Abecedario democrático

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Ya se ha visto que la igualdad entre ciudadanos ha sido un rasgo definitorio de la ciudadanía en la era moderna: que los individuos accediesen a la ciudadanía sin distinción de sexo, clase, educación o etnia representaba una conquista frente a la discriminación que tradicionalmente otorgaba ventaja a los varones propietarios. Sin embargo, la crítica feminista se ha dirigido contra los modelos republicano y liberal, denunciando la separación rígida entre las esferas privada y pública en que ambos incurrirían por igual. Para las feministas, esto equivale a ocultar la subordinación de las mujeres y demás grupos subalternos en el mundo doméstico de la necesidad; el diseño de la ciudadanía, vienen a decir, requiere de una mayor atención a las diferencias entre ciudadanos: sexuales, étnicas, socioeconómicas, educativas. Arranca de aquí una escuela de pensamiento que cuestiona la universalidad de la ciudadanía y propone tratar de manera particular a los diferentes. Más que bloquear el acceso de nadie al estatus de ciudadano, como sucedía en el pasado, se trataría de adaptar la institución a la heterogeneidad social contemporánea. Tal estrategia conoce dos variantes: de un lado, la necesidad de corregir desigualdades, por ejemplo a través de la discriminación positiva que otorga ventaja a los miembros de grupos desventajados en la obtención de empleo público; del otro, la conveniencia de proteger las identidades grupales a través de políticas multiculturales o mediante el pluralismo jurídico, como sucede cuando se permite que los inmigrantes musulmanes resuelvan sus disputas civiles a través de la ley islámica. En otras palabras, la concepción “diferencialista” de la ciudadanía trata de facilitar la integración de aquellos que encuentran dificultades para disfrutar de una igualdad efectiva sin estimular una identidad cívica común a todos.

Esta concepción de la ciudadanía no carece de inconvenientes, por cuanto el sentido original de la institución persigue justamente crear una identidad cívica compartida por todos los miembros de la comunidad por encima de sus perspectivas “situadas” o particulares. Para colmo, la capacidad de integración de las políticas multiculturales ha sido ampliamente cuestionada a la vista de la violencia terrorista desplegada por el terrorismo islamista en el interior de las sociedades europeas. Se antoja por ello preferible mantener la aspiración universalista, que concibe la ciudadanía como una institución que pone énfasis en lo común, prestando simultáneamente la debida consideración a los particularismos y las desigualdades que así lo exijan. También en este caso, pues, la discusión del caso concreto es preferible a la generalización abstracta. Sería también deseable que el principio general del pluralismo encontrase reflejo en la esfera pública, de tal forma que las minorías no se sintieran marginadas en el terreno expresivo y simbólico: que el espacio público no sea patrimonio de una clase o etnia. Hay un riesgo: el debilitamiento de la cultura mayoritaria puede causar alienación o malestar a una parte significativa de la población, para beneficio de los partidos nacionalistas o antiliberales. El equilibrio, en este terreno, es difícil de alcanzar.

Pero la diferenciación interna no es la única transformación a la que se enfrenta la ciudadanía del Estado nación; a ella hay que sumarle la diferenciación externa provocada por el proceso de globalización. Ahora que ciudadanos y empresas se mueven libremente por el mundo, el viejo Estado ha perdido capacidad para controlar su sociedad como hacía antaño. Y se ve cada vez más afectado por lo que sucede fuera de sus fronteras: flujos migratorios, crisis financieras, perturbaciones ecológicas. El economista Branko Milanović se ha referido a la “renta de ciudadanía” que percibimos en función de nuestro lugar de nacimiento, que será más alta cuanto más rico sea el país en que lo hacemos; en el mundo globalizado, pues, la ciudadanía adquiere valor económico. No obstante, estos cambios no han encontrado todavía reflejo en la práctica. En este terreno, apenas cabe destacar el intento por crear una ciudadanía europea que se añade a las ciudadanías nacionales de los miembros de la Unión Europea. Existe, claro, la postulación teórica de una ciudadanía cosmopolita que, integrada por ciudadanos del mundo, no puede prosperar en ausencia de un Estado mundial. Finalmente, se debate si el disfrute de la ciudadanía ha de depender de la capacidad racional que atribuimos en exclusiva a los animales humanos: ¿por qué no habríamos de considerar miembros de la comunidad política a los animales domésticos con los que convi­vimos o a los animales salvajes que habitan los distintos territorios nacionales? Por extraño que suene, la próxima frontera de la ciudadanía es la que separa el mundo humano del mundo no humano; no cabe descartar que algún día llegue a cruzarse.

 VÉASE: Democracia, Feminismo, Igualdad, Libertad

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Democracia

Resulta en apariencia tan fácil definir la democracia, que pasamos por alto lo complicado que es ponerla en práctica. Y es que afirmar que la democracia es el “gobierno del pueblo” no conduce demasiado lejos. Pese a la fuerza emocional que atesora esta fórmula, capaz por sí sola de sacar a la gente a la calle y provocar la caída de dictadores, su significado es impreciso.

DEMOCRACIA

Resulta en apariencia tan fácil definir la democracia, que pasamos por alto lo complicado que es ponerla en práctica. Y es que afirmar que la democracia es el “gobierno del pueblo” no conduce demasiado lejos. Pese a la fuerza emocional que atesora esta fórmula, capaz por sí sola de sacar a la gente a la calle y provocar la caída de dictadores, su significado es impreciso. Naturalmente, sabemos que la democracia es lo contrario de la dictadura. Pero no está muy claro cómo podría el pueblo gobernarse a sí mismo, ni conocemos el procedimiento mediante el cual se identificará a las personas que forman parte del mismo. Y si bien asumimos espontáneamente que la democracia es preferible a otras formas de gobierno, esta creencia dista de ser universal; no faltan ejemplos de sociedades que se acomodan fácilmente a un gobierno autoritario y las épocas de crisis suelen traer consigo un debilitamiento del sentimiento democrático de los ciudadanos. De ahí que sea conveniente saber de qué hablamos exactamente cuando hablamos de democracia.

Que la democracia es el “gobierno del pueblo” viene a señalarlo ya la etimología de la palabra, que en griego clásico vincula el demos (pueblo) al kratos (poder o gobierno). Pero, como ha señalado el profesor Joaquín Abellán, los conceptos políticos encierran una notable complejidad: acumulan significados distintos a lo largo del tiempo y se prestan fácilmente al equívoco. Así, sabemos que el término democracia se empleaba en Atenas a mediados del siglo v a. C. para designar un sistema político basado en la participación igualitaria de todos los ciudadanos en el desempeño de los cargos públicos, en muchos casos repartidos mediante sorteo. Pero ignoramos si el demos tenía un sentido de clase, lo que inclinaría la democracia ateniense hacia la oligarquía, o abarcaba al conjunto de ciudadanos mayores de edad con exclusión de mujeres, esclavos y extranjeros. Por su parte, kratos puede referirse a la capacidad de acción política en sentido amplio o al carácter vinculante de las decisiones populares. Desde el principio, pues, la democracia exhibe un carácter ambivalente que pertenece a su misma esencia. Esta ambivalencia se ve reforzada si pensamos que el origen de la democracia no puede ser democrático: aunque no pode­mos votar sin tener antes un censo de votantes, ese censo no puede decidirse mediante una votación. Esta paradoja explica que todas las democracias provengan de acontecimientos no democráticos: dictaduras, revoluciones, procesos de descolonización, guerras.

Sea como fuere, la idea del gobierno popular solo es un punto de partida, un presupuesto que por sí mismo no responde a las preguntas decisivas. ¿Quién forma parte del demos y quién está excluido del mismo? ¿Qué derechos son reconocidos al ciudadano y qué deberes le son exigibles? ¿Quién está cualificado para participar en el proceso de toma de decisiones? ¿Se puede decidir sobre cualquier asunto? ¿A través de qué mecanismos, con qué grado de deliberación? ¿Y debe decidirse por consenso o por mayoría? La respuesta a estas preguntas depende de las razones por las cuales se defienda la democracia como mejor forma de gobierno. Y como las razones no siempre son las mismas, hay que distinguir entre diferentes concepciones o modelos de democracia.

En el modelo liberal-protector, la democracia tiene por objeto principal la protección de los derechos del individuo, que sirven como límite al poder político: los ciudadanos eligen a sus representantes y los vigilan a través de la opinión pública, mientras realizan sus fines privados en una sociedad abierta donde la vida asociativa y el mercado competitivo juegan un papel protagonista. Este modelo concede asimismo importancia al pluralismo, que puede entenderse de dos maneras: por un lado, la democracia liberal no concentra la toma de decisiones en un solo lugar, sino que posee muchos centros distintos de poder; por otro, los valores del liberalismo político permiten organizar la convivencia pacífica entre individuos diferentes en el interior de una sociedad cada vez más heterogénea. Para los partidarios del modelo participativo o republicano, en cambio, el ciudadano tiene que comprometerse con los asuntos públicos, ya sea en el nivel del Gobierno o dentro de aquellas organizaciones –como la empresa– de las que forma parte; es necesario orientar el funcionamiento de las instituciones hacia el bien común y fomentar las virtudes cívicas del ciudadano. Por su parte, los defensores del modelo epistémico justifican la democracia por sus mejores resultados: las sociedades democráticas incorporan un mayor número de puntos de vista al proceso de toma de decisiones y son más inclusivas que los regímenes autoritarios, lo que redunda en su mayor eficacia general. Dicho de otra manera, la democracia es preferible a otras formas de gobierno porque funciona mejor. Eso no significa que las democracias sean infalibles, sino que exhiben un rendimiento medio superior de acuerdo con los indicadores socioeconómicos, culturales o medioambientales. Finalmente, el modelo agonista concibe la democracia como un espacio para la canalización del inevitable conflicto entre las distintas ideologías y recela del consenso como fórmula para el gobierno de la comunidad política: lo natural es el enfrentamiento entre distintas visiones de la sociedad y la democracia sirve para que los ciudadanos se conviertan en apasionados luchadores en defensa de sus ideales.

 

Por supuesto, las ideas abstractas sobre la democracia no son todo lo que cuenta a la hora de explicar su funcionamiento. Una cosa es lo que creamos que la democracia deba ser con arreglo a nuestra concepción de la misma y otra lo que las democracias sean en la práctica, que además tiene mucho que ver con lo que pueden ser. No debe por eso extrañarnos que los modelos más igualitarios y participativos de la democracia conduzcan a la frustración: la imposibilidad de realizar sus componentes utópicos alimenta un malestar apreciable en lemas contestatarios como “¡democracia real ya!” o “lo llaman democracia y no lo es”. El politólogo italiano Giovanni Sartori describió así la causa de esa tensión: “En ningún caso la democracia tal y como es (definida de modo descriptivo) coincide, ni coincidirá jamás con la democracia tal y como quisiésemos que fuera (definida de modo prescriptivo)”. Se trata de una tensión productiva, que estimula las críticas y conduce por igual a innovaciones exitosas y a experimentos fracasados. La democracia es como la vida: requiere de un delicado equilibrio entre la creación de expectativas y la aceptación de realidades.

Sería deseable que las lecciones que podamos extraer del desarrollo de las democracias reales influyesen en las teorías ideales sobre esta forma de gobierno. Un ejemplo es el fortalecimiento de la independencia de los Bancos Centrales en respuesta a la vieja costumbre de los Gobiernos de utilizar de manera electoralista la política monetaria. Es una reforma que resulta de la praxis democrática y se inspira en la doctrina sobre las instituciones contramayoritarias, que son aquellas que incorporan un punto de vista experto que sirve de filtro a la voluntad popular. Claro que el conocimiento acumulado sobre la peligrosidad de los referéndums populares como medio para decidir sobre asuntos complejos que fracturan en dos a la opinión pública no impidió que el Gobierno británico preguntase a sus ciudadanos sobre la pertenencia a la Unión Europea y provocase con ello su salida de la UE. Hay que tener en cuenta que los actores políticos sirven a sus propios intereses y eso puede dificultar el buen funcionamiento de cualquier democracia: el choque de legitimidades entre los votantes catalanes que aprobaron el Estatuto de Autonomía de 2006 y el Tribunal Constitucional que anuló varios de sus artículos habría podido evitarse si los partidos que promovieron la norma hubieran querido asegurarse previamente de su constitucionalidad.

Dicho esto, las diferencias aparentemente irreconciliables entre los distintos modelos de democracia se atenúan en la práctica. Difícilmente encontraremos una versión de la democracia que no reconozca la importancia de los derechos del individuo o la necesidad de articular la competencia electoral entre candidaturas. Pero es que sería injusto acusar a las democracias liberales de desincentivar la participación ciudadana: las formas colectivas de movilización, tales como manifestaciones o campañas públicas, forman ya parte de la normalidad democrática occidental. Del mismo modo, la digitalización de la esfera pública ha proporcionado a los ciudadanos la posibilidad de expresar sus opiniones y ha facilitado la creación de vínculos asociativos. No puede decirse tampoco que las democracias existentes sean lugares donde reina el consenso, como denuncian los partidarios del modelo agonista; las democracias son conflictivas por definición y lo serán en mayor medida cuando organizan la convivencia en sociedades heterogéneas donde abundan los roces entre distintas ideologías y formas de vida. Finalmente, no se ha conocido todavía una democracia moderna que aspire a tomar malas decisiones; en distinta medida, todas ellas atribuyen un rol al saber experto cuando se trata de lidiar con asuntos que requieren de algún tipo de conocimiento técnico. Hablamos, en todos los casos, de una democracia representativa donde los ciudadanos eligen a quienes toman las decisiones; ni siquiera los más ardorosos participativistas defienden una toma de decisiones basada exclusivamente en el referéndum o la celebración constante de asambleas multitudinarias. En una sociedad moderna que se caracteriza por su gran escala, el postulado de Rousseau según el cual no puede haber separación entre gobernantes y gobernados resulta impracticable. Dicho de otra manera, el funcionamiento de la democracia no es indiferente al tamaño de la población y el territorio; la democracia moderna no puede ser ya sino democracia representativa.

«Aunque la historia no ha terminado, pues sigue habiendo acontecimientos de todo tipo, no existen alternativas democráticas a la democracia liberal: por imperfecta que esta última pueda ser, no hay forma de gobierno que alcance mayor equilibrio entre el respeto a la libertad individual, la búsqueda de la igualdad y el aseguramiento de la base material de la existencia»

En la democracia moderna, la representación política no puede entenderse al margen de los partidos políticos que sirven como vehícu­lo para la misma. Nuestras democracias son democracias de partidos, aunque los partidos no sean sus únicos protagonistas. Tal como ha señalado Piero Ignazi, los partidos políticos se han encontrado históricamente con la dificultad de legitimarse en un marco cultural occidental que siempre ha considerado deseable la armonía y el acuerdo: representando los intereses de una parte, mal podían los partidos encajar en esa visión idealizada de la comunidad como espacio de consenso. Durante el siglo xx, los partidos lograron consolidarse como actores políticos indispensables de la democracia representativa de masas. Hoy, en cambio, parecen haber dilapidado una parte del capital de confianza que adquirieron después de la Segunda Guerra Mundial, cuando contribuyeron a crear el estado del bienes­tar y estabilizaron unas sociedades liberales que proporcionaban a sus miembros libertades civiles y bienestar económico. El auge del populismo, vinculado al líder carismático y al partido-movimiento, se relaciona con esa pérdida de legitimación; hay quienes se sienten atraídos por las formas plebiscitarias de la democracia que propugnan eliminar los partidos para así crear un vínculo directo entre el partido del líder y su pueblo.

Por natural que pueda parecernos, de hecho, que hoy elijamos a nuestros representantes y que los cargos públicos sean desempeñados por profesionales de la política marca una diferencia esencial entre la democracia contemporánea y sus antecedentes premodernos. De hecho, la misma democracia que ahora consideramos la única forma legítima de gobierno fue despreciada durante siglos como un régimen político indeseable. Aristóteles incluía las democracias dentro de las formas degeneradas de gobierno y Platón arremete contra la democracia como un régimen “anárquico” que trata como iguales a los que no lo son: el gobierno de las multitudes ignorantes. Esta crítica tendrá un largo recorrido: el filósofo español Ortega y Gasset todavía lamentará a comienzos del siglo xx el “plebeyismo” que resulta de la indebida extensión de la democracia a todas las esferas de la vida social y hablará de la “degeneración de los corazones” que permite que tratemos igualmente a los desiguales. No debería entonces sorprendernos que hasta finales del siglo xviii el régimen político óptimo fuese la “república”. Así lo atestiguan los debates constitucionales norteamericanos, donde se reservaba el término democracia para la democracia directa.

En realidad, nuestra democracia es una república representativa, o sea un régimen mixto que combina los elementos democráticos (sufragio universal y voto popular) con los liberales (imperio de la ley, separación de poderes). Y dado que nuestras sociedades se han hecho cada vez más complejas y populosas, recuperar las instituciones de la democracia directa es una quimera: ni podemos reunirnos todos en una asamblea para deliberar, ni puede elegirse a los cargos públicos por sorteo, ni la mayoría de los ciudadanos tiene ganas de dedicar su tiempo a los asuntos colectivos. Por eso, en definitiva, elegimos repre­sentantes: serán ellos quienes decidan en nuestro nombre, guiados por el interés general. Hay que admitir que la teoría funciona en esto mejor que la práctica: el sentido aristocrático inicial del proceso de selección de los representantes por medio de las elecciones, que aspiraba a identificar a los mejores servidores públicos, ha ido dejando paso a una competición por el voto donde la imagen de los candidatos cuenta más que su competencia para desempeñar el cargo. Del mismo modo, el protagonismo creciente de los partidos políticos en la democracia de masas introduce a unos actores que sirven primeramente a sus propios intereses: sus decisiones no perseguirán el bien común, sino el bien particular de la organización y de los grupos de votantes que la apoyan.

Seguimos así llamando democracia a una forma de gobierno que se parece muy poco a lo que los griegos entendían por tal. El asunto se complica si tenemos en cuenta que, como señalase el pensador francés Alexis de Tocqueville tras su viaje a Estados Unidos en 1831, la democracia no solo designa una forma particular de gobierno, sino un tipo específico de sociedad: aquella que deja atrás la organización estamental de la Edad Media y establece el principio de que todos sus miembros deben disfrutar de igualdad de condiciones. En la tradición marxista, de hecho, la democracia se entiende como sinónima de ausencia de dominación de clase; en palabras de Eduard Bernstein, no es un fin en sí misma, sino un medio para realizar el socialismo. Esta concepción instrumental de la democracia resulta problemática, porque es una manera de restarle valor: si pudiéramos llegar al socialismo por otros medios, entonces no necesitamos la democracia para nada. De la misma manera, si decimos que la democracia es deseable porque produce buenas decisiones, ¿qué haríamos si se inventara un algoritmo capaz de tomar decisiones matemáticamente infalibles?

La justificación ha de buscarse en otra parte: el valor superior de la democracia liberal-representativa reside en su capacidad para organizar la convivencia pacífica entre individuos en sociedades plurales, maximizando el valor de la libertad individual y estableciendo una relación equilibrada entre las mayorías y las minorías. Tal como señalase el jurista Hans Kelsen, la minoría de hoy puede ser la mayoría de mañana y de ahí que el gobierno colectivo no pueda consistir en la “tiranía de la mayoría” contra la que advirtió De Tocqueville. Del mismo modo, la democracia no puede dar toda la razón a ninguna de las ideologías que compiten en su interior, pues ha de mantenerse siempre abierta al diálogo entre los diferentes; de ningún modo puede obligar a los ciudadanos a vivir de una manera determinada o a albergar creencias particulares. Por el contrario, el Estado debe ser neutral respecto de las convicciones personales o las formas de vida de los individuos, un rasgo que amenaza con difuminarse en nuestra época a medida que el debate público ha ido centrándose en cuestiones morales. Por eso, ocupar el Gobierno no equivale a disponer de un poder absoluto: la democracia liberal limita la capacidad de acción de los Gobiernos con objeto de evitar el abuso de poder al que los seres humanos, desgraciadamente, son proclives. No olvidemos que una de las grandes virtudes de la democracia consiste en asegurar la competencia pacífica por una posesión tan preciada como el poder. Para ello, somete a reglas el conflicto por los recursos disponibles, tratando de asegurar que los actores y grupos que compiten por ellos no recurren a la violencia. Decía el politólogo norteamericano Harold Lasswell que la política consiste en determinar quién consigue qué, cuándo y cómo; la democracia liberal pone un cierto orden en el proceso que conduce al reparto correspondiente.

 

En este sentido, hay que tener en cuenta que la democracia recurre a la regla de la mayoría debido a la imposibilidad de garantizar el consenso entre los miembros de la comunidad política. El principio de la mayoría era desconocido para los griegos y resulta inaceptable para Rousseau: en comunidades basadas en la concordia cívica, aceptar el juego mayoría/minoría es validar la desunión interior. Sartori afirma que la regla de la mayoría proviene de los sistemas de votación de los conventos medievales y que su utilidad reside en que posibilita la toma de decisiones con el orden colectivo; el disenso pasa a entenderse como algo natural, que no amenaza la supervivencia de la comunidad. Se deduce de aquí que el buen funcionamiento de la democracia requiere asimismo que el ciudadano entienda cabalmente su papel y, por ejemplo, no rechace como ilegítimas aquellas decisiones colectivas que chocan con sus creencias personales. Que algo nos parezca equivocado o inmoral no significa que sea ilegítimo: si la ley que nos incomoda ha sido aprobada de acuerdo con los procedimientos democráticos vigentes, habremos de aceptarla y, en todo caso, apoyar a quienes prometan derogarla. No existe ninguna forma de gobierno que elimine la brecha insalvable que se abre entre la conciencia individual y el orden colectivo. Por eso, la tolerancia a la frustración debe ser entendida como una virtud cívica.

En el fondo, Francis Fukuyama tenía razón cuando –de acuerdo con su célebre tesis sobre el “fin de la historia”– proclamó que la búsqueda del mejor modelo de gobierno se había inclinado en favor del modelo liberal-pluralista. Aunque la historia no ha terminado, pues sigue habiendo acontecimientos de todo tipo, no existen alternativas democráticas a la democracia liberal: por imperfecta que esta última pueda ser, no hay forma de gobierno que alcance mayor equilibrio entre el respeto a la libertad individual, la búsqueda de la igualdad y el aseguramiento de la base material de la existencia. Nadie ha conseguido todavía desmentir la famosa afirmación de Winston Churchill, seguramente tomada de Albert Camus, de que la democracia es la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás.

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