Loe raamatut: «Teoría de la acción humana en las organizaciones», lehekülg 5

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Este tratamiento unificado de todos los valores que intervienen y son afectados por las decisiones, permite resolver —al plantearlos correctamente— multitud de pseudoproblemas que surgen con cierta frecuencia, al conceptualizar como si fuesen independientes cada uno de aquellos niveles de la realidad.

En el caso concreto de la Ética, por ejemplo, es fácil normalmente identificar, entre un conjunto de alternativas, cuál es la mejor desde el punto de vista de los valores éticos (qué sería lo más perfecto, dadas esas alternativas). No es infrecuente, por otra parte, que un decisor concreto enfrentado con la elección reconozca ambas cosas:

1 Que cierta alternativa es, sin duda, la mejor.

2 Que él personalmente es incapaz de elegirla.

Parece que ese tipo de problemas tendría que constituir el tema dominante en la mayoría de los trabajos sobre cuestiones éticas. La situación, sin embargo, es exactamente la contraria: la mayoría de esos trabajos se orientan a perfilar con todo detalle cómo se «debería actuar» frente a ciertos problemas —cómo se maximizaría la consistencia de un plan de acción, en nuestro lenguaje—, y poca o ninguna atención prestan al proceso que ha de darse necesariamente para que el «ser actual» alcance su «deber ser».

Con nuestro enfoque es inmediatamente evidente que, en la mayoría de los casos, el «deber ser», entendido como «perfección ética», no es inmediatamente operativo. Nada tiene de extraño pues que, en multitud de ocasiones, cualquier decisor concreto sea incapaz de generar la motivación actual necesaria para elegir y ejecutar la acción «éticamente perfecta».

Normalmente será necesario un largo proceso de desarrollo de las virtudes morales, a través de decisiones sucesivas, para que la perfección ética vaya siendo cada vez más accesible. Esto no es ni más ni menos que lo que ocurre en cualquier proceso de aprendizaje.

Inversamente: también aparece con claridad que lo que sí es inmediatamente operativo, es la elección de alternativas que eviten la generación de vicios morales o aprendizaje negativo. El problema ético aparece frecuentemente ligado no a la maximización de la insistencia a corto plazo —que suele ser imposible—, sino a evitar la elección de planes de acción inconsistentes.

Una Ética exclusivamente centrada en la elaboración de prescripciones para maximizar la consistencia sería tan poco humana (por ser sobrehumana) como cualquier teoría prescriptiva de la acción humana para maximizar eficacia o eficiencia que prescindiese de la consistencia de los planes de acción que prescribe (en este caso por ser inhumana).

Para un sistema libremente adaptable, los óptimos a priori tienen poco sentido. Tan solo lo tienen a posteriori, es decir, cuando ya han sido alcanzados tanto el equilibrio estructural (ningún plan de acción inconsistente es capaz de motivar al sistema), como el equilibrio operativo (ningún plan de acción ineficiente es capaz de motivar al sistema).

En ese caso podría hablarse con propiedad de óptimos a priori en lo referente a la eficacia inmediata de los planes de acción aplicables por el sistema (sin que ello implique, ni mucho menos, que el sistema tenga que elegir necesariamente el plan óptimo: ya veremos que le sobran motivos para no hacerlo así).

La elaboración de la Ética que puede ser realizada utilizando las categorías conceptuales de los sistemas libremente adaptables busca, en definitiva, hacer más operativas las conclusiones de la Ética clásica desarrollada a partir de las categorías introducidas por Aristóteles.

En el esquema aristotélico hay una virtud, la prudencia, que es la que facilita la toma de decisiones correctas en concreto —aquí, ahora y atendidas todas las circunstancias—. Es la que perfecciona el juicio práctico inmediato por el que se elige la realización de una acción concreta[11]. Muestro análisis, en su aplicación a la Ética, tendría que representar una contribución al análisis de los procesos que son objeto de regulación por parte de la prudencia. Tendría que servir, en último término, para facilitar la valoración ética de decisiones que intentan el logro de valores distintos a los éticos (económicos, sociológicos, psicológicos...) pero que están subordinados a aquellos.

EL MODELO DE SISTEMA LIBRE EN LA ELABORACIÓN DE LAS CIENCIAS SOBRE EL SER HUMANO

No queremos terminar este apéndice sin unas breves consideraciones sobre el significado de nuestro enfoque para las restantes ciencias humanas, ya que en las páginas anteriores nos hemos limitado a intentar relacionarlo con la Ética.

Más adelante, al iniciar el tratamiento de la acción social en base a lo que estamos haciendo ahora al tratar de la acción personal, haremos, respecto al resto de las ciencias sociales, un análisis similar al que ahora hemos realizado respecto a la Ética.

Ese análisis, sin embargo, tendrá que ser mucho más detallado, porque, en nuestra opinión, no existe un cuerpo de conocimientos en Sociología o en Economía que pueda compararse, en rigor y profundidad, al desarrollado para la Ética por la línea de pensamiento aristotélico-tomista.

La razón para ello parece bastante clara: las organizaciones humanas de cualquier tipo, desde los grupos informales hasta la sociedad organizada a través de cualquiera de las formas de Estado, también pueden conceptualizarse como sistemas estables, ultraestables o libremente adaptables.

Es experiencia común que las organizaciones humanas pueden aprender negativamente (y, de hecho, es frecuente que así ocurra). Ese aprendizaje negativo se manifiesta en multitud de «hábitos», de rutinas operativas, que fijan establemente «modos de hacer» en una organización que son disfuncionales para la propia supervivencia de esa organización[12].

Parece, pues, que el modelo de sistema libremente adaptable es necesario para poder conceptualizar la acción social, lo mismo que lo es para poder conceptualizar la acción personal[13].

El problema es que la metodología para elaborar «ciencia», que tantos éxitos ha cosechado en el avance de las ciencias experimentales que tratan de los fenómenos del mundo material, es una metodología válida tan solo para conceptualizar el comportamiento de sistemas estables.

Su aplicación a las ciencias humanas supone implícitamente que el ser humano es un sistema estable. Por ello, gran parte de los desarrollos en las investigaciones sobre temas relativos a la acción social —basados en metodologías positivas— tienen ese vicio de raíz.

Las líneas de pensamiento que suelen oponerse a las anteriores, están frecuentemente inspiradas en el materialismo dialéctico o en la dialéctica hegeliana, cuyos modelos de fondo son los de un sistema ultraestable[14].

En definitiva, pues, y dada la modernidad de los problemas que han impulsado el desarrollo del pensamiento sociológico y económico, nos encontramos con que gran parte de ese pensamiento, al intentar elaborar ciencia, ha utilizado metodologías que estaban viciadas de raíz.

No es de extrañar, pues, esa sensación de desconcierto, inseguridad e impotencia que suele darse en nuestros días ante muchos problemas de nuestra sociedad. Los problemas agobian, y la ciencia, que tendría que damos un mayor entendimiento de las causas que los producen, se aferra cada vez más a metodologías que le impiden conocer esas causas (un ejemplo desgraciado de aprendizaje negativo a nivel social).

[1] La mayoría de las veces implícitos, como ocurre, por ejemplo, en la economía, al suponer que las «preferencias» del sujeto son invariantes a través de los procesos decisorios que le llevan al logro del «equilibrio».

[2] Ese momento coincide a grandes rasgos con el logro de lo que Aristóteles llama sabiduría. El análisis aristotélico parece que se mueve con un modelo de ser humano como sistema libremente adaptable.

[3] Como ilustración de esa fría descripción sería útil que recordásemos personajes históricos inhumanos, cuyo estado interior en los estadios finales de su vida ha sido finamente descrito, en algunos casos, por autores de auténtico genio literario. Valga como botón de muestra la insatisfacción de Macbeth, tan genialmente expresada por Shakespeare en la escena III del acto V de la tragedia: «He vivido bastante; el camino de mi vida declina hacia el otoño de amarillentas hojas; y cuanto sirve de escolta a la vejez: el respeto, el amor, la obediencia, el aprecio de los amigos, no debo pretenderlos. En cambio, vendrán maldiciones ahogadas, pero profundas, homenajes de adulación, murmullos que el pobre corazón quisiera reprimir y no se atreve a rehusar». Esos «estados internos» son manifestaciones, en el plano de los fenómenos psicológicos de una persona, del «desgarro» interior a que se refiere nuestro análisis. Expresan distintas «tomas de conciencia» de la persona acerca de la penosa situación en que se encuentran sus mecanismos internos.

[4] Lo cual llevó a que muchos pensadores con ciertos prejuicios antirreligiosos, al rechazar su pensamiento teológico, arrojasen también por la borda toda su genial contribución filosófica. De no haber ocurrido así, probablemente sería muy distinta la historia de Occidente.

[5] Su reconocimiento de la importancia del concepto de «virtud» —tal como se encuentra en Aristóteles— a fin de recuperar un pensamiento ético riguroso no puede ser más oportuno. Su rechazo de la noción aristotélica de la radical unidad de las virtudes morales —todas ellas son virtudes tan solo en cuanto los hábitos a que se refieren son regulados a efectos de la acción práctica por la virtud de la prudencia— es de temer que le impida el progreso por el camino que ha redescubierto.

[6] Ello no quiere decir, sin embargo, que no acentúen algunos otros que significan un avance sobre puntos que estaban tan solo implícitos en el análisis aristotélico. Particularmente, ha sido así en temas o aspectos que tienen que ver con la relación entre virtudes morales y sentimientos de la persona, entre el mundo moral y el mundo afectivo, entre razón y sentimientos. En definitiva, es natural que haya ocurrido así, dado que el peso del «sujeto», de lo «subjetivo», del «yo», en el pensamiento moderno —que ha llegado a exagerarlo tantas veces— era mucho menor —apenas estaba descubierto— en el pensamiento griego.

[7] Otras muchas elaboraciones con ese nombre parece que, frecuentemente, llevan implícito un modelo reducido de ser humano (sobre todo, un modelo de sistema ultraestable). Cuando son verdaderas, no son operativas —ignoran el aprendizaje necesario para el logro del deber ser que descubren— y, cuando son operativas, no son verdaderas —ignoran el aprendizaje que producirán las decisiones que prescriben—.

[8] No hablamos, pues, del «aprendizaje abstracto», es decir, del que desarrolla hábitos estrictamente intelectuales (como puede ser, por ejemplo, la demostración de un teorema en una ciencia).

[9] Clásicamente este hecho se recoge en la conocida fórmula: «los universales no mueven».

[10] Otro modo de expresarlo podría ser cuando los motivos de la elección coinciden con el valor conocido.

[11] Como ha puesto de relieve especialmente Tomás de Aquino, que, en este punto como en todos los verdaderamente decisivos, lleva a la perfección lo que en el pensamiento aristotélico estaba tan solo incoado.

[12] En el plano social, dan lugar a «revoluciones contra el orden establecido»; en el mundo de la empresa, crean rigideces que acaban impidiendo la adaptación de la empresa a su entorno y entrañan su desaparición, etcétera.

[13] Por supuesto que, si las personas individuales son sistemas libremente adaptables, también lo han de ser, en general, las organizaciones formadas por esas personas. Pero, aun en el supuesto de que las personas fuesen sistemas ultraestables —o, lo que es lo mismo, estuviesen todas en equilibrio estructural—, la organización así formada sería un sistema libremente adaptable. (Cfr. «Organizational Theory: A cybernetical approach», J. A. Pérez López, Research Paper n.º 5, IESE, 1974.)

[14] En un sistema ultraestable, el momento de síntesis —la acción concreta— puede explicarse como algo determinado completamente por el proceso de tesis-antítesis que le precede. Además, las sucesivas síntesis van convergiendo hacia el equilibrio (perfecta autoconciencia del espíritu absoluto hegeliano o perfecta adecuación del mundo a la satisfacción de las necesidades del hombre en la dialéctica materialista). En un sistema libremente adaptable, la síntesis es producida por la decisión —el devenir no es automático, es decisorio—. Por ello, la convergencia hacia el equilibrio no se da necesariamente. Tanto o más que la tesis y la antítesis es necesario considerar la decisión, ya que esta es una mediación entre aquellas y el comportamiento. Por eso, el eje conceptual de nuestro análisis es la decisión, y la decisión de un sistema libremente adaptable, que es el único en que esta no viene predeterminada ni por las circunstancias externas, ni por el estado interno del sistema que recoge toda su historia. Esos factores condicionan la decisión (establecen las alternativas viables), pero no la determinan (hay más de una alternativa).

III. TEORÍA GENERAL DE LOS PROCESOS DE SOLUCIÓN DE PROBLEMAS

INTRODUCCIÓN

Las categorías de problemas que hemos descubierto en el capítulo anterior —problemas implícitos, explícitos y operativos— constituyen el supuesto fundamental de nuestra investigación.

A partir de ahora, todos nuestros esfuerzos van a orientarse hacia las elaboraciones teóricas que sean necesarias a fin de explicar el hecho de que algunos agentes tienen problemas implícitos, y son capaces de ir avanzando en su solución, mientras que otros agentes similares se alejan cada vez más de los comportamientos capaces de conducir hacia la resolución del problema (sus experiencias generan aprendizaje negativo).

La necesidad a que nos acabamos de referir ha de entenderse en sentido lógico puro; es decir, buscamos qué variables —qué constructs— han de encontrarse necesariamente presentes para que pueda explicarse la existencia misma del hecho que se observa. Nuestra investigación, en definitiva, intenta explicitar los supuestos que se están implícitamente formulando sobre la realidad al afirmar un cierto hecho como tal hecho.

El proceso inductivo que seguiremos significa la aplicación sistemática de una argumentación del siguiente tipo: «Si no se dan estas y estas realidades no observables, la observación que estamos afirmando sería imposible (implicaría la existencia de algo que es contradictorio)».

Las realidades no observables así identificadas constituyen un «modelo» o «teoría» capaz de explicar cómo es posible el «hecho observable».

Puede darse, naturalmente, más de un modelo o teoría que sea compatible con el hecho cuya existencia se afirma. El análisis de los criterios para decidir entre la aceptación de uno u otro de estos posibles modelos constituye el objeto de gran parte de la epistemología, y es algo que, por el momento, no necesitamos investigar con detalle.

Nos basta con saber, a ese respecto, que cualquier modelo es epistemológicamente superior a todos aquellos que incluye como casos particulares. Y el modelo que desarrollaremos para agentes libres, agentes que tienen y son capaces de tratar y resolver problemas implícitos —modelo al que llamamos sistema libremente adaptable o, brevemente, sistema libre—, incluye como casos particulares tanto al sistema ultraestable como al estable, que son los que subyacen, respectivamente, a cualquier intento de explicación mecanicista o evolutivo de la realidad.

Como antes hemos señalado, nuestro trabajo intenta explicitar formalmente los «mecanismos» y procesos que han de encontrarse necesariamente en el interior de un sistema para poder explicar el «hecho» de que su aprendizaje pueda ser negativo.

Tal como hemos visto, el aprendizaje negativo se produce cuando un decisor aplica planes de acción que generan aprendizajes de signo opuesto en el propio decisor y en el entorno con el que interacciona, es decir, cuando toma decisiones que llamaremos «decisiones inconsistentes».

Nuestra teoría, pues, constituye el lenguaje mínimo imprescindible para conceptualizar el comportamiento de la relación u organización de dos sistemas dinámicos —de dos agentes que aprenden como consecuencia de sus experiencias— en mutua interacción. Cualquier otro lenguaje que no incluya a este como caso particular, será incapaz de conceptualizar de modo unívoco aquel comportamiento.

Ese lenguaje alternativo producirá descripciones que impliquen una abstracción incompleta, es decir, afirmaciones equívocas (basadas en el supuesto de que son idénticos algunos comportamientos que, sin embargo, difieren en algún aspecto significativo para la explicación de futuros estados o comportamientos de la organización formada por ambos agentes).

Aquí se encuentra la raíz de las limitaciones de todos los intentos de conceptualizar la acción humana sobre supuestos mecanicistas —que implican el uso de un sistema estable como modelo o teoría de base—, o de los evolucionistas —que implican el uso de un sistema ultraestable—. Ni que decir tiene que, en la mayoría de los casos, esos presupuestos de fondo están implícitos en la propia metodología que se aplica acríticamente.

Para terminar con esta introducción, señalaremos que la metodología que vamos a utilizar tiene una venerable tradición, aunque ha sido poco empleada durante los últimos siglos. Se trata del modo de análisis que clásicamente se denominaba «lógica material». Sus desarrollos han sido tan poderosos que, en no pocos casos, se han confundido con la metafísica (normalmente —y desafortunadamente— reduciendo esta última a los logros de la primera). No vamos a entrar en tan complejo tema, ya que no nos es necesario hacerlo.

Para quienes estén familiarizados con la moderna Teoría de Sistemas, el método que vamos a seguir les resultará plenamente natural. No es más que la generalización de los enfoques usados en el análisis de sistemas.

El método, como ya hemos indicado, consiste en la identificación de los mecanismos necesarios para poder explicar el comportamiento de un sistema.

En Teoría de Sistemas se suele centrar el análisis sobre la relación entre los «inputs» y «outputs» —ambos «observables»— de una cierta realidad —el sistema—. Esa realidad se supone no observable directamente (black box). Tan solo se conoce como «algo» cuya presencia es necesaria para dar «soporte» a la relación particular que se observa entre los inputs y los outputs.

Algunos desarrollos de la Teoría de Sistemas —análisis y diseño de Autómatas— introducen una dimensión adicional: el sistema que conecta inputs y outputs en un momento dado se concibe como un «estado» particular de una misma realidad, susceptible de tener multitud de «estados». En este tipo de análisis las «black boxes» se sitúan al nivel de los mecanismos del Autómata, explicando el «estado» particular del sistema —que determina, a su vez, la conexión entre inputs y outputs—, como la resultante de una cierta configuración de los mecanismos internos.

En nuestro caso nos encontramos con una realidad —los agentes— que, o ejecuta acciones (outputs) para recibir reacciones (inputs) —como es el caso de los agentes activos—, o emite reacciones (outputs) en respuesta a unas acciones (imputs). No hay inconveniente en suponer que el «interior» de los agentes no es observable para cualquier posible observador externo, es decir, que los poderes de observación del observador externo determinan la parte de la realidad total que se incluye en lo que podríamos denominar «fenómenos observables».

Como veremos, la propia estructura de los inputs y outputs observables —el «orden» en que estos aparecen en sucesivas interacciones, así como los «cambios» que las interacciones producen en ese «orden»— permiten inferir la necesidad de cierta composición interna de los agentes.

Si en la composición interna de los agentes no se diesen ciertas propiedades o mecanismos —que son los que nuestros análisis tratarán de identificar—, no sería posible el comportamiento observado. El método —inferencia de los mecanismos necesarios para explicar comportamientos— incluye como caso particular el análisis tradicional de sistemas. En concreto, este último es válido tan solo cuando se supone que la composición interna del sistema —la «black box»— no se altera al operar —al ir conectando inputs con outputs—. Ese supuesto es formalmente equivalente a la negación de la posibilidad del aprendizaje que se deriva de las propias experiencias del sistema. Por ello, ese tipo de análisis es inadecuado para conceptualizar el comportamiento de organismos vivos. Su uso implica el uso de una abstracción incompleta.

Los análisis cibernéticos rigurosos que tratan de modelizar el comportamiento de organismos acuden —implícitamente— al método que estamos describiendo. Por ejemplo, Ross Ashby —en «Design for a brain»— lo utiliza en el momento en que plantea la pregunta a la que va a intentar dar respuesta con sus análisis. Su pregunta es la siguiente: ¿cómo ha de estar estructurado un sistema para que sea capaz de adaptar su comportamiento cada vez mejor —aprendizaje positivo— a los datos del entorno?

El ejemplo es particularmente significativo porque Ashby intenta describir un tipo de sistema —el sistema ultraestable— capaz de representar la estructura cibernética de un animal. Desde esa perspectiva, nuestro análisis significa el intento de representar la estructura cibernética de un ser humano, es decir, la descripción de un sistema cuya composición interna le permite aprender tanto positiva como negativamente.

CONCEPTOS NECESARIOS PARA EL ANÁLISIS DE SISTEMAS

A la hora de describir el comportamiento de cualquier sistema utilizamos los conceptos de input, output y estructura (o estado). Vamos a dar a esos conceptos un nuevo nombre, más acorde con el que las correspondientes realidades significadas tienen cuando las utilizamos para describir el proceso de interacción entre dos sistemas.

Así, hablaremos de acciones para referirnos a los outputs de un sistema y de reacciones —que son las acciones del otro sistema— para referirnos a los inputs. Por último, hablaremos del proceso o regla de decisión para referirnos a la estructura (es decir, a aquellas realidades internas de un sistema que producen la conexión entre sus inputs y sus outputs).

Normalmente se considera que el comportamiento de un sistema está perfectamente conceptualizado cuando se conoce la correspondencia uno-a-uno entre los inputs y los outputs; sobre esa base se puede «predecir» cuál será el output si se conoce el input. Así pues, un sistema resulta ser la «realización» de una afirmación del tipo «Si A, entonces B», donde A es el conjunto de inputs, B el de outputs, y la afirmación la regla de correspondencia uno-a-uno entre los elementos de ambos conjuntos.

El equivalente lógico de la estructura o «realidad interna» de un sistema es, pues, lo que habitualmente se denomina «regla de correspondencia» entre los elementos de dos conjuntos.

Formalmente, esa «regla de correspondencia» —sin importar cuál pueda ser su modo concreto de realización— es una regla de decisión que determina qué output será «elegido» por el sistema cuando se da un determinado input.

Lo demás —el resto de la realidad del sistema que no influya en la decisión— queda abstraído al conceptualizar el comportamiento —el dinamismo— de ese sistema. Obsérvese que la abstracción es completa: tan solo puede abandonar aquello que no pueda influir en la regla de decisión.

En el caso de los sistemas ultraestables y libres, ya hemos visto que la regla de decisión se modifica a través del aprendizaje. Precisamente la definición formal de aprendizaje es la de «aquello que le ocurre al sistema como consecuencia de sus experiencias y que implica una modificación o cambio en su regla de decisión». El aprendizaje explica que un mismo sistema produzca distintos outputs en diferentes momentos de su «historia», aunque el input sea el mismo. Un sistema con aprendizaje puede tener multitud de «estados», cada uno de ellos equivalente a un sistema estable.

En el caso de estos tipos de sistemas la relación entre inputs y outputs es imposible que sea uno-a-uno: si lo fuese, sería imposible el aprendizaje. Esa relación uno-a-uno, como expresión de la regla de decisión indisolublemente ligada al sistema, tan solo podrá aparecer cuando, por más experiencias que siguiese acumulando el sistema, su regla de decisión ya no se modificase nunca. Esa situación límite correspondería a un estado de equilibrio tal que ya no habría aprendizaje, porque el sistema ya no tendría nada que aprender (todos sus problemas serían ya problemas operativos).

No hay inconveniente, sin embargo, en suponer relaciones uno-a-uno entre la reacción del agente reactivo y el input del agente activo, o la acción del agente activo y el input del agente reactivo.

Ese supuesto equivale a afirmar que aquellos aspectos de la acción de un agente que no afectan de ningún modo a los inputs del otro agente pueden ser abstraídos a la hora de explicar la interacción entre ambos agentes.

Hasta el momento, pues, no hemos introducido ninguna categoría lógica nueva para conceptualizar el comportamiento de los sistemas no estables. Lo único que hemos hecho es:

1 Dar a esas categorías un nombre más acorde con el que se usa ordinariamente para hablar de esas realidades sistémicas en procesos de interacción, precisando lo que se abstrae —lo que se abandona de la realidad— al usar esas categorías para describirla.

2 Eliminar la restricción de que la correspondencia entre inputs y outputs sea uno-a-uno. Una regla de correspondencia de esas características no puede ser la representación lógica de un sistema que aprenda. El aprendizaje implica la posibilidad de que el output sea distinto, aunque tanto el input como el sistema sean el mismo (basta con que el momento histórico del sistema sea distinto).

Hemos de introducir, sin embargo, dos nuevas categorías que recogen aspectos de la realidad que, o no existen, o no es necesario considerar —sería redundante— en el caso de los sistemas estables. A esas categorías las llamaremos percepciones y satisfacciones percepcionales.

Llamaremos percepción al conjunto de observaciones que llegan al sistema al producirse una interacción. La percepción incluye todo el conjunto de datos, de información contenida en las vivencias del sistema al interaccionar con su entorno.

Las satisfacciones percepcionales recogen el hecho de que un sistema no es indiferente respecto a sus percepciones: prefiere unas a otras. Es decir: suponemos que nuestros sistemas tienen preferencias respecto a sus percepciones —preferencias percepcionales—.

Esas preferencias miden el mayor o menor valor —para el propio sistema— de cada percepción que experimenta. Esa medida es la satisfacción percepcional, fenómeno que ocurre en el interior del sistema, y que constituye el hecho más significativo de sus experiencias. El origen último de la acción del sistema es la búsqueda de satisfacciones. A la fuerza de fondo que impulsa la acción del sistema hacia el logro de satisfacciones percepcionales la llamaremos motivación potencial.

Las preferencias percepcionales de un sistema vienen dadas con el propio sistema y son su propiedad individuante, es decir, su cambio significaría que el sistema ya no es el mismo sistema. Otro modo de expresar lo mismo sería: un sistema se concibe como un campo de fuerzas que son sus motivaciones potenciales. Dadas dos satisfacciones cualesquiera, el sistema tiene un impulso para moverse de la inferior a la superior (una motivación potencial determinada).

Esas motivaciones potenciales son invariantes y únicas para cada sistema. Esta invariancia es la propiedad característica que individualiza a estos sistemas, al igual que la regla de decisión —que para estos sistemas es cambiante— individualizaba a los sistemas estables.

Como puede verse, el valor de una interacción para un sistema viene determinado por la satisfacción percepcional que le produce a ese sistema la percepción de la interacción. Ni que decir tiene que, en el orden de las satisfacciones percepcionales, no puede en modo alguno hablarse de valores absolutos, es decir, de valores que no sean relativos a unas preferencias (que, por definición, son propias de un sistema e incomunicables).

Ya veremos cómo llegaremos a los valores absolutos, es decir, a aquellos que no solo no dependen de las preferencias percepcionales, sino que determinan la posibilidad misma de satisfacciones percepcionales, cualesquiera que sean las preferencias respecto a las percepciones. Estos valores aparecen tan solo al conceptualizar los procesos de aprendizaje de los sistemas libres. No es, pues, extraño que sea imposible conceptualizarlos cuando se modeliza la acción humana como la acción de un sistema estable (o, incluso, ultraestable).

Las percepciones y las satisfacciones percepcionales de un sistema tienen ciertas propiedades lógicas que conviene resaltar:

La primera, referida a las percepciones, es que hay tantas percepciones posibles cuantas posibles combinaciones entre acciones y reacciones. Es decir, en principio nada se opone a que, dado el oportuno estado del sistema reactivo, cualquier acción pudiese producir cualquier reacción. Por supuesto que, dado un sistema reactivo concreto y su estado interno, junto con el estado interno del sistema activo, se dará tan solo un subconjunto de interacciones —y, por lo tanto, de percepciones— factible.

Los respectivos aprendizajes van modificando el conjunto de interacciones factible. Por esa razón hemos introducido el concepto de organización para expresar la relación entre los dos sistemas, relación cuyo «estado» —estado de la organización— viene determinado por los respectivos estados internos y determina, a su vez, el conjunto de interacciones factibles[1].

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