La fuerza de la esperanza

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La fuerza de la esperanza
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La fuerza de la esperanza

Camino de plenitud

Lázaro Albar Marín


© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

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Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: ventas@sanpablo.es

ISBN: 9788428561853

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Cristo Resucitado,

fuente de la gran esperanza

de la humanidad,

deseamos alcanzar el cielo,

participar de tu gloria,

en un amor eterno

y en una fiesta

que no tenga fin

DIOS, LA FUENTE DE NUESTRA ESPERANZA

Quiero hacer

un canto de esperanza,

y decir al mundo que Dios

es la fuente de nuestra esperanza.

Quiero cantar, gritar,

y pregonar a los cuatro vientos

que no podemos vivir sin esperanza,

porque hay un Dios que nos ama

y es la fuente de nuestra esperanza.

Quiero saltar de gozo,

alegrar los corazones de todos

con el bálsamo

de la virtud de la esperanza,

porque tenemos un Dios

que nos acompaña,

que es fuente de vida,

la fuente de nuestra esperanza.

Quiero decir a los apocados,

a los tímidos, a los miedosos,

que todo será transformado,

si se tiene fe en el Dios

que levanta nuestra esperanza.

Quiero alegrar el corazón

de los que viven en la oscuridad,

en la duda o confusión,

cansados de la vida,

envueltos en miles de dificultades,

y siendo impacientes no esperan nada,

porque Dios tiene para ellos

una palabra de esperanza.

Si te falta el trabajo,

si eres inconstante en tus luchas,

si estás triste o angustiado,

si tienes miedo al compromiso,

si te falta amor y paz,

y abres tu corazón,

puede brotar en ti la esperanza.

Y quiero mirar siempre más arriba,

ir más allá de los simples sueños

para alcanzar los grandes ideales,

porque creo en un Dios

que es la fuente de nuestra esperanza.

Sí, conozco esa fuente

cuya agua corre y corre por todo mi ser,

porque allí en las aguas más profundas

brota la sabiduría de quien tiene a Dios,

y sabe que Dios es nuestra gran esperanza.

Prólogo

El libro que tienes entre manos pretende ser un instrumento de la Nueva Evangelización. El papa Francisco en su Exhortación apostólica Evangelii gaudium nos alienta a vivir y extender la alegría del Evangelio, una alegría que no está sino en Cristo Resucitado y el poder de su amor, fundamento de toda esperanza. Nuestra cultura actual está padeciendo un drama profundo que el autor, el P. Lázaro Albar, conoce de primera mano tanto por su labor pastoral en Campamento (Cádiz) como por su experiencia ya dilatada en retiros y convivencias de restauración espiritual. Bien puede afirmar el autor con el Santo Padre: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado»[1].

De esta realidad cruda y cruel ha brotado la crisis que ha herido al corazón humano. Y así se habla de crisis económica, crisis de valores, crisis política, crisis de fe. El paro, la pobreza, la corrupción, la violencia, crean una sensación de vértigo, miedo, impotencia e incluso desesperación. Pero el cristiano, que sabe que todo esto es consecuencia del pecado de un modelo de hombre sin Dios, no pierde la esperanza y sabe que solo Dios puede levantar al hombre de su miseria.

Esto es lo que el autor, el P. Lázaro Albar, ha deseado expresar con sencillas palabras: escribir unas reflexiones que hablen de esperanza, de que el hombre agarrado a Dios es capaz de salir adelante, de recuperar fuerzas, de realizar lo imposible. Si el hombre cuenta con Dios todo puede cambiar, la más espantosa realidad convertida en un árido desierto puede ser transformada en un maravilloso vergel o en un precioso oasis de manantiales de agua de vida. Por eso este libro quiere ser un grito a esta sociedad y a este mundo cuya tierra pisamos, para que levante la mirada al Dios que no deja de amarnos, que se preocupa profundamente de sus hijos, y que en su Hijo Jesucristo tiende su mano a todo aquel que le abre su corazón y recibe el Espíritu Santo.

La esperanza es el gran motor de la vida, unida profundamente a la ilusión. Dios Padre está lleno de ilusión por nosotros y nos quiere comunicar su proyecto por medio de su Espíritu Santo. Sobre la certeza de su Amor invencible el hombre moderno puede construir su vida asumiendo la fatiga del camino por la grandeza de la meta y la compañía del Dios-con-nosotros a lo largo de él. Como dijo el papa emérito Benedicto XVI en su Encíclica sobre la esperanza: «Necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas– que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar»[2].

Invito al lector a dejarse guiar en esta búsqueda por el autor que sin duda le ayudará a encontrar a aquel que es «el Camino, la Verdad y la Vida», la esperanza que no defrauda: Cristo Jesús.

+ Rafael Zornoza Boy

obispo de Cádiz y Ceuta

Introducción

En mis paseos con personas que se sentían angustiadas, turbadas, confusas o culpables..., donde he escuchado tantas historias de dolor, he reproducido la acción de Jesús, el Señor, cuando tendió la mano al apóstol Pedro para que no se hundiera en las aguas del mar de Galilea. Así me he sentido, dando la mano, levantando, animando, infundiendo esperanza, porque a quien se deja mirar por Jesús y le mira a él fijamente, su vida se le llena de esperanza. Y esta ha sido mi misión, llevar a las personas al encuentro con Cristo, el Señor, fuente de vida y esperanza. ¿Por qué he podido hacerlo? Porque primero lo he experimentado como vivencia personal, sintiendo cómo la mano del Señor me agarraba y me levantaba. Experiencia que también nos describe santa Teresa de Jesús en el Libro de la Vida: «Porque para caer, había muchos amigos que me ayudasen; para levantarme hallábame tan sola, que ahora me espanto cómo no me estaba siempre caída, y alabo la misericordia de Dios, que era solo el que me daba la mano. Sea bendito por siempre jamás, amén» (V 7,22). Quien se siente levantado por Dios puede levantar a los demás, dejando que Jesús en uno mismo tienda su mano a los que la necesitan.

Los retiros espirituales han propiciado que las personas me hayan abierto su corazón, el recinto sagrado de su intimidad, y gracias a ello he podido tenderles la mano para levantarlas y mostrarles el camino. La limpieza de corazón abre puertas a la vida espiritual. Cuando uno se encierra en sí mismo se hunde, pero cuando abre su corazón al hermano dedicado a la vida del Espíritu las puertas se abren. La revisión de vida, el examen de conciencia, el proyecto de vida, el acompañamiento espiritual, la oración, los sacramentos, la palabra de Dios, son medios para levantar la esperanza, para caminar hacia delante, para avanzar, crecer y madurar.

He visto matrimonios rotos, mujeres que se han sentido defraudadas por sus maridos o viceversa; padres de familia que perdieron su trabajo, cuya principal preocupación ha sido y es buscar el pan de cada día; el cáncer que ha aparecido como un fantasma en la vida de tanta gente conocida; jóvenes luchando consigo mismos para vencer el egoísmo, y menos jóvenes queriendo salir de la dependencia del alcohol o la droga viendo cómo se les iba la vida... tantas realidades humanas que llevan a la muerte, a la asfixia, e incluso, a la desesperación. A esta triste realidad se suma toda una información negativa de corrupción, guerras, hambre, cataclismos, injusticias, muerte... Brota así un miedo paralizante cuya única alternativa es la esperanza. Sabias son las palabras de Benedicto XVI: «El hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza»[3]. Y añade: «El hombre necesita de Dios, de lo contrario queda sin esperanza»[4].

 

Ante todo esto, ¿tiene el cristiano alguna palabra que decir? Sí, esa palabra es Jesús. Jesús es nuestra esperanza, quien mira a Jesús y se deja mirar por él levanta la esperanza y se pone manos a la obra. La esperanza es un don del Espíritu Santo y se identifica con la persona de Jesús. A aquel que se encuentra con Jesús su vida se le llena de esperanza, atravesará cañadas oscuras pero no perderá la luz. Él bien lo dijo, y no para unos pocos sino para todo el mundo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Aquel que va a Jesús, a aquel que descarga sus agobios en Jesús se le alivia el corazón, se siente consolado, amado y respira esperanza, porque el Señor viene a hacerlo todo nuevo: «He aquí que yo lo hago todo nuevo» (Ap 21,5). Es verdad, la oscuridad la convierte en luz, la tristeza en alegría, el llanto en risa, la guerra en paz. Él todo lo hace nuevo, todo lo recrea, todo lo revive. Por eso no dejes de dejarte mirar por Jesús, porque su mirada es amor y cuando experimentas su inmenso amor tu vida se llena de una hermosa esperanza.

Nuestra tierra, nuestro mundo, necesita levantar la esperanza, mirar la realidad con ojos de esperanza. Únete a Jesús, entra en comunión con él, vive la intimidad con él, y tu mirada será la mirada de Cristo. Y la mirada de Cristo es una mirada de esperanza que transmite a su Iglesia para que la lleve al mundo. Podrás estar pasando por un momento difícil en tu vida o acompañando a alguna persona cuya vida es bastante dura o penosa, pero no puedes olvidar que nuestro Dios es el «Dios de los imposibles», que para Dios nada es imposible, como le dijo el ángel a María (cf Lc 1,37). Basta que tengas confianza, que sepas esperar en el Señor, porque él quiere lo mejor para ti.

He querido escribir este libro sobre la esperanza porque la veo necesaria ante la situación de crisis acuciante que estamos viviendo y ante la realidad dolorosa que tantas personas están padeciendo. Donde no hay esperanza hay muerte e infierno, y donde hay esperanza nace la vida y se alcanza el cielo. La esperanza levanta el ánimo y nos hace más felices. Por eso, como cristiano, siento una profunda llamada a levantar la esperanza.

Buscando entre mis apuntes y preparando un retiro sobre la esperanza, me di cuenta de que en los últimos años había preparado muchos retiros sobre la esperanza, retiros que dándoles forma de libro podían hacer mucho bien y llegar a mucha gente que no se hicieron presentes, pero que gracias a Dios podían leer, meditar y profundizar sobre una de las virtudes que sostiene como columna vertebral la vida espiritual del cristiano. Sí, el cristiano es un hombre o mujer de esperanza y cuando esta falta se pierde la alegría del Evangelio y el deseo de evangelizar, llegamos a perder nuestra identidad cristiana y dejamos de ser luz del mundo y sal de la tierra (cf Mt 5,13-14).

Una Iglesia fecunda es una Iglesia que levanta la esperanza de los pobres de la tierra, pero por mucho que hagamos siempre parecerá que falta mucho por hacer. Por eso debemos amar la fecundidad de la Iglesia, que aunque nos sintamos muy pobres el Señor nos tiene guardada nuestra recompensa, aunque pensemos que no nos la merecemos. Todo es gracia, y a nosotros nos ha tocado servir y amar, y ahí está nuestro gozo y alegría. Estas son las palabras que en unos ejercicios espirituales dirigió el papa Francisco, siendo cardenal, a los obispos españoles: «Amar el misterio de fecundidad de la Iglesia como se ama el misterio de María Virgen y Madre y, a la luz de ese amor, amar el misterio de nuestra servidumbre inútil con la esperanza que nos da la palabra que el Señor pronunciará sobre nosotros: «siervo bueno y fiel»[5].

Como el tiempo de Adviento es un tiempo para cultivar la esperanza, muchas veces haré referencia a este tiempo litúrgico de nuestra Iglesia donde suena la música de Dios como un canto a la esperanza. Al diseñar los apartados de este libro he querido dibujar un paisaje que se inicia con la humildad y culmina con el abandono en Dios, conectado siempre con la experiencia de la vida meditada y contemplada para infundir vida en la vida. Ayudarán para un trabajo personal los textos de meditación y las preguntas que se hacen al final de cada tema.

Como he dicho, parto de la humildad, ya que sin humildad no hay vida espiritual, ni crecimiento personal, ni madurez humana y mucho menos cristiana, y, por supuesto, ni esperanza. La humildad es la puerta que, abierta, nos lleva a contemplar un paisaje de esperanza, porque la humildad es el camino de Dios.

Junto a la humildad, la pobreza, como la tierra que se necesita para cultivar la esperanza. Somos muy pobres, Dios nos quiere muy pobres, y cuando nos sentimos pobres y necesitados de Dios entonces nos brota la esperanza, ya que con Él podemos contar siempre.

El Adviento y toda su espiritualidad confluye en la esperanza, es por lo que me detengo en descubrir sus rasgos más característicos.

Vamos escalando la montaña, la montaña de Dios, y esto se consigue desde la confianza del corazón: «Confía en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (Sal 26,14). Esta confianza, del que todo lo espera del Señor, fortalece nuestra esperanza.

Mirando la angustia y soledad de nuestro mundo, vemos cómo está muy necesitado de esperanza, y en el fondo este mundo espera una respuesta, como nos dice el apóstol Pablo: «La creación, expectante, está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). Y la forma de manifestarse los hijos de Dios a este mundo es a través del amor, la fe y la esperanza. La Iglesia está llamada a infundir esperanza, a llevar la luz de la esperanza a todos los pueblos.

Pero esta espera no nos adormece, nos lanza a trabajar por el reino de Dios, a colaborar con la gracia que recibimos a través de la acción del Espíritu Santo en nosotros. La esperanza es una espera activa, nunca pasiva.

Hemos sido llamados al seguimiento de Jesús y el encuentro con él nos llena de esperanza. Todo se renueva a la luz de sus pasos, el corazón se ensancha y la vida queda ungida por el Espíritu Santo.

La esperanza es el ánimo de la vida cristiana, lo que nos hace vivir en una fiesta que no tiene fin. Ya nada puede robar la alegría a quien tiene puesta toda la esperanza en el Señor.

¡Qué fuerza tiene el Adviento! Entra en nuestra vida con la esperanza de renovarla, basta ser dóciles a las mociones del Espíritu Santo para preparar el nacimiento de nuestro Salvador y así nuestro corazón llega a resplandecer.

La oración del Adviento en el seguimiento de Jesús tiene sus rasgos que van a hacer que la esperanza se levante como bandera vencedora en la batalla con nosotros mismos y con los enemigos del Reino.

Al final de todo el paisaje, como el que sube a lo más alto de la montaña para lanzarse en los brazos de Dios, así va modelándose nuestra vida hasta el abandono en Dios que adquiere más fuerza al atardecer de la vida. Durante todo este itinerario ha brillado en el cielo de nuestro corazón, María, Estrella de la Evangelización, Madre de la esperanza. Llegar hasta aquí es hacer de la vida como una piedra preciosa tallada que recibe destellos de luz del que es la luz del mundo, Cristo, la fuente de toda esperanza.

1 La humildad, puerta de la esperanza

1. El valor oculto de la humildad

El cristianismo propone una esperanza para la humanidad, incluso después de su muerte, esperanza que descansa en los méritos de Cristo a través de la entrega de su vida y que es dado por Dios solo por gracia para que todo aquel que crea en esta palabra se salve y pueda gozar de todos los beneficios que nos ha prometido Jesús, el Señor. El papa Francisco en su Exhortación apostólica sobre la alegría del Evangelio nos dice: «La verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia»[6]. Cuando en el corazón humano brota la humildad es posible acoger el Reino prometido de justicia y paz que empieza a crear una historia de esperanza en que lo mejor está por venir y donde Dios lleva nuestra historia. Un corazón humilde es un corazón que espera, y cuando la esperanza es cristiana el corazón espera en el Señor.

¡Qué importante es la humildad en el camino espiritual! Es la base para emprender un buen camino. Quien elige este camino empieza reconociendo su propio barro, su pobreza, su necesidad de contar con Dios y con los demás para crecer, para avanzar.

El servicio a los demás pertenece a nuestro ser sacerdotal recibido en el bautismo, es darle a Dios nuestro barro, nuestra miseria, para que Él nos modele en cada momento de nuestra vida identificándonos con Cristo desde la pobreza de Belén hasta el fracaso en la cruz. La verdadera humildad es identificación con Cristo, reproduciendo en nuestra vida su misma vida. Me pregunto por qué Jesús nació humillado en un pesebre, donde comen los animales, y murió humillado en una cruz. ¿Por qué la pobreza de Belén y su humillación? ¿Por qué padecer la más alta humillación en el árbol de la cruz?

Y es que la humildad tiene un valor oculto, desconocido por muchos, pero es un verdadero tesoro para quien la descubre. Famosas son las palabras de Antoine de Saint-Exupéry en su obra El Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos». La humildad es esencial en el seguimiento de Jesús: «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Todo el hacer de un discípulo de Jesús debe llevar este sello, el sello de la sencillez, la humildad y el amor.

Humildad conecta con la palabra latina «humus», la tierra fecunda para la vida, es decir, la humildad da fecundidad a la vida espiritual. La humildad es muy fecunda, da mucho fruto espiritual. Al menos en su origen la humildad se halla ligada de forma indisoluble a la tierra, en cuanto esta es posibilidad de crecimiento, de desarrollo, de creatividad. La tierra de la humildad está pronta para el milagro de la vida nueva. Es la tierra de la persona que ama, habita y trabaja sin rencor; es la tierra de la semilla de la paciencia; es la tierra de lo que germina desde el interior. En la profundidad del ser sobre todo el amor, pero un amor que se expresa humildemente, delicadamente.

Dietrich von Hildebrand, filósofo y teólogo alemán, nacido en Florencia en el siglo XIX, nos dice: «La humildad es la condición previa, el supuesto fundamental de la autenticidad, belleza y verdad de todas las virtudes. Ella es “mater et caput”, madre y cabeza de toda virtud».

Ser humilde consiste ante todo en atender a la realidad, ser realista. Josef Pieper, también filósofo alemán, nos recuerda que esta virtud consiste ante todo en que el ser humano «se tenga por lo que realmente es»[7]. Sin humildad, sencillamente nos separamos de lo real. Nuestra realidad es pobre y la humildad nos hace reconocer nuestra miseria.

San Jerónimo dice: «Nada tengas por más excelente, nada por más amable que la humildad. Ella es la que principalmente conserva las virtudes, una especie de guardiana de todas ellas. Nada hay que nos haga más gratos a los hombres y a Dios como ser grandes por el merecimiento de nuestra vida y hacernos pequeños por la humildad».

El sufrimiento y la debilidad humanos nos ofrecen un camino hacia la humildad. En la cumbre de la humildad está la humillación. Aquellos que por amor llegan a humillarse como lo hizo Jesús serán ensalzados, esta es una de las promesas de Jesús para los que le siguen: «el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23,12). Es lo que hace el apóstol Pablo por amor a la comunidad de Corinto: «¿Acaso tendré yo culpa porque me abajé a mí mismo para ensalzaros a vosotros anunciándoos gratuitamente el evangelio de Dios?» (2Cor 11,7). Pero, ¿qué es lo que movía el interior del corazón del apóstol Pablo? Tocado por el fuego del Espíritu, por el amor desbordante de Dios, le impulsaba la fe inquebrantable en el rostro de Cristo y la esperanza de la realización de las promesas del Señor.

2. La humildad brota del amor

La humildad está unida a la modestia, sencillez, pobreza. Estas consisten en apreciarse o valorarse en la medida justa. El novelista francés Honoré de Balzac dice que «sencillo es todo lo verdaderamente grande». Y el filósofo y escritor Blaise Pascal dirá: «La grandeza del hombre está en reconocer su propia pequeñez». Reconocer nuestra pequeñez es indispensable para ayudar al hermano en su pequeñez.

 

Los clásicos grecolatinos dicen que la persona es un «microcosmos»: un pequeño universo que contiene en sí al universo entero de alguna manera, a través de la inteligencia y de la voluntad. Sin humildad la persona no puede realizarse, su ser y su tarea, su vocación, constituyen el ser y la tarea de la humildad. La humildad es el camino para descubrir nuestro universo interior. Un universo maravilloso que está siempre por descubrir y que en la medida en que el ser humano entra en sus profundidades va encontrándose con la belleza de un Dios que vive locamente enamorado de sus criaturas. Un Dios que te habita y sostiene tu vida.

Pero la tierra de la humildad muchas veces se ve como un campo de minas que puede estallar de un momento a otro cuando prevalece la soberbia, el orgullo, la egolatría, la vanidad, la presunción, la arrogancia, la vanagloria, la petulancia, la prepotencia, el elitismo, la sofisticación, el narcisismo, la autosuficiencia, la segregación, el despotismo o la creencia en la propia y absoluta superioridad. Son las tempestades que azotan a nuestra humildad. Todas estas realidades son contrarias al camino de la humildad y hacen mucho daño a la persona, pues obstaculizan la obra de Dios en nosotros.

Humilde es el camino que Dios ha elegido y quiere, y en el cual introduce a los pobres y pequeños, a los que privilegia frente a los ricos y poderosos, como canta María en el Magníficat: «(El Señor)… dispersa a los soberbios de corazón, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 51-53).

Santo Tomás puso especial atención en subrayar la dimensión religiosa trascendental de la humildad. Sin cierta dosis de humildad no podemos acercarnos con reverencia a ese insondable misterio del «silencio de Dios». A veces Dios calla, a veces no llegas a comprender su silencio, pero Él está ahí amando, siempre amando y esperando que brote en ti la confianza del corazón. El humilde confía y espera, incluso en el silencio de un Dios que a veces parece mudo. Si vas más allá de su silencio verás la luz de su amor, un amor que te reconforta, alivia todas las tristezas, levanta la esperanza, te resucita. Nada hay más grande que su amor. Si te sientes amado, ya te haces humilde, caes de rodillas, en veneración y adoración del misterio.

Hoy nuestra sociedad vive bajo la dictadura de nuestra imagen, seducida y esclavizada por las meras apariencias, al margen del fondo real de las cosas, de su sentido profundo y de su horizonte más alto, en cierto modo indiferente o de espaldas a la verdad y a Dios. Existe un deseo en el interior humano de quedar bien ante los demás. El documento del Sínodo de los Obispos en su XIII Asamblea General Ordinaria sobre la Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana dice: «En un tiempo durante el cual tantas personas viven la propia vida como una verdadera experiencia del “desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo de los hombres”, el papa Benedicto XVI nos recuerda que “la Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud”»[8]. ¡Qué misión más enorme y al mismo tiempo tan maravillosa tiene la Iglesia de mostrar el rostro amoroso de Cristo, el rostro que nos muestra la fuente de la Vida! Allí donde esté un bautizado está un ungido por el Señor para sacar a los hombres y mujeres del desierto para llevarlos al Paraíso con Dios.

La humildad está hecha de amor. La humildad es amarte a ti mismo, con todas tus limitaciones e incoherencias y amar cuanto existe desde la Verdad, y saber que Dios te ama en tu debilidad. Amor, humildad y verdad se entrelazan porque no hay virtud auténtica sin amor, y el amor reclama siempre humildad, ya que requiere a su vez el realismo de la verdad. El amor, la humildad y la verdad te hacen danzar al ritmo de Dios. Sintiéndote libre puedes proclamar a los cuatro vientos dónde está la verdadera libertad. Es libre quien vive en Dios y para Dios. El Señor te hace libre para amar y servir. Entonces puedes entregar la vida como ofrenda de amor para que otros encuentren la vida.

El Hermano Rafael, monje trapense, nos dice: «Un pestañear de ojos hecho por amor vale más que un imperio conquistado». El amor siempre es primero en cuanto fundador de todo, y es desde su seno desde donde puede brotar cualquier valor, también la humildad. Sin la humildad, no hay amor fecundo entre las personas; y sin amor, no se puede dar ni puede vivir la humildad. El humilde, al saberse amado, descubre el don que se le hace así, el regalo que viene de Dios y de los demás.

La fuente de la humildad se esconde en el amor sincero hacia los otros. En su centro late un recibir agradecido y un donarse desprendido. Sin amor no podemos llegar a adquirir la humildad. El corazón de la humildad auténtica es aquel en cuyo interior late el amor. Y este amor, en su más hondo alcance, consiste en querer el bien del otro, en anhelar la comunión de las personas. Querer el bien del otro supone traspasar las fronteras de sí mismo. Esta experiencia trascendental del amor no puede darse sin la apreciada humildad.

Ejemplo supremo de la humildad, movida por el amor, lo tenemos en el himno cristológico de Pablo a los filipenses:

«Cristo, a pesar de su condición divina,

no hizo alarde de su categoría de Dios,

al contrario, se despojó de su rango

y tomó la condición de esclavo,

pasando por uno de tantos

y actuando como un hombre cualquiera;

por eso se humilló a sí mismo,

obedeciendo hasta la muerte

y una muerte de cruz.

De modo que Dios lo levantó

y le otorgó el Nombre,

que está sobre todo nombre.

Para que al nombre de Jesús

toda rodilla se doble en los cielos,

en la tierra y en los abismos,

y toda lengua confiese

que Jesucristo es Señor

para gloria de Dios Padre» (Flp 2,6-11).

El amor humano no es sino la respuesta a un amor infinito que nos desborda, y que nos quiere de manera inigualable e incomprensible para nosotros. La vocación es nuestro amor a los demás, pero fundamentalmente, la vocación es el amor de Dios hacia nuestra persona concreta. Edith Stein, monja santa de origen judío, que se convirtió del judaísmo y murió en el Campo de Concentración de Auschwitz, nos dice en uno de sus escritos: «El criterio último del valor de un hombre no es qué aporta a una comunidad (familia, pueblo, humanidad), sino si responde o no a la llamada de Dios». Hacer la voluntad de Dios exige por parte nuestra humildad, y esto es tener vocación, sentirse llamado.

3. Dios es el «infinitamente humilde»

Solo Dios puede amar de forma total y plenamente gratuita. Dios se «abaja», viene desde su altura infinita a lo que se encuentra ilimitadamente lejano, de debajo de sí. Dios es el «infinitamente humilde». Por amor a cada uno de los seres humanos, se hace pequeño hasta convertirse en uno de ellos sin dejar de ser quien es.

Así pues, el que ama primero, despierta poco a poco en nuestro interior el aprecio por Él. Miguel de Cervantes ya lo dijo: «La ingratitud es hija de la soberbia». Palabras preciosas son las que nos dice san Agustín: «Dios, al enseñarnos la humildad, nos dijo: “Yo he venido para hacer la voluntad del que me ha enviado. He venido, humilde, a enseñar la humildad como maestro de humildad… El que viene a mí, será humilde”». En definitiva, se trata de enamorarse de la humildad para llegar a ser mejores discípulos de Jesús.

Ante el misterio de Dios solo cabe la humildad. El misterio supera a la persona y demanda «contemplación». Por eso acojamos las palabras del apóstol Pedro: «Humillaos, pues, bajo la mano de Dios para que, llegada la ocasión os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros» (1Pe 5,6-7). Esto no lo llegamos a comprender, pero pertenece a lo más profundo del misterio de la vida cristiana. La confianza del corazón en Dios abre puertas a la esperanza y, ¿qué sería de nuestra vida sin esperanza?

4. La humildad es una senda de aventura

Para un cristiano la humildad es el desnudo camino que conduce a la felicidad. Nos ayuda a estimar con realismo todo lo que somos o tenemos. Valorar nuestra realidad en su justa proporción nos proporciona gozo. Es la vía de la sencillez, que nos despoja de lo superfluo, para ayudarnos a andar con mayor ligereza hacia lo que en realidad nos enriquece y nos colma de felicidad. A veces caminamos con un caparazón que nos hemos forjado con el paso de los años, es un caparazón de cosas superfluas que a veces tienen más peso que lo esencial. El P. Yves Marie-Joseph Congar, fraile dominico y teólogo católico, uno de los artífices intelectuales del concilio Vaticano II, decía que el concilio de Trento y la reforma que de él surgió dotó a los católicos de un caparazón que los protegió, pero el proceso de secularización nos está arrancando a los católicos este caparazón defensivo. Y por haber desarrollado un caparazón, no hemos desarrollado el esqueleto de la vida cristiana que es la vida interior, es decir, la experiencia de Dios.