no la dispersa ni la hace menos real. Comencé a sudar. Mis manos primero, el cuello después. La frente.

Probablemente fui uno de los primeros que pensó que moriría esa mañana.

Amelia fue al fondo y volvió corriendo al frente. Tenía un estuche en la mano. Las otras dos sobrecargos se amarraron a sus asientos. Yo giraba el cuello para mirar hacia el frente y hacia atrás, como imbécil. Se escuchó un ruido viciado, el de un micrófono cerca de una bocina. La voz de Amelia ya no era dulce. Dijo «su atención, por favor» y conjuró dos eventos insospechados que sucedieron a la par: un bajón del avión como atravesando una bolsa de aire, sea lo que eso signifique, y la caída de las máscaras de oxígeno. El escándalo en cuarta dimensión me retumbó en el fondo del estómago como estoy seguro de que sucedió con cada uno de los pasajeros. Crac, sonó, y máscaras color amarillo cayeron de golpe rebotando en ángulo quebrado, a la par, siguiendo una macabra coreografía. Todos despertaron de golpe, incluso los que veníamos ya despiertos.

El micrófono de Amelia estaba abierto. Los manotazos a las mascarillas comenzaron. Teníamos el pecho helado. El hombre sentado a un lado de mí quiso agarrar el descansabrazos y me tomó la mano. La mujer de mi fila, pero del otro lado del pasillo, recogió los pies y los escondió en tensión debajo de su asiento, como si estuviera dispuesta a saltar de un trampolín. En ese pequeño momento, uno o dos segundos, el miedo no había terminado de apoderarse de nadie. Esperábamos una indicación menor: despresurización, mascarillas como medida muy preliminar de seguridad, mal tiempo, qué sé yo. Buscamos tranquilidad en la mirada de otro pero no la encontramos. Al contrario, en cada contacto visual, cada vez que se cruzaban dos miradas, había chispas: una mirada espoleaba el terror en la otra. Un minúsculo relámpago atravesaba la cabina, de adelante atrás, de un lado a otro. El fuego eléctrico se atizaba a sí mismo, el miedo explotaba en truenos torácicos, detrás de los ojos. Éramos partículas inquietas revolviéndonos unas a otras, alejándonos dramáticamente de la quietud a cada interacción. El miedo se contagia convertido en pavor, en pánico, en muerte. Y la muerte es una cabrona. Rondaba los pasillos, pero el avión seguía volando recto, no parecía que hubiera ninguna falla desastrosa. Afuera había humo, quizá, saliendo de la cola del avión, hacia atrás. Pero dentro nada. Siempre imaginamos los avionazos como eventos instantáneos, explosiones, caídas a pique, desesperación inmediata. No, la muerte empieza a envolver el avión en un manto frío con una lentitud desesperante aunque inexorable. Yo pensé en el hombre de los rulos cortos con gel dentro del baño. Estará preocupado de no haberse meado el pantalón en ese ríspido atravesar de bolsa de aire, pensé, estará sentado en el piso, pataleando y resbalando los mocasines en su propia orina, intentando a la par incorporarse y cerrar el esfínter. El hecho de que siguiera en el baño me hacía sentir, sin explicación racional alguna, un hilo de esperanza. Hay alguien en el baño que no ha visto caer las mascarillas de oxígeno, el avión sigue en posición horizontal —aunque se escuche un ruido extraño de metal retorciéndose de a poco, aunque el motor suene acelerado y exhausto—, por lo tanto, todo está bien, o no tan mal. Busqué la mirada de Amelia. Muchos pasajeros asomaron por encima del elástico de las máscaras que bailaban haciendo ochos frente a sus rostros. Buscaban lo que siempre buscamos en un vuelo: la sonrisa tranquilizadora de la azafata. Amelia no sonreía, las otras dos estaban sujetas a sus asientos en la parte posterior de la nave. Por fuera el cielo ya era del azul del mediodía, diáfano y profundo a la vez, aunque aún fuera tan temprano. De no haber sido por las máscaras, una fotografía de ese momento podría haber pasado por recuerdo del verano, de la tranquilidad de unas vacaciones en la playa. Habían transcurrido apenas unos segundos. Jalé la mascarilla. Amelia tomó aire y espetó un tranquilos tan falso que pudo haber sido un jálense los pelos, estamos por morir y habríamos entendido lo mismo. Su expresión facial era realmente el lenguaje, no la voz articulada. Colóquense las mascarillas y jálenlas para recibir oxígeno. Hay problemas con un motor y aterrizaremos de emergencia en unos segundos. Ajusten sus cinturones y colóquense en posición de choque.

En la escuela de azafatas está desterrada la palabra choque. Confinado aún más lejos, encerrado en un calabozo quizá, el término posición de choque. Es preferible usar palabras como alerta, protocolo de seguridad o posición preventiva. Pero el pánico y la responsabilidad, cuando se encuentran, tienen sus propias reglas. No era prevención, no había que estar alertas: había que prepararse para chocar a cientos de kilómetros por hora.

Puse las manos juntas sobre el respaldo del asiento delante de mí. Pegué la frente al cruce de mis dedos y miré la alfombra con intensidad. Ya el ambiente eran gritos y el incesante repique de la llamada de cabina, como una alarma. Lo que se estaría escuchando dentro de la cabina de pilotos… El hombre junto a mí no puso las manos al frente, prefirió arrugarse los pantalones a la altura del muslo. Más a mi izquierda la mujer junto al pasillo lloraba copiosamente. Una burbuja le salió de la nariz, no había cabida para el mínimo pudor. Miré sus pies apretados dentro de sus zapatos, las venas saltadas como cañería antigua. Envejecimos mucho durante esos segundos. La esperanza había quedado muy atrás, kilómetros quizá, flotando en un aire helado. No se sentía aún la nariz del avión muy inclinada hacia abajo, no nos jalaba hacia atrás ninguna fuerza, pero el estómago trepado era el claro indicador de un descenso muy pronunciado. La presión que siempre tira de la piel del vientre hacia delante, ahora se sentía en la espalda, como si nos estuviéramos volteando hacia fuera. Caer, lo digo ahora a toro pasado, a avión caído, se siente muy parecido a volar. Sí, estoy haciendo trampa, es una frase que pensé mucho después, una metáfora que podría usarse como máxima de vida, como aforismo ingenioso de libro de apoyo. En ese momento sólo veía la alfombra plana, despeluzada, mis propios zapatos y el hilo de baba y moco de la mujer del asiento después del pasillo. No había poesía. Asomé por debajo de mi propio brazo para mirarla mejor. Su cabeza estaba demasiado gacha, yo jamás llegaría a acercarla tanto a mis rodillas. Estaba aterrada, como yo, pero con el rostro en consecuencia. Miró de lado, luego giró el rostro y me miró a los ojos. Podría decir que ése fue el momento en que perdí el último calor, aunque hubo un puente formado de aire amontonado, un instante de suspensión del miedo. Sus ojos, verdes y hendidos en sus cuencas, escondidos, variaron el foco, atravesaron la profunda capa de lágrimas y me vieron. En cualquier otra circunstancia esa mirada habría sido una sonrisa. No era una sonrisa, sino una despedida, quizá, o un imperio que se extingue.

Esos tres minutos fueron pura improvisación, nos entregamos al desatavío, comprendimos que la historia de la humanidad es una pizca de luz, es la historia del fuego cambiando de manos, consumiendo al tacto, transformando en humo y memoria cualquier proyecto, cualquier intento. Seres primitivos cayendo. A quién le importa. Abajo, en Puebla, hombres y mujeres caminaban por los pasillos de sus oficinas y platicaban tomando agua en pequeños conos de papel. Alguien miraría hacia arriba desde la ventana de su oficina triste y vería una estela de humo. Eso éramos. Humo. En este avión que caía se podría haber caminado también, la burbuja inmersa en el fuselaje, los gritos y las máscaras, la mía, que me marcaba alrededor de la nariz y me lastimaba la barbilla, caían a la misma velocidad que el avión. Fuimos conscientes, me parece, de la totalidad y de la parte, del consciente y del subconsciente, de la futilidad y de la eternidad. Tres minutos son una filosofía entera desarrollada en sinapsis inauditas que no hubieran encontrado el terreno propicio para dispararse en otra latitud, en otro momento de la historia. Sócrates y Kant y Popper caían con nosotros. La historia de la literatura y el Siglo de Oro español caía. Y Shakespeare. Egipto, Roma, Inglaterra. Todos los reyes y los guerreros. Atila, Gengis Kan, Moctezuma y Bolívar. La membrana celular y las fases de la mitosis, las tablas de multiplicar, el álgebra avanzado. El hombre en la Luna. Y el hombre. Y la Luna. Caíamos. En ese momento las cosas encajaban, las piernas de la sala de espera apretujadas en esa breve falda verde, los senos de Amelia y su brasier haciendo la última marca muy debajo del pezón, en curva, en trabajo de cercenaje lento y perpetuo. Caía el mundo con nosotros. Chocaría contra el suelo de sí mismo, implotarían la percepción y la magia, las sensaciones y los cuerpos. ¿A dónde iría esa energía gastada y recuperada? ¿Quedaría embarrada junto con nuestros abdómenes entre las plantas y los hongos que crecen cerca del Pico de Orizaba? Que así es la forma en que las cosas desaparecen, detrás y delante de los párpados. Tres minutos eran mucho tiempo, un suplicio, la pasión de Cristo y de los mártires, una vida entera, cincuenta y seis vidas arrancadas con espátula de alguna piedra, desgarradas por un árbol, llenando libros de registro —nombre, año de nacimiento, guión, 2019—, cortadas por una lámina en la que aún se alcanzará a leer, mucho tiempo después, no pisar.

 

Se acercaba el golpe. Del baño salió el hombre, tambaleante, y se apresuró a su asiento business class. Se amarró y se puso en posición. Caminando en un avión que cae. Amelia también se amarró y cerró los ojos, se apretó las orejas como tratando de evitar que la muerte entrara por ahí, agujeros sin párpados. Apretó también las piernas, en consecuencia. Los ruidos se hicieron agudos. No podría explicar satisfactoriamente la sensación. No parecía que estuviéramos volando, ni hacia arriba ni hacia abajo. Nadie hubiera creído que ese avión se estaba deslizando en cosa tan etérea como aire. Parecía arrastrado sobre grava, sobre piedra volcánica. El roce o el crujir del motor o de las manos de la muerte que abrazaban la nave, quizá sus uñas, rasgaban la cabina y las fibras musculosas más externas de los corazones. Se escuchó abrirse el micrófono, ese otro aire que sale de los parlantes, alarmas sofocadas y gritos dando órdenes al fondo. La voz de alguno de los pilotos, el tercero quizá, dijo: impacto en quince segundos, Dios nos ayude.

Dios nos ayude significa: nosotros ya no podemos hacer nada.

Justo antes del impacto hubo un silencio relativo. Las voces cesaron. Emergió el sonido de una grande y frenética bocanada colectiva. Aguantamos la respiración como los niños que brincan al agua desde la orilla de la alberca: imagino que varios inflamos los cachetes. Y vino entonces el primer golpe. Fuerte, muy fuerte, pero no tanto que nos hiciera polvo. Sentí una súbita presión por debajo de la barbilla, en el cuello, que atravesó hasta la parte occipital y me comenzó a arder la lengua. Algo colapsó. Por lo menos me rompí dos dientes. Tenía los ojos cerrados, no vi nada ni a nadie pero sentí de pronto un viento frío en la frente, como si tuviera el rostro mojado, y pensé que podría estar cubierto de sangre. El avión se había partido por la mitad, estábamos deslizándonos sin gracia por la tierra y el pasto seco a gran velocidad. Golpes, más, muchos. El avión no giró. La nariz se me incrustó en el rostro y por un momento pensé que había quedado ciego. Esperé el golpe final, resignado. El golpe que me llevaría en un instante al silencio absoluto y a ese otro caer en un abismo negro, que es como imagino la muerte. Apreté con las manos la cabeza esperando que una guillotina de acero sucio me cortara la punta, me dejara al descubierto los sesos. Algo me oprimía la pierna, ya no estaba echado hacia delante, sino rebotando la frente contra el plástico del asiento delantero. Lo abracé. Estaba sentado en posición recta. Me había explotado el rostro, lo sentía, pero no parecía haber perdido la conciencia. Me ahogaba y lloraba, me ardían los ojos. La pierna también me había estallado, la sentí helada y también sentí que el aire golpeaba la parte de adentro, debajo de la piel, el músculo o el hueso. Después la vibración fue haciéndose cada vez más leve, más. Y escuché el viento.

Me cuesta trabajo esta descripción. Está muy borrosa dentro de la telaraña de mis recuerdos. O no existe. Quizá se reconstruyó a partir de que abrí los ojos, como el mundo que se levanta cuando despiertas y crece hasta quedar finalizado poco antes de que logres ver por las mañanas, y yo inventé y reconstruí lo que había pasado. Quizás mis recuerdos no sólo son inexactos, sino por completo falsos. El cerebro conjetura sin la necesidad de ordenárselo, como conjetura también que el mundo permaneció mientras dormíamos, con pequeñas mutaciones pero casi intacto. Cosas que nunca sabremos.

Tenía la mejilla apretada contra el asiento delantero. Abrí los ojos. Lo primero que vi fue una pierna en muy mal estado, con el pantalón y la piel abiertos como cuando se limpia un pescado, llena de sangre y con los huesos a la vista. Los músculos rasgados, unas zonas moradas y el pie volteado hacia un lado. Era la mía, tenía el pie perpendicular. Mis brazos estaban completos y mis manos también, aunque inconsolables. Tenía el pecho lleno de sangre y en los ojos sangre revuelta con lágrimas. Me llevé la mano a donde solía estar mi nariz. No la sentía, pero en realidad no sentía muchas cosas. Ni mis piernas ni la nariz ni un dolor tan agudo ni la muerte. Pensé por primera vez en los últimos tres o cuatro minutos que quizá no iba a morir aún y mi pecho se desajustó, se expandió levemente. Algo se me había roto en el costado, una costilla, el pulmón, un riñón. No lo sabía. Giré el cuello a mi izquierda, un hombre que no respiraba, muerto, en primer plano, con el rostro apretado, quieto y completo, vómito derramado sobre el pecho. No parecía haber sufrido un accidente de esta magnitud, pero era evidente que estaba muerto. Más atrás, movimiento. Al parecer la fila de asientos en la que estaba no había salido tan maltrecha. La mujer de los ojos verdes miraba abajo, pero miraba, estaba viva. Parecía seguir cayendo. O tal vez sólo tenía miedo de ver la masacre. Yo también lo temía. Humo y fuego en el fondo, más allá de la otra fila de personas incorporándose. La fila delantera se había deslizado hacia atrás del lado de la ventana, de manera que me oprimía la pierna derecha con fuerza y atrapaba apenas la izquierda. La mujer del otro lado del pasillo, en cambio, ahora gozaba de mucho espacio, como el que tienen los asientos de business. Alcé el cuello un poco para ver hacia delante, una vértebra cervical tronó. Al frente había campo: veía el campo por el gran agujero. Así me enteré de que el avión se había partido por la mitad, como el Titanic. Pensé en la historia del Titanic pero, lo confieso, en una versión que me avergonzó: la película de James Cameron. Traté de hallar ahí en el fondo la otra parte del avión. No se veía, había quedado atrás. Esto último lo descubriría más tarde, cuando despertara y dos hombres cortaran un fierro para desprender el asiento delantero y liberar así mi pierna.

En ese momento me dejé dormir, porque tenía mucho, muchísimo sueño. Algo me jaló desde adentro hacia adentro y dejé de resistir. Estaba muy en paz.

El ruido de la sierra eléctrica con la que rebanaron el asiento me despertó. Un hombre tenía el rostro muy cerca del mío, supongo que quería saber si yo seguía respirando. Nunca he entendido la urgencia por recuperar cuerpos sin vida. ¿No tendrían que haberse cerciorado primero de que estaba vivo y luego ponerse a cortar fierro? El ambiente estaba húmedo, habían rociado con agua lo que quedaba del avión para sofocar fuegos. Junto a mí ya no estaba el cadáver: en efecto, atendieron primero a los muertos. Quizás piensen que hay que proteger a los sobrevivientes de esas imágenes. El hombre dijo: estás vivo.