Abecedario democrático

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Estado

Puede definirse, siguiendo al especialista Bob Jessop, como aquella entidad cuya función es definir y aplicar decisiones colectivamente vinculantes sobre el conjunto de una sociedad. No debe confundirse con el Gobierno: el Estado es más que el Gobierno, pues este último se limita a cumplir algunas funciones estatales; otras recaen sobre los jueces, la policía o los inspectores de trabajo.

Estado

No cabe duda de que el Estado es la institución política dominante del mundo moderno. Así lo demuestra el hecho de que no existan apátridas, o sea sujetos que no son nacionales de ningún Estado: quien abandone su país buscando un lugar donde no rija autoridad estatal alguna se encontrará con otro Estado que le preguntará de dónde viene. Hay en el mundo cerca de doscientos Estados oficialmente reconocidos por Naciones Unidas, indicación suficiente del éxito de una institución a la que nos hemos acostumbrado, pese a que no existía hace siete u ocho siglos. Puede definirse, siguiendo al especialista Bob Jessop, como aquella entidad cuya función es definir y aplicar decisiones colectivamente vinculantes sobre el conjunto de una sociedad. No debe confundirse con el Gobierno: el Estado es más que el Gobierno, pues este último se limita a cumplir algunas funciones estatales; otras recaen sobre los jueces, la policía o los inspectores de trabajo. En esos cometidos específicos, así como en los lugares donde se llevan a cabo, el Estado se materializa: edificios, personal, símbolos. Y aunque el Estado no se encuentra en todas partes, sus normas se extienden al conjunto de la vida social: incluso la ausencia de regulación está prevista en la regulación.

Sin embargo, esta definición preliminar no nos dice nada sobre el origen histórico del Estado, ni nos proporciona su justificación. Tampoco indica la forma que deba adoptar: no es lo mismo un Estado totalitario que uno democrático; si nos ceñimos a estos últimos, el Estado sueco hace cosas que no hace el australiano y viceversa. Hablar del Estado, por lo tanto, exige un buen número de aclaraciones. Y la primera consiste en explicar por qué hay Estado o por qué debe haberlo; conviene saber por qué hemos de aceptar ese “artificio”. Recuérdese que los anarquistas se caracterizan por el rechazo del Estado y defienden su supresión, al considerarlo una innecesaria fuente de opresión: si las comunidades humanas se basaran en la autogestión comunitaria, arguyen, viviríamos en libre armonía. En su descripción de la sociedad sin clases, Marx también contemplaba la “disolución” del Estado una vez que los conflictos derivados de la necesidad material hubieran sido resueltos mediante la aplicación práctica del comunismo. Claro que esto nunca llegó a suceder: aunque el comunismo se derrumbó, el Estado sigue en su sitio.

Para comprender la necesidad del Estado, puede recurrirse al experimento mental realizado por el filósofo libertario norteamericano Robert Nozick. Partidario de maximizar la libertad individual, Nozick se preguntó si era viable una sociedad basada exclusivamente en los acuerdos voluntarios forjados entre sus miembros. Su respuesta es tan sencilla como plausible: una sociedad organizada alrededor de los pactos privados entre individuos necesitaría algún tipo de agencia que se dedicase a garantizar su cumplimiento. Ya que si dos personas firman un acuerdo y una de ellas lo incumple sin padecer por ello conse­cuencia alguna, ningún otro acuerdo podría firmarse sin riesgo. Dar garantías a los firmantes de acuerdos individuales constituye así el contenido mínimo del Estado: menos que eso no se puede tener. Desde luego, se puede tener más: desde museos nacionales a hospitales públicos. El interés de la reflexión de Nozick está en demostrar filosóficamente que ni siquiera un libertario puede prescindir del Estado.

Nozick no es el único pensador que ha sugerido que la existencia del Estado es, sencillamente, más ventajosa que su inexistencia. En las teorías del contrato social que surgen durante los siglos xvii y xviii, ya sea como justificación del absolutismo monárquico o como defensa de la reforma liberal del Estado, se afirma sin tapujos que crear un Estado es racional para los individuos. A menudo, el razonamiento se ilustra mediante la ficción del “estado de naturaleza”, que es la situación en la que se encontrarían los seres humanos si no hubiera Estado. Según se describa esa peculiar situación hipotética, pueden justificarse distintos tipos de autoridad estatal. Para Hobbes, los hombres en el estado de naturaleza vivirían en una situación de guerra de todos contra todos, de modo que para imponer la paz sería necesario que ellos mismos se sometieran voluntariamente a un soberano; por Rousseau sostiene que el individuo primitivo es un buen salvaje que lleva una vida rudimentaria, pero termina viéndose forzado a cooperar socialmente debido al aumento de la complejidad de los problemas a los que se enfrenta. Por su parte, John Locke parece estar describiendo la vida de los pioneros que aparecen en las películas del Oeste americano: los individuos que viven sin Estado tienden de manera natural a cooperar pacíficamente entre sí, pero dotarse de un Estado permite proteger más eficazmente sus derechos y mejora sus condiciones de vida. Aun otros pensadores, como David Hume, ven innecesario recurrir a la hipótesis del estado de naturaleza: el Estado existe porque es útil a los individuos, lo que constituye razón suficiente para que obedezcamos sus mandatos.

Ponernos de acuerdo acerca de la inevitabilidad del Estado, sin embargo, no responde a la pregunta sobre la forma concreta que deba adoptar, los servicios que haya de proveer o la extensión del poder que pueda ejercer sobre los individuos. Estos últimos, por ejemplo, pueden ser súbditos de un Estado autoritario o ciudadanos de un Estado democrático; y no todos los Estados democráticos tienen encomendadas las mismas funciones asistenciales o económicas. Para comprender por qué los Estados son hoy lo que son no basta entonces con su justificación teórica; es preciso conocer su trayectoria histórica.

Dejando a un lado las prefiguraciones de la forma estatal que pueden encontrarse en las polis griegas o la ciudad-Estado del Renacimiento, además de por supuesto en el Imperio romano, el Estado tal como hoy lo conocemos es un fenómeno moderno que pone fin a la fragmentación del poder típica del feudalismo medieval. En particular, el Estado moderno es una institución que rompe con el pasado al separar su autoridad de la persona del gobernante. Esta despersonalización estaba ya insinuada en la monarquía absoluta de derecho divino, donde –como nos enseñó el historiador Ernst Kantorowicz– el cuerpo mortal del rey hubo de distinguirse de la institución inmortal que ocupaba hasta su muerte: al desaparecer el individuo terminaba un reinado, pero la monarquía continuaba sin interrupción. Igualmen­te, teóricos de la soberanía como Hobbes y Bodin postularon que la autoridad del Estado era algo separado del monarca; los súbditos debían obediencia a la institución en lugar de a la persona del rey. Posteriormente, el proceso se completará con la desactivación del poder de los monarcas, completándose así –aun cuando estos últimos retengan funciones simbólicas o arbitrales– el proceso de racionalización del Estado.

A partir de aquí, el sociólogo Max Weber describirá el Estado como aquella institución caracterizada por poseer el monopolio de la fuerza legítima dentro de un territorio definido y por dotarse de un aparato burocrático que le permite administrar eficazmente una sociedad cada vez más compleja. Decíamos antes que el Estado puede justificarse afirmando que una sociedad funciona mejor con él; ahora podemos añadir que solo el Estado parece capaz de poner orden en las sociedades urbanizadas, populosas, capitalistas y heterogéneas de la modernidad. No debería extrañarnos que este modelo occidental se haya extendido globalmente a través del colonialismo o la simple imitación. Sus consecuencias negativas no debieran ocultarse: guerras mundiales, intentos de genocidio, homogeneización cultural. Pero es imposible saber si el curso de la historia hubiera sido más beneficioso para la humanidad y sus miembros en ausencia de los Estados.

En todo caso, las democracias occidentales no operan en el marco de un Estado absolutista, sino vinculadas a una institución que ha ido evolucionando en los últimos tres siglos y a la que podemos atribuir hoy tres adjetivos complementarios: liberal, bienestarista y nacional. Estas tres dimensiones del Estado contemporáneo deben entenderse cabalmente, para así poder dar sentido al tipo de organización bajo cuya autoridad se desarrollan nuestras vidas.

Primeramente, recordemos que el liberalismo político que emerge con el pensamiento ilustrado en el siglo xviii tiene como objetivo primordial combatir el absolutismo monárquico y emancipar a los ciudadanos de su tutela: el individuo debe gozar de la necesaria libertad para desarrollar su plan de vida, incluida la posibilidad de asociarse con otros, opinar sobre los asuntos públicos y actuar como productor o consumidor en un mercado libre. Para limitar el poder estatal y prevenir su abuso, los liberales formulan principios que serán llevados –desigualmente– a la práctica: imperio de la ley (que restringe la arbitrariedad de las decisiones públicas y termina dando forma al Estado de derecho), separación de poderes (que atribuye diferentes funciones a distintos órganos estatales, impidiendo su concentración y haciendo posible la independencia de los jueces), celebración de elecciones periódicas (para la formación de un Gobierno representativo sometido al control de los votantes). A eso hay que sumar la distinción entre la esfera pública y la esfera privada, que proporciona al ciudadano un ámbito de libertad en el que no puede interferir el Estado: somos libres de elegir nuestra forma de vida y nadie puede leer nuestra correspondencia. Cuando esta arquitectura institucional se codifica en textos constitucionales, hablamos del Estado constitucional. Bajo su amparo florecerán organizaciones tales como los partidos políticos y, en la sociedad civil, las iglesias, los sindicatos y las asociaciones profesionales. Todas ellas, como cuerpos intermedios, servirán de contrapeso al poder estatal. Por último, los Estados liberales persiguen estimular la competencia económica y para ello desmantelan el proteccionismo gremial, diseñando mercados libres o combatiendo los monopolios. Huelga decir que una cosa es la aspiración del liberalismo político y otra distinta la realidad de las sociedades sobre las que se proyecta. Repárese en el conflicto generado por los servicios de transporte privado de personas, ligados a plataformas digitales, en aquellos países donde el sector del taxi ha seguido disfrutando de una protección que recuerda la de los gremios medievales.

 

«Las democracias occidentales no operan en el marco de un Estado absolutista, sino vinculadas a una institución que ha ido evolucionando en los últimos tres siglos y a la que podemos atribuir hoy tres adjetivos complementarios: liberal, bienestarista y nacional. Estas tres dimensiones del Estado contemporáneo deben entenderse cabalmente, para así poder dar sentido al tipo de organización bajo cuya autoridad se desarrollan nuestras vidas»

Sucede que el Estado liberal es también Estado social o del bienestar, encargado de sostener materialmente a los ciudadanos para garantizar la realización del principio de igualdad y dotado asimismo de poderes de intervención en la economía. Este intervencionismo tiene su origen en las políticas asistenciales que, en el último tercio del siglo xix, tratan de mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora del industrialismo y de prevenir el riesgo de una revolución social. Su impulso definitivo llega después de la Segunda Guerra Mundial; contribuyen a él por igual liberales, conservadores y socialdemócratas. ¿Por qué debe el Estado asumir ese papel, que hoy damos por supuesto? La fundamentación teórica del bienestarismo está en la crítica que Marx hace al liberalismo, cuando señala que proclamar derechos formales sirve de poco si los individuos están en situación de necesidad. No obstante, el propio John Stuart Mill ya había señalado desde el interior de la doctrina liberal que el Estado debía jugar un papel igualador, que permitiese a todos los individuos disfrutar de la oportunidad de desarrollar su personalidad. Y aunque Marx creía que el Estado liberal estaba al servicio de los intereses de la burguesía y jamás podría mejorar la existencia de la clase trabajadora, se equivocaba: el Estado liberal se ha convertido en Estado social sin dejar por ello de ser liberal, mientras que el experimento comunista terminó con un rotundo fracaso. Eso no quiere decir que el debate sobre el papel económico del Estado haya concluido, pues no es fácil determinar qué grado de intervención pública en el mercado es a la vez justa (en tanto que ayuda a los menos favorecidos sin ahogar la libertad individual ni colonizar la sociedad civil) sin dejar de ser eficaz (pues preserva los incentivos que hacen posible el aumento de la riqueza, ya que sin creación de riqueza no hay redistribución posible).

Finalmente, el Estado liberal y bienestarista es asimismo estado nacional, porque su poder se circunscribe a los límites territoriales de una nación. Por lo general, las constituciones establecen que la sobe­ranía reside en la nación o en el pueblo de la nación, aunque sea el Estado quien la ejerza en su nombre. Así que, aunque hablemos del Estado nación, ambos términos no son sinónimos: mientras que el Estado es una institución dotada de poderes materiales, la nación se refiere a la identificación emocional con historias, tradiciones o costumbres que nos hacen sentir miembros de la misma comunidad humana. Por lo general, ambos coinciden: el Estado reclama obediencia a los miembros de la nación y esa pertenencia común refuerza el compromiso afectivo con el Estado, al que no sentimos “extranjero” sino propio. Su relación está marcada por la dependencia mutua: el Estado se apoya en la nación y la nación es protegida por el Estado. De hecho, los Estados modernos se esforzaron por crear sentimientos nacionales para asegurarse la lealtad de los ciudadanos una vez que la religión había perdido fuerza como elemento de cohesión social: cuando ya no creemos todos en el mismo Dios, quizá podamos todavía creer en la misma nación. A esa finalidad sirven instrumentos tales como la escuela pública, los servicios postales, los museos nacionales, la red viaria, el servicio militar o las selecciones deportivas: generan una conciencia nacional que facilita el funcionamiento del Estado. No obstante, Estado y nación no siempre coinciden. Hay Estados que han nacido de la unión de varias naciones preexistentes, como el Reino Unido; por su parte, los Estados federales pueden albergar movimientos nacionalistas que discuten la existencia de una nación común. Y no debería pasarse por alto que la mayoría de los Estados que surgen con la caída de los imperios tras la Primera Guerra Mundial son en la práctica multinacionales a pesar de que se vinculen legal o simbólicamente con una sola nación.

En las últimas décadas, sin embargo, la erosión de los Estados a causa de las reivindicaciones de los nacionalismos –que no padecen todos los países por igual– se ha visto acompañada del debilitamiento propiciado por la globalización. La movilidad transnacional de individuos y empresas, sumada al cambio tecnológico que ha traído consi­go Internet, ha mermado la capacidad del Estado para controlar la sociedad. Pensemos en cómo la incorporación de los países poscomunistas a la economía capitalista ha permitido la creación de cadenas de suministro globales –smartphones diseñados en California y manufacturados en China– que escapan al control estatal. Para una institución tan enraizada en el territorio como el Estado, la desterritorialización provocada por las tecnologías digitales constituye un problema singular. Pero hay complicaciones recientes que no obedecen a la globalización: el bienestar alcanzado en las sociedades occidentales ha reducido dramáticamente sus tasas de natalidad, lo que dificulta el mantenimiento del estado del bienestar ahora que los trabajadores se jubilan y no hay suficiente población joven para reemplazarlos.

Por todo ello, se habla de un “Estado posheroico” que apenas hace lo que puede en un contexto amenazante y lleno de complejidad. Esta rebaja de las expectativas comporta un riesgo: que los ciudadanos que perciban el Estado como ineficaz no se sientan vinculados afecti­vamente al mismo. Este dilema de la eficacia encuentra una expresión clara en la Unión Europea: los Estados nación que pertenecen a ella ceden parte de su soberanía al conjunto a fin de ganar capacidad de acción, pero al hacerlo pueden generar desafección si las decisiones comunitarias son percibidas como poco democráticas o en exceso alejadas de las instituciones nacionales que dan sentido a la experien­cia política de la mayor parte de los ciudadanos.

A pesar de todo, el Estado está lejos de encontrarse en riesgo de desa­parición. Mas al contrario, los acontecimientos de los últimos años, que van de la crisis financiera y los atentados yihadistas a la pandemia del coronavirus, han traído de regreso la idea de que un Estado fuerte e intervencionista es imprescindible para garantizar la seguridad del ciudadano en un mundo turbulento y marcado por crecientes presiones ecológicas. El proteccionismo económico que fuera característico de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado regresa así bajo nuevas formas, mientras algunos Estados asumen la tarea de gestionar la vida del individuo “de la cuna a la tumba”, por tomar el título del poema sinfónico de Franz Liszt: el mismo Estado que nos asigna un número de identificación cuando nacemos, al que pagamos impuestos cuando trabajamos y que fija una edad para nuestra jubilación forzosa, puede ahora administrarnos la eutanasia cuando así se lo hayamos pedido. Bien entrado ya el siglo xxi, puede decirse que la posición del Estado como institución política dominante del mundo moderno no parece estar amenazada.

 VÉASE: Ciudadanía, Globalización, Justicia, Nación, Soberanía

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Feminismo

Puede definirse el feminismo como aquel movimiento social que defiende la igualdad entre los sexos. Pero no solo es un movimiento, sino también una teoría filosófica y política que reflexiona de manera crítica sobre las causas y los fundamentos de esa particular desigualdad, entendida como un resultado de la subordinación histórica de la mujer al hombre.

FEMINISMO

Que las constituciones democráticas proclamen la igualdad entre todos los ciudadanos es una primera condición –necesaria– para su igualación en la práctica. Pero no siempre se trata de una condición suficiente, ya que la simple afirmación de la igualdad no conlleva su realización. Y no todas las desigualdades entre individuos son injustas o indeseables; para colmo, hay diferencias de talento o rendimiento que no se dejarían corregir fácilmente. Por último, la decisión sobre cuáles son las diferencias sociales que es necesario combatir es resultado del debate público tanto como de la movilización colectiva: hay grupos sociales que se manifiestan en defensa de sus intereses, mientras que otros son incapaces de hacerlo o lo hacen sin éxito. Eso es justamente lo que el feminismo lleva haciendo desde hace más de un siglo: invoca el principio general de la igualdad y exige su realización efectiva entre hombres y mujeres en el plano político, jurídico o cultural. Asuntos tales como la igualdad de voto, las libertades reproductivas, la indemnidad sexual o la igualdad salarial han centrado así la atención de los movimientos feministas, junto a otros más controvertidos que van de la autodeterminación de género a la abolición de la prostitución.

Puede definirse el feminismo, por tanto, como aquel movimiento social que defiende la igualdad entre los sexos. Pero no solo es un movimiento, sino también una teoría filosófica y política que reflexiona de manera crítica sobre las causas y los fundamentos de esa particular desigualdad, entendida como un resultado de la subordinación histórica de la mujer al hombre. De ahí que una parte de la tarea del feminismo haya consistido en la reinterpretación del pasado, al que se acude en busca de las raíces de la discriminación de la mujer en las sociedades humanas. Se ha llamado así la atención sobre las consecuencias de la definición ateniense de la política como aquello que hacen los ciudadanos en el agorá o plaza pública, excluyendo el oikos o esfera doméstica donde se confinaba a las mujeres. Teóricos como Rousseau, paladines del republicanismo participativo, excluían a la mujer de los asuntos públicos afirmando que el tiempo que dedicaban a cuidar de su prole les impedía actuar como ciudadanas en la asamblea. Se ha denunciado asimismo que la filosofía occidental ha primado el uso de la razón (identificada como un atributo masculino) y marginado el papel de las emociones (consideradas como inherentemente femeninas). Históricamente, la desactivación pública de las mujeres se habría basado así en la idea de que su lugar “natural” es el hogar donde se desarrollan las tareas domésticas y reproductivas.

Sucede que la atención al pasado puede oscurecer el extraordinario avance en materia de igualdad experimentado por las sociedades democráticas durante el último siglo. Y no es casualidad que la causa de la mujer haya prosperado en las democracias liberales, ya que estas últimas proporcionan un marco dentro del cual distintos movimientos sociales y doctrinas políticas pueden presentar sus demandas y defender sus argumentos. Desde el interior de la democracia liberal, en suma, el feminismo ha podido decir a la democracia liberal que la desigualdad entre hombres y mujeres es una vulneración de los principios que la inspiran. Así que el feminismo no ha hecho otra cosa que señalar una de las contradicciones de la época moderna: mientras la filosofía ilustrada proclamaba el imperio de la razón y las revoluciones liberales desmantelaban la vieja sociedad estamental, la desigualdad entre hombres y mujeres persistía en la práctica sin que ninguna buena razón pudiera justificarlo. Se entiende por ello que los primeros textos importantes del feminismo, como la Vindicación de los derechos de la mujer que Mary Wollstonecraft publica en 1792, apa­rezcan en el Siglo de las Luces. Es significativo que la girondina Olympe de Gouges escribiera ese mismo año su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana en respuesta al sesgo masculino de la Revolución francesa dirigiendo a los hombres de su época una pregunta que se ha hecho célebre: “¿Qué os concede imperio soberano para oprimir a mi sexo?”. Y aunque resulte menos conocida en el mundo anglosajón, hay que destacar la figura de Sor Juana Inés de la Cruz: nacida en el Virreinato de México a mitad del siglo xvii, acaso se hizo monja para poder pensar en libertad –como decía de ella el poeta Octavio Paz– y defender por escrito el derecho de la mujer a recibir una educación en pie de igualdad con los hombres.

 

La aplicación de las premisas ilustradas al problema de la mujer da impulso a la primera ola del feminismo, cuya trayectoria histórica suele describirse echando mano de esta discutida metáfora: algo que se levanta y cobra fuerza hasta que termina por morir en una orilla. Esa primera ola feminista habría comenzado en la segunda mitad del siglo xix con el movimiento por los derechos de la mujer, entre ellos el derecho al voto reclamado por las sufragistas. Después de las dos guerras mundiales, en el contexto de los movimientos contraculturales de los años sesenta y setenta, la segunda ola del feminismo se caracterizó por vincular las experiencias personales de la mujer occidental con las estructuras sociales: el famoso eslogan “lo personal es político” aludía a la necesidad de otorgar significado público a una vida privada donde se reproducía la desigualdad sistemática entre los sexos. Pensemos en la típica estampa cinematográfica que nos muestra a la esposa aguardando que su marido llegue de trabajar; justo es añadir, sin embargo, que entonces ya eran muchas las mujeres occidentales que desarrollaban una carrera profesional propia. Una tercera ola se habría levantado en los años noventa, poniendo sobre la mesa problemas concretos que van del acoso sexual a la infrarrepresentación del arte femenino, al tiempo que incorporaba las llamadas demandas “interseccionales” que se relacionan con las minorías étnicas y el colectivo LGTBI (lesbianas, gais, transgénero, bisexuales e intersexuales). Más difusos serían los contornos de la cuarta ola, que habría comenzado alrededor de la segunda década del siglo xxi al albur del movimiento #MeToo y tendría como rasgos distintivos la canalización digital del activismo y la inclusión del discurso feminista en el discurso político mainstream de las democracias occidentales.

Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes: no es lo mismo ser profesora universitaria en Estocolmo que inmigrante somalí en esa misma ciudad. Al fin y al cabo, los principios feministas son afirmados inicialmente por las mujeres que pertenecen a los estratos culturales dominantes de una sociedad; las mujeres que son de origen humilde o pertenecen a culturas minoritarias pueden ser o sentirse ignoradas o excluidas. Salvar esa distancia puede dar lugar a considerables malentendidos, como muestra la dificultad para abordar desde una perspectiva feminista el uso de símbolos islámicos en sociedades democráticas: si una mujer musulmana afirma que se pone el chador e incluso el burka por voluntad propia y con plena conciencia de su significado, ¿debe prohibirse por su bien que pueda vestirlos?

Lo que se pone aquí de manifiesto es una dificultad que ha acompañado al feminismo desde sus orígenes: hablar en nombre de la mujer como sujeto político, mientras se niega la existencia de un ideal singular de mujer y se reconoce la pluralidad de las experiencias femeninas. Si todas las mujeres quisieran lo mismo, bastaría presentar a las elecciones un Partido Feminista que se llevase la mitad de los votos y gobernase con una mayoría aplastante. Pero allí donde un partido feminista concurre a las elecciones, como pasa en Suecia, apenas alcanza el tres por ciento de los votos. Se deduce de aquí que no todas las mujeres piensan lo mismo, ni quieren lo mismo; que también entre ellas se interpreta de distintas maneras lo que deben ser la mujer o el feminismo. Dado que las mujeres son un grupo tan amplio y diverso de la población, se hace muy difícil articular intereses, deseos o experiencias comunes. Incluso es posible que haya mujeres que no se identifiquen con el feminismo, aunque simultáneamente defiendan la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Le pasa al feminismo como al resto de doctrinas e ideologías políticas: formular un postulado general (igualdad entre hombres y mujeres) es mucho más sencillo que desarrollarlo (determinar lo que esa igualdad debe significar o los medios que deben arbitrarse para alcanzarla).

«Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes»

No obstante, la “diferencia” ha cobrado una importancia creciente en la teoría feminista. Se subraya la diversidad de experiencias y puntos de vista de las mujeres: por razón de etnia, orientación sexual, clase, discapacidad o cualquier otro marcador de identidad. Fueron las feministas afroamericanas las que abrieron este camino, denunciando que las feministas blancas hablaban de una “sororidad” –nombre que se da a la fraternidad entre mujeres– de la que ellas estaban excluidas. Posteriormente, la llamada “teoría queer” ha denunciado que la oposición binaria hombre-mujer solo sirve para oscurecer la pluralidad del género y marginar a quienes experimentan una identidad sexual diferente. Para buena parte del feminismo, una cosa es el sexo y otra es el género: una mujer tendría asignado socialmente un rol de género que no se deduce automáticamente de sus rasgos biológicos. Digamos que ser mujer no asigna a las mujeres la tarea de limpiar la casa o cuidar a solas de sus hijos. Pero el feminismo se encuentra con un problema de coherencia cuando, como hace la teoría queer, termina por negar la realidad del sexo biológico: si este último no existe y todo depende de las construcciones sociales o la voluntad de los individuos, ¿sigue existiendo la mujer como sujeto en cuyo nombre se hacen reivindicaciones políticas? Se trata de un conflicto no resuelto dentro del feminismo contemporáneo.

Pero es que el feminismo también está dividido acerca de cómo deben conceptualizarse las relaciones entre lo masculino y lo femenino: ¿posee la mujer una esencia propia que la distingue del hombre, o las diferencias entre ambos se deben enteramente a la cultura? A esta pregunta se responde de dos maneras.

Para el feminismo de la diferencia, existe una naturaleza o esencia propia de la mujer que debe ser reconocida y celebrada como alternativa a los rasgos codificados como masculinos. La corriente maternalista, por ejemplo, celebra la capacidad de la mujer para dar vida y la vincula a una disposición para los “cuidados” que también los hombres –como parte del desarrollo de una “nueva masculinidad”– deberían poner en práctica. Para este feminismo, el ser humano se caracteriza por sus relaciones más que por su individualidad; la concepción liberal de la autonomía se juzga contraria a la esencia del ser humano. Por su parte, el feminismo de la igualdad rechaza que existan diferencias entre los sexos y atribuye la distinta conducta de hombres y mujeres –tal como puede ser observada en algunas esferas de la vida social– a la determinación cultural del género: se nos habría educado para actuar de manera diferente a pesar de que somos iguales. Pero una cosa es la igualdad jurídica o política y otra la igualdad biológica; como señalan Jane Mansbridge y Susan Okin, no sabemos todavía lo suficiente sobre las diferencias biológicas como para ser agnósticos acerca de sus efectos. Aun hay otro punto de vista, más radical, que ve las relaciones entre hombres y mujeres determinadas en todos sus aspectos por el poder masculino, incluido el lenguaje que utilizamos para describir esas relaciones. Si se acepta esta posición, quedaría por explicar cómo es posible que el feminismo llegue a sortear ese poder absoluto y logre avances significativos para la causa de la mujer.

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