Tres modelos contemporáneos de agencia humana

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Conforme con Gauthier, para que la formulación de estas preferencias consideradas se haga posible, es necesario que el individuo las haga conscientes y, por ende, que también las verbalice, las exprese en forma de proposiciones. Pues solo así puede examinarlas y determinar si son o no consistentes con otras preferencias suyas, de manera tal que pueda decidir si se compromete (o no) con ellas. Este compromiso se hace manifiesto en lo que el agente dice expresamente preferir, es decir, a nivel de su discurso y no solo a nivel de su conducta observable de elección, como en cambio sí ocurre en el caso de las preferencias simplemente reveladas. Todo lo anterior explica por qué, en comparación con estas últimas, las preferencias consideradas son más estables a lo largo del tiempo. Para dar satisfacción a sus preferencias consideradas, a las que el autor también se refiere como “actitudinales” o relativas a las actitudes del agente (related to attitudes), este tendría que maximizar lo que Gauthier llama “valor”, en contraste con la mera utilidad que el agente espera maximizar cuando intenta satisfacer sus preferencias meramente reveladas, a las que el filósofo canadiense también denomina “conductuales” (pp. 27-28), y que serían aquellas que solo se relacionan con el aspecto conductual de la elección (related to behaviour). Así, para nuestro autor, existe una clara diferencia entre maximizar la utilidad de las preferencias aun sin que estas hayan sido objeto de evaluación por parte del agente, y maximizar el valor de las preferencias cuando previamente se las ha sometido a examen. Por esto, y he aquí la diferencia cualitativa, i. e., normativa que le interesa introducir a Gauthier, la conducta propiamente racional consiste en la maximización del valor de las preferencias consideradas o actitudinales. Este valor, pues, no es lo mismo que la mera utilidad; presenta un plus normativo frente a ella, si bien y por mor de economía del lenguaje, Gauthier seguirá hablando en términos de “utilidad”, aunque entendiendo por esta aquello que el agente busca maximizar cuando intenta satisfacer únicamente sus preferencias consideradas.

Ambos grupos de preferencias —actitudinales y conductuales— pueden ser consistentes entre sí y, en este caso, lo que el agente dice preferir coincide con lo que de hecho prefiere en sus elecciones. Pero también puede ocurrir que ambos grupos de preferencias entren en conflicto y, entonces, lo que el individuo dice preferir no resulta ser lo mismo que termina por elegir en su conducta efectiva de elección. Si ocurre esto último, entonces puede decirse que el agente no busca maximizar el mismo tipo de utilidad cuando intenta dar satisfacción a sus preferencias actitudinales que cuando busca satisfacer sus preferencias conductuales. Por lo tanto, cuando se presenta este tipo de inconsistencia, se puede concluir que el sistema de valores del individuo es confuso o irracional, o que la persona no elige racionalmente —o es un agente irracional—, dado que su sistema de preferencias es inconsistente. De este modo hemos arribado, según Gauthier, a la instancia normativa que nos permitirá juzgar la racionalidad o irracionalidad de las preferencias y la conducta de elección de los agentes.

No obstante estas distinciones introducidas por el autor, en este punto creo que aún puede insistirse en preguntar: ¿qué es aquello que permite que solo algunas preferencias sean “consideradas” y tengan, por lo tanto, un peso normativo frente a las demás? La respuesta de Gauthier a esta cuestión, con lo que llevamos hasta acá, aparentemente no ofrecería mayores problemas. Sin embargo, al profundizar un poco más en ella y al cotejar lo ya expuesto con lo que sigue de La moral por acuerdo, aparecen interrogantes que en mi opinión no dejan claro este asunto de la normatividad. Nuestro filósofo va a reafirmar que la racionalidad o irracionalidad de las preferencias es independiente de su contenido y de los fines que se busque maximizar con ellas (o de los cuales ellas sean una expresión de compromiso). Para Gauthier, la racionalidad de las preferencias solo depende de su consistencia lógica en tanto que sistemas de preferencias, así como de la cualificación epistemológica de las creencias asociadas a dichas preferencias. De allí que el autor insista en que no podamos juzgar como racional ni irracional una preferencia aislada, por ejemplo, aquella que se expresa en la famosa frase de Hume: “No es contrario a la razón el preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo”.29 En este orden, según Gauthier, tampoco podríamos juzgar como irracional al individuo que exprese esta preferencia específica, por lo menos no sin antes haber examinado las relaciones de consistencia o inconsistencia que pueda haber entre dicha preferencia y el resto de preferencias que tenga el agente en cuestión.

Not the particular preferences, but the manner in which they are held, and their interrelations, are concern of reason. Once more we find ourselves in agreement with Hume, in this case when he says that it is “not contrary to reason to prefer the destruction of the whole world to the scratching of my finger”. It may be contrary to reason to hold such a preference in an ill considered manner, or to conjoint it with certain other preferences. But considered in it self we cannot assess its rationality. [...] Ends may be inferred from individual preferences; if the relationship among these preferences and the manner, in which they are held, satisfy the conditions of rational choice, then the theory accepts whatever ends they imply (pp. 25-26).

En mi opinión, estas últimas afirmaciones sorprenden, ya que resulta difícil sostener que la racionalidad o irracionalidad de las preferencias no se debe ni a su contenido, ni al compromiso del agente con ciertos fines, compromiso del que dichas preferencias son una expresión, si al mismo tiempo se sostiene, como lo ha hecho Gauthier, por una parte, que las preferencias deben ser enunciadas a fin de evaluar eso que ellas enuncian, lo cual no veo cómo puede ser disociado de su contenido. Por otra parte, lo afirmado en la cita también resulta insólito si antes el autor ha sostenido que aquello que cualifica o hace racionales a las preferencias depende, en buena medida, de su base epistemológica, la cual tampoco veo cómo puede ser evaluada sin que al mismo tiempo se evalúe el contenido de las preferencias. Del mismo modo, tal vez resulte difícil defender la tesis de que la racionalidad o irracionalidad de las preferencias solo puede determinarse luego de que se establezca la consistencia o inconsistencia que haya entre ellas, en tanto que sistemas de preferencias, si al tiempo que se reclaman criterios normativos que vayan más allá de la mera consistencia lógica con la que se contentaban, según la crítica que les hace el mismo Gauthier, los clásicos de la teoría de la decisión.30 Tampoco creo que resulte fácil, por lo menos no a primera vista y sin que medie alguna explicación adicional, considerar irrelevante/ilegítima una evaluación de los fines cuando se intenta evaluar la racionalidad de las preferencias, si al mismo tiempo se insiste, como lo hace nuestro filósofo, en que la racionalidad consiste en la maximización de un valor. Para aclarar un poco más este último punto, centrémonos por ahora en la discusión en torno del concepto de valor.

1.2.3. La noción de valor y el subjetivismo de los valores defendidos por Gauthier. La tensión entre dicho subjetivismo y el interés por lo normativo

Gauthier nos previene de ser cautelosos en cuanto al uso del término “valor”, pues no ha de llevarnos al equívoco de que él crea en la existencia de valores sustantivos u objetivos —los cuales, a su entender, serían una quimera— ni, por lo tanto, en la existencia de fines que sean racionales o irracionales por sí mismos. Para nuestro autor, algo es un valor sencillamente porque busca ser maximizado con nuestras preferencias consideradas. Pero no ocurre al revés: la cualificación de estas no se debe a que sean la expresión de un —supuesto— valor objetivo. En otras palabras, las preferencias consideradas son el referente gracias al cual se establece que algo es un valor; este es deducido a partir de ellas. Por lo tanto, resulta ilegítimo y engañoso suponer de entrada la supuesta existencia de un valor ‘objetivo’, para luego concluir que este debe ser el objeto de preferencias consideradas. Vistas así las cosas, Gauthier cae en la cuenta de que tendría que responder a una pregunta ineludible: ¿cómo puede, entonces, explicarse que sea tan extendida la creencia en los valores? La respuesta del filósofo canadiense es que los valores son un producto, no un punto de partida ni un marco de referencia; se deducen de la evaluación que hacemos de las muchas formas en que nos afectan los estados del mundo.31 Nuestro autor cree que cuando valoramos algo de manera positiva, lo hacemos porque hemos experimentado que satisface nuestros intereses y deseos, los cuales se expresan en nuestras preferencias y conductas de elección. Sin embargo, insiste Gauthier, lo anterior no debe hacernos perder de vista que, a diferencia de la mera utilidad, el valor es aquello que se intenta maximizar mediante elecciones que obedecen a esa subclase especial de preferencias, las cualificadas o consideras, que son las que poseen un peso normativo frente al resto, es decir, frente a las meras preferencias sin evaluar. De este modo, el filósofo canadiense advierte que aunque él se adhiriere a una posición netamente subjetivista en cuanto a la naturaleza de los valores, sin embargo, no se debe confundir esta posición suya con un relativismo frívolo desde el cual se afirme que podemos considerar como un valor a cualquier cosa que nos produzca placer, o que sea objeto de nuestros deseos. Por lo tanto, tampoco se debe negar el peso normativo que tienen las preferencias consideradas con las que se busca maximizar valores.

 

Objects or states of affairs may be ascribed value only in so far as, directly of indirectly, they may be considered as entering into relations of preference. Value is then not an inherent characteristic of things or states of affairs, not something existing as a part of the ontological furniture of the universe in a manner quite independent of persons and their activities. Rather, value is created or determined through preferences. Values are products of our affections. [...] Subjectivism is not to be confused with the view that values are arbitrary […] Values are not mere labels to be affixed randomly or capriciously to states of affairs, but rather are registers of our fully considered attitudes to those states of affairs given our beliefs about them. Although the relation between belief and attitude is not itself open to rational assessment is not therefore arbitrary (pp. 46-48; las cursivas son mías).

En esta última cita me he permitido subrayar la tesis de que no sería racionalmente evaluable la relación entre las creencias que proporcionan la base epistemológica de nuestras preferencias y aquellas actitudes nuestras que se expresan en nuestros juicios de valor, pues creo que no resulta fácil hacer compatible esta tesis con la importancia que el mismo Gauthier dice asignarle a la cualificación epistemológica de las mencionadas creencias. Igualmente, a mi entender, dicha cualificación tampoco parece ser compatible, ni con la poca importancia que ahora el autor le otorga al contenido de las preferencias, ni con su prohibición de asignarle algún sentido normativo a los valores. Por todo ello no creo que nuestro filósofo responda a la siguiente objeción: si tal y como él mismo lo había sostenido, resultaba tan importante la cualificación epistemológica de las creencias asociadas a las preferencias, entonces resultaría muy difícil que ahora se afirme, sin más, como lo hace el autor, que el contenido de las preferencias no es evaluable racionalmente, sino que solo pueden serlo los nexos formales entre las preferencias. Pienso que, por ende, sería insólito que ahora Gauthier advierta que no puede llevarse a cabo un examen racional de la relación entre creencias y actitudes, relación que tendría que ser valorada como fundamental para que podamos tener preferencias consideradas.

Creo que las dificultades que aquí señalo se deben, en último término, a un doble intento que, de no ser visto como estrictamente contradictorio, al menos sí sería difícil de sostener: 1) De un lado, nuestro autor busca establecer unos estándares normativos para las preferencias consideradas, estándares exigentes desde el punto de vista epistemológico y que irían más allá, repito, de la mera consistencia lógica con la que se contentaban, según el mismo Gauthier, los teóricos de la decisión. 2) De otro lado y en clara tensión con ello, están las reticencias del filósofo canadiense a asociar dichos estándares con los contenidos de tales preferencias, o con los fines que el agente busque al formulárselas. En otros términos, por una parte, Gauthier afirma que debe haber referentes normativos que permitan evaluar la racionalidad de las preferencias y de los agentes (o de su conducta de elección). Pero, por otra parte, insiste en rechazar referentes normativos que no sean reducibles a meras preferencias o que, finalmente, no colapsen en meras preferencias. Para satisfacer ambos propósitos suyos, el autor intenta asignarle a las preferencias mismas un peso normativo, mediante el establecimiento de criterios que las cualifiquen. Con esta maniobra se lograría que por lo menos algunas de ellas admitan ser vistas como el producto de una reflexión y de un compromiso cualificado por parte del agente; compromiso que se hace posible gracias a las circunstancias en las que este se las ha formulado.32 Esto implica que el individuo tendría que ser consciente de tales preferencias, para lo cual es necesario que las haya verbalizado y que para hacerlas suyas haya contado con la información relevante, así como con las ya mencionadas condiciones para la formulación de creencias plausibles que puedan dotar de una buena base epistemológica a las creencias del agente. De esta manera, los estándares normativos con los que deben cumplir las así llamadas preferencias consideradas, para que cuenten como tales, se resumen en que ellas sean precisamente eso: “consideradas”. Con esto, como puede ver el lector, o bien se concluye que estamos ante una petitio principii, o bien habría que admitir que no son claros los criterios que propone Gauthier para calificar de “consideradas” a esta exclusiva subclase de preferencias.

Al llegar aquí podríamos preguntarnos: ¿en virtud de qué el agente asume consciente y reflexivamente dichas preferencias? De nuevo, la respuesta de Gauthier prohíbe que se apele al contenido de tales preferencias, o a los fines que busca el agente. Lo cual se hace aún más confuso, ya que nuestro filósofo insiste en hablar de valor en vez de mera utilidad, al tiempo que recalca la diferencia cualitativa que separa a las preferencias verbalizadas de aquellas otras que simplemente son reveladas por la mera conducta de elección. Gauthier intenta ser tan radicalmente fiel a su consigna de no concederle importancia a los contenidos expresados en esta verbalización de las preferencias que creo que con ello en ocasiones su intención normativa se hace cada vez más difícil de sostener. Volvamos de nuevo a la famosa frase de Hume. El filósofo canadiense señala que, frente a la persona que sostenga que prefiere la destrucción del mundo a sufrir un rasguño, podríamos válidamente lanzar el juicio de que no está en sus cabales y que, por lo tanto, acaso sufra una suerte de desorden orgánico, incluso equiparable a una indigestión (p. 49). Pero de ningún modo estaríamos autorizados a afirmar que se trata de un agente irracional ni, mucho menos, podríamos para ello invocar nuestros valores, dado que estos (como todos los valores) son meramente subjetivos, pues expresan nuestros sentimientos o afecciones frente a aquello que puede ser objeto de nuestras preferencias. La evaluación de estas últimas debe remitir a un examen de su base epistemológica, pero este examen se refiere al conocimiento que el agente tiene de los hechos relevantes para la formulación de tales preferencias; conocimiento que, según Gauthier, es necesariamente empírico: no se trata en absoluto de una suerte especial de conocimiento no empírico o intuitivo cuyo objeto fuesen los valores o los fines perseguidos por los agentes.

Como ya se ha dicho, para nuestro autor los fines y los valores no poseen un estatus de objetividad en virtud del cual pudiesen proporcionar los estándares normativos que permitiesen juzgar o evaluar las preferencias de los agentes. Antes, por el contrario, al ser deducidos de estas, los valores son objeto del mismo tipo de conocimiento que empleamos para evaluarlas a ellas. De esta manera, de acuerdo con Gauthier, se puede asegurar el peso normativo de las preferencias consideradas y con ello una posición no relativista o no irracionalista frente a estas, al tiempo que se puede y se debe suscribir el viejo dictum —empirista y subjetivista— humeano de que no puede juzgarse de irracional ninguna preferencia, incluyendo, v. g., la de “preferir la destrucción del mundo a sufrir un rasguño”. Pues el contenido de esta preferencia específica o el fin que persiga el agente que la suscriba no son, en sí mismos, susceptibles de examen racional. A lo sumo, repito, y solo después de que se hayan considerado otros hechos relevantes en relación con el agente, v. g., su estado de salud, podemos afirmar, según Gauthier, que dicho agente no está en su sano juicio. Sin embargo, un dictamen como este no puede basarse en el contenido de su —tal vez excéntrica— preferencia, ni debe referirse a la racionalidad o irracionalidad de esta, sino solo a un desorden en las afecciones del sujeto. Empero, estas últimas, según nuestro autor, al ser independientes de la capacidad racional del agente, no son susceptibles de examen racional alguno; del mismo modo en que tampoco se examinan racionalmente los desórdenes digestivos.33

Although […] we might have grounds independent of the content of this preference, for holding such a person to be mad, we should not have grounds for considering his preference arbitrary. Madness need not imply either a failure of reason or a failure of reflection. (Madness we should hold, is primary a disorder of the affections. But this does not imply that the affections are irrational, any more than a disorder of the stomach implies that it is irrational.) [...] Subjectivism is also not to be confused with the view that values are unknowable. Evaluation, as the activity of measurement, is cognitive. Preference, what is measured, is knowable. What the subjectivist denies is that there is knowledge of value that is not ordinary empirical knowledge, knowledge of a special realm of the valuable, apprehended through some form of intuition differing from sense-experience. Knowledge of value concerns only the realm of the affects; evaluation is cognitive but there is no unique ‘value-oriented’ cognition (pp. 48-49).

No obstante, estas últimas afirmaciones suyas, creo que sigue siendo difícil que Gauthier asegure un estatus normativo para las preferencias consideradas. Nuestro autor trata de salvar este estatus, pero, en su intento por separarse de un supuesto “objetivismo” de los valores,34 reduce todo valor a mera expresión de preferencias, con lo cual, como hemos visto, caeríamos o en una argumentación circular o en una contradicción. En este punto, pienso que habría que atender a la objeción que plantean Brandom (2001) y Ripstein (2001): solo podemos evitar caer en esta argumentación circular si se piensa a los estándares normativos como algo que no puede ser reducible a meras preferencias. Se los debe concebir, entonces, como aquello que explica, precisamente, el que algunas de estas preferencias merezcan el título de “consideradas”. Esto es, como aquello que permitiría que hubiese una evaluación de las preferencias. Más exactamente, los estándares normativos serían esa instancia a la que se apela cuando se hace tal evaluación. Pero Gauthier parece estar más preocupado por librar una batalla contra lo que él llama posiciones “objetivistas” frente al tema de los valores o contra un “intuicionismo” de los valores, que por contestar este tipo de objeciones. Y en esta batalla contra molinos de viento, termina por atacar al cognitivismo ético que creo que tendría que suscribir de alguna forma, si no quiere caer en posiciones emotivistas como aquellas de las que él querría separarse.35

Si las “afecciones”, tal como las llama nuestro autor, no tienen contenido cognitivo de ningún tipo36 —hasta el punto de compartir una naturaleza común con los desórdenes digestivos— y si los valores son expresión de tales afecciones, entonces estos pertenecen al reino de lo irracional; reino que, en mi opinión, en el discurso de Gauthier parece hacerse cada vez más amplio frente al cada vez más estrecho reino de una racionalidad que, por lo visto, quedaría reducida a muy poco, tal vez a mera consistencia lógica. Por supuesto, nuestro autor no estaría en absoluto de acuerdo con estas críticas. Muy al contrario, intenta mostrar la amplitud y complejidad de los terrenos de la racionalidad tal y como él la concibe. Veamos entonces, a continuación, cómo aparecen los contornos de dicha racionalidad en la propuesta de Gauthier y, en estrecha relación con ello, de qué manera, para apuntalar mejor su tesis de que la moral se justifica a partir de razones utilidad, nuestro autor propone al mercado como modelo de la interacción moral-racional y, por lo tanto, a la agencia económica como modelo de agencia humana.

1.3. La “arena de la moral”: cooperación, autointerés y agencia económica

Con lo dicho hasta acá parecería que el modelo de racionalidad práctica asumido por Gauthier se limitaría al de una racionalidad paramétrica ejercida por un agente que actúa en solitario. No obstante, nuestro autor advierte que él está pensando en una racionalidad estratégica, es decir, aquella que orienta el tipo de decisiones en las que debe tenerse en cuenta cómo las propias elecciones y expectativas son afectadas por (y afectan a) las elecciones y expectativas de los demás agentes. Esto es lo que Gauthier llama la “arena de la moral” (pp. 60 y ss.). Se trata del ámbito de interacción que nos es propio en tanto que agentes racionales vinculados mediante constreñimientos morales que, a su vez, serían el instrumento con el cual se intentaría restringir la tendencia de cada individuo a maximizar su propio beneficio. Esta restricción que tiene como finalidad que se alcance una situación estable o deseable para todos los sujetos. Nuestro autor afirma que, aunque se hable de una interacción entre maximizadores, el hecho de que esté mediada por constreñimientos morales hace que se la pueda pensar, así mismo, como un juego cooperativo en el que se busca armonizar dos tendencias racionales que no siempre son conciliables: la tendencia al óptimo y la tendencia al equilibrio:37 “Moral theory is essentially the theory of optimizing constraints on utility-maximization” (p. 78). Según el filósofo canadiense, la armonía que imponen las restricciones morales a las interacciones humanas se produce de tal manera que estas últimas se rigen por una estructura esencialmente cooperativa, lo cual arroja el resultado opuesto al que se obtiene de una situación de dilema del prisionero (p. 79).

 

Recordemos que, como ha sido comentado por tantos autores, en una situación de esta naturaleza cada agente no tiene, al parecer, otra alternativa distinta a la de buscar su propio beneficio, i. e., elegir ‘racionalmente’ en el sentido de maximizar su utilidad esperada; con ello, e incluso sin que sea consciente de ello, el sujeto estaría decidiendo de acuerdo con los cánones de la teoría de la elección racional. Sin embargo, lo interesante del dilema del prisionero es que, a pesar de la racionalidad desplegada por cada agente y, por ende, aunque cada cual opte por aquella elección que considera la ‘mejor’ o ‘más racional’ (siguiendo los mencionados cánones), dicha racionalidad es el factor que paradójicamente termina por producir una situación final que resulta ser indeseable para todos los implicados. Esto es, un resultado que estaría lejos de considerarse como ‘elegible’ o ‘racional’ de suyo.38 En otros términos, lo característico de esta indeseable situación resultante es que se obtiene a causa de una estructura de interacción no cooperativa a la que parecen ‘estar condenados’ los agentes que allí participan, no pudiendo escapar de ella justamente en virtud de su ser-racionales, con lo cual, repito, podría parecer que estamos ante una suerte de aporía.

Frente a este conocido quebradero de cabeza, Gauthier cree que uno de los mayores aciertos de su teoría está precisamente en que permite hacer plausible tanto un esquema de interacción como un resultado completamente opuesto a los que se ven abocados los agentes involucrados en una situación de dilema del prisionero. Nuestro autor cree que él sí logra mostrar la plausibilidad de unas circunstancias de interacción que, al contrario de lo que sucede en la indeseable situación del dilema, llevarían a cada agente a adoptar una actitud cooperativa, dado que el sujeto prevé que ello le significa un precio razonable —renunciar a parte de su utilidad esperada—; precio que está dispuesto a pagar en vista de los beneficios que espera obtener al participar en el esquema cooperativo de interacción, tal y como este se propone en La moral por acuerdo. Partiendo de dicho esquema, cada uno de los agentes así relacionados motu proprio se movería a colaborar para el logro del beneficio de todos. Cada uno estará dispuesto, sin que a ello le empuje coerción alguna, a restringir en parte su conducta maximizadora, ya que sabe que al mismo tiempo lograría una ganancia personal a la que solo puede acceder en tanto se obtenga el beneficio de todos los involucrados.

De esta manera, según el filósofo canadiense, la moral reemplazaría a la mano invisible a la que se refiere A. Smith para tratar de explicar la armonía social como producto final de las interacciones entre individuos que, al buscar cada uno su propio beneficio (o el de su familia), contribuyen sin proponérselo a la producción del bien general.39 Si para Gauthier la moral es lo que explica tal armonía, entonces ella es lo que permite que el resultado de la interacción entre agentes racionales, a diferencia del resultado de una situación de dilema del prisionero, sea “racional” y en él coincidan óptimo y equilibrio. Nuestro autor afirma que esta deseable situación también puede esperarse como producto del funcionamiento de un mercado que esté libre de aquellas imperfecciones a causa de las cuales unos agentes podrían ser explotados por otros, o se darían transacciones forzosas en contra de los intereses de quienes lleven la peor parte. Veamos, pues, cómo establece Gauthier este vínculo entre mercado y moralidad.

1.3.1. El mercado, sus agentes egoístas y por qué la moral reemplaza la mano invisible. Las tensiones entre el mercado sin fallos y los mercados reales

Si bien Gauthier reconoce el poder metafórico de la mano invisible, también advierte que habría una diferencia fundamental entre la situación que (mediante dicha imagen) describe Smith y lo que sucede con el sistema de moralidad que se propone en La moral por acuerdo. En el caso de un mercado perfecto que pareciera estar guiado por la mano invisible, no habría razones para que los agentes acepten restricciones morales a la búsqueda de su propio interés, restricciones que, recordemos, son las que intenta justificar el filósofo canadiense mediante su estrategia de mostrar que estas nacen del autointerés de los agentes racionales no concernidos por sus congéneres. De allí que nuestro autor considere que un mercado sin fallos debe ser pensado como un terreno moralmente neutro, i. e., una zona en la que la moral no jugaría papel alguno, puesto que quienes allí participan no serían víctimas de ninguna forma de explotación, por lo que en ese tipo de escenario no tendría sentido intentar poner freno a la actitud maximizadora de los agentes involucrados. Empero, se pregunta Gauthier, ¿qué sucede si tal mercado no existe, y si lo que hay en realidad son mercados que presentan imperfecciones que harían deseables los constreñimientos morales, a fin de prevenir las injusticias y perjuicios originados en tales imperfecciones?

La respuesta del canadiense viene dada por una tesis que resulta fundamental dentro de su texto: “Morality arises from market failure” (p. 84). Las restricciones morales a la búsqueda del propio interés se hacen necesarias porque, en ausencia de estas, se presentarían precisamente esas situaciones de explotación y desventaja debidas a los fallos del mercado. La moral se hace indispensable, según el autor, allí donde haya imperfecciones del mercado, e innecesaria e injustificada en aquellos mercados que sean perfectamente competitivos.40 Por lo anterior, Gauthier anuncia que su estrategia para fundamentar su propuesta de una moral por acuerdo consistirá, en primera instancia, en describir cómo habría que pensar esa zona moralmente neutra en la que no estarían justificadas las restricciones morales; es decir, un sistema de interacciones que funcione como un mercado perfecto. En segundo término, el filósofo canadiense mostrará por qué se haría necesaria la moral en un escenario totalmente opuesto, es decir, dentro de aquel en el cual el mercado presente fallos. La tesis de nuestro autor, así como esta estructura argumentativa con la que promete justificarla, en mi opinión, amén de ser plausible y bastante trajinada, no tendría en principio por qué despertar reticencias.41