Tres modelos contemporáneos de agencia humana

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Sin embargo, creo que dicha estrategia argumentativa no es desplegada de manera clara ni en el orden anunciado por Gauthier, puesto que este introduce elementos que pueden hacerla aparecer como inconsistente. En muchos apartes de La moral por acuerdo se advierte, por un lado, que el mercado perfecto o ideal no existe y que por ello se hace necesaria la moral, con el fin de prever o solucionar los problemas causados por los fallos de los mercados reales. Empero, por otro lado, el canadiense así mismo se empeña en postular como un ejemplo por seguir el modelo de una sociedad que funcione a la manera de un mercado perfecto guiado por la mano invisible, esto es, una sociedad en la cual sería innecesaria la moral, o en la que no se haya diseñado ex profeso un sistema de incentivos para seguirla o, mejor aún, donde estos últimos aparecerían como no justificados a los ojos de quienes participen en un mercado de tal naturaleza, ya que en él nadie es víctima de explotación. Si se coteja el mencionado anuncio que hace Gauthier de su estrategia argumentativa con lo que sigue de su exposición, creo que en ella se introduce un elemento que la vuelve un tanto confusa: el elogio de esta zona moralmente neutra, pero no tomada como un mero ideal, sino como el ejemplo por seguir, como el modelo que debería aplicarse en toda sociedad real o posible.

El problema es que este elogio se funda en razones morales. Nuestro autor considera al mercado perfectamente competitivo como el mejor esquema de interacción desde el punto de vista moral, lo cual confunde aún más, dado que anteriormente se ha reiterado que en dicho esquema de interacciones no tiene cabida la moral, o no serían deseables las restricciones morales a la conducta maximizadora, en vista de que tales restricciones no estarían justificadas —i. e., serían irracionales— tratándose de un mercado en el que este tipo de conducta no produce situaciones de explotación.42 Si se busca demostrar la necesidad de una moral para maximizadores egoístas, así como la razonabilidad que estos le atribuirían, razonabilidad que explica el que estos agentes voluntariamente se comporten de acuerdo con las normas que dicha moral les imponga, entonces creo que en este punto se le podría preguntar a Gauthier: ¿qué es aquello que puede, pues, modelar el modelo de un mercado ideal que no requiere de restricciones morales, o que es moralmente neutro? Amén de lo anterior, ¿qué relevancia moral tendría dicho modelo, sabiendo que tal mercado ideal se identifica o bien con una zona pensada como no necesitada de moral, o bien con una situación irreal que es claramente contradicha por mercados que sí existen y que acusan situaciones moralmente indeseables?

Aun suponiendo que, precisamente por esto último, se entienda la pertinencia metafórica y pedagógica de apelar a dicho modelo, ¿cómo se puede desde allí lograr que se haga plausible o útil la pintura opuesta, esto es, la de una zona moralmente regulada? Si nuestro autor se propone justificar las restricciones morales dentro de un contexto en el que interactúan maximizadores egoístas, sería más aconsejable comenzar reconociendo los límites morales de dichas interacciones y de la actitud de este tipo de agentes no concernidos por sus congéneres. Por ende, el punto de partida no tendría que ser el elogio moral, sino la crítica a los mercados reales y al ethos egoísta que estos puedan propiciar. Así, una vez reconocidos los problemas presentes en dichos mercados, podría luego mostrarse por qué en ellos se hacen necesarias/deseables las normas morales, a fin de evitar los daños producidos por las imperfecciones del mercado, imperfecciones agravadas por la actitud de los agentes maximizadores egoístas. Sin embargo, no es esta la estrategia seguida por el filósofo canadiense, quien, repito, comienza por elogiar moralmente una zona no necesitada de moral, proponiéndola como el ejemplo por seguir por parte de toda sociedad humana, para terminar con un movimiento argumentativo bastante curioso y ante el que cabe la sospecha de un interés ideológico por parte de Gauthier: mostrar al mercado como institución moderna y a la moderna sociedad de mercado —en tanto que eventos reales/históricos, y no en tanto que meros modelos conceptuales— como los ejemplos de perfección moral que deberían seguir todas las sociedades actuales o posibles (pp. 99-101).

Otro de los elementos que puede contribuir a esta confusión a la que aludo se debe al hecho de que la referencia que hace el canadiense a la mano invisible de Smith la convierte en una metáfora difícil de manejar en La moral por acuerdo. Ya es un lugar común que el clásico escocés acude a esta figura para explicar la armonía artificial de intereses que, según él, parece producirse a pesar de que los individuos que detentan dichos intereses persigan su propio bienestar o el de sus familias, y no contribuyan de una manera consciente o intencionada al logro de un bienestar general en la sociedad. Sin embargo, también creo que no debería perderse de vista, como en ocasiones se desdibuja en Gauthier, que en Smith la mencionada armonía de intereses no puede surgir sin que previamente se hayan establecido unas reglas de juego para el buen funcionamiento no solo del mercado, sino de las interacciones sociales en general. El cumplimiento de tales reglas es lo que permite que surja y se sostenga el mercado, de modo que las primeras no son el producto de dicho sistema, sino que, por el contrario, son aquello (el marco restrictivo) que lo hacen posible y condicionan al mercado como un terreno de cooperación no forzosa y menos riesgosa.

En este punto, y como se irá viendo en lo que sigue, un lector puntilloso podría objetarle a Gauthier el hecho de que restrinja el alcance que Smith quería darle a su idea de la armonía (no intencionada) de intereses, la cual el filósofo escocés, repito, planteaba como válida a nivel de toda la gama de interacciones sociales, mientras que el autor canadiense pareciera reducir dicha armonía al mero ámbito de las transacciones económicas. Para Smith y en contraste con el uso que hace Gauthier de la metáfora de la mano invisible, la naturaleza que puede uno atribuirles a las mencionadas reglas de interacción social no es de suyo económica, como parece entenderlo el autor de La moral por acuerdo. Y aun cuando se conviniera en no calificarlas como ‘morales’, por lo menos sí creo que se las podría considerar o bien ‘políticas’,43 o bien ‘institucionales’, en tanto que condición de un orden económico no coercitivo.44 Por lo tanto, en contraste con la pintura que muestra Smith, pienso que en Gauthier las cosas se tornan un tanto confusas, pues a veces sostiene que la moral sigue al mercado, pero en otras ocasiones afirma que ella hace parte del marco normativo que permite, como en Smith, que haya mercado. De todas maneras, al final lo que queda claro en Gauthier es que, si ha de haber sociedad y cooperación humanas, estas deben seguir el modelo —normativo— del mercado.

Esta última afirmación hace que la disyuntiva obvia ante la cual se encuentra el lector es si debe entender que aquí el filósofo canadiense se refiere al modelo que ofrece el mercado perfecto o ideal, o si más bien postula como ‘ideales’ o ejemplos por seguir a los mercados reales. Si se elige la primera opción, entonces se presenta el ya mencionado problema de que el mercado ideal no parece ser un hecho histórico, sino que es solo eso: un ideal, y un ideal dentro de cuya concepción, paradójicamente, no entra la moral, con lo cual no se vería su pertinencia como modelo de sociedad justa o de cooperación humana justa. Y si se opta por la segunda alternativa, entonces habría que entender que aquí nuestro autor propone que se siga el ‘modelo’ (si es que puede hablarse así de ellos) ofrecido por los mercados reales. Pero esto último nos pondría ante el inconveniente de que dichos mercados, los que sí existen, presentan fallos que propician el que unos agentes sean explotados por otros, quedando, por lo tanto, en entredicho el carácter de modelo ‘ejemplar’ y moral que parece atribuirles Gauthier. En mi opinión, la solución a esta disyuntiva no aparece claramente expuesta en La moral por acuerdo. Por una parte, repito, el filósofo canadiense afirma lo que todos sabemos: que el mercado perfecto no existe. De allí la tesis que tanto le interesa demostrar: que la moral se hace necesaria dadas las imperfecciones del mercado y que, por ende, ella es la respuesta racional a dichas imperfecciones.

Esta tesis no ofrecería mayores problemas e, incluso, podríamos darle la razón a Gauthier, en vista de que los mercados reales, tal y como lo hemos dicho, no son propiamente un ejemplo de moralidad y, por ende, dicha moralidad sería la solución a la que estaría racionalmente dispuesto a contribuir cualquier grupo de agentes, incluso los maximizadores egoístas.45 Empero, de manera sorprendente nuestro autor elogia dichos mercados reales-históricos como un auténtico ejemplo de superioridad moral, elogio que se aprecia claramente en sus reiteradas y entusiastas apologías de la sociedad de mercado que es real-histórica, y no meramente ideal. Finalmente creo que al lector no puede menos que asaltarle la duda de si era realmente necesario acudir al modelo del mercado —bien sea ideal, bien sea fáctico— tanto para justificar la moral, postulándola como la clave de toda cooperación humana no forzosa, como para defender un modelo de agente en tanto que partícipe de dicha estructura de cooperación. Mi intuición es que Gauthier utiliza todas estas complicadas maniobras en su argumentación como una manera de apuntalar su modelo de agente entendido como un ser no concernido por sus congéneres, como un individuo egoísta que acude a la moral únicamente en razón de su autointerés. En lo que sigue, el lector podrá juzgar si esta intuición es plausible. De modo que, por el momento, no insistiré más en estas críticas a la pertinencia de la estrategia argumentativa de nuestro filósofo y trataré de seguir su esquema expositivo, partiendo de su descripción del mercado perfecto en tanto que zona no moral o no necesitada de moral, para, posteriormente, detenerme en lo que más me interesa analizar: el tipo de agente que opera en ese contexto especial que proporciona el mercado.

 

1.3.2. El modelo de Robinson Crusoe. El agente económico: los problemas para su autonomía y moralidad

Al mercado perfectamente competitivo, dice Gauthier siguiendo los manuales clásicos, se lo debe concebir como careciendo de fallos. Esto quiere decir que habría que pensarlo como libre de externalidades; sin los problemas que plantea la existencia de bienes públicos; con unos derechos de propiedad claramente definidos; sin trabas a la libre actividad económica y, por lo tanto, sin un centro que controle dicha actividad. Se trataría de un mercado en el que ninguno de los agentes involucrados se vería forzado a relacionarse económicamente con otro(s) en contra de sus propios intereses. Allí nadie sería explotado, ya que no sería objeto de ninguna forma de traslado unilateral de costes; no habría, pues, rentistas, parásitos, ni polizones. Igualmente, no se presentarían ni monopolios ni competencia desleal; la libertad de actividad económica y la no coacción estarían garantizadas para todos por igual, de manera que nadie saldría perjudicado por la libertad ejercida por otros agentes, garantizándose así una competencia limpia, mediante unas reglas de juego que serían las mismas para todos. Si los anteriores requerimientos se cumplen, entonces la producción y el intercambio se darían en condiciones de certidumbre y seguridad, al tiempo que coincidirían la optimización y el equilibrio. El resultado de esta hipotética situación es que, como antes se mencionó, parecería estar guiada por la mano invisible de Smith, pues cada agente, buscando su propio beneficio, contribuiría sin quererlo al beneficio de todos.46 Este panorama constituye aquello a lo que Gauthier se ha referido como una zona “moralmente neutra”, a la que cabría pensar como el locus en el que no serían necesarios los constreñimientos morales, en tanto que estos se tomen como limitaciones a la búsqueda del interés individual o como intervenciones extraeconómicas que impidan el despliegue de la libre actividad económica. Dichas limitaciones tampoco estarían justificadas a los ojos de los propios agentes, ya que ellos, ante el hecho de que las reglas de juego favorecen a todos —y no solo a algunos—, no verían razones para restringirse en su actividad maximizadora. Cada uno podría desarrollar sin trabas su libre actividad (free activity) con la única restricción que suponen unas leyes justas, defendidas por un aparato judicial y unas instituciones eficientes e imparciales (que hagan cumplir los contratos, e impidan el fraude y las transacciones forzosas), así como aquellas normas orientadas a salvaguardar una libre y limpia competencia económica.47

Para ilustrar la importancia de la libertad de la que gozaría un sujeto que se encontrara en la situación de los agentes económicos que transan en un mercado perfectamente competitivo, Gauthier acude a una figura que, en mi opinión, resulta muy reveladora del modelo de agente por el cual apuesta el filósofo canadiense: Robinson Crusoe. Si Robinson es el único habitante humano de su isla y no se encuentra con ninguna restricción a sus actividades —salvo aquellas que le imponga la naturaleza—, los beneficios que él obtenga de tales actividades dependen únicamente de sus esfuerzos y talentos, los cuales puede invertir en lo que a él le parezca. De este modo no podría culpar a nadie, más que a sí mismo, si ocurriera que no lograra obtener los beneficios que esperaba. Gauthier subraya que es esto lo que justamente le aseguraría un mercado perfectamente competitivo a cada agente económico: el que cada uno pueda ser tan libre como Robinson, quien solo tiene que desplegar una racionalidad paramétrica, dado que no se tiene que enfrentar con ningún otro agente. En la isla de Robinson no habría nadie que pudiera ejercer un control, en su propio beneficio y posiblemente en contra de Robinson, de los términos en los que se daría una interacción con dicho personaje.

Así, para Gauthier, un mercado perfectamente competitivo tendría que asegurar que todos gocen de una libertad como aquella de la que disfruta Robinson. Esta idea de libertad explica el enorme atractivo moral que tiene para nuestro autor el modelo ofrecido por el mercado y, en conexión con este, el modelo del agente solitario que puede actuar libremente dentro de dicho mercado.48 De allí que, para el filósofo canadiense, aquel tipo de situaciones en las cuales los agentes se encuentran en circunstancias completamente opuestas a las de su Robinson libre, es decir, aquellas en las que unos agentes resultan ser explotados por otros, son las que caracterizan a los mercados imperfectos, en los cuales se abre una brecha entre las dos direcciones en las que opera la racionalidad estratégica: el beneficio mutuo y el beneficio netamente individual. Según Gauthier, en ello reside el origen o la razón de ser de la moral: en la necesidad de cerrar esa brecha,49 y esto explica por qué los calificativos morales de ‘bueno’ o ‘malo’, que no tendrían sentido en el contexto de un mercado perfectamente competitivo, en cambio sí se justifican en los mercados que acusan imperfecciones: “We assess outcomes as right or wrong when, and only when, maximizing one’s utility given the actions of others would fail to maximize it given the utilities of others” (p. 93).

De este modo Gauthier asume que se ha logrado demostrar concluyentemente su tesis de que aquellos constreñimientos morales que se harían innecesarios en un hipotético mercado perfecto, se vuelven imprescindibles y deseables allí donde no se dan las condiciones del mercado ideal, esto es, en aquellas circunstancias en las que los mercados presentan fallos a causa de los cuales unos agentes son explotados por otros. Llegados a este punto surgen algunas preguntas. En las mencionadas circunstancias en las que la moral soluciona los problemas originados por las imperfecciones del mercado, ¿qué tipo de agente es el que actúa, puesto que es claro que no podría tratarse de un Robinson solitario y absolutamente libre? En los mercados reales, tratándose de situaciones en las que se hace necesaria la moral, ¿coincidirían, entonces, el agente moral con el agente económico, esto es, estaríamos hablando de uno y el mismo agente? La respuesta de Gauthier a esta última cuestión es positiva, si bien el autor se hace cargo de las críticas que se le pueden presentar una vez que ha señalado que el origen y la justificación del ejercicio de la agencia moral se encuentran en la necesidad de superar los fallos del ámbito económico.

Gauthier trata de responder a dos objeciones que podrían presentarle quienes intenten descalificar su modelo de agente pensado como un participante del mercado, quien sería lo que el autor también llama nuestro “yo del mercado” (market-self), y al que luego se referirá utilizando la expresión más conocida: homo oeconomicus. Las críticas a las que se enfrenta el filósofo canadiense apuntan, por un lado, a lo distorsionante o poco realista que puede parecer a los ojos de algunos, según él mismo lo reconoce, la figura de un sujeto moral pensado bajo el modelo de un agente económico y autointeresado, tal y como Gauthier lo propone. Por otro lado, habría quienes señalarían lo antipático y nada ‘moral’ que este personaje pueda resultarnos, a pesar de que, como el propio autor también parece aceptarlo, podría ser más real de lo que desearíamos, ya que admitiría ser visto como un indeseable pero también innegable producto de la forma de socialización que caracterizaría a nuestra sociedad capitalista (pp. 100-101). Esta última acabaría moldeando a sus miembros de manera tal que estos se parezcan cada vez más a sus market-selves: individuos definidos simplemente por sus funciones de utilidad, sus derechos de propiedad, su dotación natural (natural endowment), pero, sobre todo, su autointerés y su esencial no concernimiento por la suerte de sus congéneres.50

No obstante lo dicho, nuestro autor contradice enérgicamente a quienes sospechen de la imparcialidad que reinaría en este mercado perfecto o, peor aún, parezcan atribuirle un mal moral esencial que se traduciría en que el sistema moldee a sus miembros y no precisamente para que desarrollen actitudes cooperativas ni capacidad para la autonomía. Según esta crítica, los agentes terminarían por tener las preferencias y los factores de producción que de hecho tienen, con lo cual el mercado se reproduciría a sí mismo, mientras que quienes en él transan solo serían los medios del sistema. Así, este último, mas no los sujetos, sería lo que realmente importa, mientras que el valor que puedan tener los agentes quedaría reducido a muy poco: tan solo al que tendrían las piezas de una gran máquina, incluso si ellos no son conscientes de esto y actúan creyendo que sus elecciones se orientan a maximizar su utilidad individual. Frente a este problema que se le atribuye al mercado, como sistema ajeno e incluso hostil a la moral y a la autonomía de los individuos, nuestro autor advierte que él realmente no cree que nosotros, como agentes morales, debamos identificarnos con nuestro yo del mercado. Su apelación al modelo de Robinson Crusoe se debe, según Gauthier, simplemente a que todos, en parte, somos y aspiramos al personaje de Daniel Defoe. Pues en esta figura se aprecia una idea de libertad que resulta ser muy atractiva y, sobre todo, que es de la mayor importancia para entender tanto la necesidad de la moral como la del mercado. Se trata de aquella libertad que, según lo afirma nuestro autor, todos deberíamos o quisiéramos tener con el fin de poder dirigir nosotros mismos nuestros talentos y esfuerzos, así como nuestra “dotación natural” (la cual incluye nuestras capacidades mentales y físicas) al servicio de nuestras preferencias, y no al de las preferencias de otros agentes. Es decir, a la satisfacción de nuestros intereses y no de los intereses ajenos ni, mucho menos, de unos supuestos intereses colectivos. “We do want to argue that each person is defined in part by an appropriately-based factor endowment […] this is presupposed even in our account of Robinson Crusoe and the freedom she enjoys to direct her capacities to the service of her preferences” (p. 99).

A estas alturas de su argumentación Gauthier no ofrece una solución al problema que plantea la perturbadora idea de un mercado que moldearía a sus agentes y que, por lo tanto, estaría lejos de ser el reino de la autonomía y la moralidad. No obstante, el autor anuncia que responderá a esta objeción, si bien solo lo hará hasta el final de su texto, cuando intente corregir su figura del homo oeconomicus mediante los aportes de su idea de un “individuo liberal”. Por lo pronto, el canadiense intenta mostrar la necesidad de asumir su presupuesto del no concernimiento mutuo, propio de los agentes del mercado. Para ello incluso apela a la autoridad de un filósofo moral que, como Kant, difícilmente podría ser asociado a estas ideas del mercado y del egoísmo de quienes en él participan. Empero, según Gauthier, su propuesta es bastante cercana a un tema kantiano: la tesis de que debemos aplicar las restricciones morales independientemente de los gustos e intereses de aquellos por quienes nos preocupemos. La persona podría estar interesada en la suerte de otros sujetos, o sentir algún vínculo de afecto o de lealtad por algunos de ellos, pero este interés y estos vínculos no serían pertinentes para los mandatos morales. Es más, desde una postura kantiana, estos últimos deberían aplicarse y ser obligatorios al margen de cualquier interés en el bienestar de otras personas o de los lazos afectivos que se pueda tener con ellas. Estamos, pues, según el autor de La moral por acuerdo, ante una idea kantiana que dice querer rescatar, al hacer énfasis en su tesis del no concernimiento mutuo que debe atribuirse a los agentes que transan en un mercado.

En mi opinión, dos problemas que el lector podría ver acá son, en primer término, que si se tratase de un mercado en el que se haga necesaria la moral, entonces no sería fácil ver por qué razón el filósofo canadiense apela a una supuesta idea kantiana de moralidad como no concernimiento mutuo si, precisamente, dicho no concernimiento, según lo ha afirmado el mismo Gauthier, es característico de aquellos agentes que operan en una zona libre de moral. En segundo término, creo que en este punto se le podría recordar a nuestro autor que un agente propiamente kantiano aplicaría la ley moral no solo independientemente de los intereses y gustos de otros individuos, sino también al margen de los suyos propios. Lo cual incluiría aquello que, usando el lenguaje de los teóricos de la decisión y de Gauthier mismo, conformaría el sistema de preferencias del agente. Si un sujeto racional, tal y como lo entiende el filósofo canadiense, no debería decidir al margen de estas últimas, es obvio que, por el contrario, la moral kantiana sería ajena a la centralidad que tienen, para Gauthier y para la teoría de la elección racional, dichas preferencias y la búsqueda —por definición, autointeresada— de la satisfacción de estas. De allí que acaso podría considerarse insólito el acudir a la idea kantiana de agencia moral, si se está intentando defender el autointerés y el no concernimiento (por sus congéneres) como las notas fundamentales del agente modélico que propone el autor de La moral por acuerdo.

 

Tal vez previendo estas objeciones, el filósofo canadiense intenta explicar con mayor detenimiento su problemático supuesto del no concernimiento mutuo, trazando una pintura bastante ilustrativa de su modelo de agente moral que, por ahora, en mi opinión, no se ve claramente si se halla completamente separado del yo del mercado o si se entrelaza con este. Gauthier acude a esta pintura buscando sortear la innegable dificultad que plantea el describir a los agentes morales como agentes económicos, en el sentido de no estar concernidos los unos por los otros, y atendiendo cada individuo únicamente a sus propios fines. Es claro que resulta difícil aceptar esta descripción por parte de quienes, como ya se ha mencionado y lo reconoce nuestro autor, o bien la consideren poco representativa de cómo somos los agentes morales en la vida real, o bien, por el contrario, la ven como el corazón de la caricatura de una naturaleza humana detestable y poco proclive a la moral, por más que, para algunos, esa caricatura nos recuerde —y no precisamente por irreal— mucho de aquello que más nos pueda preocupar o avergonzar de nuestra propia sociedad. La respuesta de Gauthier a estas críticas es que su idea del no concernimiento mutuo simplemente da cuenta de un hecho constatable por el mero sentido común: los seres humanos solemos preocuparnos fundamentalmente por nosotros mismos, nuestros amigos y parientes. En cambio, al decir de nuestro autor, nos sentimos poco o nada concernidos por aquellos otros agentes que no pertenecen a nuestro círculo de afectos, salvo en circunstancias excepcionales en las que alguien ajeno a ese círculo se encuentre en una situación de extremo peligro y tengamos la posibilidad de ayudarle. Por lo tanto, el filósofo canadiense insiste en que su pintura del hombre común y corriente como un ser básicamente egoísta no resulta para nada falsa ni repulsiva. De allí que su supuesto del no concernimiento mutuo no deba escandalizarnos, ni hacernos ver un monstruo moral en el modelo de agente que Gauthier nos presenta. Por el contrario, según él, tendríamos que apreciar con claridad que dicho supuesto constituye un elemento fundamental tanto de la lógica con la que funcionan las interacciones en el mercado como de aquella que gobierna en general todas las interacciones humanas.

The assumption of mutual unconcern may be criticized because it is thought to be generally false, or because true of false it is held to reflect an unduly nasty view of human nature, destructive not only of morality, but of the ties that maintain any human society. But such criticism would misunderstand the role of the assumption. Of course persons exhibit concern for others, but their concern is usually and quite properly particular and partial. It is neither unrealistic nor pessimistic to suppose that beyond the ties of blood and friendship which are necessarily limited in their scope, human beings exhibit little positive fellow-feelings. Where personal relationships cease only a weak negative concern remains, manifested itself perhaps in a general willingness to refrain from force and fraud if others do likewise, and in a particular willingness to offer assistance in extreme situations […] But this limited concern is fully compatible with the view that each person should look after herself in the ordinary affairs of life with a helping hand to, and from, friends and kin (pp. 100-101).

1.3.3. El carácter ejemplar de la sociedad de mercado.

La fusión entre agencia moral y agencia económica

Es posible que nuestro autor haya caído en la cuenta (si bien no lo dice expresamente) de una objeción que podría hacérsele a este (su) argumento del “sentido común” que él le atribuye al agente moral no concernido. A saber, que puede señalarse un hecho que en absoluto resulta insólito en el ámbito de las interacciones humanas: que también en ocasiones nos preocupamos por la suerte de otros sujetos a los cuales no nos ata un previo vínculo de afecto. Es más: ni dicha preocupación ni, por el contrario, la falta de ella necesariamente tienen que considerarse como justificadas en razón de un tal vínculo, ni tampoco únicamente por el ‘tamaño’ del peligro que corre quien demanda auxilio, si bien cabe indicarse igualmente que, como de algún modo lo reconoce Gauthier, entre mayor sea dicho peligro y menos riesgos se corran al prestar la ayuda, solemos ser más proclives a condenar la insolidaridad de quien se niegue a ayudar. El punto es que si ocurre que alguien se abstiene de socorrer a otra persona, a pesar de que puede hacerlo y sin que en ello ‘se juegue la vida’, e independientemente de que el sujeto en peligro sea —o no— uno de los ‘suyos’ o de los ‘nuestros’, pertenezca —o no— al círculo de afectos de quien es objeto de la demanda de socorro, el caso es que no encontramos excusable su conducta a menos que nos ofrezca una explicación realmente convincente. Y es muy probable que dicha explicación no nos satisfaga si solo apela al hecho de que ese ‘otro’ que solicita ayuda es, para quien se niega a prestársela, un simple ‘extraño’ ajeno a sus lazos de parentesco/amistad. Tampoco creo que nos parezca muy convincente el argumento de que la situación no reviste ‘tanto’ peligro como para que se justifique el socorrerle (v. g., solo se va a resbalar ‘un poco’, no a romperse la crisma); o que el agente a quien se le ha solicitado ayuda tendría que incomodarse o pagar ciertos costes (podría llegar tarde a una cita, etc.). De hecho, algunos autores contemporáneos ven en nuestras reacciones de reproche ante ciertas muestras de insolidaridad (y no solo tratándose de ‘graves’ peligros para quien demande la ayuda) una forma de experiencia que para nada resulta extraña en nuestra vida en sociedad y que señalaría el ámbito de aquello que estaríamos dispuestos a llamar “lo moral”.51

Creo que un ejemplo bastante ilustrativo de esto que aquí se intenta mostrar podría verse en el intento de E. Tugendhat por determinar qué es eso que, por lo menos a partir de la modernidad, solemos llamar “lo moral”. Su respuesta indica que las demandas y expectativas mutuas que, según él, parecen hacer parte del campo moral se presentarían en (o atravesarían) un amplísimo conjunto de praxis que no se reducen a la posibilidad de establecer vínculos de afecto. Sobre todo, dicha ‘amplitud’ significa que en franco contraste con otras formas de praxis más reducidas —v. g., un juego específico, como el fútbol, cuyas reglas solo rigen en aquellos escenarios donde se jueguen partidos de fútbol—, según Tugendhat, aquello que llamamos “moral” atraviesa o “permea” unos terrenos mucho más incluyentes en los que pueden situarse diversas formas de praxis —entre muchas otras, también los partidos de fútbol—.52 Pienso que esto podría autorizar que en este punto del análisis de su propuesta se le señale de nuevo a Gauthier que estaría restringiendo excesivamente el ámbito de aplicación de “lo moral”, pero esta vez de manera más explícita por la vía de extender acaso demasiado el campo en el que regirían las reglas del juego económico, y los supuestos de los que tiene que partir quien analice esa porción específica de la vida social. Por ello, cabría aquí la sospecha de que este tipo de análisis y de supuestos aplicables a lo estrictamente económico, y que resultan aceptables e incluso imprescindibles para modelar lo que ocurre dentro de dicho ámbito de interacciones, no sean los más apropiados para modelar el ámbito de todas o de muchas de las interacciones humanas, incluyendo de manera especial a la moralidad.