Loe raamatut: «Las parábolas de Jesús de Nazaret»
JULIO DE LA VEGA-HAZAS
LAS PARÁBOLAS DE JESÚS DE NAZARET
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2021 by JULIO DE LA VEGA-HAZAS
© 2021 by EDICIONES RIALP, S.A.,
Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5278-8
ISBN (versión digital): 978-84-321-5279-5
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN
LAS PARÁBOLAS EN EL ANTIGUO ISRAEL
I. PARÁBOLAS DEL REINO
1. EL TESORO Y LA PERLA
2. EL GRANO DE MOSTAZA
3. LA LEVADURA
4. LA SEMILLA
5. LA RED BARREDERA
6. LOS OBREROS CONTRATADOS
II. PARÁBOLAS DE LA RESPUESTA A LA LLAMADA
1. EL SEMBRADOR
2. LA CASA CONSTRUIDA SOBRE ROCA O SOBRE ARENA
3. LA CIZAÑA
4. LOS DOS HIJOS
5. LOS INVITADOS A LAS BODAS
III. PARÁBOLAS DEL JUICIO DIVINO
1. LOS VIÑADORES HOMICIDAS
2. LOS TALENTOS Y LAS MINAS
3. LAS DIEZ VÍRGENES
4. EL RICO EPULÓN Y EL POBRE LÁZARO
5. LOS DOS DEUDORES
6. LA HIGUERA ESTÉRIL
IV. PARÁBOLAS DE LA MISERICORDIA
1. LA OVEJA Y LA DRACMA PERDIDAS
2. EL HIJO PRÓDIGO
V. PARÁBOLAS SOBRE VIRTUDES
1. EL BUEN SAMARITANO
2. EL FARISEO Y EL PUBLICANO
3. EL JUEZ INJUSTO
4. EL RICO INSENSATO
5. EL ADMINISTRADOR INFIEL
AUTOR
INTRODUCCIÓN
UNA DE LAS CLAVES FUNDAMENTALES para entender en profundidad el sentido de las parábolas predicadas por Jesús de Nazaret y recogidas en los Evangelios la proporciona Él mismo, precisamente al acabar de exponer y explicar varias de ellas: Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas (Mt 13, 52).
Las parábolas mismas, ese modo de enseñar a través de hechos figurados que contienen una enseñanza, pertenecen más bien a lo antiguo. Para los israelitas de la época, ver a un rabino itinerante con fama de sabio predicando con parábolas no suscitaba extrañeza. Quienes piensan que era una novedad absoluta deberían fijarse en las narraciones evangélicas. Allí consta que eran otras cosas las que producían extrañeza o se veían como una novedad. Tal es, por ejemplo, el tono de autoridad con el que enseñaba, distinto al de los escribas. Algo tan sencillo como el Yo os digo causa sensación, pues los maestros de Israel no remiten a una autoridad propia; para ellos la expresión sería “la Torah (la Ley) dice…” o bien “El rabbí X decía…”, aunque añadan su interpretación particular.
En ocasiones, el público, o al menos parte de él, no entiende bien qué se quiere transmitir con una u otra parábola, y los apóstoles mismos le piden que la explique. Pero el hecho mismo de utilizar parábolas no provoca reacción alguna, porque eso era habitual.
El Señor se adaptó, en lo posible, a las costumbres de la época. Si no comenzó su ministerio público hasta los 30 años era porque así estaba establecido entre los judíos. Nadie podía ser maestro de la Ley antes. Hasta ese momento, tenía que gastar los años aprendiendo, mediante el estudio de la Escritura y la tradición judías, y adscribirse al discipulado de un maestro con la mayor fama posible de sabio. Esto último no podía ocurrir con Jesús, y esta novedad sí que consta que suscitó asombro: «¿De dónde sabe este estas cosas?» (Mc 6, 2). De ahí que, añade el evangelista, «se escandalizaban de Él» (Mc 6, 3).
Tampoco era una novedad que se rodeara de un grupo de discípulos en estrecha convivencia, y que compartiera con ellos algunas enseñanzas no dirigidas al “gran público”. Lo innovador aquí pasó inadvertido a la mayoría de la gente, tanto que quizás los propios apóstoles pudieron perderlo de vista, y el Señor tuvo que recordárselo poco antes de la pasión: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros (Jn 15, 16). En Israel el maestro admitía al discípulo, tras un periodo de prueba comparable al tiempo que los apóstoles acompañaron al Maestro, pero la iniciativa partía del discípulo.
“Cosas antiguas” son también, evidentemente, lo que hoy conocemos como “Antiguo Testamento”. Jesucristo nos trajo la nueva Alianza que sustituía a la antigua, pero en continuidad con ella. Así, por ejemplo, el sacrificio de la nueva alianza —la Eucaristía— fue instituido en el marco de la cena pascual, que recordaba —y en cierto sentido renovaba— la alianza hecha con el pueblo hebreo a través de Moisés. De modo semejante, la enseñanza del Señor incorpora la nueva realidad redentora, pero refleja también la continuidad entre lo antiguo y lo nuevo, y las parábolas no son una excepción. Más o menos, según los casos, contienen resonancias veterotestamentarias, y algunas veces aluden a pasajes concretos de las Escrituras. De ahí que los eruditos —escribas y doctores de la Ley— entendieran mejor su significado que el resto de los oyentes. Aunque no les gustara lo que estaban oyendo.
¿Y cuáles son las “cosas nuevas”? Es muy ilustrativa la cita del judío Neusner que recoge Joseph Ratzinger – Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret: Pone en escena a un supuesto enviado de un rabino para informarse de la ya entonces controvertida doctrina del rabbí de Nazaret, y el informe que hace es tan breve como atinado: «Qué ha dejado fuera (de la Ley)?». «Nada». «¿Qué ha añadido?». «A sí mismo». En efecto, toda la novedad de su predicación se puede resumir así: lo nuevo es Él mismo, su realidad de Dios encarnado y su misión redentora, inseparablemente unida a ella.
De ahí deriva, en primer lugar, que «les enseñaba como quien tiene potestad, y no como los escribas» (Mt 7, 29), lo que tan admirados tenía a quienes le escuchaban. También el que, además de maestro, se presentara como redentor, como juez, como quien perdona los pecados, como profeta que supera las profecías anteriores. Y, sobre todo, que se presentara como Hijo de Dios, que anunciaba una nueva condición de hijos para quienes le seguían. San Juan lo resume muy bien en el prólogo de su Evangelio: «A cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Todo esto tiene un claro reflejo en sus parábolas.
Por su formación, es bastante lógico que un judío que lea las parábolas de Jesús —como hizo Neusner y han hecho otros— se fije sobre todo en lo antiguo, en su entronque con la tradición judía; mientras que un cristiano se quede más bien con lo nuevo, con lo que pregonan de la persona y doctrina de Jesucristo.
Pero cuando esta didáctica divina muestra mayor riqueza es precisamente cuando se unen ambas cosas. El Señor mismo lo daba a entender con la imagen ya citada del padre de familia que echa mano de su tesoro. Y es lo que intentaremos hacer aquí, analizando brevemente una por una sus parábolas.
La maravillosa sencillez de las parábolas las hace asequibles a personas de todos los tiempos y procedencias, incluso sin formación escriturística. Pero la sencillez no está reñida con la precisión. Junto al innegable mensaje que las palabras transmiten por sí mismas, reflejan escenas familiares para sus destinatarios, y recuerdan palabras o escenas recogidas en la Biblia judía. Así, quienes escuchaban entendían mejor o, si tenían formación, captaban un segundo significado dirigido a ellos, perfectamente compatible con el que podríamos denominar significado universal de sus palabras.
Por eso, intentaremos también aclarar algunos detalles cuyo sentido sea más difícil de entender, al tratarse de otra cultura y de otra época.
No hay unanimidad sobre qué piezas de la predicación de Jesús entran en la noción de parábola. No toda enseñanza con una imagen es considerada como tal; si lo fuera, su número sería enorme. No es el propósito de esta obra entrar en esa discusión. Por eso se muestran aquí, en 25 capítulos, la mayoría de las consideradas como parábolas. Hemos omitido alguna, por resultar redundante su mensaje. Puede considerarse que no están todas las que son, pero lo cierto es que son todas las que están.
No se han agrupado por orden cronológico —carecemos de certeza— pero, cuando es posible, se señala si una parábola pertenece a la predicación temprana de Jesús o fue más bien expuesta al final de su vida pública. En más de un caso no es más que una probabilidad o incluso una conjetura, pues en los Evangelios las palabras del Señor no están expuestas en orden cronológico. Se agrupan aquí por temas, dejando un capítulo para aquellas parábolas singulares.
Por último, se ha añadido un capítulo introductorio sobre las parábolas judías, bíblicas y extrabíblicas. Sirve de ayuda, si el lector así lo desea, para “ambientarse” en la predicación de Jesús de Nazaret.
LAS PARÁBOLAS EN EL ANTIGUO ISRAEL
COMO SE HA DICHO ANTERIORMENTE, la parábola es un género didáctico que no era ajeno al antiguo judaísmo, y en concreto al que se vivía en Palestina en tiempos de Jesús. De hecho, tenía un término propio: mashal. Sin embargo, en el Antiguo Testamento hay muy pocas: solo cinco. Y ninguna de ellas está en los libros de la Ley. (Conviene tener en cuenta que, cuando los judíos se refieren a la Ley, o Torah, están aludiendo a los cinco primeros libros de la Biblia —el Pentateuco—: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio; en los Evangelios se utiliza también el término en el mismo sentido). Esas cinco parábolas están en tres libros: por orden, dos en el segundo libro de Samuel, una en el primer libro de los Reyes y dos en el de Isaías.
La primera y más conocida tiene como autor al profeta Natán. El rey David había cometido un gran pecado: había adulterado con la esposa de uno de sus más fieles oficiales, Urías, cuando este estaba en la guerra. Y, como no pudo conseguir que Urías se reuniera con su mujer, decidió matarlo. Dispuso que le dejaran desprotegido en el campo de batalla de modo que el enemigo pudiera acabar con él, lo que realmente sucedió. Natán recibe de Dios el encargo de advertir al rey la gravedad de lo que había hecho, y lo hace mediante una parábola, que aquí transcribimos:
Había dos hombres en una ciudad, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía numerosas ovejas y vacas, pero el pobre no tenía más que una sola corderita, que él había comprado y criado, y que había crecido juntamente con él y con sus hijos, comía de su pan, bebía de su vaso y dormía en su seno. La tenía como una hija. Llegó un huésped al hombre rico, y este no quiso tomar de sus vacas o de sus bueyes para servir al viajero que había llegado a él, tomó la oveja del hombre pobre y se la sirvió al hombre que había llegado a él (II Sam 12, 1-4).
La parábola consiguió su propósito, indignar al rey, y permite al profeta decirle que él era ese hombre.
David se arrepintió e hizo penitencia por su grave pecado. Natán debió respirar profundamente de alivio, pues se había jugado la cabeza cumpliendo el mandato de Yahvé. Su conducta es un ejemplo para los apóstoles de todos los tiempos. Obedeció el mandato divino, a la vez que buscó el mejor modo de transmitir la reprensión. Y escogió precisamente una parábola. Si le hubiera dicho directamente que era un adúltero y un asesino, posiblemente el rey David habría reaccionado de manera airada.
La lección quedó clara en Israel: la parábola es un medio idóneo para transmitir enseñanzas morales, mucho más eficaz que la pura acusación. Al ser, figuradamente, una historia ajena, “entraba” con más facilidad en los corazones de los oyentes, que al poco se daban cuenta —de un modo u otro— que también iba referida a ellos.
La segunda parábola debe muy probablemente su existencia al éxito de la primera. También se refiere al rey David, aunque de otro modo. Uno de sus hijos, Absalom, había hecho asesinar a su medio hermano Amnón. Y, para prevenir el castigo real, había huido fuera de Israel. Joab, el general al mando del ejército del rey, busca el perdón del rey, y recurre para ello a una mujer. Esta se disfraza de doliente y enlutada viuda, y cuenta a David la parábola que le había enseñado el hábil Joab:
Soy una mujer viuda. Murió mi marido, y tu sierva tenía dos hijos. Riñeron los dos en el campo, y no habiendo quien los separase, uno golpeó al otro y lo mató. Y ahora todo el clan se levanta contra tu sierva y dice: «Entréganos al que mató a su hermano, y le daremos muerte por la vida de su hermano, a quien mató, y acabaremos al mismo tiempo con el heredero». Y quieren apagar así la chispa que me queda, para no dejar a mi marido ni nombre ni descendencia sobre la faz de la tierra (II Sam 14, 6-8).
La reacción de David fue indulgente, aunque no se puede decir que la parábola fuera la causante del perdón regio. David, que no era menos inteligente que Joab, pronto percibió quién estaba detrás, y la mujer tuvo que reconocer la argucia. Sin embargo, se ratificó en su perdón por lo mucho que quería a Absalom.
En este caso la parábola no pasaba de ser un recurso de astucia, pero recogía dos elementos que no quisieron reconocer los doctores de Israel mil años después.
Uno de ellos era que el celo por el cumplimiento de la Ley podía esconder a veces una intención mucho menos recta, en este caso el deseo de apoderarse de una herencia.
El otro, que la Ley, además de una letra, tenía un espíritu, de forma que en un caso como este la extinción de un linaje —algo muy serio para los antiguos— justificaba que se buscara una solución distinta a la venganza de sangre legal. Esa ley buscaba preservar los linajes, no acabar con ellos. Así lo entendió David, juzgando con rectitud. Esa rectitud estaría ausente en los fariseos con quienes se encontró Jesús.
La parábola del libro de los Reyes es poco conocida, pero vino dictada directamente por Dios. Un rey arameo había declarado la guerra a Israel —el reino del Norte después de la partición de Palestina entre Israel y Judá—, y, por haber despreciado públicamente a Dios, este, por medio de un profeta, le ordenó a Acab, rey de Israel, que, tras vencer al arameo, acabara con él. Acab, de carácter débil, se deja convencer por la petición de clemencia y le deja escapar con vida. Entonces un profeta, haciéndose golpear por otro hombre, se presentó ante Acab ensangrentado y con los ojos vendados, y le dijo la siguiente parábola:
Tu servidor había salido de en medio de la refriega, cuando he aquí que un hombre se me acercó y me trajo a otro diciendo: «Guarda a este hombre. Si llegases a fallar, tu vida responderá por la suya o pagarás un talento de plata». Pero sucedió que, mientras tu siervo atendía acá y allá, el hombre desapareció (I Re 20, 39-40).
El rey Acab respondió que en la historia estaba su sentencia, y entonces el profeta se quitó la venda, y el rey le reconoció. En ese momento supo que su sentencia se volvía contra él, aunque la parábola contara una historia inversa a lo sucedido en la realidad, y dice la Biblia que volvió triste a su casa. Esta parábola tiene como enseñanza que hay que obedecer a Dios.
La cuarta de las parábolas figura en el libro de Isaías:
¿Acaso el arador está arando todo el día, abriendo y rastrillando su tierra? Una vez igualada la superficie, ¿no siembra el hinojo y esparce el comino, planta el trigo en hileras y la cebada en el lugar señalado, y la espelta en sus linderos? El que le enseña estas reglas, el que le instruye, es su Dios. El hinojo no se trilla con el rastrillo, no se pasa sobre el comino la rueda del carro; el hinojo se golpea con la vara y el comino con el bastón. ¿Se tritura el grano? No, no se lo trilla indefinidamente; se hace girar la rueda del carro, se lo machaca, pero no se lo tritura. También esto procede del Señor de los ejércitos, admirable por su consejo y grande por su destreza (Is 28, 24-28).
¿Qué significan estas palabras? Hay tanta sabiduría en la ley de Dios, como la hay en el modo de sacarle a la tierra su máximo fruto. Hay que obedecer a la ley de Dios no solo por tratarse de un mandato, sino porque responde al bien del hombre, porque contiene la sabiduría práctica que ennoblece al hombre y a la sociedad. Se trata de un mensaje muy oportuno para nuestros tiempos, en los que está extendida la mentalidad que ve en la ley solamente una imposición y no una sabiduría. Parece que nos olvidamos con facilidad del primer pecado del hombre, en qué consistía y qué lo motivó.
Ese primitivo afán de autonomía respecto al mandato divino costó muy caro a la humanidad, y continúa cobrando un alto peaje en nuestros tiempos. De todas formas, hay que reconocer que el lenguaje para transmitir esta idea era idóneo para los contemporáneos de Isaías, pero no tanto para nosotros, muy poco familiarizados con estas tareas, y probablemente por este motivo esta parábola es muy poco citada en la actualidad.
¿Y la quinta, también del libro de Isaías? La transcribiremos más adelante. El motivo es que está tan estrechamente relacionada con una de las parábolas del Nuevo Testamento, que es mejor reservarla para cuando tratemos de esta.
Si en la Biblia judía encontramos pocas parábolas, no sucede lo mismo con esa gran antología de la enseñanza rabínica conocida como el Talmud. Allí, como señala la Enciclopedia Judía, «casi todas las ideas religiosas, máximas morales o requisitos éticos están acompañadas por una parábola que las ilustra». Siendo esto así, podemos figurarnos que las hay de muy variados tipos y argumentos, y efectivamente así es. Aquí recogemos solamente dos, que pueden servir de muestra, aunque en las conclusiones estarán implícitamente consideradas las demás.
La primera es de un rabino bien conocido por los cristianos, pues aparece en el Nuevo Testamento: Gamaliel. Es contemporáneo de Cristo, y gozaba de gran prestigio en Israel. La parábola viene dicha como respuesta a una supuesta cuestión planteada por un filósofo, que le preguntaba por qué la Biblia presenta a Dios como un Dios celoso, cuando por ser único no hay de quien pueda tener celos. La respuesta es la siguiente:
Supongamos a un hombre que llama a su perro con el nombre de su padre, de forma que cuando pronuncie un juramento, juraría en el nombre del perro. ¿Contra quién se encenderá la ira del padre? ¿Contra el hijo o contra el perro?
El otro ejemplo es de un rabino ligeramente posterior a Jesús, que, como Él, también enseñó en Galilea. En su detalle guarda tantas semejanzas con alguna de las parábolas de Jesús, que permite sospechar que se inspiró en ellas para enseñar la suya. Más aún, quiso con su parábola corregir la de Jesús. Pero a la vez este rasgo muestra la influencia de unos maestros judíos en otros, y cómo las parábolas de Jesús de Nazaret también entroncan con las enseñanzas del Talmud, de forma que puedan ser aprovechadas por la tradición hebrea. El autor se llamaba Johanan ben Zakkai, y también goza de gran prestigio en el mundo rabínico. Este es el texto:
Un rey invitó a sus siervos a un banquete sin especificar el momento exacto en que tendría lugar. Los que de aquellos eran sabios recordaban que todo está siempre dispuesto en el palacio de un rey, y se dispusieron y se sentaron junto a la puerta del palacio esperando la llamada para entrar, mientras que los que eran necios siguieron con sus ocupaciones habituales, diciendo: «Un banquete requiere una gran preparación». Cuando el rey de repente llamó a los siervos al banquete, los que eran sabios aparecieron con vestido limpio y bien adornados, mientras que los que eran necios aparecieron con ropa sucia y ordinaria. Al rey le agradó ver a los que habían sido sabios, pero se llenó de ira con los que habían sido necios, diciendo que todos los que habían llegado preparados al banquete se sentaran a comer y beber, pero los que no estaban debidamente vestidos debían permanecer en pie y quedarse mirando.
Podemos, con respecto a estas parábolas, concluir que también las de Jesucristo contenían cosas viejas y nuevas. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define la parábola como «narración de un suceso fingido de que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral». Pero esta definición es más cristiana de lo que parece. En las judías habría que sustituir “una verdad importante” por “el sentido de una expresión bíblica”. Su conclusión se reduce a explicar un pasaje bíblico, como en el primer caso citado, o, más frecuentemente, a exponer una conducta moral, como en el segundo. Jesús de Nazaret, sin abandonar estos sentidos, añade en sus parábolas la enseñanza sobre Sí mismo y su misión, o sobre contenidos fundamentales de la Nueva Alianza. O sea, verdades importantes.
El ejemplo que se acaba de mostrar revela asimismo que los maestros de Israel habían comprendido muy bien el mensaje de las parábolas de Jesús. En este caso, en concreto, entendían que en la parábola de los invitados a la boda Dios acaba invitando a los que no eran israelitas, de forma que el rabino aquí restringe la invitación a “los siervos”, que eran los miembros del pueblo elegido.
El entronque con la tradición rabínica permite entender algunos detalles de las parábolas del Evangelio. Por ejemplo, cuando el protagonista es “un rey” o “un señor” se está aludiendo a Dios. Cuando no es así, la parábola lo da a entender de modo explícito, diciendo, por ejemplo, que era “un rey carnal”. (La citada parábola de Gamaliel tiene otra versión según la cual se trata de “un rey”, y no “un hombre”, pero hemos preferido esta como más genuina, por no encajar bien la alternativa con la enseñanza habitual). Encaja bien, por otra parte, con la tendencia de los rabinos, mantenida hasta hoy, a no pronunciar directamente el nombre de Dios, para alejar así toda posibilidad de usarlo en vano. El Señor no mantiene rígidamente esa tradición, pero se pliega a la misma en ocasiones. Por ejemplo, cuando en sus parábolas habla de “el reino de los Cielos”, es una manera, perfectamente inteligible para sus oyentes, de decir “el reino de Dios”. Quien piense que se refiere con esta expresión a la condición de la bienaventuranza eterna, se encontrará con insuperables dificultades para entender lo que sigue.