Loe raamatut: «Teoría de la acción humana en las organizaciones», lehekülg 4

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En no pocas ocasiones se ha intentado «definir rigurosamente» qué se entendía por felicidad, y sobre esa base se ha tratado de elaborar los criterios para elegir acciones que condujesen a ese logro o, lo que es lo mismo, se ha tratado de dar fórmulas para valorar las alternativas de acción, de acuerdo con su mayor o menor contribución para que una persona lograse el «objetivo» de ser feliz.

Ahora bien, según nuestro enfoque, si un ser humano ha de ser conceptualizado como sistema libremente adaptable, es evidente que su problema «último» o «más general» es un problema implícito —no explícito, ni operativo.

Siendo así, es imposible que conozca a priori en qué consiste la solución de su problema. Gran parte del valor de las acciones de un sistema libremente adaptable, enfrentado con un problema implícito, está relacionado con el aprendizaje que permite el logro del equilibrio estructural a dicho sistema. Una vez alcanzado ese estado de equilibrio, el problema implícito se convierte en explícito.

En ese momento[2], el sistema ya ha interiorizado unos criterios de actuación que le aseguran la resolución del problema implícito, pero aún no será capaz de conocer a priori en qué consistirá la solución (aún no la conoce vivencialmente). Para que la definición a priori de lo que será la solución de un problema determine efectivamente la elección de las acciones que lo resuelven, es necesario que el problema sea operativo (lo que implica conocer a priori en qué consiste la solución).

En definitiva, nuestra lógica de la acción nos lleva, de modo inmediato, a plantearnos el problema de la felicidad de los seres humanos de acuerdo con las categorías propias del proceso de solución de un problema implícito. Sobre esa base, la vida humana queda concebida no como la ejecución de un plan que lleva a la felicidad, sino como un proceso a través del cual el ser humano puede ir descubriendo en qué consiste su felicidad.

Para especificar el proceso tendremos que describirlo en función de los mecanismos que componen un sistema libremente adaptable. Esos mecanismos, como antes hemos indicado, comenzaremos a investigarlos en el próximo capítulo.

Por el momento, y por lo expuesto anteriormente, puede inferirse que el descubrimiento al que hemos hecho referencia está relacionado con el aprendizaje del sistema. Y ese aprendizaje significa que el sistema desarrolla sus capacidades evaluativas de tal modo que le resulta posible ponderar correctamente —según su influencia en los procesos reales de interacción— todos los valores afectados por sus decisiones.

Naturalmente, el sistema puede ir descubriendo cómo valorar correctamente sus decisiones para asegurar que le conducen al logro de su felicidad, pero también puede no solo no descubrirlo, sino todo lo contrario. Eso es lo que significa el aprendizaje negativo cuando lo aplicamos a la resolución del problema más importante de un ser humano.

No es difícil adivinar que, dada la compleja estructura de valores que aparece en los problemas implícitos, las experiencias del sistema pueden fácilmente llevarle a dar mayor peso a unos que a otros en sus decisiones, y a que su ponderación «subjetiva» vaya siendo cada vez más divergente del peso real que dichos valores tienen como causas determinantes de los procesos de interacción. Ese es el caso cuando el sistema está aprendiendo negativamente.

El aprendizaje negativo es especialmente grave cuando el valor que va siendo progresivamente eliminado de las reglas de decisión del sistema es aquel que llamábamos consistencia. Aunque una interpretación afinada de lo que ocurre al sistema en este caso tan solo la podremos alcanzar al describir la desconexión que introduce ese aprendizaje negativo en los mecanismos internos del sistema, sí que podemos hacernos ya una idea de lo que implica el proceso en sus líneas más generales.

Conceptualicemos las acciones de un ser humano a lo largo de su vida como un proceso de interacción con su entorno —todo lo que no es él—, proceso a través del cual va logrando sucesivas satisfacciones —resolviendo problemas de acción concretos—. En ese caso, la elección de planes de acción inconsistentes —elección motivada por sus valores positivos tanto en lo referente a la eficacia como a la eficiencia— genera un aprendizaje negativo (la consistencia de un plan de acción juega cada vez un papel menos relevante en las reglas de decisión del sistema).

¿Qué significa para el sistema esta incapacidad progresiva de valorar efectivamente la consistencia? Significa algo que podríamos describir como «irse cerrando progresivamente a la interacción con aquellas propiedades más importantes de la realidad», aquellas realidades que son fundamento causal de la propia eficacia de los planes de acción que aún motivan al sistema.

En el límite nos encontraríamos con un sistema para el que cualquier plan de acción que le pudiese motivar ya no es viable: la eficacia del plan de acción —conexión acción-reacción— ha desaparecido para el sistema (como veremos, aunque el entorno ofrezca esa posibilidad, el sistema se ha hecho incapaz de percibirla como tal posibilidad; eso es lo que queríamos apuntar con la expresión «cerrarse a la interacción», que más arriba utilizamos).

En definitiva, podríamos decir que el aprendizaje negativo respecto a la consistencia produce un empobrecimiento gradual del «modelo de la realidad» que el sistema tiene interiorizado a efectos de tomar decisiones, de tal modo que va perdiendo progresivamente cada vez más aspectos de la realidad, y, cuanto más importante es el aspecto, más pronto lo pierde[3].

Parece indudable que sería de suma utilidad la investigación de los procesos de solución de problemas implícitos, a fin de determinar cómo deberían resolverse para que no se produjera aprendizaje negativo.

Ese será el tema central de nuestra investigación, como ya hemos apuntado; pero, por el momento, puede ser conveniente que ilustremos el sentido de esa investigación cuando se refiere al caso particular que venimos considerando: el logro de la felicidad como problema de acción implícito.

DESARROLLO DE LAS VIRTUDES MORALES Y APRENDIZAJE

En el problema a que nos referimos —y que es el más importante para el ser humano—, la investigación se inició casi con el inicio del propio pensamiento. Desde nuestro punto de vista, ese es el sentido de la Ética: la investigación del valor último de las acciones humanas.

Podría estimarse que esa investigación se convirtió en investigación científica a partir de Aristóteles. El enfoque y la metodología que tienen su origen en Aristóteles son capaces de producir auténtico conocimiento científico —leyes universales y necesarias— acerca de los fenómenos éticos.

Esa investigación ética es la única que aborda de raíz el problema ético fundamental: la valoración de los actos humanos desde el punto de vista de su contribución al logro del fin último subjetivo de un ser humano, es decir, de su felicidad.

Su metodología es la única que conceptualiza al ser humano como sistema libremente adaptable. De ahí que los conceptos fundamentales que va desarrollando se articulen en tomo a los distintos aspectos del aprendizaje que las acciones producen en los agentes decisores: desarrollo de hábitos positivos (virtudes morales) o de sus opuestos (vicios morales).

La concepción básica aristotélica ha seguido vigente en gran parte del pensamiento de Occidente. De hecho, fue profundizada y completada especialmente por Tomás de Aquino, aunque el objetivo último de este no era filosófico-natural (en este plano sus contribuciones geniales las hizo «como de pasada»), sino teológico-sobrenatural[4].

Pero esa concepción básica también ha sido perdida en multitud de ocasiones, con la consiguiente vuelta atrás hacia estadios precientíficos en la elaboración de teorías éticas. Alasdair McIntyre, en After Virtue, realiza un fino análisis de los varios caminos por los que la investigación ética «se ha perdido» a partir del Renacimiento[5].

Aunque la afirmación resulte atrevida a falta de un largo análisis histórico que la soporte (análisis que, por otra parte, no podemos realizar ahora y que nada aportaría a la línea central de nuestra investigación), puede predecirse que todas las desviaciones ocurridas en el pensamiento ético a partir de Aristóteles habrán tenido su origen en concepciones implícitas del ser humano que significan una reducción respecto a la concepción aristotélica, es decir, que habrán tenido su origen en concepciones del ser humano como sistema estable o como sistema ultraestable.

Hay, sin embargo, una consecuencia de esos reduccionismos que, dada su vigencia cultural, hemos de poner de relieve a fin de facilitar la comprensión de lo que significa nuestro enfoque (y cómo inscribirlo dentro de la concepción que se remonta a Aristóteles).

Aunque es frecuente encontrar la expresión «virtud» y «virtudes» en multitud de razonamientos sobre temas éticos, razonamientos que, por otra parte, han abandonado la concepción antropológica aristotélica, todas esas expresiones no suelen recoger —en el mejor de los casos— más que algunos aspectos de entre los incluidos en el concepto de virtud en Aristóteles[6].

Por esa razón, de poco vale que encontremos la palabra virtud o virtudes en tantos análisis modernos sobre temas éticos, análisis en los que ese concepto —el de virtud— está vaciado del contenido que tiene en la concepción aristotélica al hablar de las virtudes morales. Es ese contenido esencial el que permite la conexión entre el desarrollo de las virtudes morales —que es un aprendizaje— y el logro de la felicidad personal.

Cuando por «virtud» —al aplicarlo a una persona— se entiende tan solo su disposición o facilidad para realizar ciertos actos o tener ciertos sentimientos, el razonamiento estrictamente ético es imposible. Así, por ejemplo, cuando se dice que una persona es honrada —tiene la virtud de la honradez—, queriendo indicar con ello que posee unos ciertos sentimientos que le llevan a respetar lo ajeno y, al decirlo, se está queriendo expresar algo en el mismo sentido que tiene la palabra cuando se dice que «el agua tiene la virtud de ser más densa en estado líquido que en estado sólido»; cuando, en definitiva, el concepto de «virtud» no tiene más contenido que el general que se incluye al hablar de cualquier «propiedad» de un ser concreto.

Podrá seguirse hablando, en esos casos, de temas éticos. Podrán hacerse clasificaciones de virtudes como quien clasifica plantas en botánica. Podrán hacerse finas descripciones mostrando la importancia de ciertas virtudes para la vida social, o para que pueda existir un sistema democrático, o para que una persona sea feliz. Lo que no podrá tenerse es un conocimiento de las causas intrínsecas que hacen que esas cosas sean así, un conocimiento de los factores y procesos que conducen a esos resultados.

La investigación de esas causas es accesible tan solo a los razonamientos estrictamente éticos, y de nada sirve para ello la verificación extrínseca de la verdad de ciertas proposiciones éticas. Y no olvidemos que, desde el punto de vista práctico —de la acción—, es el conocimiento de las causas intrínsecas el que importa. Y esa importancia es paradigmática en el caso concreto de la Ética.

No es por ello infrecuente que personas que están de acuerdo en, por ejemplo, el valor de la honradez para facilitar la vida social, mantengan las posturas más opuestas, tanto respecto a lo que cada uno ha de hacer para poseer personalmente esa virtud, como respecto a los medios que el conjunto social pueda utilizar para fomentarla. Esas posturas diversas revelan concepciones de fondo distintas acerca de en qué consiste una virtud moral, cómo se desarrollan o se pierden las virtudes morales, cuál es su función, etcétera.

Por supuesto que la respuesta a esas cuestiones carecería absolutamente de interés práctico si el ser humano fuese un sistema estable o un sistema ultraestable. En ambos casos, incluso las preguntas mismas carecerían de sentido. Si no hay aprendizaje —sistema estable—, no cabe hablar ni de desarrollo, ni de pérdida, ni de nada por el estilo, respecto a ninguna propiedad de un decisor que pueda afectar a su regla de decisión. Si el aprendizaje ha de ser necesariamente positivo —sistema ultraestable—, ¿para qué preocuparse de un desarrollo que las propias interacciones irán produciendo por sí mismas?

Si el ser humano es un sistema libremente adaptable, ese tipo de cuestiones pasan a ser absolutamente prioritarias. El colmo de la irracionalidad sería el no plantearlas explícitamente. De poco serviría cualquier tipo de logros inmediatos —tanto en el plano personal como en el social— si esos logros se consiguiesen a costa de sufrir un aprendizaje negativo.

Para facilitar la interpretación de nuestros análisis formales posteriores, vamos a resaltar aquí algunos aspectos del concepto de virtud moral que son especialmente significativos para la conexión con nuestra investigación. No pretendemos hacer una síntesis —que estaría fuera de lugar— del pensamiento aristotélico-tomista respecto al tema. Tan solo buscamos dar algunas explicaciones que ayuden a interpretar los siguientes juicios:

1 Que las virtudes morales, tal como se conciben en aquella línea de pensamiento, son formalmente equivalentes al aprendizaje que conduce al equilibrio estructural en un sistema libremente adaptable, cuyo problema de acción es conseguir interacciones satisfactorias con un agente reactivo que incluye todo lo que no es el propio sistema.

2 Que el análisis del proceso por el que un sistema libremente adaptable enfrentado con ese problema de acción alcanza el equilibrio estructural, formalmente reproduce el análisis de la acción humana propio de la Ética —valor de las acciones respecto al fin último—, cuando por Ética se entiende la elaboración científica que lleva ese nombre dentro de la línea de pensamiento citada[7].

3 Que nuestro modelo puede ser de utilidad para ayudar a aquella Ética en sus aplicaciones prácticas y puede contribuir a desarrollos de mayor grado de operacionalidad. En concreto, parece que puede abordar de modo fructífero el análisis de las conexiones entre la Ética y sus ciencias subordinadas (Psicología, Sociología y Economía).

Los aspectos contenidos en el concepto de virtudes morales —dentro de la línea de pensamiento aristotélico-tomista— a los que vamos a referirnos son los siguientes:

1 Las virtudes morales son hábitos estables que se generan por repetición de actos (se aprenden a través de la práctica).

2 Los actos cuya repetición genera esos hábitos son los que llamamos decisiones (elección deliberada de una acción con la intención de alcanzar un cierto resultado). Las virtudes morales son hábitos que ayudan a decidir correctamente. Los vicios morales son, por el contrario, hábitos que dificultan la correcta toma de decisiones (aprendizaje negativo).

3 Las virtudes morales son aquellos hábitos estables en el sujeto por los que este es capaz de decidir de acuerdo con lo que conoce acerca del valor de sus acciones, a pesar de que ese valor difiera de la valoración espontáneamente sentida sobre esas mismas acciones.

Esos aspectos están ausentes en el concepto de virtudes morales propio de otras líneas de pensamiento, y también están entre los más olvidados —o más superficialmente tratados— por no pocos especialistas en Ética afines al pensamiento aristotélico-tomista. Vamos a explicarlos brevemente a continuación.

1 Virtudes y aprendizaje

El aprendizaje que se adquiere por experiencia[8] —por la práctica— puede significar tres cosas distintas:

1 Adquisición de un nuevo recuerdo para la memoria: se ha percibido algo que nunca se había percibido con anterioridad.

2 Desarrollo de una habilidad operativa que antes no se tenía: ahora se sabe hacer algo que antes no se sabía hacer (o se ha adquirido la capacidad de hacerlo mejor que antes).

3 Desarrollo de una capacidad evaluativa que antes no se tenía: el sujeto es capaz de una mejor evaluación práctica de sus propias acciones (virtudes morales). Ocurriría lo contrario en el caso de los vicios morales (aprendizaje negativo).

Así pues, las virtudes morales son hábitos estables, desarrollados por repetición de actos, que facilitan al sujeto que sus futuras decisiones sean correctas (o más correctas). Las virtudes morales son producto de un aprendizaje que el sujeto adquiere a través de la acción, a través de la práctica. En ese sentido, las virtudes se aprenden de modo análogo a como se adquieren las habilidades operativas. A nadar se aprende nadando; a ser honrado se aprende a través de actos de honradez.

Un conocimiento meramente abstracto de lo que significa la honradez viene a significar la misma ayuda para ser honrado que la lectura de libros sobre natación, incluso refinada con todas las aportaciones de la física sobre el principio de Arquímedes, puede significar para flotar y moverse adecuadamente en el agua.

Las diferencias entre uno u otro aprendizaje son, por otra parte, abismales. De hecho, lo único en que se parecen es en que ambos se producen a través de la práctica. Sin embargo, así como las habilidades operativas significan una facilidad adquirida para manejar un cierto objeto, las virtudes morales significan una facilidad adquirida para que la persona se maneje a sí misma (sus motivos, sus impulsos, sus tensiones..., todo su complejo mundo interior).

Las virtudes morales son producto de un aprendizaje que modifica las evaluaciones prácticas del sujeto, facilitando, en definitiva, que su evaluación práctica de las alternativas de acción sea cada vez más correcta. Ya veremos cómo los «mecanismos» de un sistema libremente adaptable explican este cambio en las evaluaciones prácticas.

1 Virtudes y elecciones deliberadasLos hábitos morales los desarrolla el sujeto a través de los actos que llamamos elección deliberada. Las virtudes morales facilitan el gobierno de la acción, la elección correcta de la acción a ejecutar. No facilitan la ejecución de unas acciones u otras (eso es objeto de las habilidades operativas).Podría decirse que las virtudes morales facilitan la definición correcta del problema del sujeto, mientras que los hábitos operativos facilitan la resolución de un problema ya definido. Las virtudes morales tienen vigencia y operan en el plano de los motivos de la acción. Los hábitos operativos operan y modifican la ejecución de las acciones, cualesquiera que sean los motivos que las impulsen.Por ello, toda acción que ha sido elegida deliberadamente por un sujeto supone la realización de un acto que producirá aprendizaje (positivo o negativo) en el sujeto; mucho o poco, pero siempre algo, contribuirá a la formación de hábitos virtuosos o viciosos.No hay decisiones humanas cuyo objeto sea el desarrollo de las virtudes morales, frente a otras decisiones cuyos objetos puedan ser distintos (divertirse, hacer dinero, producir ciencia...). Cualesquiera que sean esos otros objetos de la decisión, siempre que haya elección habrá algunas consecuencias de esa elección en el plano de las virtudes morales.Como tendremos ocasión de ver en nuestros análisis, las virtudes morales estructuran las prioridades de motivos en un sujeto, adecuándolas a la realidad. Y en toda elección hay una jerarquización u ordenación de motivos —aunque sea implícita—. El modo concreto en, que el sujeto las ordena es un acto susceptible de generar hábito (susceptible de «fijarse» en el sujeto como modo estable de realizar ordenaciones o jerarquizaciones de motivos).

2 Virtudes y conocimientoLa necesidad de las virtudes morales en cuanto hábitos que facilitan la toma de decisiones correctas en los seres humanos surge como consecuencia de la diferencia que existe entre los conocimientos adquiridos a través de las experiencias o vivencias de una persona, y aquellos otros conocimientos abstractos adquiridos a través de inferencias y sin haber experimentado los contenidos a que se refieren.Dado que los seres humanos son capaces de conocer abstractamente cosas de la realidad, es decir, son capaces de poseer información —datos— acerca de realidades aún no experimentadas, se plantea inmediatamente la cuestión de cómo influye ese conocimiento abstracto —esos datos— en las decisiones del ser humano.Es evidente que la motivación a priori hacia el logro de una cierta experiencia depende de la anticipación del valor de esa experiencia, es decir, de la anticipación, a través del conocimiento, de la satisfacción que el decisor espera alcanzar con la experiencia.Respecto al conocimiento adquirido a través de experiencias, no hay problema para relacionarlo con la motivación: la motivación espontánea —el impulso que inmediatamente surge a consecuencia de la anticipación del valor de las experiencias— es producida precisamente por los datos de este conocimiento. Surge como consecuencia de los recuerdos de satisfacciones experimentadas anteriormente.Sin embargo, el conocimiento abstracto o racional permite la posesión de datos o información sobre satisfacciones posibles, pero aún no experimentadas.Extensivamente, pues, es un conocimiento que puede ser mucho más completo que el experimental, pero su dimensión intensiva puede ser prácticamente nula. De ahí que su peso en la motivación espontáneamente sentida por el agente pueda ser muy escaso y claramente desproporcionado con el valor real, con la satisfacción ligada a la experiencia a la que los datos abstractos hacen referencia[9].Esta característica del conocimiento racional frente al conocimiento directamente experimental abre al ser humano la posibilidad de aprehender valores abstractamente (aunque su contenido no haya sido experimentado con anterioridad, es decir, aunque la persona concreta de que se trate no tenga ninguna experiencia acerca de la satisfacción ligada al logro de ese valor). Pero, por otra parte, hace necesaria la introducción de algún «mecanismo» que explique cómo influye el conocimiento racional en la motivación impulsora de la ejecución de una acción concreta.Ese «mecanismo» es la virtud moral que, en términos generales, significa la posesión de un hábito que facilita la decisión de acuerdo con el valor abstractamente conocido, aunque el impulso espontáneo —la motivación espontánea— hacia el logro de ese valor sea inferior al que la persona siente hacia el logro de otros valores que, siendo inferiores —menos valiosos—, son más intensivamente conocidos (la satisfacción ligada a su logro ha sido experimentada anteriormente).

3 Resumen y conclusiones

Lo que hemos venido diciendo acerca de las virtudes morales podría resumirse:

1 Las virtudes morales son hábitos estables aprendidos.

2 El aprendizaje se produce al repetir actos de elección deliberada de acciones. Cualquier elección deliberada es susceptible de generar aprendizaje (positivo o negativo).

3 El aprendizaje positivo —las virtudes— capacita a la persona para realizar elecciones cada vez más correctas. La virtud perfecta capacitaría a la persona para elegir de modo perfecto.

4 Una elección es perfecta, cuando el decisor elige las acciones en función del conocimiento que ese mismo decisor tiene acerca del valor de esas acciones (valor de las consecuencias de las interacciones producidas por las acciones)[10].Obsérvese que una elección puede ser perfecta y, al mismo tiempo, ser errónea. Basta para ello que el conocimiento del valor de las acciones no coincida con el valor real de esas mismas acciones, lo cual es muy fácil que ocurra. Pueden darse multitud de consecuencias producidas por la ejecución de una acción que el sujeto no conozca en modo alguno (sobre todo a priori).

5 La necesidad de las virtudes viene impuesta por la dualidad que existe en el ser humano entre el valor conocido abstractamente (a través del conocimiento racional) y el valor conocido experimentalmente (a través de los recuerdos de las experiencias pasadas recogidos en memoria). Si llamamos a este último valor experimentado (o sentido), y al primero valor conocido, podemos decir que las virtudes morales capacitan al decisor para orientar sus decisiones en función del valor conocido, trascendiendo sus evaluaciones espontáneas ligadas al valor sentido.Obsérvese que, por lo que respecta al desarrollo de las virtudes, lo que importa es que las decisiones sean correctas —el uso adecuado de la información accesible al decisor— y no que sean acertadas (pueden ser erróneas debido a que el valor conocido —aun abstractamente— no coincida con el valor real).De ahí que, en términos éticos, la intención que mueve las acciones de una persona sea mucho más decisiva que las consecuencias reales de esas acciones. (La elección desacertada debida a la ignorancia inevitable no genera vicios morales.)

Cuando alguna de esas características deja de estar presente en el concepto de virtud moral, el modelo que se usa para conceptualizar el comportamiento de un ser humano ya no es el de un sistema libremente adaptable (será, según los casos, el de sistema estable o ultraestable).

Vamos a describir brevemente dos casos particulares de ese tipo de reduccionismos que son especialmente frecuentes en nuestros días.

El primero de ellos suele darse más bien implícitamente. Su formulación explícita no tiene buena acogida, porque queda inmediatamente puesto de relieve que corresponde a posturas que se encuentran en el fondo de todos los prejuicios discriminatorios entre los hombres.

Ese reduccionismo se limita a ver en las virtudes una de sus consecuencias: los sentimientos que generan en una persona que se traducen en actitudes valorativas de cierta estabilidad frente a la realidad (las llamadas «escalas de valores» de los sujetos).

En la forma más extrema de ese reduccionismo, esas actitudes valorativas se consideran innatas, es decir, algo constitutivo de cada persona, con lo que ya nació, e inmodificable. Así habrá personas que nacieron honradas (con sentimientos de honradez), mientras que otras nacieron sin esos sentimientos. La «calidad moral» de una persona viene genéticamente determinada como pueda venir determinado cualquiera de sus componentes físicos. Por eso, en sentido propio, no se puede hablar de «calidad moral» (si se hace es tan solo para expresar metafóricamente un tipo de ajustes o desajustes para la vida social, similares a los que se expresan al hablar de «calidad muscular» cuando se habla de ajustes o desajustes para la práctica de un deporte concreto).

El modelo que se está entonces implícitamente utilizando para conceptualizar el comportamiento de los seres humanos es el de un sistema estable.

Es mucho más frecuente el otro caso de reduccionismo: el que se produce al conceptualizar el comportamiento humano como el de un sistema ultraestable.

En ese caso, las cualidades o sentimientos positivos, a los que se suele denominar virtudes, corresponden a actitudes valorativas que han sido producto de la experiencia y que el sujeto realmente ha desarrollado a través de un aprendizaje. Sin embargo, esas «virtudes», esos sentimientos, se consideran producidos por la mera repetición de acciones, se consideran como hábitos operativos. Es la educación, el entorno o estímulos externos de cualquier tipo los que han llevado a una persona a repetir ciertos tipos de comportamiento, ciertas acciones que, dadas esas circunstancias externas, producían el logro de satisfacciones concretas.

Esas virtudes significan, tan solo, habilidades que un sujeto ha desarrollado para «ajustarse» fácilmente a los requerimientos de un cierto entorno. Ese «ajuste» supone, para el sujeto, la garantía de que sus acciones tendrán habitualmente aquellas características que determinan reacciones del entorno satisfactorias para él.

Esa noción de virtudes expresa, en definitiva, hábitos que una persona ha desarrollado —ha aprendido— para relacionarse con otras personas. Esos hábitos no se diferencian, en su naturaleza, de cualquier hábito operativo que una persona pueda desarrollar para relacionarse con distintos aspectos del mundo material.

El modelo de fondo es entonces el de sistema ultraestable, ya que el único significado de aprendizaje que se reconoce como generador de hábitos es el que corresponde a este tipo de sistema: el sistema aprende a resolver un problema definido adaptándose a las circunstancias. En ningún momento se contempla la necesidad del aprendizaje ligado a la definición correcta de problemas, a la elección de fines prácticos de la acción.

Vamos a hacer, por último, algunas observaciones sobre la contribución que nuestro enfoque puede representar dentro de una concepción de la Ética y de las virtudes morales como la que tiene su origen en Aristóteles.

Dentro de nuestro análisis, las virtudes morales aparecen como aquel aprendizaje de un decisor por el que su evaluación de la consistencia de un plan de acción se aproxima, cada vez más, al valor de la consistencia de ese plan de acción. Nuestro modelo de sistema libremente adaptable permite describir de modo preciso la dinámica propia de ese aprendizaje, así como su distinción de los otros dos tipos de aprendizaje que también se dan en el sistema (desarrollo de hábitos operativos y el mero incremento del contenido de la memoria producido por las experiencias).

Al mismo tiempo, el modelo es capaz de tratar simultáneamente con todos los valores de un plan de acción, lo cual permite formalizar los procesos que determinan la motivación actual del decisor —su evaluación práctica de los valores de un plan de acción—.

Sobre esa base puede abordarse lógicamente el tratamiento de cuestiones tales como la relación entre el logro de la eficacia y el desarrollo de las virtudes, la influencia de las virtudes adquiridas y el futuro logro de la eficacia, y otras similares. En definitiva, las múltiples cuestiones relativas a la interdependencia de los valores económicos con los psicológicos y éticos quedan abiertas al análisis lógico. Esos valores aparecen recogidos como fenómenos que se dan en cada uno de los diferentes estratos o niveles de comportamiento del sistema libremente adaptable (el de su interacción con el entorno, el de sus hábitos operativos y el de su estructura motivacional).