Loe raamatut: «Río torrentoso»
RÍO TORRENTOSO
La identidad personal en tiempos modernos
Lawrence M. Friedman
Río torrentoso
La identidad personal en
tiempos modernos
Traducción:
T. Fuentes Puyucawa
Revisión:
Rogelio Pérez Perdomo
Palestra Editores
Lima – 2020
RÍO TORRENTOSO
La identidad personal en tiempos modernos
Lawrence M. Friedman
Palestra Editores SAC. Primera edición, Noviembre 2020
Primera edición Digital, Noviembre 2020
© Lawrence M. Friedman
© 2020: Palestra Editores S.A.C.
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© De la traducción: Tomasa Fuentes Puyucawa
Diagramación y Digitalización:
Gabriela Zabarburú Gamarra
ISBN: 978-612-325-150-5
ISBN Digital: 978-612-325-156-7
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Contenido
PRESENTACIÓN
INTRODUCCIÓN
Capítulo 1 ARRIBA Y ABAJO DE LA ESCALERA
Capítulo 2 Un gemelo malvado
1. Brujería y más allá
Capítulo 3 LOS DELITOS DE LA MOVILIDAD
1. El juego de la confianza
2. Impostores
3. La casa grande
4. Despertares
Capítulo 4 MENTIRAS PIADOSAS
1. Cortejo y matrimonio
2. ‘Pasar’: Herencia y Fe
3. ‘Pasar’ por saludable
4. Espías y topos
5. La vida es un cabaret
Capítulo 5 EL ALBA DE LA NOVELA POLICIAL
1. La guerra de los mundos
Capítulo 6 UN MUNDO DE DUDAS Y OPORTUNIDADES
1. Tiempos difíciles
Capítulo 7 EL GUSANO EN LA RAÍZ
1. Mala sangre
2. La identidad sexual y sus descontentos
3. Hablando sucio
4. Los pecados de los padres
Capítulo 8 UNIÉNDOSE Y SEPARÁNDOSE
1. La asimilación y sus descontentos
2. Políticas identitarias
3. El crisol
Capítulo 9 UN MUNDO NUEVO E INTRÉPIDO
1. El triunfo del vicio
2. La imagen
3. ¿De dónde vengo? ¿Quién me hizo?
4. Adopción
5. Privacidad e identidad
6. La ciencia de la identidad
Capítulo 10 PALABRAS FINALES
BIBLIOGRAFÍA
Presentación
Para mí es un gran place ver mi libro publicado en español, uno de los grandes lenguajes del mundo, hablado por centenares de millones de personas. Quiero agradecer a quienes hicieron esta publicación posible, especialmente al profesor Gorki González Mantilla sin cuya activa ayuda este libro no hubiera aparecido y también al profesor Rogelio Pérez-Perdomo quien me ayudó en la preparación del texto y quien, a través de los años, ha sido mi colega y colaborador en más proyectos de los que pueda contar.
Toda mi obra publicada ha sido sobre la relación entre el derecho y la sociedad, tanto en la historia como en nuestro propio tiempo. He estado activo por muchos años en el movimiento de derecho y sociedad, un movimiento que está floreciendo actualmente en América Latina y en Europa, Asia y América del Norte. Me he concentrado mayormente en la sociedad de los Estados Unidos y, en menor grado, del Reino Unido. Son las sociedades con las que estoy familiarizado. Los materiales de este libro reflejan ese hecho. Sus fuentes son americanas o inglesas, y su idioma, el inglés.
A pesar de esa limitación, espero que los lectores de este libro en español lo encontrarán de interés. He estado siempre agudamente consciente que compartimos el mismo planeta. Esto no fue necesariamente cierto en el pasado. Las civilizaciones del hemisferio occidental antes de Colón no tenían idea que existían otros continentes con sus propios lenguajes, religiones y culturas. Los europeos apenas si sabían algo de China y de la India. La mayor parte de África era un territorio desconocido, y ellos ni siquiera sospechaban de las sociedades que habían florecido en lo que es actualmente México y Perú. Hoy es muy diferente. Esta es la edad de aviones jet y de satélites, de la televisión y del internet. En nuestros días, las ideas, imágenes y concepciones viajan alrededor del globo a la velocidad del sonido o de la luz. Un movimiento social puede comenzar en Finlandia o Australia y difundirse en Japón o en Perú. La Orquesta Sinfónica de Tokio toca a Beethoven y los restaurantes alemanes sirven sushi. Ya no hay reinos ermitaños, no quedan imperios por descubrir. Los países del mundo estamos atados juntos en una sola red, como piezas de un rompecabezas gigante. Todos somos pasajeros del mismo barco, viajando por los mismos mares tormentosos.
Todo esto hace la traducción (en el sentido más amplio) una necesidad virtual. La traducción es comunicación a través de lenguajes y cultura. Es más importante que nunca. Fue con este telón de fondo que el libro fue escrito. Espero que el mensaje sea relevante.
Lawrence M. Friedman
Stanford, California, USA
Introducción1
1 Quisiera agradecer a Joanna L. Grossman, por su ayuda a lo largo de los años en muchos de los temas tratados en estas páginas. Kriti Sharma contribuyó también con unos comentarios que fueron muy útiles en varios puntos. Leah Friedman hizo comentarios muy valiosos, así como Stuart Banner, Stewart Macaulay, y Amalia Kessler.
El antiguo filósofo griego Heráclito supuestamente dijo que una misma persona no podía bañarse en el mismo río dos veces. Con ello quiso decir, al parecer, que todo cambia y nada sigue igual. Si fue así, creo que Heráclito tenía razón. El cambio social es una ley de la naturaleza. Por supuesto, algunos ríos fluyen rápido, y otros lo hacen mucho más lento. Cada sociedad, cada cultura, cada período histórico, tiene su propio río en particular. Este libro trata, principalmente (aunque no del todo), sobre los Estados Unidos; en menor medida, sobre Inglaterra; y, en general, sobre los tiempos modernos. Por tiempos modernos, me refiero, esencialmente, al período comprendido entre 1800 y el presente.
Hay una amplia literatura que se plantea las preguntas ¿qué queremos decir con ‘moderno’? ¿qué hace que la sociedad moderna (contemporánea) sea lo que es? ¿de qué forma somos distintos a nuestros antepasados? Frente a esas preguntas, obviamente, no hay una única respuesta. No obstante, en este breve libro no busco añadir ideas a dicha literatura. Más bien, tomaré el término ‘moderno’ simplemente para referirme a las costumbres, hábitos y formas de vida del club de sociedades ricas y desarrolladas, y a la forma en que han cambiado desde el comienzo de la revolución industrial; y trataré a los países de habla inglesa como miembros de este club. El club está formado por países que tienen muchas cosas en común. Sus poblaciones tuvieron un crecimiento exponencial en el siglo XIX; se desarrollaron tecnológica, política, económica y estructuralmente; se convirtieron en los países más ricos (al menos los más ricos que no estaban ‘nadando’ en petróleo), los que más se beneficiaron de la revolución en ciencia aplicada e ingeniería. El proceso de modernización comenzó en Occidente en algunos países europeos, y en los países de colonos fuera de Europa: Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. En la actualidad, no obstante, términos como ‘moderno’, ‘industrial’, y ‘desarrollado’ también se ajustan a otros países en el mundo como, especialmente, Japón, Singapur, Israel, Corea del Sur y Taiwán. Asimismo, dichos términos también se ajustan a las élites de los países en desarrollo, incluyendo cada vez más a China e India. Cada país, por supuesto, tiene su propia historia, sus propias características especiales; cada uno es un afluente de un único y vasto río.
En estas sociedades modernas, las personas —como en todas las sociedades— confrontan el problema de la identidad personal. Se hacen preguntas como ¿quién soy realmente? ¿y quiénes son estas otras personas? Es posible que, quizás, incluso el hombre de las cavernas se haya planteado las mismas preguntas; pero, seguramente, la forma y el sentido de las preguntas y respuestas han cambiado con el paso de los años.
Este libro es —debo dejar en claro— un ensayo extendido sobre la identidad personal. Ello, por supuesto, no me lleva a negar lo importante que era, es y será la identidad colectiva. Hay una doble forma de responder a la pregunta de ‘¿quién soy yo?’ o, para decirlo de otra manera, “dos impulsos contradictorios: la identidad como la individualidad única de una persona (como en el documento de ‘identidad’), o la identidad como un denominador común que coloca a un individuo dentro de un grupo (como en las ‘políticas de identidad’)”.2 Aquí trato la primera forma de identidad. No voy a referirme a la identidad nacional, la identidad de género, o identidad por raza y religión; sino a una noción de identidad que es exclusiva de un individuo en particular. Por supuesto, las formas de identidad colectiva son extremadamente importantes; merecen (y reciben) un tratamiento completo en una amplia y profunda literatura. El período que cubre este libro fue un período en el cual: (en la frase de Eugen Weber) los campesinos se convirtieron en franceses;3 en el que un movimiento de mujeres luchó por el reconocimiento; en el que surgió el sionismo y se hizo significativo; en el que la Iglesia de los Santos de los Últimos Días irrumpió en la escena estadounidense; en el que la esclavitud y su abolición dividieron en dos a los Estados Unidos. Las dos formas de identidad (por supuesto) interactúan. Ambas son importantes. Sospecho , no obstante, que si le preguntas a alguien quién eres realmente, es más probable que obtengas una respuesta personal en lugar de una colectiva, aunque, por supuesto, esto depende de a quién le preguntes. Y si uno pregunta quién es esa otra persona —esa persona que veo en la calle— probablemente recibirá una respuesta colectiva (es una mujer, es un afroamericano, es una monja). Pero, en cualquier caso, en estas páginas me concentraré en la identidad personal, que, por supuesto, es importante por derecho propio.
En el mundo moderno —o, para ser más precisos, en el siglo XIX y más allá— la identidad personal (argumentaré) se volvió más problemática, más confusa; mezclada y borrosa, de una manera bastante nueva; o al menos, en formas mucho más intensas que las viejas formas. Cómo sucedió esto y por qué, y cuáles han sido las consecuencias, constituyen los principales temas: cambios en el propio sentido de identidad de las personas; en la identidad que transmitieron o eligieron transmitir; y en su sentido de la identidad de las personas que las rodean.
La identidad personal se volvió problemática de una forma particular en la época victoriana —tema que será explorado en los primeros capítulos. Pero nada se detiene. El problema cambió, evolucionó, se desarrolló. En el siglo XX, y particularmente en su última mitad, el problema se transformó tanto el sentido interno de identidad como la forma en que el mundo exterior incidió en este sentido. La modernidad —la vida en la gran ciudad, muy notablemente, y la movilidad social y geográfica— forjó nuevas formas de identidad, nuevas formas de personalidad. En particular, este contexto dio a las personas opciones que no habían tenido antes; incluyendo nuevas elecciones sobre la propia identidad. En el siglo XX, se magnificó el sentimiento de la libertad de elección. Muy notablemente en nuestros tiempos —ahora sí estamos en medio del siglo XXI— las personas se sienten capaces de elegir aspectos de la identidad personal en formas que parecen nuevas y dramáticas. La identidad, en resumen, no es fija y estable; el río sigue fluyendo; y muy rápido, por momentos.
La identidad personal es un sentimiento interno acerca de la naturaleza del ser. Es también el sentido de lo que uno mismo proyecta a otras personas. Es, a la vez, un sentimiento subjetivo, y un rol objetivo —el papel que uno juega en el drama de la vida. Otras personas también tienen una identidad que proyectan sobre uno. Por lo tanto, la identidad personal tiene tres significados completamente separados. En el mundo moderno, cada uno de estos significados se volvió problemático a través de nuevas formas, y cada uno de ellos sigue siendo problemático. Muchas personas, de múltiples maneras diferentes, están ‘pasando’. Históricamente, esto se refiere, por ejemplo, a la tensa definición sobre el término ‘negro’ en los Estados Unidos; una persona de piel clara, con un poco de herencia africana, a veces puede elegir ‘pasar’ por blanco; puede elegir, en otras palabras, proyectar una identidad que entra en conflicto con la definición social de su identidad. Esto, quizás, también entra en conflicto con el sentido que ellos tienen sobre quiénes son ‘realmente’. Pero esta es solo una forma de ‘pasar’, que es proyectando una imagen, por un lado, y sintiendo, por otro, un sentido de identidad ‘dentro de sí mismo’. Un espía puede pasar como un ciudadano leal, o un malversador como un trabajador honesto. En un sentido más amplio, todos estamos ‘pasando’ cuando proyectamos una imagen distinta a la que sentimos. Leemos los mensajes transmitidos por otras personas, y transmitimos mensajes nosotros mismos.
Cada persona tiene, de alguna manera, muchas ‘identidades’; puede actuar sobre ellas o no; puede proyectarlas o no; y el mundo exterior puede responder o no a tales proyecciones. Muchas personas, por ejemplo, tienen una fuerte identidad religiosa. La fe es, muy a menudo, una forma de identidad colectiva, pero se traduce libremente a través de la identidad personal. La fe puede ser un sentimiento subjetivo muy profundo; pero también se puede proyectar al mundo exterior, mediante una cruz, una gorra, un pañuelo en la cabeza, por ejemplo. Estos roles, como tantos otros, pueden ser ‘jugados’ en público, o pueden ser suprimidos. Todos nosotros estamos en contacto con otras personas, y estas personas proyectan o suprimen aspectos de su identidad. Algunos de esos aspectos pueden ser ‘falsos’. Una sonrisa, por ejemplo, puede ocultar ira hirviendo o lujuria furiosa. Gran parte del juego de roles es inofensivo o convencional, aunque algunas proyecciones no lo son. Por ejemplo, un hombre de confianza que es un estafador de corazón, que trabaja con sus víctimas a través de una imagen que es básicamente una mentira. La mera existencia de estos delincuentes tiene consecuencias sociales —para las víctimas, las potenciales víctimas, y la sociedad.
En qué consiste la ‘modernidad’ y cómo se originó, son preguntas que no tienen una respuesta simple. Prefiero esquivar este problema. No obstante, hay algunas interpretaciones sobre el mundo desde, digamos, 1800 hasta el presente, en los países desarrollados, que son bastante obvias. Por ejemplo, la tecnología y la ciencia han rehecho por completo el orden social. Ambas tienen una profunda influencia en la forma en que las personas viven, se comportan y piensan. Incluso un dispositivo tan simple como el reloj moderno o un dispositivo tan ubicuo como la cámara han sido transformadores. Sin mencionar la medicina moderna, o la computadora, o los aviones a reacción. Ninguno de estos pueden ser vistos simplemente como herramientas, ya que afectan profundamente a la sociedad moderna. Pueden ser, al menos en parte, aquello que está detrás del individualismo profundamente arraigado, del sentido (sino la realidad) de la libertad de elección, que es un aspecto tan crítico de la personalidad moderna.
Pero antes, quisiera decir algo sobre la crisis de la identidad personal que se dio en la época victoriana, que es el tema de los primeros capítulos de este libro. Hubo un tiempo en que la mayoría de la gente vivía en pequeños pueblos o en el campo. En estas comunidades, las personas tal vez tenían un fuerte sentido de quiénes eran, y también sentían que sabían quiénes eran los otros: las personas que conocían, veían y trataban, día tras día. Los roles sociales en el pueblo eran relativamente fijos. La gente nacía, vivía y moría en el pueblo, como lo habían hecho sus padres. La mayoría de las personas nunca se aventuraron a salir a un mundo más grande. Nunca se encontraron con un mundo de extraños. Por supuesto, esta imagen es demasiado simple. La realidad era (como siempre) más desordenada y compleja. La vida del pueblo nunca fue tan estática. Las fuerzas externas produjeron cambios: guerras, plagas, agitaciones políticas. Tampoco todos se aferraron a sus aldeas de origen como percebes a una roca. La geografía hizo la diferencia. Las personas costeras eran menos provincianas y aisladas que las personas del interior. Los marineros y aventureros se fueron de casa a un lugar distante. Los hombres se fueron a luchar como soldados o mercenarios lejos de casa. También había rutas comerciales bien reconocidas, y personas que las recorrían para comprar, vender y comerciar. Peregrinaciones y ferias reunieron a personas de diferentes lugares. Había ciudades y ciudades-estado importantes —Florencia, por ejemplo, Milán y Venecia, en lo que hoy es Italia; y ciudades importantes también en lo que ahora es Holanda en el siglo XVII. Cada país tenía sus centros urbanos. Aun así, para la mayoría de las personas, en la mayoría de los países, una imagen de la vida estática de la aldea parece esencialmente cierta. Y en gran parte del mundo, encontramos casos extremos de aislamiento: una comunidad tribal en el medio de la selva amazónica, y otras comunidades indígenas en África, Siberia, en las altas montañas de Asia; lugares con poco o ningún contacto con el mundo exterior.
La forma en que la mayoría de nosotros vivimos hoy —y en especial, aquellos que vivimos en las ciudades— es completamente diferente. En la gran ciudad, uno se encuentra constantemente extraños, los confronta e interactúa con ellos. Uno nunca sabe exactamente y con precisión quiénes son, solo sabe lo que parecen ser. Y ellos, a su vez, nunca pueden saber exactamente quién es uno mismo. No queda mucho de aquello que hacía lo que era la vida del pueblo en la cual los extraños raramente penetraban. Ahora la televisión, las películas y el Internet presencias constantes e intrusivas. Los extraños son emitidos desde la casa y transmitidos hacia ella.
El nuevo mundo ‘fluido’ fluyó con más rapidez desde 1800 en adelante, aproximadamente. Las líneas entre grupos y clases se volvieron fangosas e indistintas. Esto era así más en las ciudades que en los pueblos, y más aún, en las grandes ciudades. Lo que describimos aquí para el siglo XIX ya era visible en el Londres del siglo XVIII. Londres ya era un lugar de anonimato, un lugar en el que la gente podía “ponerse y quitarse identidades con impunidad”.4
Londres fue, por supuesto, excepcional. En términos más generales, en el siglo XIX, se hizo más difícil para uno leer los signos y las señales que provenían de otras personas; así como para ellas se hizo más difícil leer las señales que uno enviaba. Se hizo más difícil encasillar a la gente, y tener claridad sobre lo que estaban haciendo. La identidad personal se volvió más problemática. En primer lugar, y lo más obvio, se volvió más problemática para el espectador, ya que las condiciones de la sociedad dificultaban la comprensión, la clasificación, la reacción ante las personas que uno conocía, veía o con las que tenía que tratar. En segundo lugar, se hizo más fácil para las personas asumir nuevas identidades, cambiando las viejas y asumiendo nuevos disfraces, nuevas formas de ser y actuar, como si se tomara un nuevo traje del perchero. Esto siempre había sido posible, en un grado limitado, y no solo en Londres. Existía, por ejemplo, el famoso caso de Martin Guerre, en la Francia del siglo XVI: cierto hombre que había dejado a su esposa desapareció en el aire; entonces apareció un impostor y reclamó su identidad.5 Hubo también casos de hombres que afirmaron ser un rey muerto o que tomaron la personalidad de un noble. Por ejemplo, en la edad media, cierto Dietrich Holzschuh se hizo pasar por el emperador Federico II de Hohenstaufen. Se produjeron casos de impostores y fraudes espectaculares, mucho antes de los tiempos modernos.6 Pero estos fueron casos excepcionales, en su mayoría de personas que se mudaron, o afirmaron hacerlo, en los círculos más altos. Lo que era difícil y raro, en el mundo moderno se volvió fácil y común.
En resumen, en la gran ciudad, en el gran mundo, una persona podía enviar fácilmente señales conflictivas o falsas a otras personas, fingir, simular, cambiar la identidad, ponerse y quitarse máscaras. A veces esto era deliberado, como lo que ocurría en un caso obvio, en el que un hombre o una mujer de piel clara, socialmente definida como negra, se mudaba a la ‘sociedad blanca’. Hoy tratamos este comportamiento con comprensión; lo definimos como una forma, usada por algunas personas, para hacer frente a una sociedad profundamente racista. Fueron deliberadas también las maquinaciones del bígamo, el estafador, el que era un fraude, fingiendo ser algo que no eran, para extraer el dinero de las víctimas. Quizás también las condiciones en la ciudad pueden sacudir la confianza de una persona en la identidad personal de otras. Creemos que sabemos quiénes ‘son realmente’ nuestros familiares y amigos cercanos; y hay otros en los que podemos confiar (usualmente). Pero los extraños en la gran ciudad: esta es una historia diferente. Podemos leer pistas, sus comportamientos, lo que visten, cómo hablan. Aun así, es posible que estemos equivocados; e incluso a veces, terriblemente equivocados.
La movilidad fue el hecho básico que creó este aspecto de la identidad personal. La falta de fijación geográfica. La gente que dejaba sus aldeas por la ciudad o que dejaba el viejo país por uno nuevo. Gente que dejaba una ciudad por otra, o un barrio por otro. Por supuesto, no todos se movilizaban en este sentido, incluso en una sociedad tan inusualmente móvil como los Estados Unidos del siglo XIX. La movilidad fue más pronunciada para los hombres blancos libres. Los esclavos —propiedad de otras personas— no tenían una forma clara de moverse hacia arriba en la sociedad. La mayoría de ellos, la mayoría de las veces, no tenía forma de cambiar dónde y cómo vivían. Podían ser vendidos ‘río abajo’ en contra de su voluntad. Los amos tenían el control total de la mayor parte de sus vidas, y muchos, como los aldeanos en el viejo mundo, nacieron, vivieron y murieron dentro de un pequeño círculo. La movilidad de las mujeres también estaba fuertemente restringida. Por supuesto, algunas mujeres se liberaron de las viejas restricciones: había mujeres en los negocios, en los vagones de tren hacia el Oeste; mujeres que se establecieron en la frontera, en cabañas de troncos, o que estuvieron activas en algunos grupos, organizaciones y círculos de la sociedad. Pero fueron excepciones. En su mayoría, eran los hombres quienes tomaban las decisiones importantes. Las mujeres también tenían menos libertad sexual que los hombres. La movilidad tuvo un profundo impacto en las mujeres, pero de formas secundarias a la movilidad de los hombres, y a veces de maneras más sutiles que para ellos.
La movilidad era más que una cuestión de espacio físico. También era una cuestión de espacio social. Las líneas entre clases, entre estratos de la sociedad, fueron difusas en este período —más que en el pasado. Estados Unidos no tenía rey, ni reina, ni nobles; se consideraba una sociedad sin clases. Esto era, por supuesto, una ilusión; pero era una ilusión importante. Y, de hecho, más que en el viejo país, más que en las sociedades rígidamente clasistas, hubo una cierta cantidad de movimiento entre las clases; movimiento hacia arriba y abajo de los peldaños de la escalera social; en la edad media no había ‘hombres hechos por sí mismos’, o si los había eran muy pocos. En el siglo XIX, este ya no era más el caso.
Las consecuencias de la movilidad en la identidad personal durante el siglo XIX se detallarán en capítulos posteriores. La identidad difusa y fluida tuvo consecuencias tanto positivas como negativas. Se sumó a la incertidumbre. Condujo a una situación en la que las personas podían —y así lo hicieron— suprimir u ocultar una identidad interna o ‘verdadera’. La gente podía ‘pasar’, y no solo en aspectos raciales. Alguna de estas supresiones eran en esencia involuntarias, ya que eran impuestas por la sociedad. La sociedad se sostenía sobre ciertos pilares morales y estructurales. En un mundo inquieto y esforzado, estos pilares debían mantenerse, fortalecerse y preservarse. En la sociedad victoriana había una fuerte división entre el comportamiento público, superficial, las creencias y actitudes superficiales, por un lado, y por el otro, el mundo oculto y subterráneo de comportamientos, actitudes y creencias. El comportamiento correcto y apropiado era muy importante. Esto era así sobre todo para el comportamiento sexual y la identidad sexual. La sociedad victoriana exigió —aunque no siempre con éxito— la represión de lo que para muchas personas constituía un aspecto vital de su identidad.
En el mundo contemporáneo, de finales del siglo XX y principios del XXI, las reglas del juego de la identidad han cambiado, y en algunos aspectos de forma bastante radical. El proceso de cambio fue lento. La sociedad no cambia de la noche a la mañana. Ahora en el mundo desarrollado, en muchos aspectos, la sociedad es más abierta y más permisiva. La moral victoriana es solo un recuerdo. Las personas pueden expresar su identidad de nuevas maneras. Lo que antes era reprimido, ahora es legítimo —como algunos aspectos del comportamiento sexual, por ejemplo. Se ha redefinido el papel de las mujeres y el de las minorías. Aunque algunas ideas han permanecido. Este sigue siendo un mundo de extraños, incluso más que en el siglo XIX. La identidad personal sigue siendo problemática, aunque a veces de formas nuevas y diferentes.
La ciencia y la tecnología modernas han influido, en muchos sentidos, en el sentido de la identidad, y, en cualquier caso, han cambiado la sociedad de manera relevante para la identidad personal. Para tomar solo un ejemplo: hoy, la identidad puede incluir —y a menudo incluye— un sentido de quiénes son las personas, genéticamente hablando, y de cómo están conectadas con la historia pasada: su propia historia personal, y también la historia de su familia, grupo o tribu. Por supuesto, la genética era desconocida para Abraham Lincoln, la Reina Victoria, Simón Bolívar, o el Emperador de Japón. Nadie podría enviar una muestra de saliva a un laboratorio y descubrir que hay una pequeña parte de la línea de sangre de esa persona con la tribu de Genghis Khan (o tal vez incluso con los neandertales). Antes de que se inventara la cámara fotográfica, ninguna persona común podía tener una idea real de cómo era su tatarabuela. Por supuesto, la identidad genética es fija e inmutable, pero conocer sobre ella puede alterar la perspectiva y percepciones que una persona tiene de sí misma, y de esta manera, llegar a influir en el tipo de elecciones de vida que podría tomar. El mundo moderno y la vida moderna —la ciencia y la tecnología modernas— amplían el menú de opciones. Hoy las personas se sienten libres para experimentar; para mudar identidades y asumir nuevas. Por ejemplo, pueden comer sushi incluso si no son japonesas, o pollo frito de Kentucky si lo son; o pueden cambiar a una religión distinta a la que heredaron de sus padres. Sin embargo, paradójicamente —como veremos—, a pesar del arco iris de elecciones, las culturas y las identidades son extrañamente convergentes. Sí, las personas en Berlín o Caracas pueden comer sushi y usar blue jeans, pero también pueden hacerlo todos los demás en el mundo moderno. Esto también es parte de la historia.
2 Dror Wahrman, The Making of the Modern Self: Identity and Culture in Eighteenth-Century England (2004), Preface, xii.
3 Eugen Weber, Peasants into Frenchmen: the Modernization of Rural France, 1870-1914 (1978).
4 Wahrman, op. cit. p. 202.
5 Natalie Zemon Davis, The Return of Martin Guerre (1983).
6 Valentin Groebner, Who Are You? Identification, Deception, and Surveillance in Early Modern Europe (2007), pp. 212-218.