Loe raamatut: «El cuerpo duradero», lehekülg 10

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La conversión del pensamiento hacia la duración

La influencia, hasta cierto punto nociva, del lenguaje (cf. Cherniavsky, 2009) en el proceso de espacialización del tiempo es decisiva. En la representación simbólica, que toma una forma lingüística, se usan términos iguales, diferenciaciones tajantes, yuxtaposiciones y, por lo mismo, comenzamos a hablar en términos de simultaneidad. El lenguaje entorpece un acceso directo a la duración pura; la promesa de una conciencia inmediata de nuestro yo más profundo se posterga siempre gracias a un lenguaje modelado sobre nuestras necesidades vitales y sociales. Ahora bien, en el momento de establecer las diferencias entre una multiplicidad numérica o distinta y una multiplicidad cualitativa, surge un aspecto inesperado: el mundo interior admite diferenciación en potencia. Es decir, en la heterogeneidad cualitativa, por más unitaria que sea y que sus términos se interpenetren, es posible una discriminación cualitativa sin pretender contar términos, “no contiene el número más que en potencia”, llegando así a una “multiplicidad sin cantidad” (E, p. 128). Contar términos, como efectivamente se hace las más de las veces al considerar el mundo interior, influidos por hábitos muy arraigados en la conciencia, traiciona la naturaleza de lo interior, con ello permitimos que la idea de espacio se deslice por debajo. Si la duración es el dato inmediato de la conciencia, el lenguaje por su parte distorsiona nuestro acceso directo a ella. Ya en el momento de establecer que hay varios términos, por más que pensemos que “se organizan entre ellos, se penetran, se enriquecen cada vez más, y podrían dar así, a un yo ignorante del espacio, el sentimiento de la duración pura” (E, p. 128), con el solo hecho de usar la palabra ‘varios’, se los ubica en el espacio y se los piensa diferentes, en una palabra, los “traicionamos”.

Es la dificultad lingüística de diferenciar con palabras dos multiplicidades. Aun así, la multiplicidad cualitativa lleva el número en potencia. En esto Bergson está de acuerdo con Aristóteles –“el tiempo es justamente esto: el número del movimiento según el antes y el después” (Física, 219b 2)–, a condición de entender que, en esta multiplicidad, el número no está en acto. Esta aclaración resignifica los hechos y vemos las cosas desde el otro lado. Es posible una “discriminación cualitativa” en lo interno, pero en realidad intraducible al lenguaje del sentido común, como afirmará Bergson, porque ahí todo se encuentra en vías de comenzar. Ello lleva a Bergson a usar una comparación con un cierto tono humorístico, para afirmar que los números de uso diario tienen un equivalente emocional, pues el acto de contar unidades distintas “es bastante análogo a la representación puramente cualitativa que un yunque sensible tendría del número creciente de los golpes de martillo” (cf. E, p. 129). Dos percepciones diferentes son posibles: desde fuera se pueden considerar términos distintos; desde dentro – el sensible del yunque– se percibe una organización dinámica que no admite división sino en potencia. Percibidos los golpes desde la duración se organizan en la forma de una melodía.

La duración, en tal sentido, estaría en la base del acto de contar cosas, pero ella misma no es un medio homogéneo donde se ubicarían, yuxtapuestos, términos distintos y simultáneos. Ella designa o sale, más bien, del acto indivisible del auto-ordenamiento de los términos heterogéneos y cambia de naturaleza con cada transformación de estos. De esta multiplicidad bien llamada cualitativa es inseparable la duración, su inmanencia admite el número, atraviesa cada término. No obstante, estar ubicados en este extremo de la duración permite contar términos distintos en el espacio. En este punto las cosas se ven distintas: “es pues gracias a la cualidad de la cantidad que formamos la idea de una cantidad sin cualidad” (E, p. 129). Henos aquí, frente al hecho de que la conciencia produce ella misma mixtos; ya en el análisis del movimiento se hizo patente este proceso y su aspecto problemático.

Ya hemos señalado que el cuerpo se presenta como una suerte de límite entre el exterior y nuestro interior, podríamos afirmar que sin él no entendemos la naturaleza de los intercambios y que además da pie a esos mixtos. El yo accede al mundo por su superficie, permitiendo de esa manera alguna influencia de la separación de las causas exteriores y, por lo mismo, el fraccionamiento del interior. Lo vimos en la forma del fenómeno de endósmosis. Pero aquí se precisa una distinción: la capa más superficial del yo se distingue del yo más profundo. Nuestra vida cotidiana transcurre en la capa más superficial del yo, nivel de nuestras necesidades y de nuestra vida social. El acto del yo que interpone con mucha frecuencia la idea de espacio proporciona esta idea como un elemento muy útil para desenvolverse con soltura a ese nivel superficial; de ahí también proviene el lenguaje, modelado en función de las necesidades prácticas y sociales. Por su parte, el yo profundo, el más interior, es descrito por Bergson como una fuerza o, como sucede en el estado de sueño, un yo sin los requerimientos espacializantes de la vida práctica, en el que se observa una especie de “instinto confuso, capaz, como todos los instintos, de cometer toscos agravios y a veces también proceder con una extraordinaria seguridad” (E, p. 131). Ese yo profundo es también el más personal, de donde provienen nuestros actos más originales. Ahora bien, esta distinción entre dos yoes no implica que existan de hecho dos yoes, ya que el más profundo y el más superficial constituyen, en realidad, una sola y única persona; “ellos parecen durar necesariamente de la misma manera”. Pero la exterioridad recíproca y la yuxtaposición de las causas exteriores –las campanadas del reloj o los martillazos sobre el yunque, por ejemplo– no solo recortan nuestra vida en su capa más superficial, refractando el yo, sino nuestra vida más personal. De ahí la dificultad de acceder a esta última.

La vida que transcurre en la superficie en varias ocasiones es descrita por Bergson como una obsesión por el espacio, como atormentada por el “deseo de distinguir”; los requerimientos prácticos y de la vida social nos atraen hacia una existencia con un cierto dejo de facilidad, pues percibir la realidad a través del símbolo y las exigencias del lenguaje nos dispone mejor para la vida exterior. Volver a encontrar el yo más “fundamental” requiere, por lo difícil que representa ver las cosas desde un yo así refractado, de “un esfuerzo vigoroso de análisis”.

Con esta propuesta ya desbordamos la pura reflexión de orden psicológico y epistemológico. Ello tiene implicaciones sobre el quehacer filosófico; ahora pensar exige una conversión (cf. Vieillard-Baron, 2007, pp. 40-41) hacia la duración y un cambio de perspectiva no solo cognitivo, sino también existencial. La intuición de partida de la filosofía bergsoniana no exige solo pararse en otro lugar y observar desde ahí, es más compleja. Ella muestra que, la mayor parte de las veces, nos vemos de forma refractada. Al adquirir conciencia crítica de esta distorsión, asumimos una perspectiva comprensiva de la vida cotidiana. Las cosas, entonces, se transformarán cuando se las aprecie desde nuestro yo más profundo. Veamos.

Bergson señala cuatro hechos, cada uno en un nivel más profundo que el otro, en la experiencia de la duración, cuyo significado depende de dos percepciones distintas. El primero es el ejemplo de la familiaridad con una ciudad, y señala nuestra relación vital con un objeto exterior, en este caso, las calles por las que paseo, que se convierten en parte de mi vida cotidiana. A diario veo los mismos edificios, no pienso en si cambian y, por ello, los nombro igual. Sin embargo, a la vuelta de los años me sorprendo del cambio experimentado en mi impresión, un mundo casi proustiano: “parece que estos objetos, continuamente percibidos por mí y pintándose [se peignant] sin cesar en mi espíritu, hubieran terminado por tomar [m’emprunter] alguna cosa de mi existencia consciente; como yo han vivido, y como yo, envejecido” (E, p. 133). Si fuera la misma impresión, no podría distinguir entre percibir y reconocer o entre saber y recordar. Pero este fenómeno visto, por decirlo así, desde afuera toma otro aspecto: dejándonos influir, como por lo común sucede, de las exigencias sociales y del lenguaje, nuestras impresiones se fijan, “se envuelven en torno del objeto exterior que es su causa, adoptan de él los contornos precisos y la inmovilidad” (E, p. 134).

El segundo hecho, menos consistente por su objeto, es el de las “sensaciones simples”: olores, sabores, por qué no, superficies delicadas al tacto, gustos… En ellas se harían más evidentes los estados internos como progresos, inestables, sometidos a cambio y sin contornos fijos, que, por sus matices delicados, no admitirían una objetivación tajante. En estas sensaciones simples, es claro el influjo perjudicial del lenguaje con sus palabras “de contornos bien fijos”, y lo profundo de la distorsión del mundo interno. En este lugar, Bergson usa expresiones contundentes y fuertes para describir el efecto deformador del lenguaje: “la palabra brutal” “aplasta” la conciencia inmediata.

Pero todavía se puede ir más al fondo a los elementos internos definitorios, en buena medida, del carácter, que le servirán a Bergson para determinar con más precisión nuestra vida interior. Así, los sentimientos profundos serán el tercer hecho. Aquí sorprende más la descripción del mundo interior, que no se puede matizar, como, por ejemplo, lo hace el traductor Juan Miguel Palacios, quien, al intentar modernizar el lenguaje bergsoniano, traduce esprit por ‘mente’ y le quita a la palabra toda la fuerza, para aplicarla al mundo interior.

Tres características se destacan en los sentimientos profundos. Primero y, tal vez, el de mayor importancia: “el sentimiento mismo es un ser que vive” (E, p. 135). Ahora bien, esa vida está ligada también a la de los otros sentimientos, puesto que en la vida interior –ser viviente de por sí– se funden unos en otros los momentos, sin que al separarlos los deformemos. Esa fusión tiene una característica ya señalada: en cierta forma, cada estado, con su vida propia, ocupa el alma entera. Se puede afirmar que su vida consiste en esta inseparabilidad y en la imposibilidad de quitarles a los momentos la duración constitutiva de su ser vivientes. El modelo de la vida interior es el del ser viviente con todo y la solidaridad de los elementos constitutivos de un organismo.

Segundo, la descripción de la vida interior, tomada del modelo de los seres vivos, es la de nuestra vida en el nivel más personal. Es de la profundidad de esta vida de donde “poco a poco” emanan nuestras decisiones. Desde aquí, más allá de la influencia del determinismo físico, se va a entender el acto libre como el más personal y auténtico del que somos capaces.

Tercero, en el terreno del amor violento, del odio profundo, de las más auténticas emociones, es donde inquieta más “este aplastamiento [écrasement] de la conciencia inmediata”, puesto que el lenguaje no sirve para explicar esa vida constituida por “miles de elementos diversos que se funden, que se penetran, sin contornos precisos, sin la menor tendencia a exteriorizarse los unos en relación con los otros”, pues “su originalidad es a este precio” (E, p. 135, énfasis agregado). Entonces, separar su solidaridad e interpenetración los cambia y nos quedamos tan solo con nuestra propia sombra… y sin vida. Separar los momentos de la duración no es, sin más, quitar el medio en el que se desarrollan nuestros sentimientos profundos, es dejarlos sin su vida personal. La separación los deja bien dispuestos para el lenguaje y la lógica simple del mero cálculo… “los hemos preparado para servir a una deducción futura” (E, p. 135). Ni el novelista más audaz puede describir en términos positivos la vida interior. La disposición más penetrante del lenguaje apenas le alcanza para desgarrar la tela tejida por nuestro yo convencional, y vemos como entre sombras eso para lo cual el lenguaje, formado a partir del espacio y del tiempo homogéneos, no tiene palabras; “solamente, ha dispuesto esta sombra de manera que nos hace sospechar la naturaleza extraordinaria e ilógica del objeto que la proyecta” (E, p. 136). Ese novelista se contentaría solo mostrándonos lo mejor posible la contradicción de la interpenetración mutua, y así nos pondría “de nuevo en presencia de nosotros mismos” (E, p. 136).

El cuarto hecho profundo observado por Bergson es también muy personal: nuestras ideas. Accedemos a ellas “rompiendo los cuadros del lenguaje” (E, p. 136). Pero por más que nos esforcemos en la abstracción, esta consiste en la “disociación de los elementos constitutivos de la idea”. Aun así, subsiste un elemento muy propio manifiesto cuando nos apasionamos por una idea en la vida cotidiana o en la discusión filosófica. Una idea está vinculada de modo estrecho a las otras y toma la coloración común de nuestras ideas restantes. Existe, entonces, un fondo común de interpenetración, no lingüístico, del cual no las podemos separar, que se expresa en el apasionamiento –que Bergson llama “ardor irreflexivo”– y en el carácter personal con que las defendemos. Un primer aspecto se destaca en esta descripción, su significado no deja de ser sorpresivo: dicho ardor es prueba de los instintos de la inteligencia, “¿y cómo representarnos estos instintos, si no por un impulso común a todas nuestras ideas, es decir, por su penetración mutua?” (E, p. 136). La fuerza, si se puede decir así, de una idea le viene de ese impulso que es, ni más ni menos, el de la vida interior o la duración, y no la podemos separar de la “coloración común” del resto de nuestras ideas. Debido a su pertenencia a ese fondo fluyente y en vías de formación, las opiniones que nos son más caras, en cierta forma, las hemos asumido sin razón.

Viene así un segundo aspecto, también destacable: una idea es nuestra porque esa pertenencia le da “alguna cosa de nosotros”. Vuelve la comparación con el ser vivo; esta vez, una idea está viva a la manera de una célula en un organismo: “todo lo que modifica el estado general del yo la modifica a ella misma” (E, p. 137). Esto quiere decir, con un matiz muy preciso, que una idea no se limita a ocupar un lugar, sino que ocupa todo nuestro yo. Hay todavía un tercer aspecto digno de mención y consiste en que “es preciso por demás que todas nuestras ideas se incorporen así a la masa de nuestros estados de conciencia” (E, p. 137). Este aspecto lleva algo que ya se insinuaba desde cuando Bergson intentaba una caracterización de los estados internos, pero aquí es más claro. En comparación con estas ideas arraigadas en un nivel más profundo, hay otras que flotan en la superficie, “como hojas muertas sobre el agua de un estanque”: son esas ideas que recibimos ya hechas y que, por ser expresables con el lenguaje, adquieren un carácter casi exterior a nosotros, porque los estados de conciencia que les corresponden están como inmóviles y son más impersonales. Esta descripción constituye un cuarto aspecto, no mencionado explícitamente en el segundo capítulo del Ensayo, pero ya supuesto en la diferencia entre dos yoes: la vida interior admite múltiples estados de conciencia, y, aquí en el Ensayo, por lo menos dos niveles: el del yo profundo y el del superficial. Yendo hacia el fondo y penetrando “en las profundidades de la inteligencia organizada y viviente asistiremos a la superposición o mejor a la fusión íntima de muchas ideas que, una vez disociadas, parecen excluirse bajo la forma de términos lógicamente contradictorios” (E, pp. 137-138). En el fondo no cesa el trabajo de la inteligencia, los sueños son apenas una débil imagen del trabajo incansable “en las regiones más profundas de la vida intelectual” (E, p. 138).

El yo se muestra, entonces, como un ser viviente inseparable de su duración, como si esta fuera un aspecto formal, el cual serviría para realizar la síntesis de los distintos estados de conciencia. Pero su vida es durar. Es una multiplicidad de estados, seres vivientes también, que actúan gracias a su duración.

Nuestra vida consciente toma un doble aspecto: uno impersonal, solidificado en el espacio y en el tiempo-cantidad donde se proyecta, afectado por una precisión cuantitativa, es la región donde vivimos con más plenitud y facilidad nuestra vida social; otro, infinitamente móvil, confuso, inexpresable, pero más personal, vivido en el tiempo-cualidad donde se produce, es la región de nuestra vida más individual. Esta última es el nivel de la duración, el de nuestros matices más delicados y de las relaciones más profundas, donde un instinto mueve nuestros sentimientos más fuertes y nuestras ideas más caras.

Que Bergson distinga dos yoes no significa, cuando menos, que haya escindido el yo, “y que no se nos reproche aquí de desdoblar la persona, de introducir en ella bajo otra forma la multiplicidad numérica que habíamos excluido en primer lugar” (E, p. 139). Sí habla de la formación de “un segundo yo”, pero este proceso se da en virtud de dos exigencias que halan, por decirlo así, hacia la parte más exterior del yo. Ya las nombramos, pero aquí su significado es más concreto. De una parte, está una exigencia biológica que nos diferencia de otros animales: “la tendencia” a distinguir las cosas y ubicarlas en un medio homogéneo, es decir, el acto del espíritu de interponer la idea de espacio para un acceso más cómodo al mundo. De otra parte, está la “misma” tendencia pero que nos impulsa “a vivir en común y a hablar” (E, p. 139). Nótese, sin embargo, que cuando Bergson se refiere al yo, muchas veces lo hace en términos de fuerza, de instinto, y aquí dice tendencia. Está claro, pues, que el yo no es algo substancial, el filósofo lo piensa como un dinamismo. Si un segundo yo “recubre” el yo más fundamental, esto sucede porque la doble exigencia biológica y social, de orden práctico, nos dispone para vivir en un nivel exterior, pues resulta muy difícil vivir desde las capas más profundas que nos impedirían un habla clara y un desenvolvimiento eficaz en el mundo. Para vivir socialmente y para sobrevivir biológicamente, se paga un precio: volver estáticos el mundo y el yo. Estableciendo estos dos extremos, el de exterioridad pura y el de la interioridad pura, entendemos mejor las exigencias sociales y biológicas que nos caracterizan, así como el sentido de ciertos mixtos producidos por la conciencia. Es el momento de detenerse a considerar de qué forma afecta este doble nivel de la vida de la conciencia a la comprensión del problema de la libertad.

La libertad: ¿un ejemplo?
El acto libre

En este contexto, uno se da cuenta de que el problema de la libertad no es, sin más, un ejemplo de las confusiones surgidas de la sustitución del tiempo por el espacio. Es, más bien, el lugar privilegiado para terminar de exponer la inmanencia de la duración. Veamos: “es del alma entera, en efecto, que la decisión libre emana; y el acto será tanto más libre cuanto más la serie dinámica a la cual se vincula tienda a identificarse con el yo fundamental” (E, p. 159). La libertad es un acto emanado de lo más personal, nuestro yo profundo. Con la duración, Bergson afirma un “dinamismo interno” que está en la base del acto verdaderamente libre que se produce desde las profundidades del yo. Estamos ya en el terreno del capítulo tercero, llamado “De la organización de los estados de conciencia. La Libertad”.

En un hecho cotidiano, como levantarse una vez escuchado el despertador, podemos observar por lo menos dos cosas. El ejemplo es interesante, porque este acto se da entre la salida del sueño y el inicio de la vigilia. Escuchamos el timbre del despertador. Esta impresión nos podría afectar profundamente. Para expresar esto, Bergson acude a una referencia al libro vii de La república de Platón (518c), pues es posible recibir esta impresión ξὺν ὅλη τῆ ψυχῆ, “con el alma toda entera”. “Podría permitirle fundirse en la masa confusa de impresiones que me ocupan; quizás entonces que ella no me determinaría a obrar” (E, p. 159). Ahora, cotidianamente hago lo contrario, me levanto porque el despertador me indica la hora de comenzar mis actividades diarias. Esta determinación la asocio, de acuerdo con Bergson, a una idea ya solidificada y, por decirlo así, ubicada en la corteza del yo: levantarme. Impresión e idea están aquí enlazadas. No se da ningún tipo de interés verdaderamente personal en el acto, me levanto como un verdadero autómata. “Autómata consciente”, lo llama Bergson. Lo cierto es que la mayoría de nuestras acciones se cumplen en este nivel, pues las impresiones que las suscitan se vinculan a ideas que, en cierta medida, flotan solidificadas en la superficie del yo. En ello existen las ventajas prácticas ya expuestas.

Pero, además de este doble aspecto presente en una acción cotidiana, se puede observar otro sorprendente, que señala el sentido del nivel más profundo de donde nacen las acciones libres. La mayoría de las veces no permitimos que las impresiones vibren tan profundo, como cuando una piedra lanzada con gran fuerza conmueve el agua de un estanque, pero “no es raro” que eventualmente se produzca una “revuelta” interior, de manera que el yo profundo sube a la superficie y, por decirlo así, quiebra la corteza exterior de las seguridades cotidianas. Actúa como una fuerza irresistible que produce “una tensión creciente de sentimientos y de ideas, no inconscientes sin duda, pero de las cuales no queríamos guardarnos” (E, p. 160). Actuamos, así, desde el fondo de nosotros. Miremos este hecho con cuidado: esas ideas y sentimientos se han formado en el fondo y, “por una inexplicable repugnancia a querer”, los enviamos a las oscuridades cada vez que pugnaban por emerger. Un cambio inesperado de decisión obedece así a nuestro propio ser, solo que pretender encontrarle razones es vano, pues proviene del dinamismo total de nuestros sentimientos e ideas.

Con esta cuestión de la manifestación del yo en el mundo gracias al acto libre, vuelve, así, el problema de la relación entre el mundo interno y el externo. Por la forma de ser de la vida propia de la conciencia se nos aclara que, en primera instancia, así como cada estado interno refleja el alma entera, del mismo modo el acto libre expresa la totalidad de nuestra personalidad. Cuanto más se expresa el yo fundamental, el acto es más libre, emana de la historia total de la persona. La libertad en ese sentido admite grados; cuanto mayor sea el alcance del arraigo de ese acto en el interior, tanto más expresa y se identifica con el yo entero. El acto libre manifiesta una tensión, lo hemos dicho, de sentimientos e ideas que reflejan el alma entera. En segunda instancia, Bergson reconoce un dinamismo interno, como una forma particular de causalidad que obra en el acto libre del yo, gracias al cual se expresan las transformaciones de nuestra vida. El acto libre no puede ser ni la consecuencia escueta de una causa externa que nos llevaría a obrar de determinada forma, ni el efecto, sin más, de un estado anterior, como tampoco lo es de una especie de escogencia entre dos posibles alternativas. Cada vez que aparece, por ejemplo, un sentimiento, el yo se modifica y cuando le sobreviene otro sentimiento, no solo se transforma el primer sentimiento, sino que, al cambiar también el yo, los dos sentimientos se modifican con él. Así se describe la “evolución natural” del yo que cambia sin cesar, por más que nos hagamos de él y de sus transformaciones representaciones simbólicas, como las del determinista, y acudamos a palabras que nombran estados incambiables. “Así se forma una serie dinámica de estados que se penetran, se refuerzan los unos a los otros, y abocarán a un acto libre por una evolución natural” (E, pp. 161-162).

Un acto libre, pues, responde al conjunto de nuestras ideas y sentimientos; en fin, al conjunto de nuestra historia. Por ello, Bergson concluye que ese dinamismo natural, que exterioriza el yo en un acto, es un hecho. Cuando emanan de nuestra personalidad, por expresarla toda entera, nuestros actos son libres, “cuando tienen con ella esta indefinible semejanza que se encuentra a veces entre la obra y el artista” (E, p. 162).

Pero no se crea que esta semejanza nos envía al simple parecido entre la obra y la vida psicológica del artista. Se trata de algo más complejo. Por un lado, están las circunstancias externas o también sentimientos o ideas que flotan, por decirlo así, en la superficie –a la manera de “vegetaciones independientes”–; por el otro, están los estados profundos del yo interpenetrándose entre ellos, pero múltiples, los sentimientos e ideas más profundos, de los cuales no podemos disociar la duración, pues su vida depende de ella. Entre los dos, en cierta forma extremos, se sitúa el acto libre, exteriorización del yo más profundo: “y la manifestación exterior de este estado interno será precisamente lo que se llama un acto libre, puesto que solo el yo habrá sido su autor, puesto que ella expresará el yo todo entero” (E, p. 158). El acto libre se da en la intersección entre el mundo interno y una cierta llamada exterior. Será tanto más libre –un mayor grado– cuanto más exprese al yo profundo, o cuanto más coincida con él o cuanto más naturalmente haya emanado de él. En esto radica la importancia de la relación de expresividad del acto libre respecto del yo. Bergson expone esta distinción con dos ejemplos de la superficialidad de ciertos actos inducidos desde las capas más exteriores del yo. El primero es el de la sugestión hipnótica, y dice de ella que no llega muy profundo en los hechos de conciencia, pero, con cierto grado de vitalidad, puede hasta sustituir a la persona misma; el segundo es el de la cólera violenta o el de un vicio hereditario cuando emergen hasta la superficie de la conciencia. En este nivel, tales actos inducidos obran como un “yo parásito”, pero dada su fuerza y dado que alcanzan a sustituir el yo profundo, no se funden, sin embargo, en la masa de hechos profundos. No son actos del todo libres, pues es como si se obedeciera a una voluntad extraña, “pero la sugestión se convertiría en persuasión si el yo entero se la asimilara” (E, p. 158).

A la deliberación, sin previa crítica del proceso de espacialización del tiempo, se la explica como un proceso mecánico, debido a la simbolización usada para pensar la toma de decisión en el acto libre. Así, se representa la deliberación como una línea continua MOX o MOY, de la cual el punto o simboliza el momento en que alguien se decide entre X e Y. Los partidarios de la libertad nos intentan mostrar un yo que oscilaría entre las dos direcciones posibles; aunque optara por X, nos dirían que Y era igualmente posible. En una posición más cercana al determinismo, se nos diría que la línea MOX era necesaria porque había alguna razón para hacerlo; aunque Y fuera también posible, olvidarían o desconocerían esta parte del problema. Se destacan aquí dos aspectos: por un lado, esta simbolización obedece a una acción ya cumplida, no a un acto por realizarse; se lanza una mirada retrospectiva y se la representa como una oscilación entre dos vías igualmente posibles, valiéndose de un simbolismo mecánico y espacial. Por el otro lado, como los términos del progreso temporal se simbolizan espacialmente y en forma simultánea, se llega a confundir el progreso de una deliberación con su símbolo mecánico. A estas formas de concebir la acción Bergson les propone sendos problemas: “si los dos partidos eran igualmente posibles, ¿cómo se ha elegido?, si uno de ellos era solamente posible, ¿por qué nos creíamos libres?” Pero hay allí una cuestión de fondo: “¿el tiempo es espacio?” (E, p. 168).

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