Amor puro

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Amor puro

Una comedia sexual

Luisgé Martín


Primera edición: abril de 2021

AMOR PURO © 2021 Luisgé Martín

Representado por la Agencia Literaria Dos Passos

© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.

Publicado por Dos Bigotes, A.C.

www.dosbigotes.es

ISBN: 978-84-122617-7-6

eISBN: 978-84-122925-4-1

Depósito legal: M-5113-2021

Impreso por Kadmos

www.kadmos.es

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

El papel utilizado para la impresión de Amor puro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable.

Impreso en España — Printed in Spain

Para Iván Narte y Carlos Rodríguez, por tantas razones.

Contenido

Personajes

Capítulo 1

Epílogo impuro

Títulos de dos bigotes

Personajes

GERMÁN

DANIEL

Estamos en el espacio principal de una vivienda. Se trata de un estudio no muy amplio con dos ambientes: una zona de salón con un sofá y dos sillones, y una zona de dormitorio con una cama, un descalzador, un espejo de pie y un pequeño armario.

Todo tiene un aire vagamente juvenil. Moderno, sin pretensiones. Hay libros apilados, algunas fotografías, un mueble bar con botellas y una lamparita de velador.

Cuando comienza la escena, GERMÁN está haciendo los últimos arreglos en la habitación: colocando algún periódico que estaba sobre los sillones, comprobando con la yema del dedo que no hay polvo en los muebles y verificando que las botellas están llenas. Tiene un ritmo nervioso, casi ridículo.

Cuando ha terminado de hacer todo eso, permanece quieto unos instantes, repasando mentalmente, y por fin enciende la lamparita de velador antes de apagar la luz general del techo. La habitación queda en penumbra, y a GERMÁN no parece gustarle el resultado. Vuelve a encender la luz del techo.

GERMÁN tiene alrededor de treinta años, quizás alguno menos. Es atractivo, pero no deslumbrante. Su belleza parece simple, ordinaria.

Cuando ha terminado de ordenar la habitación, mira el reloj. Suena entonces el timbre. GERMÁN va de un lado a otro cerciorándose de que todo está en orden. Después se dirige hacia la puerta y se queda parado frente a ella. Echa un último vistazo a derecha e izquierda. Luego abre.

Entra DANIEL, que tiene aproximadamente la misma edad que GERMÁN y una belleza más categórica. Trae en la mano una botella de vino. A pesar de la desenvoltura que ensaya, está envarado, tieso. Le alarga la botella a GERMÁN, que, después de cerrar la puerta, la coge. Hablan los dos con timidez.

GERMÁN.— Muchas gracias. No tenías que haber traído nada.

DANIEL.— La tenía en casa.

GERMÁN.— (Mirando la etiqueta.) Es muy bueno.

DANIEL.— No sé. Sigo sin entender de vinos. Me lo regalaron.

GERMÁN.— (Alzando el vino.) ¿Quieres una copa?

DANIEL.— Claro. Para eso lo he traído.

GERMÁN busca el abrebotellas y las copas. Se ocupa luego de descorchar el vino mientras, después de un silencio un poco tenso, siguen hablando. DANIEL husmea en la casa desde el centro de la habitación.

GERMÁN.— ¿Has podido aparcar sin problemas?

DANIEL.— No he traído el coche. He venido en autobús.

GERMÁN.— (Un poco sorprendido.) ¿Desde tu casa?

DANIEL.— Sí. Tampoco hay tanta distancia. (Examinando la habitación.) Has cambiado esto bastante.

GERMÁN.— No mucho. He movido algunos muebles y hay un par de cuadros nuevos.

DANIEL.— Yo lo recordaba muy diferente.

GERMÁN.— (Sin mirarle.) Bueno, hace tiempo que no venías. Y los lugares se olvidan, ya lo sabes.

DANIEL.— (Concediendo.) Sí, es verdad. Enseguida se olvida todo. Los lugares y casi todo.

GERMÁN.— (Suspicaz, mientras acaba de abrir la botella.) ¿Casi todo?

DANIEL.— (Defensivo, riendo.) Todo, todo en general. La memoria es un desastre. Mi madre, por ejemplo, ya no se acuerda de los nombres de nadie.

GERMÁN.— Tu madre tiene casi setenta años, Daniel; y tú no has cumplido todavía los treinta.

DANIEL.— No es sólo un problema de edad. A lo mejor es una cuestión genética.

GERMÁN.— (Dubitativo.) ¿De qué más cosas…? ¿De qué otras cosas te has olvidado en este tiempo?

DANIEL.— Dos años.

GERMÁN.— Un año y ocho meses. Exactamente un año y ocho meses.

DANIEL.— ¿Lo has ido midiendo?

GERMÁN.— Con absoluta precisión. Segundo a segundo.

DANIEL.— (Dejando la copa sobre la mesa y con resolución.) Escucha, Germán, he aceptado tu invitación porque creí que querías firmar la paz, hacer borrón y cuenta nueva. Pero si me has hecho venir para lo que imagino, será mejor que me vaya ya.

GERMÁN.— No sé lo que imaginas, pero te aseguro que la razón por la que te he hecho venir no la imaginas.

DANIEL.— Yo sólo quiero que volvamos a ser amigos. Que podamos tomarnos otra vez un vino juntos (recoge la copa), hablar de literatura, de música, de chicas… (Con énfasis un poco melodramático.) Te he echado mucho de menos.

GERMÁN.— (Sorprendido.) ¿Me has echado de menos?

DANIEL se encoge de hombros y hace una mueca extraña para disculpar esa sentimentalidad, pero al final afirma suavemente.

DANIEL.— Cada vez que he ido a robar cámaras de fotos.

GERMÁN da un respingo, se queda parado, mirando a DANIEL con la boca medio abierta. Hay un silencio largo, GERMÁN titubea, farfulla.

GERMÁN.— (Casi tartamudeando.) ¿Te acuerdas todavía? (DANIEL sonríe.) Éramos casi unos niños.

DANIEL.— Bueno, también me acuerdo de ti cuando voy a robar zapatillas de deporte, ropa interior y batidoras.

GERMÁN se echa a reír y luego se acerca a DANIEL para abrazarle. DANIEL, abrumado al principio, le devuelve el abrazo con un poco de torpeza, retraído, sujetando la copa de vino.

DANIEL.— (Sin deshacer todavía el abrazo, con tono confesional.) Eres una de las personas más importantes de mi vida, Germán. Hemos crecido uno al lado del otro. Yo lo sé todo de ti y tú lo sabes todo de mí. No podemos permitir que eso se estropee por… por un único desencuentro. Aunque sea un desencuentro de esa naturaleza.

GERMÁN.— (Separándose de nuevo.) Los desencuentros de esa naturaleza son los que lo estropean todo.

DANIEL.— En las películas. Nada más que en las películas. Seguro que te has pasado cada uno de los días de estos dos años… (rectifica) de estos casi dos años, regodeándote en la melancolía y sintiendo orgullo por parecerte a una fábula. (Gesticulando con una cierta burla.) Dos grandes amigos separados por el amor de una mujer.

GERMÁN.— No es una fábula. Los amigos se separan por esas cosas.

DANIEL.— Los amigos se separan porque se aburren. Porque no tienen tiempo para verse. Porque se mudan de ciudad. Porque uno tiene envidia del sueldo que gana el otro. ¡Pero por una mujer…! ¡Dios mío! Cuánto drama. Por una mujer discuten, se enzarzan, y si me apuras se dan de hostias, pero no se separan. Habría preferido eso, que me dieras dos hostias bien dadas para desahogarte.

GERMÁN, inmóvil, le mira durante unos segundos largos de silencio.

GERMÁN.— A lo mejor sí. Dos hostias.

DANIEL.— (Dejando la copa de nuevo sobre la mesa y acercándose a él.) Si ésa es la solución, estás a tiempo. Si así lo arreglamos todo de una vez, dámelas, no te cortes.

GERMÁN se queda quieto, encarándole. Después se aparta hacia el otro lado de la habitación y bebe. Hay un nuevo silencio largo.

DANIEL.— ¿La has vuelto a ver?

GERMÁN.— ¿A quién?

DANIEL.— ¿Cómo que a quién? A Luisa. Hace tiempo que es una mujer libre, y además vive aquí al lado, sois casi vecinos. Si tanto te interesaba, podrías haber intentado follártela.

GERMÁN.— ¡No seas desagradable, por favor!

DANIEL.— ¿No es de eso de lo que estamos hablando?

GERMÁN.— A veces no entiendo cómo hemos podido ser amigos durante tantos años.

DANIEL.— Yo sí lo entiendo. Porque nos gustaba robar cámaras de fotos para ganar dinero vendiéndolas. Porque íbamos al cine todos los días al salir de clase. Porque preparábamos rutas por los mares del sur para ir juntos alguna vez. Yo entiendo perfectamente cómo hemos podido ser amigos durante tantos años. (Hay un silencio prolongado. Los dos se sostienen la mirada hasta que GERMÁN la aparta. DANIEL recobra el hilo de la conversación, habla calmadamente.) A Luisa le gustabas, ya lo sabes. Le gustabas un poco, al menos. No es que ella me lo haya dicho nunca, pero esas cosas se notan. Le halagaba tu amor, como a todas las tías. Si quieres que te diga la verdad, creo que acabamos separándonos porque ella siempre sintió remordimientos de haber causado nuestra pelea. Desde el principio estaba obsesionada con arreglarlo: «¿Por qué no llamas a Germán y haces las paces con él? ¿Por qué no llamas a Germán y le invitas a cenar un día?».

 

GERMÁN.— ¿Y por qué no me llamaste?

DANIEL.— ¿Que por qué no te llamé? ¿¿Que por qué no te llamé?? ¡Estuve haciéndolo durante más de un mes, gilipollas! Todos los días. ¿Ya te has olvidado? Primero no me cogías el teléfono, después te inventabas excusas o enfermedades fingidas, y al final me mandaste a tomar por culo. «¡Vete a tomar por culo y déjame en paz!». ¿No te acuerdas?

GERMÁN.— (Avergonzado.) Eso fue al principio. Estaba enfadado.

DANIEL.— Pues podías haberme llamado tú cuando se te pasó el enfado.

GERMÁN.— Lo he hecho.

DANIEL.— Hace una semana. No está nada mal, un cabreo de dos años.

GERMÁN.— Las cosas no son tan fáciles. (Titubeando.) Lo intenté varias veces.

DANIEL.— Y estaba comunicando.

GERMÁN.— Desahógate con tus sarcasmos.

DANIEL se acerca despacio a él, arrepentido de su agresividad, y trata de abrazarle. GERMÁN reacciona esquivo, sorprendido. Primero hace ademán de apartarse; después se deja abrazar casi a regañadientes; y por fin devuelve el abrazo, cerrando los ojos. Hay unos segundos de silencio. Es DANIEL quien rompe el abrazo.

DANIEL.— (Recogiendo la copa y alzándola.) ¿Podemos brindar ahora?

GERMÁN le imita, serio. Brindan. Hay un nuevo silencio embarazoso.

DANIEL.— Me alegro de que me hayas llamado. Me alegro mucho.

GERMÁN.— Yo me alegro mucho de que hayas venido.

DANIEL.— ¿Qué es lo que querías contarme? ¿Por qué te empeñaste en que quedáramos aquí, en tu casa? (GERMÁN guarda silencio, mira a otra parte.) No será nada grave, ¿verdad? ¿Estás enfermo, te ocurre algo?

GERMÁN.— No, no, estoy bien. No me pasa nada.

DANIEL.— ¿Entonces?

GERMÁN.— Sólo quería que estuviéramos tranquilos, que pudiéramos hablar sin que nadie nos molestara. En los bares hay mucho ruido.

DANIEL.— A ti siempre te han gustado los bares.

GERMÁN.— Ahora ya no me gustan. Me estoy haciendo mayor.

DANIEL.— ¿Ya no sales por ahí? ¿Te has vuelto monje?

GERMÁN.— Salgo mucho menos.

DANIEL.— ¿Tienes… otros amigos?

GERMÁN.— (Suspicaz de nuevo.) ¿A qué te refieres?

DANIEL.— Bueno, dejaste de salir con nosotros, con tus amigos de siempre, con Sergio, con Fernando, con Maleni, con Luisa, con Miki…

GERMÁN.— …contigo.

DANIEL.— …conmigo. ¿Con quién has salido todo este tiempo?

GERMÁN.— (Evasivo.) Con nadie. No salgo mucho, ya te he dicho.

DANIEL.— (Con un poco de burla.) ¿Te has convertido en un misántropo?

GERMÁN.— Algo así. Me he convertido en un hombre escarmentado.

DANIEL.— (Otra vez burlón.) Eso parece muy sugerente. Un hombre escarmentado. La consagración de la madurez. Estoy seguro de que las mujeres no te dejan vivir en paz. A ellas les encantan los hombres escarmentados. Y los atormentados también.

GERMÁN.— ¿Por eso tú no consigues que te dure una novia más de un año? (DANIEL le mira desconcertado. No sabe si reír o enfadarse. GERMÁN se da cuenta de que ha sido impertinente y agacha la cabeza.) Perdona, no quería decir eso. A veces digo cosas que no pienso, estoy un poco desquiciado. (DANIEL se ha quedado en mitad de un movimiento, tiene la copa sostenida en una posición extraña.) Creo que esto no está saliendo bien.

DANIEL.— Depende. Si me has hecho venir para pelearte conmigo y para ofenderme, está saliendo de puta madre.

GERMÁN.— No seas gilipollas. Te he hecho venir para hablar contigo.

DANIEL.— (Abre los brazos, ofreciéndose.) Pues tú dirás.

GERMÁN se retrae, bebe. Se queda callado durante unos segundos ante la mirada de DANIEL.

GERMÁN.— ¿Y tú? ¿Sales con alguien ahora? ¿Has vuelto a echarte novia?

DANIEL.— (Con un cierto fastidio por ese nuevo quiebro.) No. No salgo con nadie. (Con ironía.) ¿Vas a presentarme a alguien? ¿Es para eso para lo que me has llamado?

GERMÁN.— No exactamente.

DANIEL.— (Imperioso, harto.) Desembucha ya. ¿Qué quieres?

GERMÁN vuelve a escabullirse, silencioso, cohibido. Cuando ve que DANIEL deja la copa en la mesa y se encamina hacia la puerta, comienza a hablar. Lo hace entrecortadamente, sin mirar a DANIEL a la cara, con vergüenza.

GERMÁN.— Verás, hay una cosa que no sabes. Una cosa importante. Una de esas cosas importantes que se van quedando en la sombra y lo joden todo. (Vuelve a hacer una pausa y DANIEL se impacienta.) La razón por la que dejé de verte no es la que tú crees.

DANIEL.— ¿Cuál es?

GERMÁN.— No es la que tú crees.

DANIEL.— ¿No estabas enamorado de Luisa? (GERMÁN niega.) ¿Entonces? ¿Qué te hice? ¿Dije algo que te molestara? ¿Hice algo? (Disculpándose anticipadamente.) Te juro que si lo hice fue sin ninguna intención. A la última persona a la que yo podría querer ofender era a ti. Pero tendrías que habérmelo dicho, tendríamos que haber aclarado ese mal rollo. No puede ser que nos hayamos pasado sin hablar dos años…

GERMÁN.— Un año y ocho meses.

DANIEL.— …por un puto malentendido. (Da vueltas aceleradamente por la habitación.) No lo puedo creer, no lo puedo creer. Pensé que estas cosas no pasaban nunca. ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué no me cogiste el teléfono y me dijiste «Daniel, eres un gilipollas, no puedes haber hecho eso»? Pero ¿qué?, ¿qué hice? (GERMÁN no contesta, aparta los ojos una vez más.) ¿Fue lo del coche? ¿Eh, fue lo del coche? Yo lo compré porque creí que tú no ibas a comprarlo, de hecho me dijiste que no ibas a comprarlo.

GERMÁN.— ¿Qué coche?

DANIEL.— (Desconcertado.) No fue lo del coche, entonces. (Piensa, sigue dando vueltas por la habitación, recuerda otra cosa.) Te contó Fernando lo que hablamos de ti. Es eso, ¿verdad? (Se responde a sí mismo, con risitas.) Pero si fue una niñería. No es posible que te creyeras que yo pensaba eso de ti.

GERMÁN.— (Sorprendido, mirando por fin a la cara a DANIEL.) ¿Qué pensabas de mí? ¿Qué le dijiste a Fernando?

DANIEL.— (Dando marcha atrás.) Nada, gilipolleces. Ya sabes cómo es eso: te pones a hablar y dices tonterías. Una cerveza, otra cerveza, y cuando llevas diez cervezas dices cosas que no piensas pero que son divertidas.

GERMÁN.— (Irritado.) Deja que me divierta yo. Cuéntamelas.

DANIEL.— Ya ni me acuerdo. Sé que fueron impertinencias, bromas de mal gusto.

GERMÁN.— (Irónico.) A lo mejor acertasteis.

DANIEL.— (Contraatacando.) Pero has cambiado de conversación. Eres tú el que has estado dos años, o un año y ocho meses, encerrado en tu casa sin hablarme. Por algún delito. O por algún pecado. Cuéntamelo. Cuéntamelo de una puta vez. Si es un pecado, me confesaré ahora mismo y me llevaré la absolución, que es a lo que he venido.

GERMÁN.— No es un pecado tuyo. Es un pecado mío.

DANIEL.— (De nuevo desconcertado.) ¿Tuyo? ¿Dejaste de hablarme por un pecado tuyo?

GERMÁN.— Los celos.

DANIEL.— Los celos, sí. Eso es lo que siempre creí. Estás enredándote en una especie de bucle.

GERMÁN.— (En un arrebato, con voz contundente.) Los celos de Luisa.

Se hace un silencio reflexivo. GERMÁN vuelve a escabullirse, avergonzado. DANIEL se queda parado, inmóvil. Mueve sólo la mirada: a GERMÁN, al suelo, a la botella de vino ya medio vacía. GERMÁN se sirve la última copa.

DANIEL.— (Acercando su copa.) Ponme a mí también.

GERMÁN.— No queda más, voy a abrir otra botella.

Vuelve el silencio mientras GERMÁN descorcha y sirve.

DANIEL.— (Recogiendo la copa llena.) Gracias. (Bebe deprisa, trasiega.) Los celos de Luisa. ¿Qué quiere decir eso exactamente? ¿Quién sentía celos? Nunca he tenido clara la sintaxis en este asunto.

GERMÁN.— Yo. Yo sentía celos.

DANIEL.— ¿De quién?

GERMÁN.— De Luisa.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?