Loe raamatut: «Tareas no hechas»

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Rivas, Luis Migwuel

Tareas no hechas / Luis Miguel Rivas. -- Medellín: Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2014.

230 p.; 22 cm (Letra x Letra).

ISBN 978-958-720-228-1

1. Crónicas de ciudad. I. Tít. II. Serie

70.44 cd 21 ed.

R618

Universidad EAFIT-Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Tareas no hechas

Primera edición: agosto de 2014

Tercera reimpresión: mayo de 2017

© Luis Miguel Rivas

© Fondo Editorial Universidad EAFIT

Carrera 48A No.10 Sur-107

Tel. 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

e-mail: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-228-1

Imagen de carátula: Francisco Antonio Cano Cardona, Retrato de niño, ca. 1916, Colección Banco de la República.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de los editores.

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Para Bruno:¡Por siempre soberano autónomo de Brunilandia!

Nota de autor

Mis “tareas no hechas” tienen más presencia que todos los propósitos que he matado al realizarlos. El proyecto de hacer una canción muere cuando se hace la canción. Las múltiples posibles melodías que existían cuando todo era un ideal desaparecen cuando se hace una. El mundo se vuelve predecible y aburrido.

Hacer realidad un proyecto es degradar la nobleza de los propósitos inconclusos, convirtiéndolos en asuntos concretos con los que nuestra vanidad ensucia el silencio del universo.

Razón por la cual este proyecto probablemente no llegue a nada… o quizá sí, para no materializar el propósito de no concretarlo.

Este libro es una selección de crónicas y textos publicados entre 2009 y 2013 en el blog Tareas no hechas, inicialmente en la plataforma blogspot y luego en la edición virtual del periódico El Espectador. Varios de estos textos también fueron publicados en el periódico Universo Centro y en la revista El Malpensante. Para la edición de este libro han sido organizados por capítulos temáticos obviando el orden cronológico de su aparición.

Contenido

Prólogo

Andrés Burgos

tareas no hechas

De donde uno no puede dejar de ser

¡Mañana o nunca!

Preeminencia del buñuelo

Con mi platica no

La tarde en que nada me halaga

A uno a veces se le quitan las ganas

La tarde en que maté a mamá

La nave de los locos

El daño que nos ha hecho tanta bondad

Un diálogo en mayúsculas

Cuentos de la mala memoria: escribo para que no se me olvide

La primera persona en persona

Cosas de un desubicado en la capital

El camino a la iluminación

Idas y vueltas de una “devuelta”

Fucha

Asuntos porteños

Impresiones de un montañero en el primer mundo del tercer mundo

Los que madrugan a besarse

El rumor de tu presencia

Yo vi a Sandro en persona (pero muerto)

Empanadas que es lo que más se vende

Un mundo de gente sacando alegría de la tristeza

El tamaño de tu esperanza

Medellín

Me desperté llorando: soñé que Álvaro Uribe era mi papá y estaba bravo

¡Liberen a María!

Como lo diría otro

Una historia sin par

La noche de los incomprendidos

Yo conocí al hombre que descubrió América

La sonrisa de Patrick

Las mujeres que fuman en la calle

Una peruana le hace el paquete chileno a un senegalés en Argentina

¡Qué lindo es el orto!

El hombre de la bolsa de plástico

Servicio al cliente

De otros lados

Nueve días detrás de un muerto

La muerte vestida de virgen (días de Feria)

Fragmentos de la vida de Leonardo Tangarife Urquijo

La izquierda y la derecha según Leonardo

Los sueños escalonados de Leonardo

¿Qué es la bobada?

Notas al pie

Prólogo

Si fuéramos consecuentes, este prólogo no debería existir. Si nos acogiéramos al sentido que da título a este libro, las palabras se habrían disuelto antes de teclearse, serían otra tarea no hecha, digresiones que evitan llegar a un objetivo que tampoco se va a acercar por sus propios medios. Ni Mahoma va a la montaña ni la montaña viene a Mahoma. Tal vez lo mejor habría sido desviarse en el camino como un cachorro distraído, negarse a aportar el manido granito de arena. No contribuir al “trajín frenético y sin sentido de este mundo atareado con tantas inutilidades importantes que no nos dejan darnos cuenta para dónde vamos ni por qué ni qué sentido tiene seguir siendo tan cumplidores de un deber que hasta ahora no nos ha llevado a ninguna parte”, como pregona el primer bocado Tareas no hechas.

Pero no hubo forma.

Me explico. Hasta los paisas más renegados llevan en el interior a una matrona cantaletosa, maestra del chantaje culposo, que no baja la guardia en su tarea de clavarles las espuelas al costado. Vive bajo las costillas, cerca del páncreas, pero sus señalamientos resuenan en el cráneo. También habita los retratos en sepia de algunos abuelos que siquiera se murieron. Madre, prohombre y supervisor de planta de producción se mezclan en su talante. Jode con la convicción suprema de una labor que le fue encomendada por fuerzas celestiales y no va a descansar hasta borrar de la faz de la tierra al demonio supremo, el ocio, y desterrar con él a ese par de sinvergüenzas de vida disipada: la contemplación y la tranquilidad. Ni siquiera Luis Miguel Rivas, el más renegado de los paisas que conozco y a la vez el más paisa de ellos, pudo librarse de semejante inquisición.

Producto de ello es este libro, que tiene un prólogo, aunque no debería tenerlo. Pero no hay alternativa porque hizo su tarea el autor, el de verdad, que seguramente habría preferido estar contemplando un trébol al borde de una carretera sin pavimentar, andar “buscando nubes en el humo del cigarrillo” o mirando a una muchacha bonita en la distancia. Ese tipo al que la sensibilidad lo revuelca en el vórtice de eventos mínimos y cotidianos hasta dejarlo maniatado, ese distraído crónico logró completar este volumen de textos que escapan al encasillamiento. De modo que no tendría presentación que uno, cumplidor como un mayordomo lambón de finca antioqueña, fallara en su encargo.

Esa es la principal y verdadera razón para que exista este prólogo. La presentación de un libro que no la necesita porque la prosa del señor que lo escribió habla con una contundencia inusual. De un modo que no deja de asombrarme, he visto el universo de esa mente enrevesada hasta la sensatez, el mundo que se solidifica en las páginas que vienen, permear fronteras con la naturalidad y sutileza del musgo entre las compuertas de una represa. Cualquier parrafada que uno agregue a un proceso tan natural no será más que redundancia en un tono menor.

Sin embargo, ya está decidido y el mundo es así, hay que llenar este espacio reservado para el prólogo. Algo nos tenemos que inventar para justificar este local chichipato de centro comercial y, como quien pone una casa de cambios o una boutique de moza de traqueto, me la juego por una historia. Creo que es la mejor forma de dar cuenta de los alcances de un escritor que entre tantos prolegómenos estamos convirtiendo en una tarea no hecha más.

En 2011, la Feria del Libro de Guadalajara, la más importante de habla hispana, eligió a los 25 secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana. Entre los seleccionados había un colombiano, anónimo entre anónimos, Luis Miguel Rivas, quien viajó a México para estar presente en los diversos eventos de la celebración. La actividad central consistía en una lectura pública donde los autores compartían una muestra de su obra. Ese día, el público numeroso que abarrotó la sala, procedente de muchos países, pudo ver cómo bajo la mesa principal la pierna derecha del colombiano no dejaba de moverse en un espasmo nervioso mientras esperaba su turno. Era como si se esforzara por encender una buseta abúlica chancleteando una y otra vez el acelerador.

Le llegó la hora de leer. Parecía que lo iban a traicionar los nervios. La pierna intensificó su furor y la voz por poco no se le asoma más allá de los dientes. Ni uno de los que nos encontrábamos allí fuimos ajenos a su tensión. Respiramos aliviados, solidarizados, cuando con valentía de colegial en un acto de izada de bandera logró seguir adelante y alcanzar la velocidad crucero.

Leyó algo que sería parte de Tareas no hechas. Pero aún su matrona interior no lo había empujado completamente a esta nueva encomienda. Allí caminaban personajes que no temían exponer su fragilidad, subversivos que dudaban de las certezas y de aquellos que las pavonean, estaba también el absurdo de la vida delatado por seres a quienes les tallan los roles que les diseñó la sociedad, gente que no cabe en sí misma; en fin, hacían presencia sus fantasmas y obsesiones.

Hacía presencia Medellín. Ese homúnculo al que los hijos no tan pródigos nunca hemos dejado de cargar como una madre asfixiante que nos debate entre el amor y el odio. Ese pueblo “adocenado y chicanero”, como lo bautiza Tareas no hechas. En un principio, me angustié. Tal vez a una audiencia internacional nada le decían nuestras taras, ni las referencias a los buñuelos, ni los efluvios de fritura que se levantan en la Avenida Oriental bajo la canícula, ni la maldad afable de los paisas, ni…

Pero me equivoqué. A medida que el relato avanzaba, un silencio arrobado fue norma entre el público y apenas se interrumpió en momentos muy concretos para adobarse con risas. Luis Miguel continuaba leyendo con torpeza y nerviosismo. La pierna no se quedaba quieta. Sin embargo, la situación había cambiado radicalmente.

Un flujo paulatino y espectral anegó la sala. Hasta el último de los presentes se puso la camiseta de ese narrador de eses arrastradas, sin ninguna pretensión y pasos titubeantes. Apenas un segundo separó al punto final de un sólido aplauso. Por encima de la mesa, él sonreía abrumado; bajo ella, la pierna se estuvo quieta por fin. Es la única vez que he presenciado el escaso fenómeno de la literatura como experiencia masiva en vivo.

Cuando pienso en las razones de ese salto sobre de las diferencias culturales, puedo hacer fácilmente una lista de las cualidades de la prosa de Rivas: la austeridad y limpieza, la profundidad que no necesita ponerse un disfraz solemne, el humor, la ternura, la hijueputez en su justa medida… Pero, más allá de todo, achaco la solidez universal de sus escritos a un fenómeno concreto. Las crónicas, cuentos y textos híbridos como los que componen Tareas no hechas son noticias del abismo, “inminencias del barranco”, traídas por un explorador que visitó el fondo y supo encontrar allí, además de lo obvio, también risa y poesía. Eso no tiene nacionalidad. Estamos ante un método de extracción minera que solamente se consigue con mucha sensibilidad y un talento fuera de lo común.

Compruébenlo por ustedes mismos.

Andrés Burgos

tareas no hechas


De donde uno no puede dejar de ser


¡Mañana o nunca!

Antes de empezar a escribir un trabajo por encargo, que debía haber entregado la semana pasada, voy a hacer una pausa (sí, es posible hacer una pausa en el trabajo sin haber comenzado a trabajar) para discurrir alrededor de una palabra que escuché hace poco: “procrastinación”. La mencionó un amigo que padece el doble síndrome de “la tarea no hecha” y “el propósito no cumplido”. Me dijo que se trataba de una enfermedad que los científicos estudian hoy en día. Según la wikipedia (fuente de sabiduría para los que siempre pospusimos el estudio riguroso de cualquier materia), procrastinación es la “acción o hábito de postergar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes y agradables”.

Es una enfermedad. Cuando leí eso quise llamar a varios conocidos para restregar en sus pujantes oídos los argumentos que hoy la ciencia esgrime dignificando lo que todos ellos (familiares, jefes, mundo en general) me endilgaron durante tantos años (pero solo hasta hoy) como simple pereza.

Dice además la más conocida enciclopedia en Internet (según los estudios, Internet es a los procrastinadores lo que las historietas del llanero solitario a Felipito, ¡ese santo patrono!) que “el término se aplica comúnmente al sentido de ansiedad generado ante una tarea pendiente de concluir” y que “el acto que se pospone puede ser percibido como abrumador, desafiante, inquietante, peligroso, difícil, tedioso o aburrido…”. ¡Qué sabias palabras! ¡Qué reflejo fidedigno de la más honda realidad que embarga el alma de un incumplido!

Yo por ejemplo recuerdo el tiempo en que tuve por oficio escribir guiones para videos institucionales, en los que decía mil veces que “su empresa es la mejor del mundo” y que “avanza al ritmo de los nuevos tiempos con altos niveles de competitividad (sigo pensando que a la palabra competitividad le sobra una “ti”) en un mundo cada vez más globalizado”. Y todas esas cosas. Fórmulas que uno interioriza después de años de escribir lo mismo. Pero, irónicamente, las fórmulas nunca facilitaron mi trabajo sino que lo hacían cada vez más angustioso. Cuando me entregaban los materiales con los que debía hacer un nuevo guión, sentía en mis manos la misma opresión que debe sentir el bulteador de la Mayorista cuando el peso del costal se abandona sobre su espalda. Esos libros, esas revistas, esos DVD, que constituían la materia prima de mi trabajo, pasaban entonces a reposar en mi escritorio durante días, desde donde me observaban desafiantes, inquietantes, peligrosos, difíciles, tediosos, y yo agregaría a la lista de wikipedia: acuciantes y diabólicos.

Me sentaba frente al computador (cuando me sentaba), hojeaba las publicaciones de la empresa, reflexionaba sobre esas maravillosas ediciones derrochadas en tan fútiles contenidos, preparaba un café, tomaba una novela de mi biblioteca para leer una historia que me diera ideas, buscaba una vieja canción, hacía una llamada y después recibía otra en la que un amigo largamente ausente me citaba para esa misma tarde. No podía negarme dado el carácter contingente de la circunstancia y posponía la escritura del guión para el día siguiente. Al otro día una amiga estaba mal y quería hablar con alguien. Y al posterior, cuando iba directo a mi casa para sentarme a escribir, me encontraba con unos truhanes con los que siempre terminaba emborrachándome. A la mañana siguiente no tenía capacidad para concentrarme y necesitaba la jornada entera para convalecer. Pero siempre esos libros, esas revistas, esos DVD, estaban en mi cabeza; el guión no hecho era la música de fondo, el imperceptible y constante sonido ambiente de todos los días en los que no lo estaba haciendo.

Ese trabajo era una especie de castigo que me imponía la vida como contraprestación para poder vivirla. Y yo me dedicaba a vivir antes de pagarle el precio, pero sin poderme despojar de una consciencia de existir al fiado, que no me permitía disfrutar lo que vivía. Así somos. Recuerdo que por esa época era un hombre triste. Aun mientras me reía bebiendo con los truhanes o disfrutaba la agradable charla con mi amiga triste, una inquietud insoslayable subyacía en la base de todo: la punzante y sutil presencia de la tarea no hecha. Una sombra que al parecer solo me cubría a mí. Todos, a su manera, me parecían felices: el mendigo de la calle, el tendero de la esquina, los truhanes, mi amiga (incluida su tristeza). Me sentía deambulando en un mundo de seres satisfechos e indolentes a los que no les había tocado en suerte la trágica condición, la angustia dostoievskiana que se empoza en el alma de quien tiene que escribir un guión institucional.

Pero siempre había un momento en el que la “realidad” empezaba a desbordarme, en que mi permanencia en el medio laboral bailaba en la cuerda floja y mi supervivencia económica prendía alarmas. Tenía que hacerlo ya. Entonces, un impulso primario, una especie de instinto de conservación me arrastraba hasta mi habitación a última hora. Me enclavaba en la tarea: jornadas frenéticas, tensas, extenuantes, sintiendo encima de mí la opresión de una fecha y una hora definitivas e impostergables, que aparecían en mi imaginación como la llegada del fin del mundo. Largas noches en vela pegado al teclado, en cuyas pausas miraba en el espejo mi rostro ojeroso y demacrado y me recriminaba por no haber hecho a tiempo una cosa que al fin y al cabo era más dispendiosa que difícil.

Y al fin entregaba el guión, que luego era grabado por un director y un camarógrafo apáticos, quienes a su vez le pasaban las imágenes a un editor desdeñoso para que armara un video que sería mostrado en salones llenos de gente somnolienta. Pero al cliente le gustaba y era él quien le pagaba a la empresa productora de video que me había contratado. Solo faltaba que quienes me habían acosado para cumplir con la fecha cumplieran su tarea de pagarme en la fecha que les correspondía. Pero el afán había terminado para ellos y mis contratantes se aplicaban, a su vez y literalmente, al “hábito de postergar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes y agradables”. Lo que siempre me pareció curioso es que ellos no se angustiaban como yo por no cumplir su tarea a tiempo. En su caso no se podía hablar de “irresponsables” o de “procrastinadores”, porque parece que ese lenguaje está hecho para nombrar solo a algunas personas.

Lo cierto del caso es que ninguno de los que habíamos participado en todo ese proceso habíamos hecho nada importante para nuestras vidas, ni para el mundo. El video se olvidaba al día siguiente y continuábamos con otro, una nueva angustia igualmente olvidable. Solo habíamos cumplido con el trabajo, que era lo esencial.

Un día no aguanté más y huí cuando me estaban exigiendo rehacer un guión que me había llevado valiosos días sacrificados a mi vida, debido a los caprichos de una muchachita con ínfulas de ejecutiva. No volví a ejercer ese oficio y desde ese momento dejé de ser procrastinador, por lo menos en el sentido culpabilizante que conlleva la “enfermedad”. Todavía tengo que hacer las mismas maromas económicas (y hasta más) que tenía que hacer cuando trabajaba para esas empresas. Pero ahora no tengo angustia. Sigo escribiendo cosas por encargo y no siempre sobre temas que me apasionan. Tampoco es que exija que cada trabajo que haga modifique la base de mi personalidad. Pero por lo menos cuido de que no me envilezca. Todavía pospongo las cosas, como el trabajo que iba a empezar cuando me dio por escribir esto que les cuento. Pero ya sé que siempre termino haciendo lo que tengo que hacer, así me demore.

Sigo teniendo un problema: todo lo que pase a ocupar en mi cerebro la categoría de “deber” empieza a requerir de mi parte un esfuerzo extra, por más que me guste. Hace días, por ejemplo, iba a releerme Cien años de soledad, pero en una clase a la que asisto pusieron como tarea leer la novela y desde ese día le he venido sacando el cuerpo. Sé que la releeré. Pero a lo mejor no alcance a hacerlo para ese curso. Es un problema mío, pero no una razón para sufrir.

No creo en la disciplina. La mayoría de personas disciplinadas que conozco son perezosas que con fuerza de voluntad logran controlar su natural tendencia a la molicie. Sufren en ese esfuerzo y luego quieren cobrárselo a los demás imponiendo su ejemplo y sus discursos sobre la pujanza. He visto muchas estupideces e iniquidades cometidas al impulso de la disciplina. No creo en la eficiencia por la eficiencia. No creo que los procrastinadores sean enfermos que haya que curar. Me sorprende ver en los informes sobre el tema testimonios de gente que se lamenta de su tendencia a posponer las cosas como si se tratara de un pecado mortal. Me asombra que las víctimas de la disciplina sean quienes más la mitifican. Hablan de la panacea que fue para ellos haber encontrado tratamientos que los ayudan a cambiar, a esforzarse en hacer lo que no les gusta ni saben en el fondo para qué sirve y que a lo sumo les permite una precaria supervivencia y una eventual palmada en la espalda por parte de su jefe.

Algunos estudios hechos en Estados Unidos dicen que tres de cada veinte personas están “afectadas” por la procrastinación crónica y que el 70% de los estudiantes universitarios padecen de este “mal”. Y ya existen grupos de hombres y mujeres que se reúnen semanalmente para hacer terapia de grupo con respecto a este “problema”. Cuando no posponen la reunión, supongo.

Conozco muchas más personas desmotivadas que realmente perezosas. Lo cierto es que quienes postergamos las tareas somos mayoría. Por fin creo cierta la frase de “los buenos somos más”. Eso debería darnos una consciencia de grupo. No estamos solos y no necesitamos tratamientos. Debemos unirnos para estimular nuestra vagarosa actividad y de esa manera seguir construyendo el camino irresponsable que nos lleve por fin a ser nosotros mismos. Tal vez así, unidos, podamos contemplar esa radiante mañana en que, de tanto aplazar y de tanto robarle el tiempo a quienes nos lo roban, las tareas no hechas de millones de seres humanos se acumulen y obstruyan por un momento el trajín frenético y sin sentido de este mundo atareado con tantas inutilidades importantes que no nos dejan darnos cuenta para dónde vamos ni por qué ni qué sentido tiene seguir siendo tan cumplidores de un deber que hasta ahora no nos ha llevado a ninguna parte.

Agosto de 2010

€3,99