Loe raamatut: «Crononautas»

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—Me carga viajar en el tiempo.

—Pero hijo…

—Es que mamá nunca viene con nosotros…

Aaron Modric levantó la vista. Desde los juegos de agua de la plaza, el pequeño Mondrian lo miraba con cara de querer estar en cualquier otra parte. Pensó en dejar de lado la presentación que estaba revisando en su dispositivo portátil, pero también pensó que este sería un buen momento para probarla con una audiencia impaciente y gruñona.

—Ven un segundo, hijo. Ven, siéntate aquí.

Mondrian corrió feliz a sentarse en las piernas de su padre, que al presionar el marco de sus anteojos comenzaron a proyectar el holograma de lo que a todas luces era un powerpoint del futuro. En el aire rotaba la proyección de ecuaciones e índices de probabilidad genética, en coloridos gráficos que el niño perseguía a zarpazos por el aire.

—Mira, este es el código del ADN de una persona. Es la combinación de información genética que hace que las personas seamos personas y tengamos dos piernas, dos brazos, un corazón, un cuello pequeño; y nos diferenciemos de, por ejemplo, las jirafas, que tienen manchitas, cuello largo y comen hojas. En este nivel todas las personas del mundo somos iguales. Todos tenemos algo en común, y por eso es importante preocuparnos por los demás, ¿no es verdad?

Mondrian iba a decir “pero, pero”, sin embargo su padre prosiguió a la velocidad justa para que no fuera necesario interrumpirlo.

—Aunque también todos somos distintos. Todos tenemos cosas que nos diferencian. Algunos somos más altos, otros más bajos. Algunos tenemos el pelo rojo, otros lo tienen oscuro o rubio. Y las narices… ¡Qué distintas son las narices! ¿No te parece? Cuesta mucho encontrar dos iguales. Como las personas mismas, las hay parecidas a veces, ¿pero iguales?

La imagen proyectada se empezó a enfocar en una sección especial de la doble hélice del ADN. A un costado salían más números y porcentajes.

—Esta sección es la que nos importa, Mond. Mira. En esta área hay algo que hace que alguna gente como tú o como yo tengan el pelo de este color. Y hay algo en esta misma sección que hace que podamos soportar los efectos físicos al viajar en el tiempo. Y no sé qué es, pero lo estoy buscando. Por eso viajo tanto y trato de llevarte conmigo, porque estás creciendo tan rápido cuando yo estoy de viaje. Por eso, además, mamá no puede acompañarnos. Algo hay en el ADN que impide que las personas que no tienen este componente viajen en el tiempo; esta marquita minúscula en sus fibras más pequeñas, que además les da este color de pelo.

—¿Y si te pasa algo cuando estás lejos?

Mondrian ya estaba entrando en la edad en que quería compartir con el mundo las aventuras y descubrimientos de su padre, sintiéndose orgulloso de ser el hijo de una persona tan importante. Pero no podía contarles la verdad a sus compañeros, ni aun a su madre, sin que lo dejaran en ridículo y se burlaran de él. Una vez trató de contarle a su mejor amigo que su padre tenía la capacidad de poder viajar en el tiempo, que venía del futuro, y pasaba largas semanas ausente en viajes de los que no podía decir nada. Al día siguiente su amigo le dijo que sus papás le prohibieron volver a jugar con él.

—No me va a pasar nada. Tienes que estar tranquilo, hijo. Recuerda eso siempre. Si alguna vez me pasa algo vas a ser el primero en saber. Mientras tanto, no te preocupes.

—Pero y si un día…

—Si un día, ¿qué?

—Y si un día haces algo que no sea de esta época… Algo que sea peligroso…

Con sus bucles anaranjados tapándole los tímidos ojos, Mondrian no pudo percibir el brillo orgulloso en la mirada de su padre. Aaron respiró profundo: en unas horas más estaría muchos siglos en el futuro, frente a una audiencia de reclutas y científicos ávidos de escuchar su historia, llenos de dudas técnicas y ecuaciones con múltiples incógnitas por despejar. Y ahí estaba su hijo, con las preguntas más importantes, esperando la respuesta más simple posible.

—Cuando uno hace algo que cambia el pasado y puede con ello alterar el futuro, el universo se porta de lo más amable, hijo. Como cuando conocí a tu mamá, o cuando naciste tú, más de mil años antes que yo, imagínate. El universo se preocupa de nosotros y no nos deja solos. Es un lugar inmenso, y cuando cambiamos el pasado de esta forma, lo que hace el universo es abrir un espacio nuevo, acomodar los que estaban por venir y tomar una nueva forma. No es que uno pueda terminar con el universo o quedarse atrapado por siempre viviendo los mismos días. Con cada cosa que hacemos en un día común y corriente estamos cambiando la forma del lugar donde vivimos, Mond. Y por eso es importante.

Aaron le hizo un cariño a su hijo, desenredando suavemente uno de esos mechones rojizos, como queriendo destacar el color de pelo de los viajeros en el tiempo, y también para mirarlo a los ojos cuando le dijera lo siguiente, que era una de las lecciones de vida más significativas que había aprendido en sus cronoviajes. Ahí se percató de que los ojos que buscaba estaban cerrados, y que su hijo respiraba por la boca, profundamente perdido en un sueño plácido.

—¿Cómo les voy a poder explicar la ciencia del viaje en el tiempo a los crononautas del mañana?

Capítulo I

En el que un chancho es rescatado y conocemos a nuestros héroes, los que reciben un extraño llamado del destino. O de su jefe, que viene a ser la misma cosa, francamente.

AÑO 2181, SIGLO XXII

En otro lugar del tiempo, durante una noche oscura, de una oscuridad apenas más pálida por la luna media. En medio del silencio del bosque se filtraba sutilmente el imperceptible crepitar de la hojarasca. Un hombre y una mujer, enfundados en trajes que parecían estar hechos de la misma oscuridad, se deslizaban sigilosos, procurando pasar lo más desapercibido posible. Habían conseguido eludir la seguridad robotizada de la planta de producción, pero siempre era probable que hubiera patrullas humanas recorriendo los alrededores. La mujer se movía con una mezcla de cautela y gracia que daba gusto observar. Se desplazaba entre árbol y árbol con la naturalidad de una bailarina que ha entrenado muchos años para este momento. Por su parte, el hombre avanzaba como uno de esos malabaristas de circo que siempre están a punto de botar el cuarto plato que lanzan al aire, pero finalmente nunca botan nada. No llevaba platos; en cambio llevaba un chancho.

—¡Brooohiiink!

—Shhh. Tápalo. Tápale la boca.

—¿Ah?

—Así —la mujer tomó la mano de su compañero y la puso a la fuerza contra el hocico del porcino, quien rápidamente intentó hacer merienda del guante del muchacho.

—¡Auch! Me mordió.

—Merecido te lo tienes. Trátalo con más cuidado.

—Pero si es un chanch…

—Es un animal. ¡Y un animal especial, además!

—Yo todavía no veo qué tiene de especial este chancho… En mi época la carne de cerdo era de lo más común.

Lidia hizo una pausa para mirar a su compañero. Ninguno de los dos cumplía aún los veinte años. Ahí terminaban sus similitudes. Si bien ambos eran pelirrojos, lo eran de maneras distintas. Aún bajo la escasa luz que proveía la luna, Lidia podría llegar a pasar por una rubia cobriza. Mondrian, en cambio, no podría pasar por nada menos que una zanahoria atómica. En el rostro de Lidia, tanto como en sus movimientos pulidos y elegantes, había reflejada una alegría profunda e intensa, como si su cuerpo apenas pudiera contener el gusto por lo que estaba haciendo. Mondrian parecía más indiferente a todo.

—¿Qué pasa?

—Nada, vamos. Y trátalo con más cuidado ¿sí? Tiene sentimientos y le duele si le haces daño.

A Lidia a veces se le olvidaba que, a pesar de tener casi la misma edad, Mondrian había nacido unos dos mil quinientos años antes que ella. No lo conocía tanto, pero todos los crononautas conocían la historia de Mondrian Modric, el niño del pasado que había quedado abandonado en el futuro.

—Comienza el conteo. Enciende los motores de extracción. Aquí vamos —dijo Lidia a la computadora de la nave.

Ajustaron los controles de gravedad de sus trajes, de lo contrario el desplazamiento de la nave por el flujo temporal los pondría a rebotar contra las paredes hasta hacerlos papilla en un santiamén. Podían sentir como, a medida que los motores de extracción temporal empezaban a acumular la energía necesaria para dejar al siglo XXII y dar el salto de vuelta al siglo XXXVI, la crononave entera vibraba, envolviéndolos lentamente en un arrullo que a Lidia le parecía fantástico. Le habían contado que cuando era niña no podía dormirse si no era en los brazos de su padre, mientras este corría por la casa con ella al hombro; y que cuando él no estaba, su madre la sentaba en el asiento del copiloto de su transportador y el vaivén del motor al partir tenía el mismo efecto. Quizás por eso era que se sentía tan a gusto dentro de una crononave. Cada viaje, cada salto en el tiempo la llevaba de vuelta a esa sensación de hogar y protección. Y además, podía conocer otras eras, ver paisajes y personas de las que solo había leído. Le encantaba su trabajo.

—Me carga viajar en el tiempo —reclamó Mondrian.

—¿Y eso por qué? —Lidia quiso profundizar.

—Eh…

Mondrian no dijo palabra. Se dio cuenta de que, una vez más, había pensado en voz alta. No tenía muchos argumentos, pero era cierto: no le gustaba viajar en el tiempo. Tras la desaparición de su padre, hacía casi diez años ya, se había quedado solo en el mundo, en un mundo donde no conocía a nadie, y donde su disposición genética lo volvía una persona excepcional: era casi el único de los crononautas que no sufría efectos secundarios tras el salto temporal. Todos o, bueno, casi todos sus compañeros se pasaban las primeras veinticuatro horas desde el arribo a una nueva época bajo cuidados intensivos, deshidratados y desorientados a más no poder. Era por eso que las crononaves venían equipadas con cámaras de descompresión y sistemas de asistencia vital, sistemas que Mondrian apenas había visto, y que no podría dibujar o describir muy bien si alguien se lo pidiera. Pero claro, Mondrian Modric contaba con la ventaja de ser el hijo del célebre Aaron Modric, inventor del proceso de viaje en el tiempo.

Pensó en su madre, en los recuerdos que le quedaban de ella. No podía viajar en el tiempo y por eso Mondrian recordaba mejor que nada sus abrazos, como tenazas de una tibieza perfecta de la que uno no quiere salir jamás. Abrazos que se deshacían con la suavidad con la que se desmigaja el pan más exquisito recién salido de un horno. Ella lo miraba después desde la ventana, cuando él ya iba camino a uno de los viajes con su padre, en caminatas que siempre le resultaban frías, sin importar la época del año. Y cuando ya no la veía empezaban los temblores y vibraciones, y en unos minutos se encontraba viajando en el tiempo.

—No sé… —dijo Mondrian retomando la idea—. ¿Los mareos? La sensación de que estás a punto de vomitar pero no pasa nada. Y después la vuelta, apenas al minuto después de haber salido.

Lidia lo miró ocultando su impaciencia ante la mentira evidente de su compañero. Todos sabían que a Modric no le pasaban esas cosas. Así como todos sabían que, del resto de los reclutas, ella era la única que tampoco sufría con los saltos, pero que en su caso esto era una cuestión de esfuerzo. Ni bien sus genes habían dado positivo para el viaje en el tiempo, Lidia se había inscrito en la academia para ser una de los crononautas. Tras pasar la mayor parte de su infancia entrando y saliendo de pabellones operatorios y salas de hospital, todo lo que quería era ver el mundo, en todas sus épocas, por todos sus rincones, en todas sus intensidades. Tenía una extraña enfermedad autoinmune, para la que la ciencia del siglo XXXVI apenas había conseguido elaborar la promesa de una remisión, como si su cuerpo no pudiera contener tanto ímpetu de vivir. Tanto así que se había tomado las operaciones y exámenes como una forma de entrenamiento, para así alcanzar tal control sobre su sistema nervioso que un simple salto en el tiempo no la afectara mayormente. Como todos, sí, ni bien aterrizaba en una nueva época sentía el impulso de dejarse caer y desmayarse por un día entero; pero se había prometido no pasar nunca más una noche en una cama de hospital, aunque fuera en la camilla de una nave. En cada misión procuraba atender y asegurarse de que sus compañeros estuvieran bien, que quedaran cómodos y que no les faltara nada durante el proceso de recuperación. Le gustaba hacer eso, prevenir el dolor de los demás, o al menos hacer que este fuera un proceso más amable.

Mondrian y Lidia formaban una pareja atípica. Era extraño que los hubieran designado como compañeros, pues el sentido común dictaba que ellos, los agentes con la mejor resistencia a los efectos secundarios del viaje, tenían que viajar acompañando a los más inexpertos y vulnerables, para así proveerles asistencia y protección. Las misiones simples o de extracción más urgente las solía realizar Mondrian solo. No era muy bueno para cuidar de los demás, por una mezcla de torpeza y poca práctica, que lo hacía ocupar un lugar indefinido dentro de los viajeros del tiempo.

Los crononautas, auténticos antropólogos de lo imposible, formaban parte de una organización dedicada a la Navegación Astro Ultra y Trans Astral, más conocida como NAUTA. Esta organización había sido fundada el año 3014 por Max Arcadio, filántropo humanista cuyo principal interés era rescatar lo mejor de la humanidad con miras a acelerar los avances que esta pudiera dar a futuro. Dentro de esta organización, los crononautas eran los encargados de recorrer el pasado en busca de elementos claves o significativos para la evolución de la especie humana. Como el chancho que ahora compartía la crononave con Lidia y Mondrian, por ejemplo.

Apenas la nave comenzó a estremecerse con los temblores propios del despegue y el pliegue espacio temporal, Lidia le inyectó un calmante al animal, que cayó rendido con la sonrisa propia de un chancho feliz.

—Míralo, qué ternura —dijo Lidia, quien prefirió obviar el último comentario de su compañero. No tenía caso ponerse a pelear o sacarle en cara nada, sobre todo cuando la misión estaba por terminar. Acomodó al animal en un corral especialmente dispuesto para garantizar que el cerdito tuviera los más dulces sueños.

—Hmmm —respondió Mondrian.

—¿Qué? Pensé que te gustaban los chanchos.

—Me gustaba comerlos, que es bien distinto.

—No puedo creer que alguna vez el ser humano creyó tenía que alimentarse de otros seres vivos.

—Y no solo alimentarnos: nos vestíamos, lavábamos el pelo, los usábamos para hacer almohadas… como con los sintéticos ahora. Había plantas productoras con millones de chanchos como este.

—Bueno, este es el último —dijo Lidia enfática.

—¿Ah?

—Eso es lo que tiene de importante y especial, Modric. Ese chancho, que está durmiendo allá atrás, es el último animal de la humanidad criado para consumo en masa.

Mondrian miró al porcino con un nuevo respeto. Saberlo así, tan solo en el mundo y en el tiempo, le confería una cierta majestuosidad. Este no era cualquier chancho sino un verdadero sobreviviente.

De pronto, el chancho dejó escapar un gas. De inmediato se activaron los agentes descontaminantes y en un instante Lidia estaba apagando y reconfigurándolos.

—Pero, Lidia, ¡el olor es insoportable!

—No podemos arriesgarnos a hacerle daño. Sus parásitos y nuestros parásitos pueden ser completamente incompatibles y por querer desinfectarlo podríamos incluso llegar a matarlo. Tenemos que preservarlo de la mejor manera posible para su estudio. Además, tenemos que devolverlo después.

Parte de la declaración de principios de los NAUTA incluía alterar lo menos posible el ambiente que visitaran. Se decía que la idea original de Max Arcadio era recuperar los artefactos más preciados de la humanidad, para así construir una especie de arca que recopilara lo mejor de nuestra civilización. Aunque había otras voces que decían que el aspecto del salto evolutivo era lo más importante de la visión de Arcadio. Aun siete siglos después de su muerte, las palabras del fundador eran discutidas como si fueran escrituras sagradas.

Y había opiniones de todos los tipos.

Pero si no en sus dichos, al menos la historia había sido bien clara en cuanto al fruto de sus acciones: hoy por hoy los NAUTA eran una organización bien estructurada, con distintas ramas dedicadas específicamente a documentar una dimensión de la experiencia vital. Estaban los psiconautas, encargados de explorar los confines más remotos de la mente humana, acostumbrados a coquetear con la locura, enamorarla y dejarla esperando en el altar. Los ficcionautas exploraban todos los mundos posibles creados por el ser humano, algunos de los cuales a su vez contenían infinitos mundos dentro de sí; utilizaban motores tecnodiegéticos para entrar en los grandes clásicos de la literatura o en la perversa lógica de las películas de bajo presupuesto y habitar sus mundos en búsqueda de los mejores exponentes de la imaginación humana, viviendo aventuras solitarias y a la vez extremadamente intensas. En contraste, los tecnonautas se encerraban por horas en sus laboratorios, deconstruyendo los grandes logros tecnológicos del pasado para poder crear las teorías del futuro; sus viajes solían llevarlos a territorios microscópicos, donde una mota de polvo era una galaxia y donde el micrón o el armstrong suponían grandes distancias. Los oníronautas eran los héroes que habían consagrado su vida al sueño y los misterios del inconsciente humano. Se estima que un oníronauta duerme, por lo mínimo, tres cuartas partes de su vida, teniendo sueños que duran, muchas veces, más de una vida entera. Y claro, estaban también los crononautas, encargados de los viajes temporales, como Mondrian y Lidia.

—Ya estamos casi —apuntó Lidia al sentir que las vibraciones cesaban y el ruido atronador del motor primario daba paso al burbujeo metálico de los motores de anclaje temporal.

—Perfecto —dijo Mondrian.

Un golpe seco les dio la bienvenida al Nautilus 3025, la gigantesca nave-ciudad que oficiaba de cuartel general de los NAUTA. Anclada en un intersticio fuera del continuo espacio tiempo, en permanente órbita en torno al planeta Tierra, era el lugar perfecto para que un grupo de antropólogos de lo imposible situara el punto de partida hacia todas las aventuras imaginables. La nave-ciudad había sido diseñada y construida bajo la supervisión del mismísimo Max Arcadio, y debía su nombre al más famoso de los submarinos exploradores de la ficción, y su número al año en el que había sido lanzada desde la Tierra hacia su posición actual, en lo que fue un día celebrado por muchos siglos como uno de los momentos más felices de la historia de la humanidad.

En el hangar los esperaba un equipo de descontaminación especial para el cerdo, que seguía durmiendo feliz, y un individuo cuya sonrisa parecía estar plastificada.

—Modric, Moreau —les dijo en tono formal.

Desde los días de la Academia que no escuchaban sus apellidos tan de cerca.

—Señor, voy camino a elaborar mi informe sobre el procedimiento de extracción —le respondió Lidia.

—Deje el protocolo de lado, Moreau. Podemos elaborar el informe con las estadísticas del piloto automático. Tengo órdenes prioritarias del coronel Wazikazi, quien requiere su presencia inmediata en la oficina.

Lidia y Mondrian se miraron. “De esto no iba a salir nada bueno” pensaron.

Capítulo II

En el que nuestros héroes reciben una misión (¿imposible?). Hay caminatas y conversaciones al pie de la estatua de un señor importante. A sabiendas de que pueden no volver más, nuestros héroes se lanzan en pos de la aventura. Es por eso que son nuestros héroes.

El coronel Akuma Wazikazi estaba de pie tras su escritorio, el único mueble en una habitación amplia, compuesta por tres paredes holorrefractantes y un inmenso panel de vidrio que dominaba el parque central del Nautilus 3025. Le gustaba la vista. Era lo que más le gustaba de ser un oficial superior; también, tenía que admitirlo, estar fuera del servicio en terreno. No era que no le gustara la idea de estar constantemente recorriendo épocas nuevas, puntos en el tiempo tan distintos que, si bien estaban todos en el mismo planeta, podrían estar separados por milenios luz. Pero ya estaba viejo para eso y su cuerpo se lo agradecía. Tras todas esas aventuras, tras todos los milagros y los imposibles que había visto y de los que había formado parte, la idea de ser un viejo mirando el parque le parecía muy satisfactoria. Paz y tranquilidad, eso era todo lo que quería. No tener que dar malas noticias. Porque eso era lo peor de ser coronel.

Apenas se había graduado como crononauta Wazikazi conoció al padre de Mondrian. El mismísimo Aaron Modric en sus primeras exploraciones de lo que era para él el futuro lejano. Eran, para Aaron y la humanidad, las primeras décadas de exploración temporal. Parecía no haber límites con los descubrimientos. Se le notaba en la cara, siempre emocionado, queriendo ir más lejos.

Aaron Modric llegó un día y no se sorprendió de ninguno de los avances que la ciencia había tenido en los últimos setecientos años. Sí se sorprendió de las cosas que no habían cambiado. No podía creer que todos los crononautas aún tuvieran un indicador genético común, y que este derivara de su propio genoma. En un pequeño salón, frente a veinticinco colorines, el más colorín de todos activó la holoproyección donde se leía “La Ciencia del Viaje en el Tiempo”.

Pero Aaron no estaba hecho para descansar ni dar charlas. No con todo el espacio-tiempo a su disposición como un medio nuevo para explorar. La verdad era que ese, el viaje en que había conocido a Wazikazi, había sido su primer salto hacia el futuro. Hasta ese entonces Aaron solo había explorado los límites del viaje al pasado y tenía gran apremio por volver a su época, al siglo XXXI para estudiar los datos recabados y seguir testeando los límites de su invención.

Wazikazi, que había leído tres de las biografías hipotéticas sobre Modric, al principio no podía creer lo que estaba pasando. Pero se acostumbró rápidamente a estar junto a un personaje histórico, y, dejando de lado estas consideraciones, se decidió a tratarlo como si fuese otro más de sus compañeros recién egresados. Fue ese trato de igual a igual el que hizo que Aaron Modric lo considerara, más que a nadie, su amigo del futuro.

Wazikazi trató de acompañarlo lo más que pudo, pero había reglas para estas cosas. Aaron tenía que hacer una serie de exploraciones por su propia cuenta, las biografías eran más bien vagas en este sentido, escritas desde la perspectiva de los habitantes del año 3025, para que el mundo, como Wazikazi lo conocía, pudiera existir. Pero al parecer aquello que los biógrafos habían descrito como “el futuro” eran precisamente los tiempos en que el (entonces) joven cabo Akuma Wazikazi, había compartido con su amigo, cuyas visitas eran cada vez más frecuentes. Un día, cuando Aaron Modric se despidió diciendo que iría “lo más lejos en el futuro que ningún crononauta ha ido jamás”, Akuma no pudo evitar abrazar a su amigo con una intensidad especial, sabiendo que su silencio era crucial para el continuo espacio-tiempo. Paradojalmente, cualquier detalle que le diera a Aaron sobre la hazaña que este estaba a punto de lograr podría terminar impidiendo que la lograra. Pero Akuma sabía que esa historia terminaría bien, por lo que no le sorprendió tener una visita de su amigo unos cuantos años más adelante. Lo que sí lo sorprendió fue comprobar que no venía solo.

Mondrian Modric tenía cinco años la primera vez que viajó al futuro junto a su padre Aaron. Era un niño extraño, que alternaba largos momentos de quietud imperturbable con intervalos de locura total, como un pequeño tornado o como la representación animada de un demonio de Tasmania.

—¿Y la madre? —le preguntó Wazikazi a Aaron Modric.

—Nada… todavía no puede viajar.

—Lo lamento… ¿de cuándo es?

—De por ahí, por ahí —Aaron hizo una pausa como calculando el salto de confianza que estaba por dar junto a su amigo—. Es del siglo XX.

—Ah…

Akuma Wazikazi trató de acortar ese silencio lo más rápido posible. No quería que su amigo se sintiera juzgado. Quién era él, después de todo, para recriminarle las consecuencias que podía traer tener un hijo con una mujer del pasado.

—Y… ¿sabe? —continuó Akuma intrigado.

—No, no sabe. Cree que trabajo en mudanzas interestatales. Estos son los viajes cortos en que el jefe me deja llevar a Mondrian.

—¿Y él no dice nada? Lo deben molestar en el colegio. ¿No era lo que los niños de esos años hacían?

—Sí, eran tiempos más bárbaros. Más inocentes, también. Es parte de su educación. Tiene un compañero al cual le dice que va al país de Nunca Jamás cada quince días. Si sigue diciendo eso, van a llamar al apoderado, nada más. No sé…

—¿Qué pasa?

—Nada de todo esto, Akuma. En mi línea de tiempo personal Max Arcadio está recién formando a NAUTA y no tiene idea de esto. Nadie en mi época sabe que tengo familia, no hay registro de nada.

—¿Y los viajes?

—Llevo a mi hijo solamente al pasado. Es una suerte que pueda saltar en el tiempo sin marearse ni nada. Esta es su primera vez en el futuro. Además, no sé por cuánto más pueda seguir haciendo esto sin que le pase algo a él, a mí o a los dos.

—Déjalo aquí, entonces.

—¿Cómo se te ocurre? Un niño necesita tener al menos a uno de sus padres presente. ¿Y cómo le voy a explicar a la madre que no lo volverá a ver más porque está en el futuro? EN EL FUTURO, ¿entiendes? Y a él mismo, ¿qué le vamos a decir?

—La verdad. No veo por qué habría que mentirle. ¿Se usa mucho eso de mentirle a los niños en el siglo XX? Vamos a acogerlo y será como un hijo, la mascota de la división. Aquí podrás venir a visitarlo siempre y cuando sea mayor operarará una crononave mejor que nadie, seguro, y podrá ir a ver a su madre. A ella le tienes que decir lo mismo. De esta forma, lo va a dejar de ver por un tiempo, incluso puede llegar a ser un minuto. ¿Cuál es la otra alternativa? Lo dejas en el siglo XX y si te llegase a pasar algo se quedará sin padre, atrapado un mundo donde la gente todavía come carne.

—No, olvídalo. ¿Le vas a decir a una madre que se va a perder “solo” algunos años de la vida de su hijo, como si nada? Es una tontería. Una locura y una tontería. ¡Mondrian, nos vamos de aquí! Ven a despedirte de Akuma.

En todos sus años de amistad, la mirada reprobatoria de esa despedida sería el segundo momento más doloroso para Wazikazi, a quien su lógica y elocuencia ya le habían otorgado el ascenso a capitán para la siguiente visita de los Modric. Ocupado como estaba en las labores propias de su nuevo puesto, no pudo ir a recibirlos como siempre, pero sí se reunió a cenar con Aaron. Si hubiera estado en el hangar, habría podido ver cómo el pequeño Mondrian, ahora de casi diez años y cada día menos pequeño, se bajaba de la primitiva crononave con dos maletas y un almohadón gigantesco.

Akuma había aprendido a no preguntar por la madre de Mondrian, así que pasaron casi toda la cena hablando de lo usual: los viajes, la exploración, los avances; en qué punto de la historia de NAUTA estaba la vida de Aaron.

—Mañana es el día —le dijo a Akuma.

—¿Mañana? ¿Ya?

—Ese Arcadio es un maniático. Trabaja por semanas y semanas. Dicen que no duerme. Es tremendo.

—Qué impresionante. Me gustaría ir y poder observar el viaje de lanzamiento del Nautilus —dijo Akuma esbozando una sonrisa.

—Lo veo difícil. Los motores del Nautilus tienen que mover toda esta masa hasta el espacio, y quizás, si todo sale bien, por el tiempo. Y eso es más de lo que hemos movido nunca. No sabemos qué consecuencias va a tener, pero sería recomendable no alterar el espacio tiempo más de la cuenta. Si viajas tú, si viaja más gente desde distintos lugares del futuro, podría pasar algo desastroso.

—Es verdad. Es uno de esos puntos fijos en el espacio-tiempo. Esos eventos tan importantes que se repiten como constantes en todas las líneas de tiempo.

—Tonterías. ¿Acá creen en los universos paralelos también?

—Sí, claro. De hecho, existen facciones dentro de los NAUTA que aspiran a mover esta nave hacia un universo paralelo en algún momento. Creen que el fin de este universo no puede estar muy lejos, y que por eso debemos recopilar lo mejor de la raza humana para irnos a vivir a un universo paralelo. Ese es “El proyecto”, la verdadera intención de Max Arcadio.

—Veo que hay cosas que no cambian. Lo que sí es un punto fijo en todo tiempo es lo peligrosos que son estos pensamientos fundamentalistas.

Wazikazi no quiso decirle a su amigo que él mismo creía fervientemente en esta tesis. Para él, la evolución humana estaba a un salto temporal de distancia.

—Y… ¿cómo está la mujer del siglo XX? —se atrevió a preguntarle a Aaron.

—…

—Oh, perdón.

—No, no. Está bien —dijo Aaron.

—Quién me manda a hacer esas preguntas también. Hay cosas que no cambian.

—No hay problema. Es natural.

Y por primera y única vez, el entonces capitán vio a su amigo quebrarse en llanto. Aaron miraba el horizonte, buscando el punto en que la terraza del comedor convergiera con el parque hasta perderse en un montón de árboles, mientras las lágrimas caían por su rostro, impulsadas por una fuerza independiente, la gravedad de las cosas, como si nada de lo que se pudiera hacer o decir al respecto fuera a prevenir su caída.

—Por eso vinimos acá. Por eso quiero que cuides a Mondrian. Mañana es un día importante. Demasiado importante para llevarlo conmigo y arriesgarme a que todo salga mal. Pase lo que pase mañana cuando lancemos la nave, al menos voy a saber que mi hijo está acá, que tiene un futuro. Si todo sale bien, lo voy a venir a ver antes de que se entere que me fui. Si no, está en buenas manos. En las mejores.

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