Loe raamatut: «El cuerpo duradero», lehekülg 4

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Para colmo, esos entusiastas cultivan con todas sus fuerzas la creencia en la embriaguez espiritual como cree el que vive en la vida misma. ¡Es, en efecto, una creencia terrible! Del mismo modo que hoy se corrompe a los salvajes con ‘aguardiente’, hasta hacerles perecer, toda la humanidad ha sido envenenada lenta y radicalmente por los aguardientes espirituales que producen esos sentimientos narcóticos y por quienes mantenían vivo el deseo de experimentar dichos sentimientos. Tal vez la humanidad perezca por esta causa. (A, §50)

Este final del aforismo nos permite también sacar algunas conclusiones sobre esa segunda etapa que distinguimos en el texto del Zaratustra, y que venimos comentando. Si, como hemos hecho con el §50 de Aurora, nos guiamos por la descripción psicológica que hace el propio Nietzsche sobre los embriagados extasiados, es de suponer que Zaratustra habría actuado como cierta parte de la humanidad entusiasta, produciendo sus propios narcóticos espirituales, creando un dios y su mundo y, con ello, proyectando su propio cansancio y sufrimiento, en la búsqueda del placer y, por qué no, del consuelo narcótico como una suerte de remedio para el sufrimiento sentido. Esta misma comprensión sobre sus propias creaciones autoriza a Zaratustra para hablar a los creadores de trasmundos y mostrarles la procedencia y el sentido de lo que producen. Para crear trasmundos, se requiere, no obstante, de una fuerte creencia en sí mismos y, por ende, en que su embriaguez es de inspiración divina. Ya vimos el mecanismo de esa embriaguez. Crear trasmundos es una forma de consuelo porque proviene de sentimientos narcóticos producidos en estados de embriaguez; de tal modo que estos últimos estados son buscados con el fin de alejar el sufrimiento, proyectándolo fuera del hombre. Esto hizo Zaratustra en otro tiempo.

Ahora sí podemos entrar a una tercera etapa en “De los trasmundanos”. Ya en la segunda se observaba un mecanismo fisiológico que produce los sentimientos narcóticos y elevados a partir de los cuales se crean trasmundos. En el lugar donde puede señalarse otra inflexión del texto en el Zaratustra se va a hacer más evidente el papel de la fisiología en la creación de trasmundos y, ligado a este, el origen de estos últimos a partir del querer. La fatiga lleva a querer elevarse más allá del hombre de un solo salto:

Fatiga, que de un solo salto quiere llegar al final, de un salto mortal, una pobre fatiga ignorante, que ya no quiere ni querer: ella fue la que creó todos los dioses y todos los trasmundos.

¡Creedme, hermanos míos! Fue el cuerpo el que desesperó del cuerpo, – con los dedos del espíritu el trastornado palpaba las últimas paredes. (Z, “De los trasmundanos”)

Fatiga del cuerpo “que ya no quiere ni querer”, el cuerpo, incluso, desesperó de su querer. Esa huida ha sido provocada por el cuerpo mismo que, queriendo huir de sí mismo y de su sufrimiento, es capaz de sacrificar su propio querer. Pretendiendo huir de sí y sacrificando hasta su propio querer, los trasmundos son producidos por un cuerpo fatigado. Esta tercera etapa señala el punto fundamental de la crítica a los trasmundanos: la procedencia de esos mundos es fisiológica y, de acuerdo con la psicología nietzscheana, está basada en un querer que ya no quiere y en el sistema de creencias implícito en la psicología de la embriaguez. He aquí lo que dice Zaratustra, corroborando la conexión entre “De los trasmundanos” y el §50 de Aurora: “Entonces estos ingratos se imaginaron estar sustraídos a su cuerpo y a esta tierra. Sin embargo, ¿a quién debían las convulsiones y delicias de su éxtasis? A su cuerpo y a esta tierra” (Z, “De los trasmundanos”).

Ahora bien, es necesario aclarar que la embriaguez no es un estado psicológico sin más; es, ante todo, un estado psico-fisiológico. De ahí su fuerza productora. No se trata solo de la producción de sentimientos narcóticos, como si dijéramos, ideales. Esos sentimientos nacen de la fatiga del cuerpo y, por lo mismo, tienen, puesto que se trata de un querer, la potencia de producir una metafísica, un sentido del mundo y de la vida: “fue el cuerpo el que desesperó de la tierra, – oyó que el vientre del ser le hablaba” (Z, “De los trasmundanos”). El ser, fundamento de todo, sustento del mundo, es un producto de la fisiología y de la creencia en sí mismos de hombres que querían huir de sí mismos, de la tierra y del mundo, fue creación de su embriaguez con narcóticos espirituales; de esa manera, el mundo metafísico quedó instaurado y adquirió tanta fuerza y realidad que, con su poder narcótico, incluso tiene el poder de hacer desear al cuerpo pasar a ese otro mundo más allá de la tierra y del hombre. ¡De un solo salto! Y mortal. “Y entonces [el cuerpo] quiso meter la cabeza a través de las últimas paredes, y no solo la cabeza, – quiso pasar a ‘aquel mundo’” (Z, “De los trasmundanos”). La fuerza de esa creencia tiene el poder de producir realidad y hace de ese mundo algo pleno de ser.

El examen nietzscheano de la procedencia de los trasmundos, en boca de Zaratustra, lo lleva a rastrear lo que hace el cuerpo cansado y desesperado por huir de la tierra: lo sorprende en la inflexión de crear sentidos para el mundo, pero por fuera de este. Saca su fuerza de convicción del estado de embriaguez que produce una fuerte creencia en sí de los trasmundanos y en el consuelo que producen los estados de elevación, ello hace que el cuerpo se sienta a gusto fuera de sí y del mundo humano. Así se da nacimiento al mundo metafísico y a su sentido moral.

Pero ‘aquel mundo’ está bien oculto a los ojos del hombre, aquel inhumano mundo deshumanizado, que es una nada celeste; y el vientre del ser no habla en modo alguno al hombre, a no ser en forma de hombre. En verdad, todo ‘ser’ es difícil de demostrar, y difícil resulta hacerlo hablar. Decidme, hermanos míos, ¿no es acaso la más extravagante de todas las cosas la mejor demostrada? (Z, “De los trasmundanos”)

Lo más lleno, paradójicamente, es lo más vacío. La expresión de Zaratustra es clara: el cuerpo “oyó que el vientre del ser le hablaba”. O creyó que lo hacía, pero esto es una ilusión proveniente del deseo de huir del sufrimiento. Sin embargo, ese vientre está vacío. Todo ‘ser’ está vacío; es invención humana, demasiado humana y en ella interviene el cuerpo. Tiene siempre un origen, no precede a nada. Pero la afirmación más interesante es que el cuerpo quiso pasar a ese otro mundo, de golpe. Si ese mundo está vacío, lo que se manifiesta es la aspiración del cuerpo a la nada. El cuerpo quiso la nada celeste, como bien dice Zaratustra. En su búsqueda de consuelo, aspiró a la nada. Su huida hacia el ‘ser’ fue hacia la nada y ese vientre vacío que manifiesta al ser. Todo ello es resultado del cansancio del cuerpo que, en estas condiciones, ya no quiere ni querer. Ese ser solo habla del hombre y de un hombre cansado.

A continuación viene un segundo aspecto que revela la profunda apuesta nietzscheana por el cuerpo.

Sí, este yo y la contradicción y confusión del yo continúan hablando acerca de su ser del modo más honrado, este yo que crea, que quiere, que valora, y que es la medida y el valor de las cosas.

Y este ser honradísimo, el yo – habla del cuerpo, y continúa queriendo el cuerpo, aun cuando poetice y fantasee y revolotee de un lado para otro con rotas alas. (Z, “De los trasmundanos”)

¡El yo habla honradamente del cuerpo! No es fundamento. El texto en este punto adquiere un cariz interesante. La teoría del origen fisiológico de los trasmundos nos pone en abierta oposición con la filosofía de la subjetividad. Por más que el yo “creador” quiera, con sus mundos fantasmagóricos, huir de la tierra y de los hombres, “continúa queriendo el cuerpo”, como se dice en el texto anteriormente citado. La huida hacia la nada es también querida por el cuerpo.

El yo, en este caso, al hablar del cuerpo y al quererlo, nos muestra con toda honradez su proveniencia fisiológica. Por más que quiera huir hacia la nada, no hace más que hablar de lo que quiere su cuerpo, “aun cuando poetice y fantasee y revolotee de un lado para otro con rotas alas” (Z, “De los trasmundanos”). Ahora bien, cuanto más honrado es, cuanto más habla del cuerpo y de la tierra, tanto más clara es su relación con estos y tanto más clara es su procedencia de las fuerzas fisiológicas: “El yo aprende a hablar con mayor honradez [redlicher]4 cada vez: y cuanto más aprende, tantas más palabras y honores encuentra para el cuerpo y la tierra” (Z, “De los trasmundanos”).

Esta honradez nos revela una nueva potencia de crear sentido de carácter fisiológico. Gracias a ella, se está en capacidad de aceptar con mayor entereza el sentido de la tierra y actuar de acuerdo con él, sin pretender huir de esta. Podría decirse que así se asumen el sufrimiento, la enfermedad y el cansancio, pues, gracias a la honradez, se nos revela que forman parte de la vida misma:

Mi yo me ha enseñado un nuevo orgullo, y yo se lo enseño a los hombres: ¡a dejar de esconder la cabeza en la arena de las cosas celestes, y a llevarla libremente, una cabeza terrena, la cual es la que crea el sentido de la tierra! (Z, “De los trasmundanos”)

El orgullo del que aquí habla Zaratustra no es otro que el volver a tomar posesión de la propia potencia creadora del cuerpo y de la tierra. El sentido de la tierra no es el ser metafísico; es algo que se crea a partir de las fuerzas inmanentes propias de lo que experimentamos como lo más terreno: nuestro cuerpo. El nuevo orgullo se manifiesta en el crear. Así se puede volver a andar el camino ya recorrido por los hombres, sin querer huir de él, sino asumiendo como propias las fuerzas inmanentes de la tierra. “Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡querer ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y llamarlo bueno y no volver a salirse a hurtadillas de él, como hacen los enfermos y moribundos!” (Z, “De los trasmundanos”).

De esas fuerzas no se puede escapar porque fueron ellas las que, incluso, crearon los trasmundos –no es trayendo unas fuerzas externas a lo humano como se superan los trasmundos y su visión negadora de la existencia, son las fuerzas inmanentes las que le pueden dar forma a una manera nueva de asumir la vida, como, por ejemplo, los llamados por Nietzsche ‘impulsos malvados’, sobre los que hablaremos en la segunda parte de este libro. De cualquier forma, el cuerpo ha querido también huir de la tierra proyectando su ilusión más allá del hombre. Aun así, en este momento se trata de querer ese camino ya recorrido por el hombre. Zaratustra, por su parte, saca consecuencias de su evaluación:

De su miseria querían escapar [los que despreciaron el cuerpo y la tierra], y las estrellas les parecían demasiado lejanas. Entonces suspiraron: “¡Oh, si hubiese caminos celestes para deslizarse furtivamente en otro ser y en otra felicidad!” –¡entonces se inventaron sus caminos furtivos y sus pequeños brebajes de sangre! […]

Indulgente es Zaratustra con los enfermos. En verdad no se enoja con sus especies de consuelo y de ingratitud. ¡Que se transformen en convalecientes y en superadores, y que se creen un cuerpo superior! (Z, “De los trasmundanos”)

Y con esto arribamos al objetivo de esta evaluación. Zaratustra no solo hace un diagnóstico de sí mismo y de los enfermos que han creado los trasmundos. También viene a anunciar las potencias inmanentes al cuerpo y a la vida como creadoras. El cuerpo, en la filosofía nietzscheana, es el objeto de las evaluaciones, diagnósticos y, además, el hilo conductor que hay que seguir para recuperar el sentido y las potencias de la tierra y del cuerpo. El mismo cuerpo buscó formas de consuelo para la enfermedad y el sufrimiento –padecidos por el propio Nietzsche y por su personaje Zaratustra–, especies de brebajes de vida y de felicidad “en otro ser” que, en vez de querer el cuerpo, proporcionaban una huida del propio cuerpo y de las fuerzas humanas creadoras. Pero con ello, paradójicamente, desplegaban esas fuerzas creativas; se crearon un cuerpo para huir de la tierra, un cuerpo que del sufrimiento, la enfermedad y el cansancio sacó fuerzas para huir de sí mismo. El cuerpo quiso la nada del ser. Hacer un diagnóstico como este lleva a Nietzsche no solo a someter a crítica las formas de consuelo y las fuerzas que les dieron origen, sino a señalar la existencia de esas mismas fuerzas y su potencia creativa, en fin, a afirmarlas. Por ello, es posible volverse convaleciente y crearse “un cuerpo superior”. Si se quiso huir del cuerpo y de la tierra creándose una especie de fisiología que buscaba consuelos trasmundanos, es porque es posible crearse un cuerpo que quiera el cuerpo y la tierra. Aquí está la fuerza de una filosofía como la de Nietzsche, cuya pretensión es seguir el hilo conductor del cuerpo, no solo como el lugar de las evaluaciones críticas, sino también como la señal para producir una nueva forma de hacer filosofía, más cercana de la vida y del cuerpo. Es la vieja pretensión de hacer de la filosofía una forma de vida y de establecer una relación orgánica entre el concepto y la vida.

En esta última etapa del texto, además de la crítica a los enfermos que crean trasmundos y consuelos para su dolor, Zaratustra aborda de forma negativa la relación entre enfermedad y conocimiento. Veamos:

Tampoco se enoja Zaratustra con el convaleciente si este mira con delicadeza hacia su ilusión y a media noche se desliza furtivamente en torno a la tumba de su dios: mas enfermedad y cuerpo enfermo continúan siendo para mí sus lágrimas.

Mucho pueblo enfermo ha habido siempre entre quienes poetizan y tienen la manía de los dioses; odian con furia al hombre del conocimiento y a aquella virtud, la más joven de todas, que se llama: honradez [Redlichkeit]. (Z, “De los trasmundanos”)

Zaratustra les ha pedido a los enfermos que se transformen en convalecientes, que procuren recuperarse de la enfermedad y, con ello, producir las condiciones para crearse un cuerpo superior a partir de las propias fuerzas fisiológicas; las mismas que hicieron posible crear trasmundos y fuegos fatuos. Zaratustra les propone crearse un nuevo cuerpo. Pero como el convaleciente apenas está saliendo de la enfermedad, puede correr el peligro de crearse dioses o de seguir creyendo en los antiguos ya muertos. Es una forma de consuelo comprensible, pues estando enfermo se desea huir del dolor, ya que este, en principio, no es asumido como parte de la vida. Ahora bien, ¡cosa curiosa!: estos hombres ya no creen con la convicción de antes, pero se radicalizan: “demasiado bien conozco a estos hombres semejantes a Dios: quieren que se crea en ellos, y que la duda sea pecado” (Z, “De los trasmundanos”). Ya no se trata solo de la ilusión proyectada en mundos metafísicos, de la esperanza puesta más allá del hombre y de la tierra. No. Ahora estos hombres desean que se crea en ellos, que su sola fuerza de convicción baste para justificar esos dioses inventados por ellos. Vuelven a los tiempos oscuros en los que “el delirio de la razón”, que proyecta las ilusiones en mundos perfectos por encima o por detrás de los hombres, “era semejanza con Dios, y la duda era pecado” (Z, “De los trasmundanos”). Solo que ahora ya no se trata de una fe ciega en esos trasmundos, cuya existencia real se quería demostrar. Si ahora la duda es pecado, es porque estos hombres quieren que se crea en ellos y en sus delirios. Pero ellos solo creen en una cosa: en sí mismos. Su fuerza está en su poder de convicción. “En verdad, no en trasmundos ni en gotas de sangre redentora: sino que es en el cuerpo en lo que creen, y su propio cuerpo es para ellos su cosa en sí” (Z, “De los trasmundanos”). No obstante, se trata de un cuerpo enfermo del que quisieran escapar con gusto. Escuchan a predicadores de la muerte, de la huida del mundo, o se convierten en ellos.

Aquí se precisa una relación más clara con el conocimiento. Para el hombre del conocimiento es necesario ser más honrado sobre la propia condición, saber sobre el cuerpo, incluso en los momentos de enfermedad, así lo expusimos unas páginas más arriba. Ahora bien, dicho saber sobre el cuerpo es un conocimiento que está en función del crear. La propuesta consiste en saber del cuerpo y de la enfermedad o, mejor, del dolor, que implica el crear, como les dice Zaratustra a los contemplativos, a quienes les falta la inocencia en el deseo y se han creado un conocimiento “inmaculado”:5 “En verdad, igual que el sol amo yo la vida y todos los mares profundos. Y esto significa para mí conocimiento: todo lo profundo debe ser elevado – ¡hasta mi altura!” (Z, “Del inmaculado conocimiento”).

El conocimiento elevado, entonces, surge a partir del hundirse en su ocaso, como un conocimiento de la profundidad o del descenso a los estados más bajos de la existencia; es, pues, una comprensión del dolor y de aquello que este nos muestra cuando, como hombres del conocimiento, hacemos de la enfermedad un experimento: saber acerca de los diferentes ritmos del cuerpo y todo lo que ellos engendran.6 El cuerpo produce pensamiento y se aprende esto hundiéndose en su ocaso, haciendo del dolor propio de la existencia una ocasión para el experimento del conocer y no para huir fuera de lo que no nos pertenece. Para ello se requiere de la inocencia del deseo, de un deseo de experimentación. Una vez preparados de esta manera, es posible un conocimiento elevado que hunda sus raíces en la profundidad:

¡En verdad, no como creadores, engendradores, gozosos de devenir amáis vosotros la tierra!

¿Dónde hay inocencia? Allí donde hay voluntad de engendrar. Y el que quiere crear por encima de sí mismo, ese tiene para mí la voluntad más pura.

¿Dónde hay belleza? Allí donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; allí donde yo quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no se quede solo en imagen. (Z, “Del inmaculado conocimiento”)

El deseo de conocimiento no se pone sobre una imagen vacía. Lleva su contenido en el sinsentido de la existencia, en lo contradictorio del sufrimiento; pero esto no acarrea consecuencias pesimistas, como ya expusimos. Zaratustra propone elevarse por encima del abismo o de lo profundo, habiendo descendido previamente hasta esas profundidades, donde adquiere el saber acerca de la fisiología en los momentos de enfermedad. Ahora sí puede elevarse hasta la propia altura. La experiencia del cuerpo, a través del dolor, ha enseñado sobre la periodicidad de la fisiología y de la vida en ella. Así surgen “creadores, engendradores, gozosos de devenir”, es decir, hombres del conocimiento, pero no de un conocimiento contemplativo e inmaculado, sino de aquel conocimiento que enseña que, a partir de la enfermedad y el dolor, como partes de la existencia, también puede afirmarse la vida. Con esa voluntad de engendrar se afirma la vida, eso enseña el conocimiento fisiológico. Existe honradez en el conocimiento cuando se trata de considerar tanto la propia existencia como la existencia en general. Es la honradez, la integridad del pensador que sabe acerca del cuerpo y de su capacidad de crear a partir de las fuerzas inmanentes; sean estas malvadas o no. “De los trasmundanos” concluye con esta propuesta:

Es mejor que oigáis, hermanos míos, la voz del cuerpo sano: es esta una voz más honrada y más pura.

Con más honradez y con más pureza habla el cuerpo sano, el cuerpo perfecto y cuadrado: y habla del sentido de la tierra. (Z, “De los trasmundanos”)

Transición del saber sobre el dolor que nos profundiza hacia la experiencia de la duración

Las primeras cuestiones que nos planteamos con Nietzsche nos han conducido hasta su propuesta de escuchar el cuerpo, entendido como sentido de la tierra. Veamos. Nos preguntábamos por la procedencia de una filosofía. Esta pregunta, de acuerdo con Nietzsche, nos pone sobre la pista de la relación entre filosofía y cuerpo. Poder acceder a los motivos de una filosofía, a través de la fisiología, no es algo que venga dado por una escogencia caprichosa del filósofo; es, por el contrario y en primera instancia, el producto de una muy particular experiencia del cuerpo, que luego va tomando un aspecto más universal, en la medida en que el filósofo deja de lado la confidencia autobiográfica y se pregunta sobre lo aprendido en un estado prolongado de enfermedad. En Nietzsche, proponerse hacer una genealogía de las distintas filosofías consiste en señalar la distribución jerárquica de los impulsos fundamentales del filósofo. De esa manera, optar por un determinado derrotero en el pensamiento es obedecer a las valoraciones surgidas de esa distribución jerárquica de los impulsos. Una filosofía surgiría de una especie de memorias “no queridas, no advertidas” del filósofo, es decir, de sus motivos morales o no morales, pero elevados al nivel del concepto, se podría afirmar.

Con el plan de viaje así esbozado, nos preguntamos qué sucede con el pensamiento cuando brota al calor de un estado prolongado de enfermedad. Responder a esto es posible si el filósofo no solo se deja llevar por la enfermedad y el dolor, sino que intenta, más bien, hacer de su estado un experimento de quien quiere conocer. De ello resulta que se puede o bien dejarse seducir por el dolor y sucumbir en el pesimismo, o bien aprender en los estados de enfermedad y sufrimiento acerca del devenir del cuerpo y de la vida. De esto último se obtendría un conocimiento más específico sobre la fisiología y sus fuerzas, ligadas a lo que Nietzsche llama “el sentido de la tierra”, puesto que en la enfermedad se experimentarían, con cierto grado de conciencia, los ritmos del cuerpo, el contraste salud-enfermedad y se sabría cuál es la relación entre estados corporales y pensamiento.

Ahora bien, hacer el experimento involucra, como estudiaremos más adelante, el particular temperamento del filósofo. Para ilustrar este aspecto, acudimos antes a unas páginas autobiográficas de Ecce homo, en las que nuestro filósofo intenta explicar la procedencia del pathos de su pensamiento. Nietzsche conoció a fondo la decadencia, de la cual aprendió la percepción fina para los matices y vivenció también las subidas y bajadas de la fisiología; no obstante, comprendió que en esa experiencia se puede sucumbir frente a las seducciones del dolor o intentar escapar de él huyendo del cuerpo. Ahora bien, Nietzsche no se define solo como decadente, es, ante todo, su antítesis: un afirmativo. Y esto lo lleva a buscar instintivamente los remedios apropiados, es decir, a asumir la perspectiva de la vida. Con ello se completa el experimento sin que, por obvias razones, se le pueda dar la espalda al dolor. Su carácter afirmativo no es ingenuo, sabe sobre la enfermedad, y de la mano de la experiencia de la decadencia puede afirmar la vida con más conocimiento.

En este momento, se debe hacer notar que la manera como Nietzsche plantea el experimento con la enfermedad, movido por la pasión de conocer, en función de superar las seducciones nihilistas del dolor, conlleva una especie de asimetría entre, digamos, la voluntad de hacer el experimento, sobreponiéndose al dolor más profundo, y los requerimientos instintivos, que implican o sucumbir ante el dolor o esforzarse fisiológicamente por recuperar la salud. Se podría explicar la razón de esta asimetría de una manera simple y decir que en Nietzsche la formulación del problema se debe a la violencia con que lo ataca la enfermedad y a los medios infructuosos, la mayor parte del tiempo, para lograr una cura. No obstante, como ya observamos, que haya una relación entre la vida del filósofo y su filosofía no significa, en principio, que esta sea una suerte de “biografía” conceptual de las infidencias personales. Si se pone en juego el temperamento del filósofo, es porque el pensamiento filosófico mismo implica un pathos –en el caso de Nietzsche, el de ser, por temperamento, a la vez un decadente y un afirmativo, alguien que, en el ejercicio del pensar, dice ‘sí’ a la existencia, la afirma pese al dolor, y ello se transfigura en una filosofía (cf. CJ, “prólogo a la segunda edición” §3); este es el único talente que impregna los problemas filosóficos. Ahora bien, esa asimetría se manifiesta, antes de Así habló Zaratustra, en el tema de la pasión del conocimiento, formulado de manera explícita a partir de Aurora, como una tensión entre el dolor que entraña dejarse llevar hasta el extremo por una pasión y el deseo inapelable de conocimiento, experimentado incluso por la humanidad. Nietzsche y Bergson, como ya estudiaremos, coincidirán en que el esfuerzo, la tensión y la voluntad como afecto,7 que tienen un significado corporal innegable, aunque no exclusivo, son fuerzas capaces de llevarnos más allá de las simplificaciones de la inteligencia modelada sobre nuestras necesidades más inmediatas.

Pudimos observar en concreto, también, a partir de un texto autobiográfico de Zaratustra, cómo surgió en él la tendencia a huir del sufrimiento creando mundos metafísicos y a poner sus esperanzas e ilusiones en ellos. Pero en un esfuerzo reflexivo sobre sí, Zaratustra se dio cuenta de que fue su cuerpo fatigado quien creó trasmundos, en un intento por apartar su vista del dolor, en busca de consuelo. Con ello, descubrió que fue el mismo cuerpo el que quiso huir del mundo y de los hombres proyectando sus ilusiones en vacuas imágenes. No solo quiso escapar del cuerpo mismo, sino que, además, cifró sus ilusiones en la nada: en el ser vacío de la metafísica. Intentó darle realidad al objeto del querer que quiere la nada. La metafísica surgió como expresión de un querer que, paradójicamente, ya no quiere ni querer. Aún así, se seguía obedeciendo al cuerpo; lo cual manifiesta una tendencia afirmativa, en la medida en que, con la construcción de mundos metafísicos, se muestran con toda claridad las fuerzas inmanentes del cuerpo en la plenitud de su potencia creativa, así sea para huir del cuerpo mismo y proyectar las ilusiones del pensador en imágenes vacías, sin base en la vivencia más honrada del cuerpo. La metafísica viene a ser, de ese modo, un síntoma de los estados del cuerpo. La propuesta surge de inmediato. Con este conocimiento adquirido en el viaje por los cambios del cuerpo se puede crear, previo aprendizaje sobre las potencias de la fisiología, un cuerpo superior que obedezca a una afirmación de la vida –eso sí, llevando consigo el conocimiento del dolor.

Dadas ya las condiciones en las que debe ser resuelta la pregunta planteada al inicio de este capítulo, es necesario concretar la cuestión que dirigirá el trabajo que sigue. Es claro que Nietzsche no parte de una definición de cuerpo y de enfermedad, sino que, con su propuesta de hacer de la enfermedad un experimento del que conoce, se trata de saber acerca del cuerpo y del dolor, además, asumiendo este último como parte de la existencia o, para decirlo de otra forma, como dato imprescindible para el ejercicio filosófico que no debemos dejar de considerar. Esta es la condición que hace posible el viaje y la experiencia a través de las profundidades; de este modo, sabremos más sobre el dolor y sobre el cuerpo. Es imprescindible ahora dejar de lado las ilusiones que se proyectan y, más bien, aprender acerca del mecanismo fisio-psicológico (cf. MBM, §23) de interpretación que marca la relación entre cuerpo y concepto o, mejor, como ya veremos, entre la dinámica de los impulsos y los errores favorecedores de la vida. Esto último supone un tipo de filosofía que va abriéndose paso entre la historia, la psicología y la fisiología, para descubrir la relación decisiva entre el cuerpo vivo y el pensamiento. Ahora bien, como aquí se apuesta con la carta de la fisiología como hilo conductor para aprender de esta en sus realizaciones concretas, surge la pregunta acerca de qué tipo de cuerpo trata Nietzsche. La respuesta a esta cuestión nos llevará por el sendero de las relaciones entre la dinámica de los impulsos, el pensamiento y la vida, allanado por Nietzsche en el llamado ‘periodo medio’ de su producción filosófica.

Quisiéramos terminar esta sección con un pasaje que recoge muy bien el espíritu problemático que anima el presente libro. Meditando más en su sentido, tenemos la esperanza de no estar errando el camino y de haber escogido la mejor puerta de entrada al campo de la fisiología en Nietzsche. Procede del “Prólogo a la segunda edición” de La ciencia jovial:

Vivir – eso significa, para nosotros, transformar continuamente todo lo que somos en luz y en llama, también todo lo que nos hiere: no podemos actuar de otra manera. Y en cuanto a lo que concierne a la enfermedad: ¿no estaríamos casi tentados a preguntar si es que ella nos es en general prescindible? Solo el gran dolor es el último liberador del espíritu, en tanto es el maestro de la gran sospecha [...] Solo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma su tiempo, en el que nos quemamos, por así decirlo, como con madera verde, nos obliga a los filósofos a ascender hasta nuestra última profundidad y a apartar de nosotros toda confianza, toda benignidad, encubrimiento, clemencia, medianía, entre las que previamente habíamos asentado tal vez nuestra humanidad. Dudo si un dolor de este tipo ‘mejora’; pero sé que nos profundiza [er uns vertieft] […]. Se acabó la confianza en la vida: la vida misma se convirtió en problema. (CJ, §3)

Esta certeza del filósofo Nietzsche no es sencillamente una afirmación sin más; tiene el tono de una confesión de gran alcance filosófico, un profundo secreto existencial y vivido sube a la superficie, y su potencia, por lo demás, se puede expresar filosóficamente. La experiencia del dolor, muy bien descrita en “De los trasmundanos”, impregna el concepto, y el pensar adquiere carne. ¡El dolor nos profundiza! –nos convierte en filósofos, diríamos. El dolor tiene un valor existencial y epistemológico; en tales condiciones nos vemos llevados a pensar con profundidad sobre el cuerpo y su potencia filosófica o conceptual. La fisiología se convierte así en la vía de acceso al conocimiento de la vida en nosotros, en el dato irreductible sin el cual el ejercicio del pensamiento es imposible. Así pues, las filosofías de Nietzsche y de Bergson, a nuestra manera de ver, encuentran imprescindible una consideración igualmente profunda sobre la vida a la que no accedemos sino a partir del ‘dato’ inmediato que constituye nuestro cuerpo. Tal será el recorrido que, a partir de este inicio nietzscheano, emprenderemos en lo que sigue. Si, como veremos en el siguiente capítulo, en Bergson el dato inmediato de la conciencia es la duración y su carácter interno, hallaremos en su reflexión una importante consideración sobre el cuerpo implicado en la determinación de los procesos internos, con un significado decisivo para la determinación de las relaciones entre interior y exterior.