Con José, siervo humilde y fiel

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Con José, siervo humilde y fiel
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Con José, siervo humilde y fiel

Primera edición: 2021

© 2021 EDICIONES COR IESU, hhnssc

Plaza San Andrés, 5

45002 - Toledo

www.edicionescoriesu.es

info@edicionescoriesu.es

ISBN E-book: 978-84-18467-49-3

Depósito legal: TO 157-2021

Imprime: Ulzama Digital. Huarte (Navarra).

Printed in Spain

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y ss. del Código Penal).

LUIS M.ª MENDIZÁBAL, S.J.

Con José, siervo humilde y fiel

Pablo Cervera Barranco (ed.)


Prólogo

Hay una figura cuya misión es trascendental en el misterio de la redención y para la vida de la Iglesia. Es alguien enigmático, pues la Escritura no recoge de él ni siquiera una palabra. Su vida, salvo breves momentos, quedó en el anonimato. También él tuvo una anunciación divina, pero ni siquiera consta su «¡Hágase!», frente al de la Virgen María en análoga circunstancia. Él «hizo». Me refiero a san José, custodio del Redentor (como lo llamó san Juan Pablo II en un documento memorable).

Recién elegido Sucesor de Pedro, el papa Francisco nos regalaba una preciosa homilía de comienzo de pontificado en el día de la solemnidad de san José. Le salía espontáneamente hablar con cariño y hondura de san José. Se notaba que era un personaje con el que tenía una simpatía especial. Luego supimos que también quiso hacerlo presente en su escudo pontificio con un símbolo. Pasados unos meses aprobó lo que, en época de Juan XXIII, fue una revolución para muchos: mencionar a san José en la plegaria eucarística I, el Canon Romano. Francisco, mediante un decreto para toda la Iglesia, extendía esa mención obligatoria a todas las plegarias eucarísticas. Meses más tarde consagró la Ciudad del Vaticano a san José y a san Miguel.

Son gestos de la vida de la Iglesia reciente que nos ponen en la pista de la profundización de este protagonista en la obra redentora. El último gesto al respecto ha sido convocar un Año Santo de san José, al que ha precedido un sencillo pero bello pórtico: la Carta Apostólica Patris corde (Con corazón de padre) sobre la figura de José, cabeza de la Sagrada Familia y patrono de la Iglesia. Los 150 años de la proclamación de san José como Patrono de la Iglesia han sido la ocasión que le ha brindado al Papa esta convocatoria.

José prepara el camino. José no fue mártir, ni predicó. José tiene una tarea clave: introducir a Jesús en la estirpe de David, en la promesa. Es decir, tiene la tarea de cerrar la fidelidad de Dios. José cuidó los primeros pasos de la vida del Salvador y acogió amorosamente a Madre e Hijo, desapareciendo de la escena en cuanto Dios no lo necesitó más (¡cómo nos cuesta a nosotros esto: que nos utilicen y luego se prescinda de nosotros!) Al final es arrinconado. No deja huella. ¡Cómo recuerdo haber oído al recordado P. Mendizábal estos pensamientos…

Con gran acierto se han reunido estos textos sobre san José, el hombre discreto, oculto, siempre evangélico y al servicio de su Hijo redentor. Se han transcrito enseñanzas orales del P. Mendizábal procedentes de circunstancias diversas: Ejercicios Espirituales, predicaciones de triduos, homilías… Son un rico y sencillo magisterio que nos acercará a todos a esta figura enigmática, en un sentido, pero tan cercana a todos. En la figura de san José hay un misterio, que la Iglesia ha ido profundizando con los siglos. La vía siempre ha sido el tato asiduo con el santo en la oración y en la contemplación. Sorprende que, de tan poco versículos en los que el santo es mencionado en los evangelios, podamos recabar tanta sabiduría espiritual. El P. Mendizábal, que fue gran maestro de vida espiritual, nos desgrana sabiamente en estas páginas muchas de las enseñanzas evangélicas de Santo Patriarca.

Acojamos a este modelo para nuestra fe: como padre, como esposo, obediente a la voluntad de Dios, discreto, hombre de fe, de amor, de un amor que se muestra «más en los hechos que en las palabras…»

† Francisco Cerro Chaves

Arzobispo de Toledo

Primado de España

Toledo, 19 de marzo de 2021,

Solemnidad de San José

1. José, hombre justo, custodio de la Iglesia

Vamos a hacer una reflexión sobre san José, que cuida de la Iglesia del Señor, y vamos a comenzar por un primer punto más general, que es nuestra relación con los santos. Luego veremos nuestra relación con san José y su relación con nosotros.

Cuando la Iglesia quiso proponer en el Concilio Vaticano II su imagen, su figura, su misterio, dedicó un capítulo a la dimensión escatológica (LG 50) hacia donde la Iglesia tiende, y en ese capítulo viene a recordarnos que nuestra vivencia aquí, en el misterio de la Iglesia, no es plena si no tiene una referencia a la vida eterna, a la vida de la Iglesia triunfante. Vamos hacia ella, vivimos en la fe, de esperanza, esperamos. Y esa fe cristiana es esencialmente esperanza; tendemos. Por lo tanto, nuestra vida sobre la tierra está iluminada por una esperanza –no es una actitud de existencialismo desesperado–, lo cual no quita nuestra entrega a la realidad temporal, porque está vinculada. Tenemos una misión sobre la tierra, ordenada y orientada a la permanencia eterna. Y, por lo tanto, tenemos que tener un empeño en realizar nuestra misión sobre la tierra. Es, diríamos, una dimensión del presente la tendencia hacia la bienaventuranza, pero no es solo eso. Ese es un aspecto que en ese capítulo se recalca, pero hay otra realidad que en el capítulo se nos enseña: la unidad de la Iglesia. La Iglesia no tiene barreras, la Iglesia está constituida como misterio por la unidad: de los santos, de los que luchamos en la tierra en este momento, tratando de colaborar a la Redención con nuestra existencia corporal y mortal, y la de los que se purifican en orden a la visión bienaventurada del Señor. Todo esto es la Iglesia, y entre estos tres frentes de la Iglesia hay una unión estrecha. Esto lo recalca el Concilio.

Nuestra acción y nuestra misión para la realización plena de la Redención no terminan con la muerte. Los santos en el cielo colaboran a la Redención, siguen colaborando. Los santos en el cielo no están pasivos. No están dedicados ya, como quien ha pasado una prueba, unos exámenes, y ahora disfruta de la vida. No es esa la bienaventuranza, sino que los bienaventurados colaboran. Están, diríamos, ocupados con el problema de la Redención del mundo, de la salvación del mundo. Les interesa y contribuyen a él, siguen actuando, hasta que se realice plenamente la salvación de la humanidad. No es una excepción santa Teresita cuando decía: «Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra». Ella pidió esa gracia en la Novena de la Gracia de san Francisco Javier: pasar el cielo haciendo bien en la tierra, quizás porque veía que san Francisco Javier seguía pasando su cielo haciendo bien en la tierra, pero es propio de todos los santos. No nos desinteresamos. Así como estando sobre la tierra estamos empeñados, también en el cielo están empeñados, y también los que están en el purgatorio, mientras se purifican. Con una diferencia y es que, lo que no pueden hacer los santos es colaborar con el sufrimiento, eso ya no pueden, no es esa su colaboración. La colaboración es la de la oración, la de la ayuda, puesto que, como dice El Credo del Pueblo de Dios, «participan en el gobierno que Cristo ejerce sobre el mundo» (n. 29). Participan, y por lo tanto tienen una capacidad también ellos de acción, que nosotros no sabemos en qué medida ni cómo se vive. Como nosotros tenemos una capacidad de actuar en este mundo, bajo el Señor, en el gobierno, participando también en la misión profética, real y sacerdotal de Cristo. Pero ya la acción de ellos no es la acción, diríamos, del sufrimiento, ya no pueden sufrir, ya no pueden decir: «Sufro en mí lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). Contribuyen a su manera. Por lo tanto, si no aprovechamos el tiempo presente, allí nuestra colaboración será otra. Esta es una diferencia fundamental. En cambio, en la purificación sufren, pero ese sufrimiento no aporta a la Redención del mundo. Diríamos que es el sufrimiento que no tiene ese valor de colaboración a la Redención porque ha terminado el tiempo del mérito. Por lo tanto, en ellos hay un sufrimiento, unido quizás a la oración también. No sabemos mucho de la situación de las almas que se purifican, sabemos solo que las podemos ayudar.

Esto es pues, lo primero: los santos están empeñados en la Redención y tienen estrecha conexión con nosotros. La manera como ellos actúan –yo creo que ellos tendrán su iniciativa, tendrán sus acciones–, pero el camino para nosotros, como el camino de la comunión, es nuestra vinculación a ellos. Nosotros estamos vinculados a los santos, no a todos igual. Tampoco actúan todos lo mismo en el cielo. No es lo mismo dirigirse a san Ignacio que dirigirse a san Francisco de Asís, que dirigirse a santa Gertrudis, no es lo mismo. ¿Por qué? Porque la misión que uno tiene es eterna. Quiere decir que hay una vinculación a Cristo, hay una conexión, hay una función que se perpetúa también, y es lo que llamamos los abogados por causas diversas, patronos de causas diversas, que no son hechos arbitrarios, sino de ordinario la Iglesia los proclama en relación con la misión de ellos sobre la tierra; y vinculando esa misión a necesidades especiales de la Iglesia, los declara patronos. No actúa allí en el cielo y cambia los planes, sino los declara patronos, declara personas especialmente aptas o especialmente comisionadas para esto, y que actúan en eso que es su campo.

 

¿Cómo se establece nuestra relación con ellos? No es de tipo mágico: simplemente acudir allá y, sin saber ni quién es el santo, pero «hace muchas gracias este santo». No es eso: «¡es una santa muy milagrosa!, voy allí para tocar reliquias y hace milagros». Esto es lo que el Concilio ha querido en ese sentido purificar, y ha indicado claramente que nosotros con los santos tenemos comunión, y lo que hay que establecer es esa comunión. El sínodo último ha hablado mucho de la «eclesiología de comunión» (Sínodo de los Obispos 1985), recalcando que la Iglesia es comunión, es comunión entre nosotros. ¿Cómo nos ayudamos nosotros mutuamente? Por relación personal, la comunión. La convivencia nos compenetra y van surgiendo como hermandades, sintonía, que nos hacen siempre mucho bien. Para ayudar a una persona, lo más grande que se puede hacer por ella, de ordinario, es hermanarla con una persona que le contagie, en cierta manera, a través de la comunión, de la cercanía. Entonces va transmitiendo y va poco a poco modelando ese corazón, sintonizando con él; pero para eso tienen que tratarse, evidentemente, y hace falta su tiempo de trato. Esa fuerza enorme de comunión lleva consigo la fuerza del ejemplo. El ejemplo de una persona influye porque es de riqueza superior, no por un puro elemento psicológico, sino que la gracia actúa en esa ejemplaridad, y la gracia a través de esta persona se comunica en esa línea paralela a la psicológica, o estructurada en la psicológica. Le va contagiando, le va transmitiendo. «Dime con quién andas y te diré quién eres». Tratando con esta persona le levanta, le infunde ideales, le transforma. Por lo tanto, tenemos la comunión. Para la comunión hay que conocer a las personas. Y tenemos que conocer a los santos. (…)

(…) La comunión con los santos quiere decir que hay que conocer su vida. Es uno de los males que se ha generalizado hoy, la ignorancia de los santos, que no se leen las vidas de santos, y eso es fatal. Necesitamos saber de quién somos hermanos, necesitamos conocer nuestro estilo de familia. Ya por ser cristianos, católicos, hay un estilo de familia con Cristo; luego hay un estilo que corresponde a la espiritualidad que uno tiene. Y ahí va surgiendo, entre los santos que vamos conociendo, una comunión con ellos. Ellos están entre nosotros y nosotros con ellos, ¡es verdad! Eso no es una ficción, es verdad. Ese santo está con nosotros. Y así como podemos dirigirnos a la gente con la que convivimos para pedirle un favor, pedirle oración, también con los santos hay una comunión, se establece una comunión y les pedimos, les abrimos el corazón, sintonizamos. La lectura de ese santo es como un amigo que tiene sus confidencias conmigo, porque no es simplemente que leo, ¡es que él se me comunica!, y eso me sintoniza, y es vital. No es pues, meramente que yo lo he conocido como puedo conocer a un personaje histórico de un determinado período, no. Él está en la Iglesia, empeñado en la obra de la Redención, yo sintonizo, es verdaderamente mi amigo. Tenemos que tener esa amistad con los santos; amistad, con los santos con los que brota esa amistad, que no es con todos. Hay santos que no nos dicen nada, y no porque uno dude de su inmensa santidad, pero bueno, no me dice nada. ¡No es que sea injuria lo que le hago!, no es que yo lo rechazo al no tener ese trato de comunión, eso no significa desprecio. Y es lo que constituye los santos de la propia devoción, bien entendida, a los cuales yo me entrego, con los que yo trato, a los que me dirijo confiadamente, y que me hacen bien por el conocimiento de lo que son y por la transmisión de lo que son. Por eso, en la vida de los santos, cuando recordamos hechos, anécdotas, historia de los santos, no son meras anécdotas, son conocimiento de lo que es el santo, no que era, es. ¿Por qué? Porque todo lo que es revelación y manifestación de lo íntimo del corazón es permanente, y por lo tanto, lo que conocemos es cómo él es, ese santo, y es lo que establece mi sintonía con él. A través de los datos de su vida, de su relación con Dios… es como entrar a que él me lo cuente.

Así se establece la comunión. Y con la comunión nos hace bien su ejemplo. Y con el ejemplo su intercesión, porque él tiene ese poder, «poder de interceder por el ofrecimiento de su propia vida vivida sobre la tierra, unida a la de Cristo, y también por lo que tiene de participación del gobierno del mundo en unión con Cristo» (Credo del Pueblo de Dios, 29), según expresión del Credo del Pueblo de Dios. Y me hacen bien, me hacen favores, me ayudan, me alientan. Tenemos que pedir con mucha confianza a esos con los cuales sintonizamos, esos que son de verdad amigos nuestros en el Señor. Y como toda amistad verdadera y comunión en la Iglesia no significa un enfriamiento del amor de Cristo, sino al contrario, estrecha los lazos de la caridad con Cristo, porque todo ello es en ese mismo Cristo, lo mismo el trato con los santos: no hay que tener miedo de que ese santo, o el trato con los santos arrincone a Cristo. No es verdad. Todo eso son puras teorías, eso no viene de la vivencia. Suele venir de quienes discurren con la razón sin vivir con el corazón, y entonces les crea esos problemas de deducciones y de cosas... No es verdad. El amor a la madre no aleja del amor del padre, nunca, en el orden vital. No, si es verdadera madre y verdadero padre. Aquí sucede lo mismo: una verdadera amistad espiritual auténtica no separa de Cristo, sino que es en Cristo y lleva a Cristo y contagia el amor mismo de Cristo y estrecha la unión de todos los que son en Cristo Jesús. Esto respecto de los santos.

Cada uno puede tener sus santos de devoción. Ahora bien, hay algunos santos que tienen con nosotros una relación personal objetiva, única. Yo creo que, por ejemplo, los que hemos conocido como santo ya en la tierra, a Eduardo Rodríguez, yo le puedo decir cosas al padre Eduardo Rodríguez1, como se las decía cuando estaba en este mundo, y como él me las decía. Le pregunté una vez: «¿Cómo está, padre?». Me contestó: «Mal, mal, ya no me queda ni fama de santidad». Eso se lo puedo recordar y puedo tratar, y, no va ser ahora él más hosco de lo que era antes, sino que evidentemente sintonizamos. Y lo mismo que este, tantas personas e intercesores. La M. Maravillas, igual, estuve con ella en el locutorio, pues puedo tratar también con ella. Es lógico, tengo relación, he tenido relación en vida, sintonía. Pero ahora la cuestión es que hay santos que esencialmente tienen una relación con nosotros, como es la Virgen. Es especialísima porque es la única que tiene con nosotros relación de maternidad, y esa relación es única. Nuestra comunión con Ella es única, lógicamente, y es sumamente personal de cada uno. Como cada uno de los hijos de una familia tiene con su madre una relación suya única, personal, pero todos tienen relación de hijo con su madre.

San José está en este campo. San José tiene una protección universal, Patrono de la Iglesia universal. ¿Pero con todos? Tiene en un cierto grado, que es común, algo que debe ser común a todos. Y eso se nota, cómo la Iglesia le da esa calidad, ese tono, al hacerle Patrono de la Iglesia universal, así como san Miguel es defensor de la Iglesia, pero de manera especial por esa relación con el misterio de Cristo, su función en el misterio de Cristo, y en él con nosotros. Ahora bien, san José, que tiene una misión en la vida de cada uno de nosotros, que tiene luego sus predilecciones y su acción especial con los devotos particularmente confiados en él, merece de nuestra parte un conocimiento, que nuestra comunión con él se estreche. ¿Cómo podemos hacer esa comunión con él? Conociéndole; no hay otro remedio, sino conocerle e intimar con él. Los santos pueden comunicarse con nosotros, y san José lo puede hacer, como la Virgen. Pueden comunicarse con nosotros de una manera absolutamente única a través de su iniciativa, y a través de su contacto y comunicación directa con nosotros, y pueden de esta manera iluminarnos, estrechar nuestra relación con ellos. Pero no lo hacen –diríamos– en vacío, sino que lo hacen como enriqueciendo, iluminando el conocimiento que adquirimos de ellos a través de la revelación. No es que de repente, él se me aparece y me vincula a él, no. De ordinario se va estableciendo una comunión, que puede terminar en una especial comunicación, indudablemente, pero normalmente hay que partir de eso. Y es lo que nosotros tenemos que vivir y transmitir. Que al transmitir lo que es san José, no sea solo decir a la gente que se encomienden a él y le pidan que tengan coche cuando haya que salir, o tengan… sino que se les transmita el conocimiento de san José.

¿Qué sabemos de san José? ¿Cómo entramos en ese conocimiento? Lo que nos dice el Evangelio de san José, ya eso es riquísimo. Vamos a fijarnos en algunos rasgos para establecer esa comunión, que el Señor nos ilumina y nos hace calar dentro, entrar dentro, y con Él entra san José en nosotros. Lo que encontramos en san José es que le llama la Escritura «hombre justo» (Mt 1,19), hombre santo, hombre bueno, «vir iustus», y considera esto como la razón de ser de su comportamiento. En el momento de las dudas de san José, el argumento que pone el texto de san Mateo es ese: «José, como era justo» (Mt 1,19), siendo varón justo. Es la clave, era varón justo. ¿Qué quiere decir justo en el sentido bíblico? Quiere decir, en el caso de san José, la justicia del Nuevo Testamento como anticipada en él. En el Antiguo Testamento, hombre justo es el hombre piadoso que venera a Dios, que respeta a Dios, y el hombre que es observante de su ley. Es hombre justo, diríamos, intachable en la observancia de la ley. Así se nos dice del anciano Simeón: era hombre intachable en la observancia de la ley (cf. Lc 2,25). Y se nos dice también de algunos personajes esa misma expresión. En el Nuevo Testamento, esa justicia es más íntima: es la justicia o la santidad del corazón bueno, dentro. No es el mero observar la ley. Jesús dice en el Sermón de la Montaña: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). ¿Qué quiere decir? Que si vuestra justicia no es más profunda, no es más elevada que la que anuncian, la que enseñan los escribas y los fariseos… ¿Cuál es la que ellos enseñan? La de la observancia de la ley, indudablemente hecha no mecánicamente –porque tampoco decían eso ellos–, hecha con voluntad, pero la observancia de la ley. Y, el que observa la ley es hombre intachable, es hombre justo. No. Si no abunda, si no es más que eso no entráis, no habéis entrado en el Reino de los Cielos. La santidad, la justicia, es la del corazón; es el corazón bueno, es el corazón lleno del Espíritu Santo interiormente. Y es el corazón de las Bienaventuranzas. Es el corazón como el de Cristo, es ese interior, que viene de la fe.

San Pablo, cuando habla de sus privilegios como judío, en lo cual él había sido observante –y recalca esto, observante de la ley, celante de la ley y celante en la observancia de la ley (cf. Flp 3,5-6), que es lo que le había llevado a perseguir al cristianismo, su deseo del celo de la ley–, dice que «todo eso él lo considera como estiércol, al lado del ganar a Cristo y encontrarme en Él –en Él, estar en Él–, no teniendo la justicia, la mía, la que viene de la observancia de la ley, sino la que viene de la fe en Cristo Jesús» (Flp 3,8–9). Viene de la fe en Cristo Jesús, la fe. Por eso, diremos de san José: es el hombre de fe, pero de la fe en Cristo. ¿Qué es la fe en Cristo Jesús? Es la fe en Cristo crucificado que revela el amor del Padre misericordioso que redime a los hombres. Por lo tanto, es la fe que, creyendo en ese amor misericordioso del Señor, cree en la fuerza del don de su Espíritu y se deja coger por esa fe, que le hace entregarse en la entrega de amor. Esto es lo que constituye como el fondo del corazón: es una persona entregada en amor, creyendo en el amor. Y esto pone dentro una actitud interior estable que es el corazón. «Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Y es lo que constituye la justicia interior.

San José era anticipadamente «hombre justo» (Mt 1,19). Es la justicia que viene del corazón, del corazón transformado. Él estaba lleno de santidad. Era hombre justo, de corazón bueno, de corazón lleno de fe. Fe en las promesas, fe en el amor de Dios, fe en los caminos de Dios. Y entregado a esa fe, dispuesto a cumplir los mandamientos de Dios. Es maravilloso en eso san José, en esa entrega, en esa bondad de corazón. Porque una cosa es que uno sea justo y otra cosa es que sepa que lo es. En muchos, lo malo que tienen es que saben que saben. Como decía un profesor que teníamos, solía decir eso: «Mire usted, este señor sabe mucho, pero lo peor que tiene es que “sabe que sabe”, y como “sabe que sabe”, es muy autosuficiente». ¡Y sabe!, y el saber es bueno, pero el saber que sabe le fastidia, porque entonces empieza a saber menos… La verdadera inteligencia no sabe que sabe, sino que lo importante es saber. Pues bien, aquí estamos en el caso de la justicia: una cosa es ser justo y otra cosa es que uno sepa que lo es. Generalmente, el hombre verdaderamente bueno y santo cree que no hace nada más que lo que tiene que hacer, y no ha hecho nada. «Somos siervos inútiles» (Lc 17,10). Y san José probablemente es así, «no ha hecho nada». San José ¿qué hace? «Lo que tengo que hacer, nada». Esto aparece muy claro, que una cosa es tener luz de Dios y otra es saber que la tiene, en un caso muy claro que es el de la confesión de Simón Pedro, cuando Simón Pedro le dice al Señor: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Y le dice Jesús: «Dichoso tú, porque esto no te lo ha revelado la carne y sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16,16–17). Él se quedaría viendo visiones: «¿A mí, esto?, yo he dicho, hombre, ¡si era lógico!, qué iba a decir, pues lo que veo, tú eres el Cristo, ¡ya está!, ¡si eso está claro!». «Te lo ha revelado mi Padre». Y él no tenía conciencia de que le hubiese revelado su Padre.

 

Pues bien, la verdadera bondad del corazón es la del que hace lo que tiene que hacer, pero es bueno. Así es san José. San José es admirable por eso. En todas las páginas del Evangelio se nota una sencillez de su parte. El Señor le coloca en situaciones en que no le arregla las cosas, sino que le sumerge en situaciones en que él tiene que decidir, y tiene que decidir porque es varón justo. Como es un hombre de bondad profunda de corazón por la acción del Espíritu Santo, eso le dicta lo que le parece que es razonable hacer ahora, y lo hace. Entonces resulta una bondad maravillosa del corazón.

José es tan bueno que María siente que puede hacerle sus confidencias espirituales. Se siente esa afinidad, eso es lógico. Eso es lo que significa que estaba casada con él, desposada con él. José la entiende. No entiende del todo, pero sí suficientemente. Y María se siente comprendida en el misterio que Ella vive interiormente con el Señor. Entonces entra esa relación con José, de respeto, de inmenso respeto hacia María, de amor, de cercanía. Y María –podemos pensarlo así, esto es bien hermoso–, es la que forma la bondad del corazón de José, con su confidencia, con la comunicación de sus vivencias, de sus deseos, de sus ideales, con los que él sintoniza, le entiende y sintoniza perfectamente. Es un hombre sencillo, agricultor, campesino, carpintero al mismo tiempo. Porque eso que decimos nosotros que era carpintero de Nazaret, pues ¡sí que tenía trabajo el pobre! ¿Qué va a tener en un pueblo así de carpintero?, se moriría de hambre. Era aldeano, campesino, con sus campos, y además arreglaba las cosas de carpintería que podían surgir en un pueblillo de nada, donde poca cosa habría de carpintería, porque no tenían armarios empotrados ni nada de eso. O sea que era eso, los arados y arreglar esto y lo otro, esas cosas. Pues bien, ese hombre sencillo que trabajaba ahí, le entiende. Y María lo va a formar, pero sin quererlo, no es que se hace maestra. La mayor enseñanza se da cuando uno no se siente maestro, sino sintoniza y le comunica. Y José la quiere, pero la quiere como Ella se le presenta, la quiere en ese nivel en que Ella tiene sus confidencias, que son la causa de su estancia allá, de sus deseos de amar al Señor, de servir al Señor.

Entonces José, «varón justo» (Mt 1,19), lo acoge, lo comprende, y piensan en un matrimonio, que es la manera de encubrir –en un pueblo, librándola de habladurías–, cubrir esa virginidad de María y ser custodio de Ella en la vida familiar, en que va a gozar de esa familiaridad con María, que es la Virgen por excelencia, que es la esposa del Espíritu Santo, del Señor. Podemos barruntar un poco lo que eso significa en José, de nobleza en la sencillez.

El hecho es que José tiene ciertas características que, hasta en cierta manera, son rasgos que aparecen en el Evangelio, de humildad, de bondad, de sencillez. Por ejemplo, la bondad que él tiene total, es una disponibilidad total. No se queja ¡nunca!, ni un ápice. Cuando Jesús se queda en el Templo, que debió pasarlas muy negras José, es María la que se queja, no es él, él aguanta. Y es María la que le dice: «Hijo, ¿por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos con dolor» (Lc 2,48). De lo que da testimonio es del dolor de José, pero es Ella. José, como que respeta el misterio que sucede entre el Hijo y la Madre, y él está ahí en su lugar, sirviendo siempre. Esa es la bondad y la justicia del corazón, la que el Señor introduce en este mundo: «No he venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). Y él está ahí siempre. Ni siquiera dice: «He aquí, yo soy el servidor vuestro», no lo dice, lo hace. En la Anunciación, la Virgen dice: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), bien. José ni eso dice. Le dice el ángel: «Coge al Niño y a su madre... Y él toma al Niño y a su madre» (cf. Mt 2,13-14). Ni le dice: «Sí, sí, sí, lo voy a hacer». ¡Basta! Voy, ya está, ¡hecho!, ¡eso está hecho!

Es admirable esa figura de José, bueno, honrado, justo, sencillo, que trata de resolver las cosas con esa bondad, arrancando de esa bondad. Es observante. Notemos que no es un contraste, cuando decimos: «el observante del Antiguo Testamento es observante de la ley, la justicia del Nuevo Testamento es del corazón», no están reñidos. La misma observancia de la ley arranca de la bondad del corazón. Hombre dócil, humilde, bondadoso, servicial, que cumple la ley, y la cumple con esa tonalidad de quien hace lo que debe hacer, lo que el corazón le dicta como servicio de Dios. Y lo hace poniendo toda la bondad del corazón en la observancia de la ley.

Así aparece José. Es el hombre bueno, justo. Las decisiones que tiene que tomar las toma desde esa santidad justa del corazón. La más difícil es la de las dudas, el momento aquel difícil, pero lo mismo le sucede cuando tiene que decidir él el matrimonio anteriormente. Y todo eso aparece como sencillo, ahí no ha habido un problema. El problema está cuando parece que hay una pugna, pugna en la bondad de corazón, y no ve el camino, pero sin perder nunca… La pugna no es entre la bondad del corazón y el egoísmo, ¡nunca!, sino es la incertidumbre de cuál es lo que corresponde a la voluntad de Dios. No es resistencia, no es que en ningún momento él se oponga a un camino, sino aparece muy claro que su titubeo es saber cuál es el camino. Pero la disponibilidad de José es total.

Así es, pues, el hombre justo, el hombre santo, José. Entonces, es lógico que José así sea Patrono de las almas de oración y de las almas espirituales. ¿Por qué? Porque es el confidente de la Virgen, es el que entiende esos caminos, es el que sabe lo que es disponibilidad, lo que es docilidad a la menor indicación del Señor. Porque san José suele recibir las señales de Dios en su momento, el Señor no lo da todo hecho de antemano, sino que cuando llega el momento de la huida a Egipto, ha sido en un momento feliz, cuando llegan los Magos «y encontraron al Niño con su madre» (Mt 2,11), de él no se hace ni mención, aquí se puede prescindir porque no es eso quizás lo más importante. Y a san José no le hiere eso. Esa vocación tan difícil que él tiene de ser el jefe de la familia, pero ser el menos importante de los tres. Ahora, se marchan los Magos y cuando está durmiendo, en el primer sueño, «se le aparece un ángel en sueños» (Mt 2,13). Y uno dice: «Hombre, lo podía haber dicho antes, ¿no?». Sería una cosa lógica, que podía haber dicho él: «Me lo podía haber dicho antes de acostarme, ¡qué horas!, o en otro momento, ¡o de otra manera!». Pero nada, dándole un susto por la noche, ahí de repente. «¡Levántate!» (ibíd.). ¡Hombre, levántate! ¡Mañana por la mañana! «José, levántate, toma al Niño y a su madre y huye a Egipto». ¡Pues no ha dicho nada! ¿A dónde? A Egipto, hala. Bastante claro. «Toma al Niño y a su madre y márchate a Italia». ¿Y a dónde voy? Uno podía pedir aclaraciones: «Dígame qué sitio, qué calle…». No. «Toma al Niño y a su madre y huye a Egipto», hala, márchate. «Y estate allí hasta que te diga». ¿Veis toda la disponibilidad que se le pide a san José? «Pero ¿cuánto?». ¡Si no te interesa! «Hasta que te diga». Puede ser un mes, puede ser una semana, pueden ser tres años. Hasta que yo te diga, vete. ¿Y cómo, de qué vamos a comer? ¡Tú vete! Ese es san José. Por eso, es Patrono de esa providencia, de poder, más que poder, diríamos, de mantener el alma confiada, es patrono de la confianza en el Señor. Y él es el gran amigo de las almas confiadas, transmite esa confianza, transmite esa disponibilidad y docilidad.