Loe raamatut: «El caso de Betty Kane», lehekülg 2
Al fijarse en el otro coche, el más alejado, vio que era el de Hallam, el inspector local que destacaba por su juego en el campo de golf.
Había tres personas en el coche de policía: el conductor, una mujer de mediana edad en el asiento trasero y, a su lado, lo que parecía ser un niño o una jovencita. El conductor le dedicó a Robert una breve pero atenta mirada de policía y después apartó la vista. En cuanto a los rostros de la parte de atrás, no pudo distinguirlos.
Las altas puertas de hierro estaban cerradas —Robert no recordaba haberlas visto nunca abiertas—, de modo que cuando empujó una de las pesadas hojas lo hizo embargado por la curiosidad. El antiguo forjado de las puertas originales había sido cubierto tiempo atrás, seguramente como fruto de un victoriano deseo de privacidad, por planchas de hierro fundido y el muro era demasiado elevado como para permitir ver algo del interior. De tal modo que, a excepción de su tejado y chimeneas, nunca había visto ni un metro cuadrado de La Hacienda.
Su primer sentimiento fue de total decepción. No era solo su aspecto de venida a menos —aunque resultaba evidente—, sino la absoluta fealdad de aquella casa. O su construcción había comenzado demasiado tarde para compartir la gracia de un periodo elegante o el constructor carecía por completo de talento para la arquitectura. Sin duda había intentado expresarse en el estilo de su tiempo, pero era evidente que uno y otro no hablaban el mismo idioma, por así decirlo. Todo parecía tener pequeños defectos: las ventanas tenían el tamaño equivocado por unos quince centímetros y habían sido dispuestas en el lugar menos adecuado. La puerta de entrada no tenía la anchura correcta y la altura de las escaleras era insuficiente. Y el resultado era que, en lugar de la insulsa alegría propia del periodo en que se construyó, la impresión general que transmitía la casa era de una insólita dureza. Parecía que aquel edificio le dirigiera al visitante una mirada hostil y ambivalente. Al atravesar el patio en dirección a la poco acogedora puerta principal supo a qué le recordaba todo aquello: le hacía pensar en un chucho que se despierta debido a la repentina llegada de un extraño y se incorpora sobre sus patas delanteras, dudando por un instante si atacar o simplemente limitarse a ladrar. Sin duda, tenía la misma expresión de estar a punto de decir: «¿qué demonios haces tú aquí?».
Antes de que pudiera llamar al timbre alguien le abrió la puerta. No era una criada, sino Marion Sharpe en persona.
—Le he visto llegar —dijo, alargando la mano—. No quería que hiciera sonar el timbre porque mi madre se acuesta un rato todas las tardes, y espero sinceramente que podamos liquidar todo este asunto antes de que se despierte. No tiene por qué saber nada al respecto. No sé cómo agradecerle que haya venido.
Robert murmuró algo y se dio cuenta entonces de que sus ojos, que esperaba fueran de un brillante castaño gitano, eran de color gris avellana. Lo condujo hacia el pasillo y, mientras dejaba su sombrero sobre un aparador, se dio cuenta de que la alfombra que cubría el suelo se veía raída y deshilachada.
—Ya está aquí la policía —dijo mientras empujaba una puerta y lo invitaba a pasar a un salón.
A Robert le habría gustado hablar con ella un momento a solas para hacerse una idea más detallada de la situación, pero ya era demasiado tarde para sugerir tal cosa. Y era evidente que ella había querido que así fuera.
Sentado en el borde de una silla estaba Hallam, con aires de cordero degollado. Y junto a la ventana, cómodamente instalado en una silla estilo Hepplewhite, estaba el representante de Scotland Yard, un hombre bastante joven, enjuto y vestido con un buen traje sastre.
Cuando ambos se levantaron, Hallam y Robert asintieron con la cabeza en gesto de reconocimiento.
—¿Conoce usted, entonces, al inspector Hallam? —preguntó Marion Sharpe—. Este es el inspector Grant, de la jefatura.
Al escuchar la palabra «jefatura», Robert se preguntó si aquella mujer ya se habría visto antes envuelta en tratos con la policía o simplemente trataba de evitar la connotación ligeramente sensacionalista de «Scotland Yard».
Grant le estrechó la mano y dijo:
—Me alegra que haya venido, señor Blair. No solamente en interés de la señorita Sharpe, también en el mío.
—¿El suyo?
—No era posible proceder sin que la señorita Sharpe contase con algún tipo de apoyo, amistoso o legal. Pero si es legal, tanto mejor.
—Ya veo. ¿Y de qué la acusan?
—No ha sido acusada de nada… —comenzó a decir Grant, pero Marion lo interrumpió.
—Soy sospechosa de haber secuestrado y haberle dado una paliza a alguien.
—¡Una paliza! —exclamó Robert, asombrado.
—Sí —respondió la mujer, como si se deleitase ante semejante enormidad—. Al parecer la he golpeado hasta dejarle cardenales.
—¿La?
—Así es, una chica. Ahora mismo está ahí fuera, sentada en uno de esos coches.
—Creo que lo mejor será empezar por el principio —dijo Robert, apegándose al procedimiento.
—Quizá deba ser yo quien exponga los detalles —propuso Grant, con suavidad.
—Sí, hágalo —dijo la señorita Sharpe—. Después de todo es su historia.
Robert se preguntó si Grant había percibido la ironía. Se preguntó también qué clase de persona tiene la suficiente sangre fría como para burlarse de un agente de Scotland Yard, allí sentado en una de sus mejores sillas en el salón de su casa. Por teléfono su voz no le había resultado en absoluto serena. Más bien excitada, casi desesperada. Quizá ahora la presencia de un aliado le había infundido algo de valor. O quizá sencillamente había recuperado la compostura.
—Justo antes de Pascua —comenzó Grant, con un lacónico estilo policial—, una muchacha llamada Elisabeth Kane, que vive con sus tutores cerca de Aylesbury, se fue a pasar unas breves vacaciones a casa de una tía suya casada en Mainshill, el suburbio de Larborough. Fue en autobús, ya que la línea Londres-Larborough atraviesa Aylesbury y también pasa por Mainshill antes de llegar a Larborough. De ese modo podía bajarse del bus en Mainshill y estaba a tres minutos paseando de casa de su tía, en lugar de ir en tren hasta Larborough para después desandar todo el camino hasta allí. Al finalizar la semana, sus tutores —el señor y la señora Wynn— recibieron una postal de la joven en la que les decía que lo estaba pasando muy bien y que había decidido quedarse más tiempo. Ellos obviamente imaginaron que se quedaría mientras durase su periodo de vacaciones, es decir, otras tres semanas. Al no aparecer el día en que se reanudaban las clases dieron por hecho que estaba haciendo novillos y decidieron escribirle a su tía para que la subiera en el siguiente autobús de regreso. La tía, en lugar de responder mediante una llamada telefónica o un telegrama, envió a los Wynn una carta en la que les explicaba que su sobrina había regresado a Aylesbury hacía ya quince días. El intercambio de cartas se prolongó durante buena parte de otra semana, de modo que, cuando los tutores acudieron a la policía para denunciar la desaparición, la chica llevaba cuatro semanas desaparecida. La policía dispuso el operativo habitual, pero antes de que la investigación se iniciara propiamente, la chica apareció. Se presentó bien entrada la noche en su casa, cerca de Aylesbury, ataviada únicamente con un vestido y unos zapatos y en un estado de completo agotamiento.
—¿Cuántos años tiene la muchacha? —preguntó Robert.
—Quince. Casi dieciséis. —Esperó un instante, por si Robert tenía alguna otra pregunta, y continuó (Sin duda un gesto de deferencia entre profesionales, pensó Robert complacido. Una conducta que armonizaba con el automóvil tan cuidadosamente aparcado en el exterior de la casa)—. Dijo que había sido «secuestrada» en un coche. Esa fue toda la información que pudieron obtener de ella en los dos días siguientes, durante los cuales permaneció en un estado semiinconsciente. Cuando se recuperó, unas cuarenta y ocho horas más tarde, consiguieron obtener de ella el resto de la historia.
—¿Consiguieron?
—Los Wynn. Por supuesto, la policía quería encargarse personalmente del interrogatorio, pero la muchacha se ponía histérica ante su mera mención. De modo que puede decirse que obtuvieron la información de segunda mano. Contó que, mientras esperaba la llegada del autobús de regreso a Mainshill, un coche con dos mujeres a bordo se detuvo a su lado. La más joven de las dos, que conducía, le preguntó si estaba esperando el autobús y si quería que la llevaran a algún lado.
—¿La muchacha estaba sola?
—Sí.
—¿Por qué no fue nadie a despedirla?
—Su tío estaba trabajando y su tía había asistido como madrina a un bautizo. —De nuevo hizo una pausa en espera de algún comentario de Robert—. La joven les explicó que estaba esperando el autobús procedente de Londres y ellas le dijeron que ya había pasado. Dado que había llegado muy justa a la parada y su reloj no era especialmente preciso, creyó lo que le decían. De hecho, estaba casi convencida de que había perdido el autobús antes de que el coche se detuviera. Comenzaba a inquietarse, pues ya eran las cuatro de la tarde, llovía y la luz comenzaba a declinar. Las dos mujeres se mostraron muy amables y se ofrecieron a llevarla hasta un lugar cuyo nombre no entendió bien y desde donde sin duda podría coger otro autobús hacia Londres en una media hora. Ella aceptó agradecida, subió al coche y se sentó, junto a la mayor de las dos mujeres, en la parte trasera.
Robert se imaginó entonces a la anciana señora Sharpe, sentada muy erguida e intimidante en su pose habitual, en el asiento trasero. Dirigió una mirada a Marion Sharpe, pero su expresión parecía tranquila. Al fin y al cabo ella ya conocía la historia.
—La intensa lluvia golpeaba las ventanillas e impedía ver claramente el paisaje que atravesaban, de modo que la muchacha comenzó a hablar sobre sí misma con la anciana y dejó momentáneamente de prestar atención al rumbo que tomaba el automóvil. Cuando por fin salió de su ensimismamiento ya había oscurecido bastante y tuvo la sensación de que llevaban mucho tiempo en la carretera. Les dijo entonces que le parecía un gesto extraordinariamente amable por su parte llevarla alejándose tanto de su ruta. Fue entonces cuando la mujer más joven, hablando por primera vez desde que el coche se pusiera en marcha, le dijo que no se habían desviado en absoluto, al contrario, aún tendría tiempo para tomarse algo caliente con ellas antes de que la acercaran a la parada. Ella manifestó sus dudas pero la mujer más joven le dijo que sería una tontería esperar veinte minutos bajo la lluvia cuando podía estar caliente, seca y con el estómago lleno mientras tanto. Ella se mostró de acuerdo. Finalmente la mujer joven detuvo el coche, se bajó un instante para abrir lo que a la muchacha le parecieron unas puertas automáticas y enseguida el coche continuó avanzando hasta apagar el motor ante una casa que la oscuridad reinante no le permitió ver. La condujeron entonces hasta una gran cocina…
—¿Una cocina? —repitió Robert.
—Sí, una cocina. La anciana puso café en el fogón mientras la más joven preparaba unos sándwiches. «Sándwiches sin tapa», en palabras de la chiquilla.
—Smorgasbord. 5
—Sí. Mientras comían y bebían, la más joven le dijo que en esos momentos no tenían asistenta y le preguntó si no le gustaría trabajar para ellas. Ella respondió que no. Trataron de convencerla pero ella insistió en que no era ese el tipo de trabajo que buscaba. Sus rostros se volvieron borrosos a medida que ella hablaba y, cuando le sugirieron que al menos podía acompañarlas a la planta superior para ver el bonito dormitorio que ocuparía si se quedaba, su mente estaba demasiado aturdida como para oponerse a lo que le sugerían. Recuerda haber subido un primer tramo de escaleras cubierto por alfombras y caminar sobre algo más duro a medida que ascendían. Y eso es todo lo que afirma recordar hasta que la luz del amanecer la despertó al día siguiente tendida en una carriola, en un austero y diminuto ático. Solo llevaba puesta su combinación y no pudo ver por ningún lado el resto de su ropa. La puerta estaba cerrada y la pequeña ventana redonda por la que se colaba la luz no se abría. En cualquier caso…
—Una ventana redonda —dijo Robert, algo incómodo.
En esta ocasión, sin embargo, fue Marion quien respondió.
—Así es —dijo—. Un tragaluz en el tejado.
Dado que su último pensamiento justo antes de entrar en la casa lo había dedicado precisamente a esa diminuta ventana redonda y tan mal dispuesta, se arrepintió de haber hecho el comentario. Grant prolongó aún unos instantes su habitual pausa de cortesía y continuó.
—Enseguida se presentó en la habitación la mujer joven con un bol de gachas de avena. La muchacha lo rechazó y exigió que le devolvieran su ropa y que la dejaran marchar. La mujer le respondió que ya comería cuando tuviera hambre y se marchó, dejando las gachas. Estuvo sola hasta el anochecer, cuando la misma mujer le trajo un poco de té y un platillo de galletas recién hechas e intentó convencerla de nuevo para que aceptara el trabajo a modo de prueba. La joven volvió a negarse y durante días, siempre según su historia, se vio sometida en repetidas ocasiones a ese juego de engatusamientos e intimidaciones, llevado a cabo alternativamente por ambas mujeres. Entonces pensó que, si lograba romper la pequeña ventana redonda, sería capaz de trepar hasta el tejado, protegido por un pretil, para tratar de llamar la atención de algún transeúnte o un vendedor que por casualidad se aproximase a la casa. Desafortunadamente, el único instrumento a su disposición era una endeble silla, con la que tan solo logró quebrar el cristal antes de que la mujer más joven irrumpiera en la habitación hecha una furia. Le arrancó la silla de las manos y golpeó a la muchacha hasta que se quedó sin aliento. Después se marchó llevándose la silla, y la joven pensó que había llegado el final para ella. Sin embargo, minutos después la mujer regresó empuñando lo que a la joven le pareció una fusta para perros y nuevamente la golpeó hasta que perdió el conocimiento. Al día siguiente, la anciana se presentó en el ático cargada con varios juegos de sábanas y le dijo que si no estaba dispuesta a trabajar, al menos cosería. Si no cosía no habría comida. Estaba demasiado dolorida para coser, por lo que se quedó sin comer. A la mañana siguiente volvieron a amenazarla con otra paliza si no cosía. De modo que remendó algunas sábanas y le dieron un cuenco con estofado para la cena. El acuerdo perduró varios días, pero si su costura les resultaba inadecuada o insuficiente, de nuevo la golpeaban o la privaban de alimentos. Hasta que una noche la anciana subió a llevarle su cuenco de estofado y al marcharse olvidó cerrar la puerta con llave. La joven esperó, pensando que se trataba de una trampa que terminaría con una nueva paliza. Pero pasado un tiempo se aventuró a salir hasta el rellano. No oyó nada, por lo que bajó apresuradamente el tramo de escaleras sin alfombrar y a continuación el segundo tramo hasta el primer rellano. Desde allí pudo escuchar a las dos mujeres hablando en la cocina. Se arrastró hasta la planta baja y corrió con desesperación hacia la puerta principal. No estaba cerrada y sin pensarlo dos veces huyó tal como estaba, perdiéndose en la noche.
—¿Vestida con las enaguas? —preguntó Robert.
—Olvidé mencionar que la combinación había sido sustituida de nuevo por su vestido. No había calefacción en el ático y vestida únicamente con una combinación es posible que hubiera muerto o caído enferma.
—Si es que alguna vez estuvo en el ático —dijo Robert.
—En efecto. Si, como usted dice, estuvo en el ático — consintió el inspector con suavidad. Y, sin su acostumbrada pausa de cortesía esta vez, continuó—: No recuerda gran cosa después de eso. Caminó durante mucho tiempo en la oscuridad, según dice, por una carretera. Pero no había tráfico y no se encontró con nadie. Largo rato después, en la carretera principal, un camionero la vio dando tumbos ante sus focos y se detuvo para recogerla. Estaba tan cansada que se quedó dormida de inmediato. Despertó mientras alguien la ayudaba a ponerse de pie en la carretera. El camionero se rio de ella y le dijo que parecía una muñeca de trapo que había perdido todo el relleno. Aún era de noche. El camionero le dijo que estaba en el lugar donde le había pedido que la llevara y acto seguido se marchó. Después de un rato reconoció la esquina. Estaba a menos de tres kilómetros de su casa. Oyó un reloj señalar las once. Y poco antes de la medianoche llegó a casa.
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1 Sin significa pecado, y sand, arena. Todas las notas son del traductor.
2 Siglas del Royal Electrical and Mechanical Engineers, Cuerpo Real de Ingenieros Eléctricos y Mecánicos.
3 Guerra civil que enfrentó en Inglaterra entre los años 1455 y 1487 a los partidarios de las casas de Lancaster y York.
4 Cuando Ricardo III reinaba y coincidiendo con la guerra de las Dos Rosas.
5 Bufé de platos variados, fríos y calientes, típico de Suecia.
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Hubo un breve silencio.
—¿Y esta chica es la que está ahora mismo sentada en un coche a las puertas de La Hacienda? —dijo Robert.
—Sí.
—Imagino que tiene sus motivos para traerla hasta aquí.
—Así es. Cuando la chica se recuperó lo suficiente, pudieron convencerla para que contase su historia a la policía. Fue transcrita por un taquígrafo mientras lo hacía. A continuación leyó la versión escrita y la firmó. En su declaración había dos aspectos que ayudaron especialmente a la policía. Estos son los fragmentos más relevantes:
«Después de un rato pasamos junto a un autobús con un letrero iluminado que ponía milford. No, no sé dónde está Milford. No, nunca he estado allí.»
—Ese era uno. Este es el otro:
«Desde la ventana del ático podía ver un muro alto de ladrillo con un gran portón de hierro justo en el centro. En el lado exterior del muro había una carretera, pude ver incluso los postes de telégrafo. No, no podía ver pasar el tráfico porque el muro era demasiado alto. Sí, la parte superior de la carga de algún camión, en varias ocasiones. No es posible ver nada a través del portón porque está cubierto con planchas de hierro desde el interior. Dentro de la propiedad, el camino discurría en línea recta durante un trecho y después se bifurcaba en dos hasta terminar frente a la puerta principal. No, no había jardín, solo hierba. Sí, césped, supongo. No, no recuerdo ningún arbusto. Solo la hierba y el sendero.»
Grant cerró el pequeño cuaderno de notas que había estado leyendo.
—Hasta donde sabemos, y siempre de acuerdo a los avances de la investigación a día de hoy, no hay ninguna otra casa entre Larborough y Milford que se ajuste a la descripción de la muchacha salvo La Hacienda. Más aún, parece ajustarse al detalle. Cuando la chica vio el portón y el muro al llegar esta tarde aseguró que sin duda este era el lugar. Aunque por supuesto, aún no ha reconocido el interior. Antes debía explicarle los particulares a la señorita Sharpe y averiguar si estaba dispuesta a ver a la chica. Enseguida sugirió que debía estar presente algún testigo.
—¿Comprende ahora por qué necesitaba ayuda con tanta urgencia? —dijo Marion Sharpe, volviéndose hacia Robert—. ¿Se puede imaginar una pesadilla más absurda?
—La historia de la muchacha es sin duda la más extraña mezcla de hechos y dislates que pueda escucharse. Comprendo que es difícil hoy en día encontrar un buen servicio doméstico —dijo Robert—, pero, ¿acaso tanto como para llegar a secuestrar a un potencial sirviente? Eso por no hablar de golpearlo y matarlo de hambre…
—Ninguna persona normal haría algo así, por supuesto —respondió Grant, manteniendo la mirada sobre la de Robert para evitar que se desviara hacia Marion Sharpe—. Pero créame, en mis primeros doce meses en el cuerpo he visto al menos una decena de casos mucho más increíbles. Parece no haber límite para las extravagancias de la conducta humana.
—Estoy de acuerdo. Pero la extravagancia es igualmente aplicable a la conducta de la muchacha. Después de todo, esto ha empezado por ella. Es ella quien ha estado desaparecida durante…
Hizo una pausa a modo de interrogante.
—Un mes —respondió Grant.
—Durante un mes. Mientras, por otra parte, no hay nada que sugiera que la rutina en La Hacienda haya variado en lo más mínimo en todo ese tiempo. ¿No posee la señorita Sharpe ninguna coartada para el día en cuestión?
—No —dijo Marion Sharpe—. Se trata, según el inspector, del día 28 de marzo. Ya ha pasado mucho tiempo y nuestros días no varían demasiado, si acaso lo hacen en absoluto. Nos resultaría imposible recordar qué fue lo que hicimos el 28 de marzo… Y más improbable aún me parece que alguien más vaya a hacerlo.
—¿Su asistenta, quizá? —sugirió Robert—. Los criados tienen maneras de ordenar la vida doméstica a menudo sorprendentes.
—No tenemos asistenta —dijo ella—. Nos resulta difícil conservarlas, pues La Hacienda está muy alejada de todo.
El instante amenazaba con convertirse en un momento incómodo, por lo que Robert se apresuró a cambiar de tema.
—Esta chica… No sé cómo se llama, por cierto.
—Elisabeth Kane. Conocida como Betty Kane.
—Oh, sí, es cierto. Me lo había dicho. Lo siento. Esta muchacha… ¿Sabemos algo de ella? Imagino que la policía la habrá investigado antes de aceptar la supuesta veracidad de su historia. ¿Por qué vive con sus tutores y no con sus padres, por ejemplo?
—Es una huérfana de guerra. Fue evacuada al distrito de Aylesbury cuando era pequeña. Era hija única y fue acogida por los Wynn, que ya tenían un niño cuatro años mayor. Unos doce meses después los dos progenitores resultaron muertos en el mismo «incidente», y los Wynn, que siempre habían querido una hija y le habían cogido mucho cariño, decidieron adoptarla. Para ella son como sus padres, ya que apenas puede recordar a los verdaderos.
—Ya veo. ¿Y su historial?
—Excelente. Una niña tranquila, según todos los que la conocen. Buena en la escuela, aunque no brillante. Nunca se ha metido en problemas, ni en la escuela ni fuera de ella. «De una inmaculada honestidad», fue la frase que empleó su última maestra.
—Cuando por fin regresó a casa, tras su ausencia, ¿había aún alguna evidencia de los golpes que dice haber recibido?
—Oh, sí. En efecto. El médico de los Wynn la examinó a la mañana siguiente y afirmó que había sido brutalmente golpeada. De hecho algunas magulladuras aún eran evidentes tiempo después, cuando se presentó en la jefatura a prestar declaración.
—¿No tiene historial de epilepsia?
—No. También consideramos esa posibilidad durante el inicio de la investigación. Me parece necesario añadir que los Wynn son gente muy sensata. Han pasado por momentos muy difíciles pero nunca han tratado de exagerar la situación ni han caído en dramatismos. Tampoco han permitido que la chica se convirtiera en objeto de interés o piedad. Han llevado todo el asunto admirablemente.
—Por lo que, en lo que a mí se refiere, también tendré que esforzarme en llevar todo esto con admirable frialdad —dijo Marion Sharpe.
—Comprenda mi posición, señorita Sharpe. La muchacha no solo ha descrito la casa en la que fue detenida, también a sus dos habitantes. Y lo ha hecho con gran precisión. «Una anciana delgada, de cabello blanco, sin sombrero y vestida de negro; y otra mujer más joven, alta y delgada y morena como una gitana, sin sombrero y con un pañuelo claro de seda cubriendo su cuello.»
—Oh, sí. No se me ocurre ninguna explicación, pero comprendo su posición. Y ahora creo que deberíamos hacer entrar a la muchacha. Aunque antes me gustaría decir…
La puerta se abrió entonces sin emitir ruido alguno y la anciana señora Sharpe apareció en el umbral. Tenía el cabello erizado en algunas partes alrededor de la cabeza, tal como la almohada los había dejado, y más que nunca su aspecto hacía pensar en el de una bruja.
Cerró la puerta tras de sí y contempló la reunión con malicioso interés.
—¡Vaya! —exclamó, emitiendo un sonido que recordaba al chillido gutural de una gallina—. ¡Tres desconocidos!
—Permite que te los presente, madre —dijo Marion, mientras los tres se ponían en pie—. Este es el señor Blair, de Blair, Hayward y Bennet. El bufete que tiene ese hermoso edificio casi al final de la calle High.
Mientras Robert hacía una pequeña inclinación, la anciana lo escrutaba con sus ojos de gaviota.
—Les hace falta renovar todos esos azulejos —dijo ella.
Y era cierto, aunque no era ese el tipo de saludo el que él había esperado.
Lo reconfortó el hecho de que la bienvenida que le dedicó a Grant fuera aún menos ortodoxa. Lejos de parecer inquieta o impresionada por la presencia de Scotland Yard en el salón de su casa aquella tarde de primavera, se limitó a responder con tono cortante:
—No debería estar sentado en esa silla. Pesa usted demasiado.
Cuando su hija le presentó al inspector local, la anciana se limitó a lanzarle una mirada oblicua y, tras inclinar levemente la cabeza, se abstuvo de hacer el menor comentario. Hecho que Hallam, a juzgar por su expresión, pareció considerar particularmente desagradable.
Grant observó inquisitivamente a la señorita Sharpe.
—Te explicaré lo que ocurre, madre —dijo esta—. El inspector desea que veamos a una joven que está ahora mismo sentada en un coche aparcado a las puertas de la casa. Desapareció de Aylesbury durante un mes y cuando volvió a aparecer —en condiciones bastante lamentables— dijo que había sido retenida por unas mujeres que querían obligarla a ser su sirvienta. Cuando se negó la encerraron, la golpearon y casi la matan de hambre. Describió el lugar y a esas mujeres con gran detalle y resulta que tú y yo nos ajustamos perfectamente a tal descripción. Y también nuestra casa. Al parecer estuvo encerrada en la habitación de la ventana redonda del ático.
—Muy interesante —dijo la anciana señora, mientras se sentaba con gesto algo teatral en un sillón estilo Imperio—. ¿Y con qué la golpeamos?
—Con una fusta para perros, por lo visto.
—¿Tenemos una fusta para perros?
—Tenemos uno de esos chismes para llevarlos. Puede servir de fusta, llegado el caso. En fin, lo importante es que al inspector le gustaría presentarnos a la chica, para que pueda identificarnos como la gente que la retuvo, o no.
—¿Tiene usted alguna objeción, señora Sharpe? —preguntó Grant.
—Al contrario, inspector. Ya lo espero con impaciencia. No todas las tardes una se acuesta a dormir la siesta siendo una vieja aburrida y se despierta convertida en un monstruo en potencia.
—Entonces, si me permiten, iré a buscar a la…
Hallam hizo un leve gesto, ofreciéndose a ir en su lugar, pero Grant negó con la cabeza. Era obvio que quería estar presente en el momento en que la chica atravesara las puertas.
Mientras el inspector salía, Marion le explicó a su madre el motivo de la presencia de Blair allí.
—Ha sido algo extraordinariamente amable de su parte venir tan rápido y sin previo aviso —añadió.
Y Robert sintió una vez más el impacto de aquella mirada pálida y brillante de la anciana. No le cabía la menor duda de que, por su dinero, la vieja señora Sharpe era más que capaz de golpear sin pestañear a siete personas diferentes, entre el desayuno y la comida, los siete días de la semana si era necesario.
—Cuenta usted con toda mi simpatía, señor Blair —dijo ella, sin el menor asomo de tal afecto.
—¿Por qué, señora Sharpe?
—Imagino que Broadmoor está un poco alejado de su jurisdicción.
—¡Broadmoor!
—El asilo de criminales lunáticos.
—Lo encuentro extraordinariamente estimulante —respondió Robert, dispuesto a no dejarse intimidar por ella.
Su respuesta pareció agradar a la buena señora y en su cara destelló algo parecido a una sonrisa. Robert tuvo la extraña sensación de que de repente le caía bien, aunque de ser eso cierto no hizo el menor amago de manifestarlo verbalmente. Al contrario, respondió con voz seca y cortante:
—Sí, creo que las distracciones en Milford son pocas y no demasiado excitantes. Mi hija, sin ir más lejos, se dedica varios días a la semana a perseguir un pedazo de gutapercha por el campo de golf…
—Ya no se le llama así, madre —puntualizó la hija.
—En cualquier caso, a mi edad, Milford ni siquiera puede ofrecerme ese tipo de distracción. He de conformarme con pasar el rato rociando con herbicida las malas hierbas… Una forma legítima de sadismo al mismo nivel que el ahogamiento de pulgas. ¿Tiene usted por costumbre ahogar pulgas, señor Blair?
—Me limito a aplastarlas. Pero mi hermana tenía la costumbre de perseguirlas con una pastilla de jabón.
—¿Jabón? —repitió la señora Sharpe, con genuino interés.
—Tengo entendido que las golpeaba con el lado blando y húmedo y se quedaban pegadas.
—Muy interesante. Nunca había oído hablar de esa técnica. La probaré la próxima vez.
Al tiempo que conversaba con la anciana procuraba prestar atención a lo que Marion le decía al desairado inspector local.
—Juega usted muy bien, inspector —la oyó decir.
Tenía la sensación de estar a punto de despertar de un sueño, cuando todo el absurdo y la falta de sentido pierden importancia porque uno tiene la certeza de que está a punto de regresar al mundo real. Algo, en cualquier caso, que siempre resulta engañoso, pues en ese momento volvió el inspector Grant. Él entró en primer lugar, para estar en una posición que le permitiera observar la expresión de todas las caras implicadas en aquel asunto, y sujetó la puerta para que pasara una funcionaria del cuerpo en compañía de la muchacha.
Marion Sharpe se puso en pie lentamente, como si creyera que debía enfrentarse sin ambages a lo que se le venía encima. Su madre, por el contrario, permaneció sentada en el sillón como quien está a punto de dirigirse a una audiencia, con su espalda en pose victoriana, tan erguida como la de una chiquilla, y las manos serenamente posadas sobre el regazo. Ni siquiera sus desgreñados cabellos lograban desmentir la impresión de que era la dueña de la situación.