Loe raamatut: «El caso de Betty Kane»

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EL CASO DE BETTY KANE


JOSEPHINE TEY

EL CASO DE

BETTY KANE

TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO


SENSIBLES A LAS LETRAS, 34

Título original: The Franchise Affair

Primera edición en Hoja de Lata: junio del 2017

Tercera edición: septiembre del 2018

© The National Trust for Places of Historic Interest and Natural Beauty, 1948

© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2017

© de la ilustración de la cubierta: Wind of Change, Dee Nickerson, 2015

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial SL, junio del 2017

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212, Xixón, Asturies [España]

info@hojadelata.net / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección de pruebas: Olaya González Dopazo

ISBN: 978-84-18918-36-0

Producción del ePub: booqlab

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1

Eran las cuatro de una tarde de primavera y Robert Blair solo pensaba en irse a casa.

Por supuesto, la oficina no cerraba hasta las cinco, pero si eres el único Blair de Blair, Hayward y Bennet te puedes ir a casa cuando lo crees conveniente. Y cuando tu trabajo se reduce mayormente a redactar testamentos y a llevar a cabo traspasos e inversiones, tus servicios no son muy necesarios a última hora de la tarde. Y si además vives en Milford, donde el último correo sale a las 3.45, el día ha perdido por completo su pulso mucho antes de las cuatro en punto.

No era probable que el teléfono fuera a sonar. Sus compinches del club de golf estarían en esos momentos entre el hoyo catorce y el dieciséis. Nadie lo convidaría ya a cenar, pues en Milford las invitaciones aún se escriben a mano y son enviadas por correo. La tía Lin no llamaría para pedirle que recogiera el pescado para la cena de camino a casa pues hoy era el día en que, puntualmente y cada dos semanas, iba al cine y en esos momentos ya llevaría veinte minutos perdida en su película, por así decirlo.

De modo que ahí estaba, sentado en su despacho en la indolente atmósfera de una tarde primaveral en un pequeño pueblo, contemplando el último rayo de sol desplazándose sobre la superficie de su escritorio (el mismo escritorio de caoba con remates de latón con el que su abuelo había conseguido escandalizar a toda la familia al encargar que se lo trajeran directamente desde París) y pensando en marcharse a casa. Bajo la tibia luz del sol reposaba la pesada bandeja para el té, y la hora del té era algo que en Blair, Hayward y Bennet se tomaban muy en serio. Exactamente a las 3.50 cada día laboral, la señorita Tuff entraba en su despacho cargada con una bandeja lacada y cubierta por un delicado paño blanco sobre el cual reposaba una taza de té de porcelana fina con exquisitos motivos en tonos azules y un platillo a juego con dos galletitas; de mantequilla los lunes, miércoles y viernes, y digestivas los martes, jueves y sábados.

Al observarla ahora ociosamente, pensó lo bien que ese objeto representaba el equilibrio y la solidez de Blair, Hayward y Bennet. Esa porcelana era para él algo que formaba parte de su vida tan estrechamente como sus primeros recuerdos de infancia. La bandeja ya estaba en la cocina de su casa cuando él era pequeño y esperaba cada mañana la llegada del panadero. Y tiempo después había sido rescatada por su joven madre, que la había llevado a la oficina para servir el té en esas mismas tazas con delicados arabescos azules. El mantelillo había llegado años después con el advenimiento de la señorita Tuff. La señorita Tuff era un legado de los tiempos de la guerra; la primera mujer que tuvo el privilegio de sentarse en uno de los escritorios del respetable despacho notarial de Milford. La llegada de la señorita Tuff, una mujer delgada, severa y de aire algo desgarbado, supuso en su momento una absoluta revolución. La firma, sin embargo, había sobrevivido al evento sin apenas inmutarse y ahora, casi un cuarto de siglo después, resultaba inconcebible pensar que la digna señorita Tuff, de cabellos ya canos, hubiera sido la sensación del despacho en otros tiempos. De hecho, la única alteración que en realidad supuso a efectos prácticos fue la introducción del mantelillo para la bandeja. En cualquier caso, las pastas nunca debían ser servidas directamente sobre la bandeja. El mantelillo o un tapete eran requisito imprescindible. Desde el principio la señorita Tuff había mirado con desaprobación la bandeja desnuda. Más aún, consideraba las vetas de su barniz protector un elemento inquietante, raro y capaz incluso de llegar a quitar el apetito. De manera que un buen día trajo el paño de su casa, decente, liso y blanco, tal y como corresponde a cualquier elemento sobre el cual se ha de colocar la comida. El padre de Robert, a quien le gustaba especialmente la bandeja lacada, contempló entonces aquel fino mantel blanco e inmaculado y no pudo evitar emocionarse ante aquella muestra de preocupación por parte de la joven señorita Tuff por los intereses de la firma. De modo que el mantel se quedó y a día de hoy formaba parte de la vida en el despacho del mismo modo que el archivo con los títulos de propiedad, la placa de bronce en la puerta de entrada y el resfriado anual del señor Heseltine.

Cuando su mirada reposó de nuevo sobre el platillo, ahora vacío, volvió a experimentar la misma extraña sensación en su pecho. Aquello no tenía absolutamente nada que ver con las dos galletitas digestivas que se acababa de comer, al menos no físicamente. Estaba sin duda relacionado con la inevitable rutina de tener que comérselas, con la plácida certidumbre de que los jueves serían digestivas y los lunes tocaban las de mantequilla. Hasta el año pasado aproximadamente, semejante placidez no le había supuesto el menor problema. Nunca había querido ningún otro modo de vida, ninguna otra cosa que la tranquila y amigable existencia propia del lugar donde uno ha crecido. Y seguía sin desear algo diferente. Sin embargo, en los últimos tiempos, un pensamiento en apariencia irrelevante, algo que le resultaba al mismo tiempo extravagante y ajeno, se le había metido entre ceja y ceja sin poder hacer nada por evitarlo. De haber sido capaz de ponerlo en palabras rezaría más o menos así: «Esto es todo lo que tendrás». Dicho pensamiento se presentaba siempre acompañado de una momentánea punzada en el pecho, casi una reacción de pánico. Algo que le hacía recordar la angustia que precedía indefectiblemente a sus citas con el dentista cuando tenía diez años.

Esto irritaba y confundía a Robert, quien se consideraba, en términos generales, una persona feliz y afortunada; un adulto en resumidas cuentas. ¿Por qué le golpeaba entonces sin previo aviso esa sensación que, aun a pesar de resultarle del todo ajena, le atenazaba el pecho sin que pudiera ponerle freno? ¿Qué faltaba en su vida que un hombre pudiera extrañar?

¿Una esposa?

De haberlo querido podría haberse casado. Al menos eso suponía. Había muchas mujeres disponibles en el distrito y ninguna de ellas daba muestras de disgusto al saludarlo cuando se cruzaban por las calles del pueblo.

¿Una madre devota, quizá?

¿Acaso una madre podría manifestarle una mayor devoción que la que su tía Lin —la querida y cariñosa tía Lin— le profesaba?

¿Riqueza?

¿Qué deseaba en su vida que no se pudiera comprar? Pero si no era riqueza lo que buscaba, entonces ¿qué era?

¿Una vida más emocionante?

Él nunca había deseado otra cosa que una vida tranquila. Un día a día sin mayor excitación que la que le pudiera procurar una jornada de caza o llegar con un empate al hoyo dieciséis.

¿De qué se trataba entonces?

¿A qué se debía ese pensamiento recurrente, ese: «Esto es todo lo que tendrás»?

Quizá se debía, pensó mientras mantenía la mirada fija sobre el platillo azul donde habían estado las galletas, a que aquel viejo deseo suyo de infancia de conseguir algo-maravilloso-algún-día había logrado sobrevivir silenciosamente a lo largo de los años en el adulto que era, y tan solo ahora, después de haber cumplido los cuarenta, se manifestaba de forma consciente, como el llanto deliberado de un niño que quiere llamar la atención de sus padres.

Lo cierto es que Robert Blair siempre había deseado que su vida discurriese por el camino marcado hasta el fin de sus días. Desde que iba a la escuela supo con certeza que entraría a trabajar en la firma y que algún día sucedería a su padre. Siendo niño, observaba con una especie de piedad exenta de maldad a los muchachos y compañeros de escuela que, al contrario que él, carecían de la perspectiva de una buena colocación en el futuro, de un Milford repleto de amigos y buenos recuerdos a la vuelta de la esquina, y que nunca serían partícipes de esa raigambre típicamente británica que a él le estaba reservada gracias a Blair, Hayward y Bennet.

En la actualidad no había ningún Hayward en el bufete —ni lo había habido desde el año 1843—, por lo que un joven retoño de la rama de los Bennet ocupaba actualmente el despacho del fondo del pasillo. Y «ocupar» era en efecto la palabra indicada, ya que por regla general resultaba altamente improbable que aquel joven sacara partido a su tiempo desempeñando alguna actividad provechosa para la firma. Su principal interés en la vida era escribir poemas de tan prístina originalidad que tan solo ese joven Nevil —así se llamaba— los entendía. Robert aborrecía sus versos, aunque disculpaba su ociosidad ya que, cuando él mismo había ocupado ese despacho, solía pasarse las horas lanzando una pelotita de golf contra el sillón de cuero que había en la habitación con su palo del número 6.

La luz del sol siguió deslizándose sobre el escritorio hasta dejar atrás el platillo y Robert decidió que había llegado la hora de irse. Si se marchaba ahora aún podría pasear por la calle High antes de que la acera del lado este quedase envuelta en las sombras que anuncian el declinar del día. Además, caminar por Milford seguía siendo una de esas cosas que sin duda lo complacían. No es que Milford fuera lo que se dice un lugar de interés turístico. Sus calles eran casi una réplica de las de cualquier otro pueblo al sur de Trent. Sin embargo, sin pretenderlo simbolizaban todo lo bueno capaz de definir la vida británica a lo largo de los últimos trescientos años. Desde la antigua vivienda que alberga las oficinas de Blair, Hayward y Bennet, construida durante los últimos años del reinado de Carlos II, la calle High descendía por una suave loma salpicada de edificios de ladrillo georgiano, construcciones isabelinas de madera y yeso, de piedra victoriana y de estuco estilo Regencia, hasta llegar a su fin en una zona en la que se alzaban, tras altas hileras de olmos, varias mansiones eduardianas. Entre los rosas, los blancos y marrones, llamaba de cuando en cuando la atención, con el atrevimiento propio del advenedizo que se presenta en una fiesta inadecuadamente vestido, alguna fachada cuya puerta de entrada había sido pintada de color negro. En cualquier caso, los buenos modales del resto de edificios pronto conseguían restarle importancia al exabrupto. Incluso los variopintos negocios repartidos por sus calles habían tratado a Milford con indulgencia. Cierto es que los tonos escarlatas y dorados del Bazar Americano relucían ostentosamente en el extremo sur, ofendiendo a diario el sentido del buen gusto de la señorita Truelove, quien, con el apoyo económico de su hermana y una reputación digna de Ana Bolena, regentaba la tetería sita en el noble edificio isabelino que se alza justo enfrente. Por otro lado, el Banco Westminister, con una humildad difícil de encontrar desde los tiempos de la usura, había conseguido adaptar el Weavers Hall a sus necesidades sin hacer uso de mármol alguno. Y los Soles, químicos mayoristas, habían mantenido intacta la fachada delantera de la vieja residencia de los Wilson después de su adquisición.

Era una calle bonita, alegre y ajetreada, salpicada de tilos que se alzaban noblemente desde el pavimento, algo que Robert Blair personalmente adoraba.

Se disponía a levantarse cuando sonó su teléfono. En otros lugares del mundo, es bien sabido, los teléfonos son atendidos previamente en el exterior de los despachos por secretarias que responden al aparato, preguntan cuál es el motivo de la llamada y hacen esperar al interesado antes de ponerlo en contacto con la persona con quien quiere hablar. Pero no en Milford; nada semejante habría sido tolerado allí. En Milford, si alguien llama por teléfono a John Smith espera que sea John Smith en persona quien responda al aparato. De modo que cuando el teléfono sonó esa tarde de primavera en las oficinas de Blair, Hayward y Bennet, lo hizo sobre el mismo escritorio de caoba con remates de latón de Robert.

Años más tarde, Robert seguiría preguntándose qué habría ocurrido de haber sonado el teléfono tan solo un minuto después. Un minuto —sesenta estériles segundos— le habría bastado para recoger su abrigo del perchero, asomar la cabeza en el despacho del otro lado del pasillo para decirle al señor Heseltine que daba por concluida su jornada, salir a la calle y, bajo los ya débiles rayos del sol, comenzar su paseo de camino a casa. El señor Heseltine habría respondido la llamada telefónica y habría informado a la mujer de que el señor Blair ya se había ido. Ella habría llamado a otro y todo lo ocurrido tan solo tendría para él un interés puramente académico.

Pero el teléfono sonó justo a tiempo y Robert solo tuvo que extender el brazo y descolgar el auricular.

—¿Está el señor Blair? —preguntó una voz de mujer. Era una voz de contralto que en circunstancias normales a buen seguro era capaz de transmitir confianza y seguridad en sí misma, pensó él, pero que en ese preciso instante le pareció jadeante y apresurada—. ¡Oh, cuánto me alegra haberle localizado! Me llamo Sharpe, Marion Sharpe. Vivo con mi madre en La Hacienda. El caserón de la carretera de Larborough. Sin duda sabrá cuál es.

—Así es —dijo Blair.

Conocía de vista a Marion Sharpe, del mismo modo que conocía a todo el mundo en Milford y en el distrito. Era una mujer alta y delgada, de tez morena y unos cuarenta años, cuya costumbre de llevar pañuelos de seda de vivos colores le daba cierto aire de gitana. Conducía un desvencijado y viejo coche con el que iba a la compra todas las mañanas en compañía de su anciana madre, de aspecto delicado y blancos cabellos. Esta siempre viajaba sentada en el asiento trasero, en pose muy erguida y en cierto modo incongruente con su medio de transporte, y daba la sensación de obligarse a sí misma a permanecer en silencio, como si pretendiese reprimir algún tipo de protesta u objeción que supiera inútil. Vista de perfil, la anciana señora Sharpe recordaba a la mujer que Whistler retrató como su madre en su famoso cuadro. Y cuando se giraba y era posible ver de frente su rostro pálido, frío y enérgico, rematado por dos ojos de gaviota, se parecía más a una sibila. Una mujer vieja y desagradable.

—Usted no me conoce —prosiguió la voz—, pero yo sí. Le veo a menudo en Milford y siempre me ha parecido un hombre amable. Necesito un abogado. Quiero decir que lo necesito ahora, en este mismo instante. El único que conocemos trabaja en Londres, en un bufete londinense, quiero decir, y de todas formas ya no trabaja para nosotras. Nos representaron temporalmente con motivo de una herencia. Pero ahora estoy en apuros y necesito asesoramiento legal. Me he acordado de usted y pensé que podría…

—Si se tratase de su coche… —comenzó Robert.

En Milford la palabra «apuros» solía significar dos cosas: una orden de pago de una pensión alimenticia o una multa de tráfico. Puesto que el caso tenía como implicada a Marion Sharpe, posiblemente se trataría de lo segundo. Aunque no suponía una gran diferencia, pues en ninguno de los casos Blair, Hayward y Bennet estarían interesados en hacerse cargo. Sin duda se lo pasarían a Carley, el brillante muchacho del final de la calle, que disfrutaba trabajando en los juzgados y había probado en más de una ocasión que era más que capaz de sacar de los infiernos bajo fianza al mismo diablo. «¡Sacarlo bajo fianza!», había dicho alguien una noche en el Rose & Crown, «¡Sería capaz de hacernos firmar a todos con tal de conseguir liberar al Viejo Pecador!».

—Si se trata de su coche…

—¿Mi coche? —respondió ella, dubitativa como si en el mundo que actualmente habitaba fuera difícil recordar lo que era un automóvil—. Oh, ya entiendo. No. Oh, no. No se trata de nada de eso. Es algo mucho más serio. Se trata de Scotland Yard.

—¡Scotland Yard!

Para este apacible caballero y abogado de provincias llamado Robert Blair, la mención de Scotland Yard era algo tan exótico como oír hablar de Xanadú, de Hollywood o de paracaidismo. Como ciudadano respetable que era, se hallaba en buenos términos con la policía local, y ahí terminaba su conexión con el mundo del crimen. Lo más cerca que había estado de Scotland Yard fue jugando al golf con el inspector local, un buen tipo con un juego bastante equilibrado que ocasionalmente, cuando conseguía llegar al hoyo diecinueve, se dejaba llevar y cometía leves indiscreciones hablando sobre su trabajo.

—No he asesinado a nadie, si es eso lo que está pensando —se apresuró a decir la voz al otro lado del hilo telefónico.

—Lo importante es: ¿se le acusa de haber asesinado a alguien?

Fuera cual fuera el delito que se le imputaba, sin duda aquel era un caso para Carley. Debía decirle que se pusiera rápidamente en contacto con Carley.

—No, no se trata de ningún asesinato. Me acusan de haber raptado a alguien. O de haberlo retenido, o algo así… No puedo explicarlo por teléfono. Y sea como fuere necesito a alguien ahora, de inmediato, y…

—Pero, escúcheme, no creo que sea a mí a quien necesita —dijo Robert—. No sé prácticamente nada sobre derecho penal. Mi bufete no está preparado para un caso como ese. El hombre que usted precisa…

—No quiero a un abogado criminalista. Quiero un amigo. Alguien que permanezca a mi lado y que sea capaz de defenderme. Quiero decir, que sea capaz de decirme cuándo no he de responder si no quiero. Ese tipo de cosas. No necesita usted formación penal para algo así, ¿no es cierto?

—No, pero sería usted mucho mejor atendida por una firma acostumbrada a lidiar con casos policiales. Una firma que…

—¿Lo que trata de decirme es que no está interesado? Es eso, ¿verdad?

—No, por supuesto que no —respondió Robert rápidamente—. Honestamente creo que lo más inteligente sería…

—¿Sabe usted cómo me siento? —le interrumpió—. Me siento como alguien a punto de ahogarse en un río porque es incapaz de alcanzar la orilla. Y usted, en lugar de ofrecerme su mano, me señala la otra orilla diciéndome que me resultará más fácil alcanzarla.

Hubo un momento de silencio.

—Pero, al contrario —dijo Robert—, lo que le ofrezco no es otra cosa que un experto salvavidas. En comparación con él yo soy un mero aficionado. Benjamin Carley tiene más experiencia como defensor que nadie desde aquí hasta…

—¿Quién? ¡Ese terrible hombrecillo de los trajes a rayas! —su voz pareció quebrarse y de nuevo hubo un momentáneo silencio—. Eso es una estupidez. Verá, cuando he decidido llamarle no ha sido porque le considere inteligente o capaz —«¿Verdad que no?», pensó Robert—, sino porque estoy metida en problemas y necesito el consejo de alguien que me sepa entender. Y usted parece de los míos. Señor Blair, hágame el favor de venir. Le necesito. Hay gente de Scotland Yard en mi casa. Si entonces decide que se trata de algo en lo que no quiere verse envuelto siempre puede poner mi caso en manos de otro. ¿No es así? Después de todo, quizá ni siquiera llegue a ser necesario. Si pudiera venir hasta aquí y «velar por mis intereses», o como quiera que se diga, solo durante una hora, quizá todo acabaría. Estoy segura de que se ha cometido algún error. ¿Lo haría por mí?

En términos generales Robert Blair pensaba que podía hacerlo. Era demasiado afable para rechazar una propuesta razonable. Además ella le había facilitado una salida en caso de que la situación se complicara. Y, pensándolo con detenimiento, no quería dejar a aquella mujer en manos de Ben Carley. A pesar de la bobada sobre los trajes a rayas, era capaz de entender su punto de vista. Si uno ha hecho alguna fechoría de la que quiere librarse, sin duda Carley es un regalo del cielo. Pero para una persona en apuros, desconcertada e inocente, quizá la ruda personalidad de Carley no fuera la mejor ayuda imaginable.

Sea como fuere, mientras colgaba el auricular, deseó que su aspecto al pasearse por las calles de Milford hubiese resultado más amenazante. Parecerse a Calvino o a Calibán, a cualquiera de los dos, siempre y cuando ello le sirviera para desalentar a mujeres desconocidas que albergaran la intención de arrojarse en sus brazos al verse en problemas.

¿A qué podía referirse al hablar de rapto?, se preguntó mientras daba un rodeo hasta el garaje en Sin Lane para sacar su coche. ¿Estaba tipificado semejante delito en las leyes británicas? ¿Y a quién querría raptar? ¿A un niño? ¿Algún «niño bien»? A pesar de vivir en una gran casa en la carretera de Larborough, aquellas dos mujeres daban la impresión de tener muy poco dinero. ¿Se trataría de un niño «maltratado» por sus guardianes naturales que se había escapado de casa para toparse con un destino aún más rocambolesco? Quizá. El rostro de la anciana hacía pensar en una fanática. Y en cuanto a Marion Sharpe, si la costumbre de condenar a mujeres a arder en la hoguera no hubiera pasado de moda, no sería descabellado pensar que tal cosa podría llegar a ser su destino natural. Aunque posiblemente se tratara de un caso malinterpretado de filantropía. Rapto «con intención de privar a sus padres, tutores, etc., de su posesión». Deseó recordar algo más de los tiempos en que había estudiado el manual de Harris y Wilshere. No estaba seguro de si algo así suponía un delito tipificado y con pena de trabajos forzados o era considerado una falta. «Secuestro y detención.» Semejante caso no había entrado en los archivos de Blair, Hayward y Bennet desde diciembre de 1798, cuando el mayorazgo de Lessows, después de haber abusado del vino clarete, había subido en volandas sobre la grupa de su caballo a la joven señorita Gretton en pleno baile, en el mismísimo hogar de los padres de esta, para llevársela sin mediar palabra a galope tendido hacia los pantanos. Y, en todo caso, en aquella ocasión nadie albergó la menor duda en cuanto a los motivos del caballero.

En fin, quizá tras la entrada en escena de Scotland Yard todas las partes se mostrarían más dispuestas a razonar. Él mismo estaba sorprendido por la implicación de Scotland Yard. ¿Tan importante era la muchacha que el asunto había despertado el interés del cuartel general?

Nada más adentrarse en Sin Lane se vio inmerso una vez más en el aciago conflicto que afligía a sus conciudadanos desde tiempo inmemorial. Aunque, afortunadamente, él ya había aprendido a mantenerse al margen. (Según los etimólogos —en caso de que estén ustedes interesados—, la palabra sin no es más que una perversión de la palabra sand.1 Aunque por supuesto los habitantes de Milford, más duchos en la materia, saben que antes de que todas esas viviendas municipales fueran construidas en los prados de la parte baja del pueblo, la avenida conducía directamente hasta el paseo de los enamorados en High Wood.) A lo largo de la estrecha calle, frente a frente y en perpetua enemistad, se alzaban el establo municipal y el garaje más moderno del pueblo. El garaje asustaba a los caballos (según los responsables del establo) y la actividad de la caballeriza bloqueaba continuamente el tránsito de la calle con el transporte de paja, forraje y Dios sabe qué más (siempre según el propietario del garaje). Pero el problema no termina ahí. El garaje era propiedad de Bill Brough, antiguo miembro del reme,2 y Stanley Peters, perteneciente al Cuerpo Real de Comunicaciones. Y para el viejo Matt Ellis, exmiembro de la Guardia de Dragones de Rey, estos no eran sino meros representantes de una generación que había destruido la caballería y, en resumidas cuentas, una ofensa viviente para la civilización.

En invierno, cuando iba de caza, Robert escuchaba de primera mano la versión de la historia desde el punto de vista de la caballería. Y el resto del año escuchaba lo que el Real Cuerpo de Comunicaciones tenía que decir al respecto mientras limpiaban su coche, le cambiaban el aceite, llenaban el depósito o lo recogían con grúa. Hoy los de Comunicaciones querían saber la diferencia entre libelo y calumnia y en qué consistía exactamente la difamación. ¿Suponía un delito de difamación decir que un hombre era un «buhonero que vive rodeado de latas y no es capaz de diferenciar un huevo de una castaña»?

—Pues no lo sé, Stan —respondió Robert apresuradamente mientras arrancaba—. Tendría que pensarlo.

Esperó para dejar paso a tres cansados jamelgos que regresaban cargados con dos niños gordezuelos y un mozo después de su paseo vespertino («¿Ves a lo que me refiero?», oyó decir a Stanley) y giró en dirección a la calle High.

A medida que uno avanzaba por el extremo sur de la calle High podía observar que cada vez había menos tiendas y más viviendas con pequeños escalones que terminaban directamente en la acera. Más adelante las casas se alzaban a unos metros del pavimento y tenían pórticos de entrada de mayores dimensiones. Después, suntuosas villas con árboles en sus jardines y, finalmente, prados y campo abierto.

Era una región agrícola, una tierra de interminables campos cercados en los que había pocas casas. Una tierra rica pero solitaria en la que uno podía viajar durante kilómetros sin encontrarse a un solo ser humano; una tierra apacible, tranquila y que había permanecido inalterable desde la guerra de las Dos Rosas.3 Parcelas y cercados se sucedían unos tras otros y la línea del cielo permanecía inalterable hasta donde alcanzaba la vista. Y el único indicador capaz de revelar al viajero el siglo en que se encontraba eran los postes de telégrafo que se alzaban por doquier.

A lo lejos, más allá del horizonte estaba Larborough. Hablar de Larborough era sinónimo de bicicletas, armas cortas, tachuelas de estaño y salsa de arándanos Cowan. Pero sobre todo significaba hablar del millón de almas que vivían hacinadas en casas de ladrillo rojo y que de cuando en cuando escapaban de su cautiverio ansiosas por disfrutar brevemente de los dones de la naturaleza. Sin embargo, no había mucho más en Milford que pudiera atraer su atención y cuando Larborough se iba de vacaciones viajaba como un solo hombre hacia el oeste en busca de las montañas y el mar, de modo que las regiones del norte y el este permanecían tan tranquilas y desiertas como lo habían sido en tiempos del Sol Esplendoroso.4 En resumen, Milford era en esencia un lugar aburrido. Y esa maldición era también su salvación.

A dos kilómetros por la carretera de Larborough estaba el caserón conocido como La Hacienda, construido a la vera de la carretera y con una incongruente cabina telefónica en sus inmediaciones. En los últimos tiempos del periodo de Regencia alguien había comprado el prado que todos llamaban La Hacienda y construido en mitad del mismo una gran casa blanca, que después había sido rodeada por un alto y sólido muro de ladrillo con un portón doble de la misma altura, situado frente a la fachada principal. Su perímetro no tenía relación alguna con las fincas colindantes. No había granero ni edificios agrícolas y tampoco puertas laterales que comunicaran la propiedad con los prados adyacentes. Los establos habían sido construidos, según la costumbre de la época, en la parte trasera de la casa, pero también al arropo de los muros. Aquel era un lugar tan olvidado y carente de importancia como un juguete abandonado por un chiquillo hastiado a la vera de un camino. Hasta donde Robert podía recordar, la casa siempre había estado habitada por el mismo anciano. Pero dado que los moradores de La Hacienda tenían entonces por costumbre hacer sus compras en Ham Green, el pueblo más cercano en dirección a Larborough, nunca habían sido vistos en Milford. De forma repentina, sin embargo, Marion Sharpe y su madre hicieron su aparición en el mercado del pueblo y todo el mundo supuso que habían heredado el caserón al morir el viejo.

¿Cuánto tiempo llevaban viviendo allí?, se preguntó Robert. ¿Tres años? ¿Cuatro?

De cualquier manera, no tenía demasiada importancia que personas como ellas no participaran en la vida social de Milford. La anciana señora Warren, sin ir más lejos, la mujer que había comprado la última de las villas que se alzaban bajo los tilos al final de la calle High hacía ya veinticinco años, con la esperanza de que el benéfico aire del interior resultara más propicio para su reumatismo que la brisa marina, aún era conocida por los nativos como «esa dama de Weymouth» (aunque era de Swanage, para ser exactos).

Las Sharpe, en cualquier caso, no parecían interesadas en establecer lazos sociales con la comunidad. Ambas irradiaban un curioso aire de suficiencia, de independencia. Había visto una o dos veces a la hija en el campo de golf, jugando (probablemente como invitada) con el doctor Brothwick. Golpeaba las bolas largas como un hombre y movía sus delgadas y morenas muñecas como un jugador profesional. Y eso era cuanto Robert sabía de ella.

Al detener el coche frente a las altas puertas de hierro, vio que había otros dos automóviles aparcados en las inmediaciones. Con solo una mirada al más cercano —tan discreto, circunspecto y bien vestido iba su conductor, inmóvil en el interior del vehículo— supo a quién pertenecía. ¿En qué otro país de este mundo se toman las fuerzas del orden tantas molestias por resultar educados y discretos?